Víctor Samuel Rivera

Víctor Samuel Rivera
El otro es a quien no estás dispuesto a soportar

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Doctor en filosofía. Magíster en Historia de la Filosofía. Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía desde 1992. Crío tortugas peruanas Motelo y me enorgullezco de mi biblioteca especializada. Como filósofo y profesor de hermenéutica, me defino como cercano a lo que se llama "hermenéutica crítica y analógica". En Lima aplico la hermenéutica filosófica al estudio del pensamiento peruano y filosofía moderna. Trabajo como profesor de filosofía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos; he trabajado en Universidad Nacional Federico Villarreal desde 2005. He sido profesor en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima hasta 2014. He escrito unos sesenta textos filosóficos, de historia de los conceptos, filosofia política e historia moderna. Tengo fascinación por el pensamiento antisistema y me entusiasma la recuperación de la política desde el pensamiento filosófico. Mi blog, Anamnesis, es un esfuerzo por hacer una bitácora de filosofía política. No hago aquí periodismo, no hago tampoco análisis político de la vida cotidiana- De hecho, la vida cotidiana y sus asuntos no son nunca materia del pensamiento.

jueves, 17 de enero de 2008

José Ignacio Moreno. Un teólogo político en la era de las independencias




José Ignacio Moreno
Un teólogo político en la era de las independencias


Víctor Samuel Rivera
Universidad Nacional Federico Villarreal

Hay pensadores de la verdad, pero hay también pensadores angustiados de la verdad. Éste último es el caso particular de los pensadores que se alojan en la historia política. Carl Schmitt no se equivocaba al sugerir en su Interpretación europea de Donoso Cortés que el pánico es el mejor gestor en la búsqueda de la verdad en la historia. Pensaba Schmitt en los cuadros de depresión severa y aun de una cierta demencia que se encuentran en Juan Donoso Cortés. El Marqués de Valdegamas, ese personaje depresivo, se definía como intérprete de la historia en contraposición con P. J. Proudhon y Saint Simon. Los últimos eran víctimas de la posesión de una especie de euforia, que ocupaba el lugar del pánico. Euforia y pánico. Pero todos comprendían que los acontecimientos que les eran contemporáneos estaban pensados con propiedad en carácter profético: los eufóricos y los depresivos se encontraban como portadores de un mensaje histórico, una prognosis, que sería más adecuado llamar un don de profecía, si no fuera porque ni Proudhon ni Saint Simon consideraban sus prognosis respectivas como una revelación. Para Donoso, la fuente inefable de la sabiduría divina le ofrecía la experiencia anticipada de una catástrofe. Para los otros, una expectativa feliz se anclaba en la más completa de las capacidades humanas: la libertad. Pero volvamos a Donoso. Éste fue el gran reaccionario español del siglo XIX. En él una experiencia del pánico vino junto con una prognosis de la historia política y social del Occidente. Si Schmitt está en lo cierto, hay una cierta complicidad ontológica entre la depresión, una especie de locura ansiosa y el acceso a la verdad de la historia futura. Se observa rápidamente que este cuadro es apropiado de manera esencial para los pensadores que ven con pesimismo el futuro. Para los que, ante lo que sienten que va a acontecer, el futuro aparece bajo la forma esencial de una amenaza. Durante el siglo XIX es del pánico de donde la divina sabiduría eterna hacía conocer al pronosticador el sentido del porvenir.

El 1º de marzo de 1822 evaluaba la Revolución Francesa y su secuela social y política un brillante presbítero peruano nacido en Guayaquil. Estaba por dictar fulminante un discurso ante el selecto auditorio la Sociedad Patriótica de Lima, una entidad convocada por el General José de San Martín, cuyas tropas venían de ocupar la capital del Reino del Perú pocos meses atrás. Parecía el presbítero un gran entusiasta. Debía haber sido convocado por el liberal extranjero Bernardo Monteagudo, asesor e ideólogo en la empresa de San Martín. Había sido designado para efectuar una defensa de la mejor forma de régimen político para el Perú, entonces aún a medio camino entre ser la joya meridional de la Monarquía Española y un futuro independiente incierto. Monteagudo se consideraba a sí mismo el pensador de la revolución, que consistía en crear estados independientes y liberales en los resto de la antigua Monarquía religiosa. Monteagudo y Moreno en la puerta del auditorio. Podemos imaginar sin dificultad unas palabras con el cura de Guayaquil antes de salir al auditorio, ¡ah querido padre, lo necesitamos; la revolución lo necesita!: “la revolución hoy gobierna a un pueblo fiero de su independencia, que medita y reflexiona sobre sus derechos”. El cura subíría las gradas del auditorio; se hallaban de pronto ante él los sabios profesores de la Universidad de San Marcos que se avinieron con los nuevos señores; iban acompañados de lo más iluminado de la alta nobleza peruana. El cura tenía el encargo de defender la postura oficial del régimen: establecer una monarquía constitucional. Según las recomendaciones de Monteagudo, debía citar autores que sus pares quisieran escuchar, así que había articulado sus palabras de acuerdo con los argumentos de Montesquieu. Utilizó lugares comunes del famoso libro L’Esprit des Lois, del que sabemos Monteagudo era sincero adherente. Monteagudo obraba en la euforia, pero el cura de Guayaquil, tal vez sin saberlo el auditorio y el poder tras el discurso, lo hacía en el pánico.

Nos es disponible la ponencia monárquica de este cura de la Sociedad Patriótica a través de un resumen impreso del mismo en el periódico El Sol del Perú, en su edición del 28 de marzo. Quizá Monteagudo no había reparado en que el guayaquileño era, después de todo, un cura. El estamento clerical del Reino oscilaba entonces entre el temor y el desconcierto. Lo más destacado del clero, incluidos los obispos, habían sido durante las últimas dos décadas ardorosos defensores de la causa del Rey don Fernando VII. Las cartas pastorales y los sermones de misa que han sobrevivido entre 1819 y 1821 invocan con fervor a defender la causa del Rey. Es natural pensar que ahora, tan poco tiempo después de sus cartas pastorales contra la independencia, los curas fueran presa del pánico ante ese porvenir desconocido. Con San Martín y Monteagudo, ¡qué reciente parecía el lenguaje de la libertad! ¡Qué difícil de comprender para los religiosos! Y el temor propio de lo incierto, se unía al temor ante lo que amenaza. Y se trataba de una amenaza efectiva, social; no sólo de palabras ni de ideas, sino de sus consecuencias. El Arzobispo de Lima, Monseñor las Heras, se embarcaba para España y dejaba vacante la sede apostólica de Lima. Los monjes de la ciudad debían juramentar al nuevo régimen o seguir igual suerte. El Santo Padre, ¿no veía con malos ojos a los nuevos gobiernos americanos? Ni siquiera reconocía la independencia del Río de la Plata, país de procedencia de San Martín y Monteagudo. Desde 1820 la guerra civil empobrecía al Perú. Tropas extranjeras ocupaban la capital del Reino y el Perú tenía no dos, sino varios gobiernos. Un cierto optimismo alumbraba la imaginación de los comprometidos con la revolución, pero era muy difícil imaginarse a los clérigos como partícipes de la euforia. Pero volvamos a San Martín, Monteagudo y este cura de Guayaquil que debía encarar a la Sociedad Patriótica.

