Víctor Samuel Rivera

Víctor Samuel Rivera
El otro es a quien no estás dispuesto a soportar

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Doctor en filosofía. Magíster en Historia de la Filosofía. Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía desde 1992. Crío tortugas peruanas Motelo y me enorgullezco de mi biblioteca especializada. Como filósofo y profesor de hermenéutica, me defino como cercano a lo que se llama "hermenéutica crítica y analógica". En Lima aplico la hermenéutica filosófica al estudio del pensamiento peruano y filosofía moderna. Trabajo como profesor de filosofía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos; he trabajado en Universidad Nacional Federico Villarreal desde 2005. He sido profesor en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima hasta 2014. He escrito unos sesenta textos filosóficos, de historia de los conceptos, filosofia política e historia moderna. Tengo fascinación por el pensamiento antisistema y me entusiasma la recuperación de la política desde el pensamiento filosófico. Mi blog, Anamnesis, es un esfuerzo por hacer una bitácora de filosofía política. No hago aquí periodismo, no hago tampoco análisis político de la vida cotidiana- De hecho, la vida cotidiana y sus asuntos no son nunca materia del pensamiento.

sábado, 26 de abril de 2008

China sí, Tibet no. 2008




Mucha gente me pide que escriba temas de actualidad. Que no cuelgue mis trabajos académicos sino que