San Martín deseaba continuar la monarquía como un Estado independiente, como era ya el caso en el Brasil. Imaginamos el presagio normal. El gobierno de San Martín era aún llamado “La Corte”. Los marqueses y condes que negociaban con el nuevo régimen iban y venían de la Corte. La escenografía para el pensamiento era lo que la Corte tenía ante sus ojos: la opulenta capital de la monarquía peruana, intacta, llena de tesoros de religión, arte y cultura. Las campanas de la Catedral doblaban a la media mañana las rodillas de los fieles de Lima. En este ambiente, despreocupado de sus miedos, los nobles ilustrados concentraban la atención en la voz del presbítero de Guayaquil, el defensor de la monarquía. Éste era José Ignacio Moreno (1767-1841). Moreno reprodujo la argumentación de Montesquieu, satisfaciendo así el propósito de Monteagudo. Pero reflejó también un pensamiento alternativo, cuyos indicios son lo suficientemente claros como para advertir de qué se trataba. Hay pistas que nos sugieren una temprana cercanía con posturas tradicionalistas religiosas, de lo que se conoce como la Escuela Teológica o Teocrática, conformada entonces por el Vizconde de Bonald, el padre Agustín Barruel y el Conde Joseph de Maistre. En efecto: Nuestro cura de Guayaquil, para explicar las ideas de Montesquieu, realizó una operación que es típica del pensamiento de éste último, azote intelectual del liberalismo, aunque favorable a la forma de gobierno que se conoce como mixta y que, por tanto, es compatible con la propuesta de Montesquieu. Reconocemos esta influencia en un tipo de argumentación histórico política que Carl Schmitt ha llamado “paralelismo histórico”, esto es, comparar las expectativas razonables de un contexto histórico social efectivo con una historia social análoga. En el discurso de 1822, Moreno se atrevió a poner en marcha un paralelismo entre la historia de la Revolución en Francia y la situación presente del Perú: guerra civil, anarquía y falta de orden. Lo último es consecuencia de lo primero. Una lectura entre líneas sugiere lo siguiente: si se produce una revolución bajo los principios de Monteagudo, entonces le espera al Perú el destino de Francia, algo que en 1822 significaba años de guerra civil, crímenes y caos. Pero a Moreno le hizo falta ser enfático. Y entonces hizo un segundo paralelismo. Esta vez era con la España de las Cortes de Cádiz, esto es, con la España liberal, que en 1822 se había reeditado con la disolución final del Imperio ultramarino español del que Monteagudo mismo era un síntoma. Entonces, como antes de Maistre o luego Donoso, elevó un diagnóstico de crisis y una prognosis catastrófica. Lo hizo con disimulo, pausado, pero enfático, confiando tal vez en la parquedad de inteligencia revolucionaria de su patrocinador. Al Perú le esperaba la suerte de la Francia y de la España. “Plantificar la forma democrática” –acotó Moreno- en un país donde “el pueblo está habituado a las preocupaciones del rango, a las distinciones del honor y a la desigualdad de las fortunas”, “sería sacar las cosas de sus quicios y exponer el Estado a un trastorno”. Sería “un error semejante al que han cometido las Cortes de España”. El diagnóstico evidente es que había que contener la revolución. El pronóstico es que, de no hacerlo, “la república libre será como un torrente que se sepulta en un abismo”.

Es poco (casi nada) lo que se ha estudiado de Moreno, pero hay que decir de este cura que fue, a su manera, el Conde de Maistre del Perú. Es difícil aceptarlo, pero durante el siglo XIX Moreno fue extremadamente famoso en los círculos afectos a la escuela de los teólogos. Tuvo que haberlo sido. Es lo único que justifica el éxito de sus obras de política religiosa, que fueron reimpresas varias veces en medio del mediocre pensamiento republicano de su tiempo. Escribía una y otra vez, incluso desde antes de que las tropas extranjeras abandonaran definitivamente el Perú. Escribiría su experiencia de angustia sobre la fama de sus primeras obras, redactadas durante la ocupación del país por la Gran Colombia (1823-1827). Simón Bolívar vendría poco después del discurso de 1822 desde la Gran Colombia para culminar la supresión del Reino Peruano, del que iba a retirarse en 1827 con el deseo frustrado de acabar allí como Presidente Vitalicio. Las ciudades se despoblaban y una guerra civil permanente ahogaba en la miseria al antiguo Reino, que oscilaba gracias al nuevo lenguaje de la libertad entre la dictadura y la anarquía (1827-1854). Del régimen de Bolívar proceden dos textos que por su título lo dicen todo: uno es el Diálogo sobre los diezmos entre Jorge y Diceólogo; el otro, por el cual su fama se extendería a lo largo del siglo XIX fueron sus Cartas Peruanas entre Filaletes y Eusebio o preservativos contra el veneno de los libros impíos y seductores que corren en el país (1826). Durante la interminable guerra civil que siguió al retiro de Bolívar es que Moreno compuso su opus maius, que sería reimpreso en París, el Ensayo sobre la supremacía del Papa (1831). Se trata en gran medida de una polémica con el Padre Francisco Javier de Luna Pizarro, así como con otros famosos sacerdotes ultraliberales que deseaban la completa sumisión del clero al Estado. El texto va acompañado en un volumen complementario de 1836 de la lista de autores clericales de tipo liberal que eran famosos en su tiempo, a cada uno de los cuales dedica una prosa terrible. Supremacía del Papa, sin embargo, nos interesa aquí porque ratifica la deuda, que sospechamos temprana, con Joseph de Maistre. Este ensayo es el único documento de intención política que reivindica, de manera explícita y ardorosa al libro Du Pape (1819), una de las obras más famosas de Joseph de Maistre, un fustigante pie incómodo en las páginas de la revolución y el progreso. La obra de Moreno habría de ser reimpresa varias veces, incluso fuera del Perú. Ningún otro tendría más el valor de citar a de Maistre de manera laudatoria durante el siglo XIX peruano. Habría que esperar un siglo antes de que eso volviera a ser posible en la pluma extremosa del más nerviosamente alterado pensador de los abismo, el Marqués de Montealegre de Aulestia.

Los vencedores de la historia prolongan su mandato con el silencio y el olvido. Ya en el siglo XIX Moreno era una suerte de interlocutor mudo en un diálogo de sordos. Sus libros se leían y comentaban, pero las grandes discusiones de filosofía política y política religiosa hacen caso omiso del nombre del presbítero de Guayaquil, para remitirse tan sólo a sus ideas. Eran las ideas de la Escuela Teológica, que entonces en el contexto político se llamaba “ultramontanismo”. Escribe Moreno en 1831 en defensa del Conde de Maistre y de su filosofía política:

“En el Mercurio Peruano, Nº 760, del 10 de marzo de 1830, en una nota al discurso sobre las relaciones de la América con la Europa y consigo misma, se ha escrito del Conde de Maistre y de su obra intitulada El Papa: “No es posible encontrar más ultramontanismo, ni más mala fe, textos truncados, doctrinas falsas, y cuanta perfidia puede poner en obra para sostener la monarquía universal del Papa, con todos los errores de los Ultras”.
Lo de ultramontanismo no es de extrañar: éste es un término de moda, que está a la mano para despreciar e insultar a todo el que no piensa como el común de los autores franceses, cuyas obras son las únicas que se leen y consultan para decidir del Papa, y es por esta parte muy cómodo para salir del conflicto en que nos pone la fuerza de los raciocinios y argumentos de los Ultras, sin más discusión y examen. Lógica admirable, que enseña a triunfar del contrario, no destruyendo sus pruebas, sino previniendo los ánimos con una palabrita y alarmando contra él las pasiones.
Más cuando se denuncia al público la mala fe de un escritor célebre por sus talentos, erudición, estilo y honradez, habría sido preciso probárnosla, mostrarnos esos textos truncados, convencer de falsas sus doctrinas, en fin, poner en luz su perfidia; porque decir todo esto nada cuesta a un charlatán cualquiera; probarlo sí sería obra de un verdadero crítico y erudito [...]. Entretanto, la evidencia de lo contrario repele por sí a la calumnia” .

El lector entre líneas no puede evitar ser él mismo quien, en esta ocasión, realice una analogía. Moreno era, en realidad, todo lo que describe de positivo al Conde de Maistre. “Lo de ultramontanismo –escribió- no es de extrañar: éste es un término de moda, que está a la mano para despreciar e insultar a todo el que no piensa como el común de los autores franceses”. ¿No puedo haber trocado “franceses” por “peruanos”? Pero entonces ya sabemos quién es el “ultra”. Es el propio Moreno. La “lógica admirable, que enseña a triunfar del contrario, no destruyendo sus pruebas, sino previniendo los ánimos con una palabrita y alarmando contra él las pasiones” se usa contra Moreno. “Cualquier charlatán” lo descalifica sin citarlo, con “una sola palabrita”. Se denuncia, pero no en Francia, sino en Lima, “la mala fe de un escritor célebre por sus talentos, erudición, estilo y honradez”. El propio Moreno. Nos conviene, por tanto, repasar sus méritos para ver que éera él en el Perú, y no sólo Joseph de Maistre en Francia, “erudito” y “escritor célebre”. Y lo era. Veamos la historia de este adláter curioso de la inteligencia de Monteagudo.

José Ignacio Moreno tuvo una larga y fascinante carrera académica y pública antes de que el carro de la revolución trajera a Lima al General San Martín. Fue vicerrector del Real Convictorio de San Carlos, una institución educativa que en los últimos años de la Monarquía había sido el semillero intelectual del auditorio al que dirigía su discurso. Fue también profesor universitario en la Universidad de San Marcos y destacó tanto en las letras, la oratoria, la teología y las ciencias naturales. Fue en calidad de sabio y catedrático que sería elegido colaborador de los grandes ilustrados peruanos del siglo XVIII, las grandes figuras que colman los libros de historia patriótica liberal. Conoció y colaboró con las personalidades intelectuales que sirvieron sucesivamente a San Martín, a Bolívar y a la república. En un ambiente donde una sola palabrita podía descalificarlo, cuando llegó la revolución, en 1822, los tenía a todos al frente. A Toribio Rodríguez de Mendoza, rector del Convictorio donde él había sido vicerrector, el científico Mariano de Rivero, los marqueses de Montealegre y Torre Tagle, estos últimos dos al golpe de unos meses presidente y vicepresidente de la república. Moreno en realidad tenía un currículum magnífico como sabio peruano, pues había sido también miembro de la Sociedad de Amantes del País, entidad que había publicado a inicios de la década de 1790 el periódico ilustrado Mercurio Peruano, entonces bajo el auspicio de las autoridades reales. Quizá debe leerse entre líneas que luego del cierre del Mercurio, en 1795, lo ubicamos de párroco en Nepeña, Checras, Huánuco y Huancayo, unas localidades más bien modestas que sugieren que sus puntos de vista ya parecían algo extraños incluso desde mucho antes de que el carro de la revolución llegase a la Corte de Lima. Su fama de sabio y gran orador no se interrumpió durante la monarquía. En 1817 fue nombrado profesor de retórica en el Colegio del Príncipe y, para la llegada de San Martín, era parte del Coro de la Catedral de Lima. De este Moreno, el sabio, no podía creerse sino que era un amigo de las nuevas ideas, de “los principios liberales”. ¡Qué sorpresa aguardaba a los nobles de la Sociedad Patriótica ese día de marzo de 1822!


Volvamos un momento, entones, al discurso con Monteagudo, cuando el erudito y sabio cura de la Sociedad Patriótica tuvo que servir al liberalismo. Moreno no hacía sólo un examen conceptual, como Montesquieu, y que era lo esperado por Monteagudo, sino una interpretación histórica centrada en el hecho consumado de la revolución. Y entonces diagnosticaba la crisis cuyos efectos advertía como profeta. Como pensador, Moreno tenía el privilegio de experimentar ante el futuro ese vértigo en el que el abismo tiene mucho que decirle del futuro. Respecto de la revolución presente su temor no difería gran cosa del expresado por los sermones y directivas eclesiásticas de los últimos obispos de la Monarquía. Circulaba entonces en Lima todavía la pastoral del Obispo del Cuzco José Calixto Orihuela que se titulaba Carta Pastoral que sobre las obligaciones del cristianismo, y la oposición de este al espíritu revolucionario de estos ultimos tiempos, dirige á los fieles de la Santa Iglesia del Cuzco, impresa en Lima en 1820, que advierte contra el nuevo lenguaje de las “ideas liberales”:

“Lo esencial de su sistema es la libertad, o más bien el libertinaje: la insubordinación, la independencia, la soberanía suya quimérica, la igualdad general, chocante e imposible: la rebelión más injusta, el más sedicioso desorden y la más inicua perfida e ingrata anarquía […]. Todo esto dicho por ellos con palabras halagüeñas, y de un modo que lisonjea a las pasiones […], sarcasmos, tan contrarios a Dios nuestro Señor, a su Ley y a su Evangelio, como sus maquiavélicos, y pudendísimos principios de pacto social soñado, de pueblo soberano ininteligible y derechos imprescriptibles del hombre libre” .

Pero Moreno se abstendría del incendiario lenguaje con que los obispos y clérigos regulares condenaban la independencia en términos de impiedad y libertinaje. Buscaría, ya que en el entorno de la incierta Corte nueva de San Martín, aprovechar la fama de su grueso expediente, sino en el carro de la revolución, en su modesto costado. Haber destacado como científico y sabio durante tres décadas le abrió de pronto los salones del mundo nuevo que se asomaba. Su historial, desde la óptica del carro de la revolución, no podía ser más auspicioso. Siendo él ya del rango de los que contactan la verdad en la hondura de la depresión, resultaba ahora el compañero de los entusiastas, el amigo de los optimistas. Estaba en vértigo, desde la paz que es la esencia de todo torbellino. Ya que sabio y amigo de personajes de impecable historial en el tránsito a la república, la insolencia de Moreno sólo se justifica por su fama. La misma fama que le hizo posible publicar una media docena de obras ultramontanas hasta su muerte, en 1841.

Si nos dejamos sugerir por las correlaciones históricas, es fácil inferir que, hacia 1820, Moreno había cambiado rotundamente de opinión en lo referente al significado de las revoluciones. Existe un discurso suyo de 1813, en el que elogia la Constitución de Cádiz, pero sabemos que la deplora como un “error” en 1822. En su esquema de paralelismo histórico, en 1822 la Constitución es la causante de la revolución y es, por lo mismo, la causa de la independencia. Quiere decir que incluso está en contra de la idea de una constitución escrita, una de las doctrinas más saltantes de Joseph de Maistre. Como de Maistre, su discurso de 1822 no niega el valor de la libertad, y tampoco excluye la idea de que algunos pueblos puedan ser democracias. En el lenguaje de Montesquieu, coloca la esencia de la democracia en el conocimiento de los “verdaderos intereses”, así como en la acción de “deliberar en común”. Pero eso mismo hizo Joseph de Maistre, para el lector entre líneas cuando quiso explicar por qué la República era un gobierno imposible para Francia en su célebre Consideraciones sobre Francia, (1796), para 1822 reimpresa ya muchas veces. El genio de la oratoria sabe cómo hablar como el Obispo Orihuela, pero delante del furioso, aunque de inteligencia mediana de Monteagudo. Rápidamente –tal vez más rápido de lo que mandaba la prudencia-, Moreno recae con benevolencia en el lugar común más notorio de los defensores del régimen antiguo y uno de los tópicos centrales de la Carta Pastoral de Monseñor Orihuela: la unidad en torno al gobierno paternal. “La democracia es un refinamiento de la política” –escribe entonces sutil el orador ante el auditorio-. Pero es tan refinada la democracia, que supone “luces avanzadas sobre la naturaleza de la sociedad civil”, unos medios que es evidente no tenía Monteagudo, que al respecto parecía con la humildad de aceptarlo. La democracia es “un medio reflexivo para curar el mal de la tiranía”, repite en código liberal el cura de Guayaquil. Pero –advierte entonces a los nobles y cultos miembros de su auditorio-, no es posible a la gran masa “calcular por sí misma sus propios intereses si no se pone a las manos de uno solo que, ayudado de las luces de los sabios” “gobierne al punto de grandeza, prosperidad y gloria al que se puede aspirar”. La idea de deliberar en común, pues, no parece viable. En clave racionalista, señala un argumento que luego los astutos miembros ilustrados de la Sociedad Patriótica comprenderían que era un lugar común del Contrato Social de Jean-Jacques Rousseau. La concentración del poder es directamente proporcional a la extensión del Estado y al número de los habitantes. Un país grande, muy poblado y complejo, más aún, un país opulento y rico debe reconocer que el poder concentrado es la norma racional. La república, en cambio, es un poder difuso, proporcional a países pequeños, que en la historia humana son excepcionales. El texto remata en un mensaje para Monteagudo, un mensaje para San Martín, un mensaje profético para el auditorio entero.

Moreno, que ya ha explicado la interpretación del contexto peruano de 1822 en base a la Revolución Francesa y la Constitución de Cádiz en términos de error y abismo, se solaza ahora que manipula a su auditorio con citas de Montesquieu y Rousseau dirigiendo la palabra a los símbolos históricos de la retórica de los liberales y del republicanismo. Regresa la mirada de Jano a Atenas, la joven Roma y la Esparta legendaria. Éstas deben compararse –escribe nuestro de Maistre- con la Persia y el Egipto. Y entonces, una vez más, el paralelismo histórico lo conduce, no a pensar la república, sino a pronosticar el imperio. “Roma misma” –acota- “que amaba con entusiasmo su libertad, desde que se dilató por sus conquistas, no pudo sostenerla en el choque de los partidos y de la guerra civil”. Los romanos comprendieron que por “su misma grandeza y opulencia” debían “rendirse a la necesidad de sujetarse al poder de uno solo en Octaviano y en los sucesores suyos en el Imperio”. Esperaba Moreno persuadir a la Corte de que lo que era válido para Roma sería también conveniente para Lima. Se requería, pues, de un Imperio: Allí estaba la historia reciente de Francia, que había caído en el abismo. Roma y París: allí estaban las cartas del destino. Pero Moreno debe haber pensado ya que hacia delante sólo había boletos camino a París, y su discurso (como profecía) era más una lamentación que una exhortación al entusiasmo. El paralelismo con Francia completaba el de la antigua República Romana y desembocaba, pues, en un pronóstico que no podía ser sino triste, pues entre los pueblos antiguos y los modernos había una gran diferencia: el liberalismo, que era la causa de la revolución y que, manifiestamente, el autor de las Cartas Peruanas cree que conduce –como pensaba el Joseph de Maistre a quien tan poco después iba a defender- a una anarquía inevitable. Entonces un diagnóstico alternativo. Si, como en Francia y España, el régimen de las “ideas liberales” era el abismo que impulsaba al caos, era necesario lo que él llamó una “reacción moral”. Pudo haber dicho “una contrarrevolución moral”, pero entonces posiblemente Monteagudo no lo hubiera llamado más a su servicio, como en efecto sí hizo. En impecable lenguaje tomado de las ciencias naturales, se llegaba a la conclusión de que el carro de la revolución era incompatible con la libertad que pregonaba y que, en cambio, en esas condiciones, “el mismo amor a la libertad” no iba a corresponder al “mismo odio a la tiranía”. En buen cristiano: una vez que el carro de la revolución llegara a su meta, lo esperaría impaciente un tirano, un tirano que ya no sería más un padre. “Desde ese momento el Estado –dice Moreno- será despedazado por las facciones y el poder será la presa del más fuerte”. Monteagudo mira exhorto, sin imaginar tal vez que él mismo podía ser ese tirano.

José Ignacio Moreno, el profeta político, debe haber incomodado no poco a su auditorio de 1822. Diagnosticó una crisis, profetizó una catástrofe. Poco después, José Faustino Sánchez Carrión, el Solitario de Sayán, redactaría una fulminante apología del republicanismo que es la único que recordamos cuando nuestra educación nos dobla la mirada al origen del Perú independiente. Moreno, famoso por sus dotes oratorias, sorprendió con la idea de la reacción moral. Veamos ahora, cómo terminó su discurso, una interpretación terrible del presente ante cuyo abismo exhortaba inútil el profeta. Invoca ahora la Ilíada de Homero. Enfatizando poderoso su tono profético de orador sagrado, Moreno asume la voz de la patria. “El amor sincero y ardiente de la Patria levanta su voz para decir con Ulises, al tiempo de reunir éste a los griegos delante de las murallas de Troya: No es bueno que muchos manden, uno solo impere, haya un solo Rey” (Iliada, Lib. 2, v. 20k). Troya era la Lima de las disputas americanas; Ulises aquél que habría de abatir la ciudad, la Ciudad de los Reyes para luego, en viaje de regreso, volver a los brazos atentos de Penélope. Es evidente que San Martín era así advertido: nos destruirás y te irás y aquí, nosotros, en vano, esperaremos un Rey. En 1826 Moreno recibió el cargo de arcediano de la Catedral y aun, según parece, la anarquía posterior del país iba a ir apagando su influencia, aunque no su pluma. Cuando en 1831 publicó su Ensayo sobre la supremacía del Papa tuvo ya ante sus ojos el diagnóstico comprobado y el pronóstico cumplido. Tal vez, rodeado ya entonces de la doble fama infame de ultramontano y monárquico, recordaba uno de los tantos sermones del clero antes del triunfo de la revolución, como aquél de 1811 del Padre. Ignacio González Bustamante: “¡Pueblos que os abrasáis en el fuego de la rebelión, abrid los ojos antes que lleguéis al punto de precipitaros a un abismo de males! Mirad que os engañáis, pues á lo que hoy prestáis vuestra devoción mañana serán vuestro verdugo”.

El pensador de la historia, el teólogo político adquiere un cierto don que acompaña sus alterados estados. Ese don es la profecía. Es en la experiencia del pánico, en el terror, cuando el pensador se asoma al insondable precipicio, que le sale al encuentro la verdad y puede reconocerla. Es un vacío, pero no es la nada, sino que siendo vacío, lo es todo. Para el que está envuelto en pánico, el centro de la experiencia es una altura, real o analógica: la altura es insoportable, y el hombre enloquece; pero la altura es privilegiada, pues resulta ser la altura donde acaece el sentido de la historia por venir. Esta altura inusual hace del abismo el lugar por antonomasia para quien está al borde, cuyo pensamiento gesta. Ante la caída inminente, los teólogos, los profetas, comunican una verdad que sospechan no será muy exitosa entre aquellos a quienes la suerte los ha librado de la vista del abismo. El país, hundido en la lucha de facciones, sería testigo de una interesante lista de obras ultramontanas de este solitario teólogo político peruano, pero pagaría su productividad suprimiéndolo del registro histórico, a él, al erudito, a alguien cuyas obras seguirían publicándose en Europa décadas después de su muerte. En el famoso Diccionario de Milla Batres Moreno aparece en dos registros. En uno es colaborador del sabio Mariano de Rivero, de Toribio Rodríguez de Mendoza y de Hipólito Unanue; en otro, es un monárquico ultramontano famoso por ser un hombre muy religioso y arcediano de la Catedral. Los dos nacen en Guayaquil, los dos son curas en Nepeña, los dos enseñan en San Carlos. Sólo uno trabaja para el General Don José de San Martín y sólo uno- valgan verdades- cita a Joseph de Maistre. El Diccionario no parece poder admitir que ambos personajes hayan sido en realidad la misma y única persona. En el famoso Diccionario de Mendiburu la media página dedicada a este pensador apenas tiene espacio para agregar que murió en la miseria, sin el aplauso de los amigos, sin la consideración al erudito y crítico y escritor. Y Joseph de Maistre, el gran crítico de la Revolución Francesa, nunca volvería más a ser citado en el siglo XIX. Monteagudo moriría asesinado en 1825.

martes, 8 de enero de 2008

José Ignacio Moreno: El Conde Joseph de Maistre y el monarquismo peruano del siglo XIX



José Ignacio Moreno
Un teólogo político en la era de las independencias


Víctor Samuel Rivera
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía

Hay pensadores de la verdad, pero hay también pensadores angustiados de la verdad. Éste último es el caso particular de los pensadores que se alojan en la historia política. Carl Schmitt no se equivocaba al sugerir en su Interpretación europea de Donoso Cortés que el pánico es el mejor gestor en la búsqueda de la verdad en la historia. Pensaba Schmitt en los cuadros de depresión severa y aun de una cierta demencia que se encuentran en Juan Donoso Cortés. El Marqués de Valdegamas, ese personaje depresivo, se definía como intérprete de la historia en contraposición con P. J. Proudhon y Saint Simon. Los últimos eran víctimas de la posesión de una especie de euforia, que ocupaba el lugar del pánico. Euforia y pánico. Pero todos comprendían que los acontecimientos que les eran contemporáneos estaban pensados con propiedad en carácter profético: los eufóricos y los depresivos se encontraban como portadores de un mensaje histórico, una prognosis, que sería más adecuado llamar un don de profecía, si no fuera porque ni Proudhon ni Saint Simon consideraban sus prognosis respectivas como una revelación. Para Donoso, la fuente inefable de la sabiduría divina le ofrecía la experiencia anticipada de una catástrofe. Para los otros, una expectativa feliz se anclaba en la más completa de las capacidades humanas: la libertad. Pero volvamos a Donoso. Éste fue el gran reaccionario español del siglo XIX. En él una experiencia del pánico vino junto con una prognosis de la historia política y social del Occidente. Si Schmitt está en lo cierto, hay una cierta complicidad ontológica entre la depresión, una especie de locura ansiosa y el acceso a la verdad de la historia futura. Se observa rápidamente que este cuadro es apropiado de manera esencial para los pensadores que ven con pesimismo el futuro. Para los que, ante lo que sienten que va a acontecer, el futuro aparece bajo la forma esencial de una amenaza. Durante el siglo XIX es del pánico de donde la divina sabiduría eterna hacía conocer al pronosticador el sentido del porvenir.

El 1º de marzo de 1822 evaluaba la Revolución Francesa y su secuela social y política un brillante presbítero peruano nacido en Guayaquil. Estaba por dictar fulminante un discurso ante el selecto auditorio la Sociedad Patriótica de Lima, una entidad convocada por el General José de San Martín, cuyas tropas venían de ocupar la capital del Reino del Perú pocos meses atrás. Parecía el presbítero un gran entusiasta. Debía haber sido convocado por el liberal extranjero Bernardo Monteagudo, asesor e ideólogo en la empresa de San Martín. Había sido designado para efectuar una defensa de la mejor forma de régimen político para el Perú, entonces aún a medio camino entre ser la joya meridional de la Monarquía Española y un futuro independiente incierto. Monteagudo se consideraba a sí mismo el pensador de la revolución, que consistía en crear estados independientes y liberales en los resto de la antigua Monarquía religiosa. Monteagudo y Moreno en la puerta del auditorio. Podemos imaginar sin dificultad unas palabras con el cura de Guayaquil antes de salir al auditorio, ¡ah querido padre, lo necesitamos; la revolución lo necesita!: “la revolución hoy gobierna a un pueblo fiero de su independencia, que medita y reflexiona sobre sus derechos”. El cura sube las gradas del auditorio; se hallaban de pronto ante él los sabios profesores de la Universidad de San Marcos que se avinieron con los nuevos señores; iban acompañados de lo más iluminado de la alta nobleza peruana. El cura tenía el encargo de defender la postura oficial del régimen: establecer una monarquía constitucional. Según las recomendaciones de Monteagudo, debía citar autores que sus pares quisieran escuchar, así que había articulado sus palabras de acuerdo con los argumentos de Montesquieu. Utilizó lugares comunes del famoso libro L’Esprit des Lois, del que sabemos Monteagudo era sincero adherente. Monteagudo obraba en la euforia, pero el cura de Guayaquil, tal vez sin saberlo el auditorio y el poder tras el discurso, lo hacía en el pánico.

Nos es disponible la ponencia monárquica de este cura de la Sociedad Patriótica a través de un resumen impreso del mismo en el periódico El Sol del Perú, en su edición del 28 de marzo. Quizá Monteagudo no había reparado en que el guayaquileño era, después de todo, un cura. El estamento clerical del Reino oscilaba entonces entre el temor y el desconcierto. Lo más destacado del clero, incluidos los obispos, habían sido durante las últimas dos décadas ardorosos defensores de la causa del Rey don Fernando VII. Las cartas pastorales y los sermones de misa que han sobrevivido entre 1819 y 1821 invocan con fervor a defender la causa del Rey. Es natural pensar que ahora, tan poco tiempo después de sus cartas pastorales contra la independencia, los curas fueran presa del pánico ante ese porvenir desconocido. Con San Martín y Monteagudo, ¡qué reciente parecía el lenguaje de la libertad! ¡Qué difícil de comprender para los religiosos! Y el temor propio de lo incierto, se unía al temor ante lo que amenaza. Y se trataba de una amenaza efectiva, social; no sólo de palabras ni de ideas, sino de sus consecuencias. El Arzobispo de Lima, Monseñor las Heras, se embarcaba para España y dejaba vacante la sede apostólica de Lima. Los monjes de la ciudad debían juramentar al nuevo régimen o seguir igual suerte. El Santo Padre, ¿no veía con malos ojos a los nuevos gobiernos americanos? Ni siquiera reconocía la independencia del Río de la Plata, país de procedencia de San Martín y Monteagudo. Desde 1820 la guerra civil empobrecía al Perú. Tropas extranjeras ocupaban la capital del Reino y el Perú tenía no dos, sino varios gobiernos. Un cierto optimismo alumbraba la imaginación de los comprometidos con la revolución, pero era muy difícil imaginarse a los clérigos como partícipes de la euforia. Pero volvamos a San Martín, Monteagudo y este cura de Guayaquil que debía encarar a la Sociedad Patriótica.

San Martín deseaba continuar la monarquía como un Estado independiente, como era ya el caso en el Brasil. Imaginamos el presagio normal. El gobierno de San Martín era aún llamado “La Corte”. Los marqueses y condes que negociaban con el nuevo régimen iban y venían de la Corte. La escenografía para el pensamiento era lo que la Corte tenía ante sus ojos: la opulenta capital de la monarquía peruana, intacta, llena de tesoros de religión, arte y cultura. Las campanas de la Catedral doblaban a la media mañana las rodillas de los fieles de Lima. En este ambiente, despreocupado de sus miedos, los nobles ilustrados concentraban la atención en la voz del presbítero de Guayaquil, el defensor de la monarquía. Éste era José Ignacio Moreno (1767-1841). Moreno reprodujo la argumentación de Montesquieu, satisfaciendo así el propósito de Monteagudo. Pero reflejó también un pensamiento alternativo, cuyos indicios son lo suficientemente claros como para advertir de qué se trataba. Hay pistas que nos sugieren una temprana cercanía con posturas tradicionalistas religiosas, de lo que se conoce como la Escuela Teológica o Teocrática, conformada entonces por el Vizconde de Bonald, el padre Agustín Barruel y el Conde Joseph de Maistre. En efecto: Nuestro cura de Guayaquil, para explicar las ideas de Montesquieu, realizó una operación que es típica del pensamiento de éste último, azote intelectual del liberalismo, aunque favorable a la forma de gobierno que se conoce como mixta y que, por tanto, es compatible con la propuesta de Montesquieu. Reconocemos esta influencia en un tipo de argumentación histórico política que Carl Schmitt ha llamado “paralelismo histórico”, esto es, comparar las expectativas razonables de un contexto histórico social efectivo con una historia social análoga. En el discurso de 1822, Moreno se atrevió a poner en marcha un paralelismo entre la historia de la Revolución en Francia y la situación presente del Perú: guerra civil, anarquía y falta de orden. Lo último es consecuencia de lo primero. Una lectura entre líneas sugiere lo siguiente: si se produce una revolución bajo los principios de Monteagudo, entonces le espera al Perú el destino de Francia, algo que en 1822 significaba años de guerra civil, crímenes y caos. Pero a Moreno le hizo falta ser enfático. Y entonces hizo un segundo paralelismo. Esta vez era con la España de las Cortes de Cádiz, esto es, con la España liberal, que en 1822 se había reeditado con la disolución final del Imperio ultramarino español del que Monteagudo mismo era un síntoma. Entonces, como antes de Maistre o luego Donoso, elevó un diagnóstico de crisis y una prognosis catastrófica. Lo hizo con disimulo, pausado, pero enfático, confiando tal vez en la parquedad de inteligencia revolucionaria de su patrocinador. Al Perú le esperaba la suerte de la Francia y de la España. “Plantificar la forma democrática” –acotó Moreno- en un país donde “el pueblo está habituado a las preocupaciones del rango, a las distinciones del honor y a la desigualdad de las fortunas”, “sería sacar las cosas de sus quicios y exponer el Estado a un trastorno”. Sería “un error semejante al que han cometido las Cortes de España”. El diagnóstico evidente es que había que contener la revolución. El pronóstico es que, de no hacerlo, “la república libre será como un torrente que se sepulta en un abismo”.

Es poco (casi nada) lo que se ha estudiado de Moreno, pero hay que decir de este cura que fue, a su manera, el Conde de Maistre del Perú. Es difícil aceptarlo, pero durante el siglo XIX Moreno fue extremadamente famoso en los círculos afectos a la escuela de los teólogos. Tuvo que haberlo sido. Es lo único que justifica el éxito de sus obras de política religiosa, que fueron reimpresas varias veces en medio del mediocre pensamiento republicano de su tiempo. Escribía una y otra vez, incluso desde antes de que las tropas extranjeras abandonaran definitivamente el Perú. Escribiría su experiencia de angustia sobre la fama de sus primeras obras, redactadas durante la ocupación del país por la Gran Colombia (1823-1827). Simón Bolívar vendría poco después del discurso de 1822 desde la Gran Colombia para culminar la supresión del Reino Peruano, del que iba a retirarse en 1827 con el deseo frustrado de acabar allí como Presidente Vitalicio. Las ciudades se despoblaban y una guerra civil permanente ahogaba en la miseria al antiguo Reino, que oscilaba gracias al nuevo lenguaje de la libertad entre la dictadura y la anarquía (1827-1854). Del régimen de Bolívar proceden dos textos que por su título lo dicen todo: uno es el Diálogo sobre los diezmos entre Jorge y Diceólogo; el otro, por el cual su fama se extendería a lo largo del siglo XIX fueron sus Cartas Peruanas entre Filaletes y Eusebio o preservativos contra el veneno de los libros impíos y seductores que corren en el país (1826). Durante la interminable guerra civil que siguió al retiro de Bolívar es que Moreno compuso su opus maius, que sería reimpreso en París, el Ensayo sobre la supremacía del Papa (1831). Se trata en gran medida de una polémica con el Padre Francisco Javier de Luna Pizarro, así como con otros famosos sacerdotes ultraliberales que deseaban la completa sumisión del clero al Estado. El texto va acompañado en un volumen complementario de 1836 de la lista de autores clericales de tipo liberal que eran famosos en su tiempo, a cada uno de los cuales dedica una prosa terrible. Supremacía del Papa, sin embargo, nos interesa aquí porque ratifica la deuda, que sospechamos temprana, con Joseph de Maistre. Este ensayo es el único documento de intención política que reivindica, de manera explícita y ardorosa al libro Du Pape (1819), una de las obras más famosas de Joseph de Maistre, un fustigante pie incómodo en las páginas de la revolución y el progreso. La obra de Moreno habría de ser reimpresa varias veces, incluso fuera del Perú. Ningún otro tendría más el valor de citar a de Maistre de manera laudatoria durante el siglo XIX peruano. Habría que esperar un siglo antes de que eso volviera a ser posible en la pluma extremosa del más nerviosamente alterado pensador de los abismo, el Marqués de Montealegre de Aulestia.

Los vencedores de la historia prolongan su mandato con el silencio y el olvido. Ya en el siglo XIX Moreno era una suerte de interlocutor mudo en un diálogo de sordos. Sus libros se leían y comentaban, pero las grandes discusiones de filosofía política y política religiosa hacen caso omiso del nombre del presbítero de Guayaquil, para remitirse tan sólo a sus ideas. Eran las ideas de la Escuela Teológica, que entonces en el contexto político se llamaba “ultramontanismo”. Escribe Moreno en 1831 en defensa del Conde de Maistre y de su filosofía política:

“En el Mercurio Peruano, Nº 760, del 10 de marzo de 1830, en una nota al discurso sobre las relaciones de la América con la Europa y consigo misma, se ha escrito del Conde de Maistre y de su obra intitulada El Papa: “No es posible encontrar más ultramontanismo, ni más mala fe, textos truncados, doctrinas falsas, y cuanta perfidia puede poner en obra para sostener la monarquía universal del Papa, con todos los errores de los Ultras”.
Lo de ultramontanismo no es de extrañar: éste es un término de moda, que está a la mano para despreciar e insultar a todo el que no piensa como el común de los autores franceses, cuyas obras son las únicas que se leen y consultan para decidir del Papa, y es por esta parte muy cómodo para salir del conflicto en que nos pone la fuerza de los raciocinios y argumentos de los Ultras, sin más discusión y examen. Lógica admirable, que enseña a triunfar del contrario, no destruyendo sus pruebas, sino previniendo los ánimos con una palabrita y alarmando contra él las pasiones.
Más cuando se denuncia al público la mala fe de un escritor célebre por sus talentos, erudición, estilo y honradez, habría sido preciso probárnosla, mostrarnos esos textos truncados, convencer de falsas sus doctrinas, en fin, poner en luz su perfidia; porque decir todo esto nada cuesta a un charlatán cualquiera; probarlo sí sería obra de un verdadero crítico y erudito [...]. Entretanto, la evidencia de lo contrario repele por sí a la calumnia”.

El lector entre líneas no puede evitar ser él mismo quien, en esta ocasión, realice una analogía. Moreno era, en realidad, todo lo que describe de positivo al Conde de Maistre. “Lo de ultramontanismo –escribió- no es de extrañar: éste es un término de moda, que está a la mano para despreciar e insultar a todo el que no piensa como el común de los autores franceses”. ¿No puedo haber trocado “franceses” por “peruanos”? Pero entonces ya sabemos quién es el “ultra”. Es el propio Moreno. La “lógica admirable, que enseña a triunfar del contrario, no destruyendo sus pruebas, sino previniendo los ánimos con una palabrita y alarmando contra él las pasiones” se usa contra Moreno. “Cualquier charlatán” lo descalifica sin citarlo, con “una sola palabrita”. Se denuncia, pero no en Francia, sino en Lima, “la mala fe de un escritor célebre por sus talentos, erudición, estilo y honradez”. El propio Moreno. Nos conviene, por tanto, repasar sus méritos para ver que era él en el Perú, y no sólo Joseph de Maistre en Francia, “erudito” y “escritor célebre”. Y lo era. Veamos la historia de este adláter curioso de la inteligencia de Monteagudo.

José Ignacio Moreno tuvo una larga y fascinante carrera académica y pública antes de que el carro de la revolución trajera a Lima al General San Martín. Fue vicerrector del Real Convictorio de San Carlos, una institución educativa que en los últimos años de la Monarquía había sido el semillero intelectual del auditorio al que dirigía su discurso. Fue también profesor universitario en la Universidad de San Marcos y destacó tanto en las letras, la oratoria, la teología y las ciencias naturales. Fue en calidad de sabio y catedrático que sería elegido colaborador de los grandes ilustrados peruanos del siglo XVIII, las grandes figuras que colman los libros de historia patriótica liberal. Conoció y colaboró con las personalidades intelectuales que sirvieron sucesivamente a San Martín, a Bolívar y a la república. En un ambiente donde una sola palabrita podía descalificarlo, cuando llegó la revolución, en 1822, los tenía a todos al frente. A Toribio Rodríguez de Mendoza, rector del Convictorio donde él había sido vicerrector, el científico Mariano de Rivero, los marqueses de Montealegre y Torre Tagle, estos últimos dos al golpe de unos meses presidente y vicepresidente de la república. Moreno en realidad tenía un currículum magnífico como sabio peruano, pues había sido también miembro de la Sociedad de Amantes del País, entidad que había publicado a inicios de la década de 1790 el periódico ilustrado Mercurio Peruano, entonces bajo el auspicio de las autoridades reales. Quizá debe leerse entre líneas que luego del cierre del Mercurio, en 1795, lo ubicamos de párroco en Nepeña, Checras, Huánuco y Huancayo, unas localidades más bien modestas que sugieren que sus puntos de vista ya parecían algo extraños incluso desde mucho antes de que el carro de la revolución llegase a la Corte de Lima. Su fama de sabio y gran orador no se interrumpió durante la monarquía. En 1817 fue nombrado profesor de retórica en el Colegio del Príncipe y, para la llegada de San Martín, era parte del Coro de la Catedral de Lima. De este Moreno, el sabio, no podía creerse sino que era un amigo de las nuevas ideas, de “los principios liberales”. ¡Qué sorpresa aguardaba a los nobles de la Sociedad Patriótica ese día de marzo de 1822!

Volvamos un momento, entones, al discurso con Monteagudo, cuando el erudito y sabio cura de la Sociedad Patriótica tuvo que servir al liberalismo. Moreno no hacía sólo un examen conceptual, como Montesquieu, y que era lo esperado por Monteagudo, sino una interpretación histórica centrada en el hecho consumado de la revolución. Y entonces diagnosticaba la crisis cuyos efectos advertía como profeta. Como pensador, Moreno tenía el privilegio de experimentar ante el futuro ese vértigo en el que el abismo tiene mucho que decirle del futuro. Respecto de la revolución presente su temor no difería gran cosa del expresado por los sermones y directivas eclesiásticas de los últimos obispos de la Monarquía. Circulaba entonces en Lima todavía la pastoral del Obispo del Cuzco José Calixto Orihuela que se titulaba Carta Pastoral que sobre las obligaciones del cristianismo, y la oposición de este al espíritu revolucionario de estos ultimos tiempos, dirige á los fieles de la Santa Iglesia del Cuzco, impresa en Lima en 1820, que advierte contra el nuevo lenguaje de las “ideas liberales”:

“Lo esencial de su sistema es la libertad, o más bien el libertinaje: la insubordinación, la independencia, la soberanía suya quimérica, la igualdad general, chocante e imposible: la rebelión más injusta, el más sedicioso desorden y la más inicua perfida e ingrata anarquía […]. Todo esto dicho por ellos con palabras halagüeñas, y de un modo que lisonjea a las pasiones […], sarcasmos, tan contrarios a Dios nuestro Señor, a su Ley y a su Evangelio, como sus maquiavélicos, y pudendísimos principios de pacto social soñado, de pueblo soberano ininteligible y derechos imprescriptibles del hombre libre”.

Pero Moreno se abstendría del incendiario lenguaje con que los obispos y clérigos regulares condenaban la independencia en términos de impiedad y libertinaje. Buscaría, ya que en el entorno de la incierta Corte nueva de San Martín, aprovechar la fama de su grueso expediente, sino en el carro de la revolución, en su modesto costado. Haber destacado como científico y sabio durante tres décadas le abrió de pronto los salones del mundo nuevo que se asomaba. Su historial, desde la óptica del carro de la revolución, no podía ser más auspicioso. Siendo él ya del rango de los que contactan la verdad en la hondura de la depresión, resultaba ahora el compañero de los entusiastas, el amigo de los optimistas. Estaba en vértigo, desde la paz que es la esencia de todo torbellino. Ya que sabio y amigo de personajes de impecable historial en el tránsito a la república, la insolencia de Moreno sólo se justifica por su fama. La misma fama que le hizo posible publicar una media docena de obras ultramontanas hasta su muerte, en 1841.

Si nos dejamos sugerir por las correlaciones históricas, es fácil inferir que, hacia 1820, Moreno había cambiado rotundamente de opinión en lo referente al significado de las revoluciones. Existe un discurso suyo de 1813, en el que elogia la Constitución de Cádiz, pero sabemos que la deplora como un “error” en 1822. En su esquema de paralelismo histórico, en 1822 la Constitución es la causante de la revolución y es, por lo mismo, la causa de la independencia. Quiere decir que incluso está en contra de la idea de una constitución escrita, una de las doctrinas más saltantes de Joseph de Maistre. Como de Maistre, su discurso de 1822 no niega el valor de la libertad, y tampoco excluye la idea de que algunos pueblos puedan ser democracias. En el lenguaje de Montesquieu, coloca la esencia de la democracia en el conocimiento de los “verdaderos intereses”, así como en la acción de “deliberar en común”. Pero eso mismo hizo Joseph de Maistre, para el lector entre líneas cuando quiso explicar por qué la República era un gobierno imposible para Francia en su célebre Consideraciones sobre Francia, (1796), para 1822 reimpresa ya muchas veces. El genio de la oratoria sabe cómo hablar como el Obispo Orihuela, pero delante del furioso, aunque de inteligencia mediana de Monteagudo. Rápidamente –tal vez más rápido de lo que mandaba la prudencia-, Moreno recae con benevolencia en el lugar común más notorio de los defensores del régimen antiguo y uno de los tópicos centrales de la Carta Pastoral de Monseñor Orihuela: la unidad en torno al gobierno paternal. “La democracia es un refinamiento de la política” –escribe entonces sutil el orador ante el auditorio-. Pero es tan refinada la democracia, que supone “luces avanzadas sobre la naturaleza de la sociedad civil”, unos medios que es evidente no tenía Monteagudo, que al respecto parecía con la humildad de aceptarlo. La democracia es “un medio reflexivo para curar el mal de la tiranía”, repite en código liberal el cura de Guayaquil. Pero –advierte entonces a los nobles y cultos miembros de su auditorio-, no es posible a la gran masa “calcular por sí misma sus propios intereses si no se pone a las manos de uno solo que, ayudado de las luces de los sabios” “gobierne al punto de grandeza, prosperidad y gloria al que se puede aspirar”. La idea de deliberar en común, pues, no parece viable. En clave racionalista, señala un argumento que luego los astutos miembros ilustrados de la Sociedad Patriótica comprenderían que era un lugar común del Contrato Social de Jean-Jacques Rousseau. La concentración del poder es directamente proporcional a la extensión del Estado y al número de los habitantes. Un país grande, muy poblado y complejo, más aún, un país opulento y rico debe reconocer que el poder concentrado es la norma racional. La república, en cambio, es un poder difuso, proporcional a países pequeños, que en la historia humana son excepcionales. El texto remata en un mensaje para Monteagudo, un mensaje para San Martín, un mensaje profético para el auditorio entero.

Moreno, que ya ha explicado la interpretación del contexto peruano de 1822 en base a la Revolución Francesa y la Constitución de Cádiz en términos de error y abismo, se solaza ahora que manipula a su auditorio con citas de Montesquieu y Rousseau dirigiendo la palabra a los símbolos históricos de la retórica de los liberales y del republicanismo. Regresa la mirada de Jano a Atenas, la joven Roma y la Esparta legendaria. Éstas deben compararse –escribe nuestro de Maistre- con la Persia y el Egipto. Y entonces, una vez más, el paralelismo histórico lo conduce, no a pensar la república, sino a pronosticar el imperio. “Roma misma” –acota- “que amaba con entusiasmo su libertad, desde que se dilató por sus conquistas, no pudo sostenerla en el choque de los partidos y de la guerra civil”. Los romanos comprendieron que por “su misma grandeza y opulencia” debían “rendirse a la necesidad de sujetarse al poder de uno solo en Octaviano y en los sucesores suyos en el Imperio”. Esperaba Moreno persuadir a la Corte de que lo que era válido para Roma sería también conveniente para Lima. Se requería, pues, de un Imperio: Allí estaba la historia reciente de Francia, que había caído en el abismo. Roma y París: allí estaban las cartas del destino. Pero Moreno debe haber pensado ya que hacia delante sólo había boletos camino a París, y su discurso (como profecía) era más una lamentación que una exhortación al entusiasmo. El paralelismo con Francia completaba el de la antigua República Romana y desembocaba, pues, en un pronóstico que no podía ser sino triste, pues entre los pueblos antiguos y los modernos había una gran diferencia: el liberalismo, que era la causa de la revolución y que, manifiestamente, el autor de las Cartas Peruanas cree que conduce –como pensaba el Joseph de Maistre a quien tan poco después iba a defender- a una anarquía inevitable. Entonces un diagnóstico alternativo. Si, como en Francia y España, el régimen de las “ideas liberales” era el abismo que impulsaba al caos, era necesario lo que él llamó una “reacción moral”. Pudo haber dicho “una contrarrevolución moral”, pero entonces posiblemente Monteagudo no lo hubiera llamado más a su servicio, como en efecto sí hizo. En impecable lenguaje tomado de las ciencias naturales, se llegaba a la conclusión de que el carro de la revolución era incompatible con la libertad que pregonaba y que, en cambio, en esas condiciones, “el mismo amor a la libertad” no iba a corresponder al “mismo odio a la tiranía”. En buen cristiano: una vez que el carro de la revolución llegara a su meta, lo esperaría impaciente un tirano, un tirano que ya no sería más un padre. “Desde ese momento el Estado –dice Moreno- será despedazado por las facciones y el poder será la presa del más fuerte”. Monteagudo mira exhorto, sin imaginar tal vez que él mismo podía ser ese tirano.

José Ignacio Moreno, el profeta político, debe haber incomodado no poco a su auditorio de 1822. Diagnosticó una crisis, profetizó una catástrofe. Poco después, José Faustino Sánchez Carrión, el Solitario de Sayán, redactaría una fulminante apología del republicanismo que es la único que recordamos cuando nuestra educación nos dobla la mirada al origen del Perú independiente. Moreno, famoso por sus dotes oratorias, sorprendió con la idea de la reacción moral. Veamos ahora, cómo terminó su discurso, una interpretación terrible del presente ante cuyo abismo exhortaba inútil el profeta. Invoca ahora la Ilíada de Homero. Enfatizando poderoso su tono profético de orador sagrado, Moreno asume la voz de la patria. “El amor sincero y ardiente de la Patria levanta su voz para decir con Ulises, al tiempo de reunir éste a los griegos delante de las murallas de Troya: No es bueno que muchos manden, uno solo impere, haya un solo Rey” (Iliada, Lib. 2, v. 20k). Troya era la Lima de las disputas americanas; Ulises aquél que habría de abatir la ciudad, la Ciudad de los Reyes para luego, en viaje de regreso, volver a los brazos atentos de Penélope. Es evidente que San Martín era así advertido: nos destruirás y te irás y aquí, nosotros, en vano, esperaremos un Rey. En 1826 Moreno recibió el cargo de arcediano de la Catedral y aun, según parece, la anarquía posterior del país iba a ir apagando su influencia, aunque no su pluma. Cuando en 1831 publicó su Ensayo sobre la supremacía del Papa tuvo ya ante sus ojos el diagnóstico comprobado y el pronóstico cumplido. Tal vez, rodeado ya entonces de la doble fama infame de ultramontano y monárquico, recordaba uno de los tantos sermones del clero antes del triunfo de la revolución, como aquél de 1811 del Padre. Ignacio González Bustamante: “¡Pueblos que os abrasáis en el fuego de la rebelión, abrid los ojos antes que lleguéis al punto de precipitaros a un abismo de males! Mirad que os engañáis, pues á lo que hoy prestáis vuestra devoción mañana serán vuestro verdugo”.

El pensador de la historia, el teólogo político adquiere un cierto don que acompaña sus alterados estados. Ese don es la profecía. Es en la experiencia del pánico, en el terror, cuando el pensador se asoma al insondable precipicio, que le sale al encuentro la verdad y puede reconocerla. Es un vacío, pero no es la nada, sino que siendo vacío, lo es todo. Para el que está envuelto en pánico, el centro de la experiencia es una altura, real o analógica: la altura es insoportable, y el hombre enloquece; pero la altura es privilegiada, pues resulta ser la altura donde acaece el sentido de la historia por venir. Esta altura inusual hace del abismo el lugar por antonomasia para quien está al borde, cuyo pensamiento gesta. Ante la caída inminente, los teólogos, los profetas, comunican una verdad que sospechan no será muy exitosa entre aquellos a quienes la suerte los ha librado de la vista del abismo. El país, hundido en la lucha de facciones, sería testigo de una interesante lista de obras ultramontanas de este solitario teólogo político peruano, pero pagaría su productividad suprimiéndolo del registro histórico, a él, al erudito, a alguien cuyas obras seguirían publicándose en Europa décadas después de su muerte. En el famoso Diccionario de Milla Batres Moreno aparece en dos registros. En uno es colaborador del sabio Mariano de Rivero, de Toribio Rodríguez de Mendoza y de Hipólito Unanue; en otro, es un monárquico ultramontano famoso por ser un hombre muy religioso y arcediano de la Catedral. Los dos nacen en Guayaquil, los dos son curas en Nepeña, los dos enseñan en San Carlos. Sólo uno trabaja para el General Don José de San Martín y sólo uno- valgan verdades- cita a Joseph de Maistre. El Diccionario no parece poder admitir que ambos personajes hayan sido en realidad la misma y única persona. En el famoso Diccionario de Mendiburu la media página dedicada a este pensador apenas tiene espacio para agregar que murió en la miseria, sin el aplauso de los amigos, sin la consideración al erudito y crítico y escritor. Y Joseph de Maistre, el gran crítico de la Revolución Francesa, nunca volvería más a ser citado en el siglo XIX. Monteagudo moriría asesinado en 1825.

Victor Samuel Rivera y Gianni Vattimo

martes, 1 de enero de 2008

Riva-Agüero y Hitler

José de la Riva-Agüero y Hitler
La comida de 1938



Agradezco a las personas que me han escrito al buzòn sobre el articulo sobre el Marquès de Montealegre que saquè en octubre 2007. En particular me parece interesante una carta sobre sus vinculos con la filosofa francesa de unos estudiantes de Science-Po, que desean confirmar si José de la Riva-Aguero y Osma, Marqués de Montealegre de Aulestia, era en realidad o no un afin a Hitler. Antes de contestrar, dos cosas: 1. Escribo como académico, no como discípulo (o sea, no creo que sea bueno o maravillosos todo lo que escribo sobre Montealegre, al fin, se trata de cuestiones secundarias e históricas). 2. No tengo nada contra el autor, ni remotamente.

José de la Riva-Aguero, hasta hace unos meses, era un fósil del pensamiento peruano. Un cadaver historico. Un buen dia devino famoso porque hay gente que hace cuestiòn de su testamento en favor de la Iglesia catòlica, a la que le dejò potestad para regular el uso de su fortuna a través de una Junta Administradora perpetua. Escribi unas lineas al respecto. Ahora me preguntan: Es usted de la idea de que Montealegre era pro nazi? La respuesta es complicada, pero sí, el marqués era favorable al III Reich. Para qué nos vamos a mentir. Hoy esta de moda desfigurar y pervertir la memoria. No se me pida que haga yo tal cosa. La memoria solo tiene sentido en alianza con la verdad. Otra memoria es tecnologia de la memoria y, por tanto, parte de una deshumanizaciòn del recuerdo. Adaptar el pasado, como se hace hoy en algunos paises de Europa, es parte de un camino terminal de la pérdida de la identidad frente al pasado que me parece a la vez deplorable y estupida: El pasado sera siempre el que es. El pasado es ontologicamente destinal, y se esconde, se disimnula, se tuerce, pero no puede aniquilarse. Es la unica dimension del hombre que escapa y se sobrepone al pensar teconologico de la modernidad persistente. Y como no podemos pensar lo que no ha sido, sino para corregirlo, para corregirlo solo en su olvido, que no en su significado. Mas vale insistir: Montealegre era pro nazi, y lo fue hasta su muerte, en 1944.

Montealegre no era ni fue nunca racista, a diferencia de incontables demòcratas del 900 hoy celebrados por los mismo irresponsables de la memoria que acomodan la verdad a los usos sociales del poder. Tampoco daba especial relevancia a los factores biologicos en la definicion o la interpretacion del pensamiento politico. En lo fundamental, carecia del tonto razonamiento nazi de que la enemistad debe definirse socialmente por un criterio racial. Como humanista, no podia ser nazi en ese sentido. Pero eso no quita que fuera consciente de que el evento historico nazi, en su version bélica, de 1939 hasta su final, tuviera un significado teològico y geopolitico -y ontologico por tanto, para él- que implicaba el destino de las fuerzas del pensamiento europeo que, mal que nos pese, iban comprometidos con la locura de Hitler y la Alemania nacionalista de los 30. Eran sus aliados -recordarlo es sabio-, los nacionalistas de la Europa entera, en el sentido general en que sabemos que el Heidegger de ese tiempo había interpretado, como resistencia de la civilizacion europea contra el avance del pensaamiento tecnológico totalitario que el americanismo y la Rusia comunista significaban. Y en eso iba el humanismo tradicional, la cultura europea de la diferencia, la continuidad historica de Europa y sus valores. Recordemos la republiuca de Vichy, a Franco, a Mussolini, la Francias de Charles Maurras a las monarquías orientales de Europa, a Croacia y, hay que decirlo, a la Iglesia de esa tiempo. Su compromiso, explícito o no, con el evento nazi (un compromiso no personal, sino epocal) era algo que el Montealegre de 1939 tenia demasiado claro.

Quiero terminar, pues estoy en Mónaco, bastante ebrio y cansado. El 6 de agosto de 1938 Montealegre dio una comida en el Club Nacional de Lima. El motivo fue hacer un banquete de honor para el ministro diplomatico de Alemania y su esposa; como es fácil de comprender, esta ceremonia era en acción de gracias por la ayuda alemana a la causa de la contrarrevolución española de esa época. Sólo unos meses antes una comisión española de artistas y políticos, apoyada financiera y socialmente por Montealegre, se había ofrecido a ir a Lima para buscar apoyo a Franco y la causa de la Iglesia. Alemania había sido solicita en el apoyo para lo que aún la gente llama la liberación de España. Había invitado el marqués a buena parte del cuerpo diplomático, a la nobleza y a sus amigos de la Generación del 900 que andaban aun en Lima; hizo lo propio con los italianos cercanos, que tomaba por fascistas. Se molestò inmensamente por la ausencia de Teresa Moreyra, aristócrata enlazada con su amigo Víctor Andrés Belaunde, entonces en tarea diplomática en Estados Unidos. La correspondencia del Marqués da testimonio de sobra de lo extraordinamriamente indignado que se quedò ante su ausencia. Tampoco le hizo gracia que faltaran los embajadores del Imperio Británico y Argentina, a quienes anotò para invitaciones futuras en calidad de non gratos. A Teresa de Belaunde no volviò mas a tratarla con atenciòn, dejò de tratarla socialmente y no volviò a hablar mas de ella: Era la mujer de su mejor amigo. Los ministros de Italia y el Imperio Japonés, al parecer, pasaron una velada estupenda. En fin. Montealegre nunca dijo nada contra el nazismo. Pero ante este accidente biográfico, es difícil creer que nunca dijera nada en su favor.
 
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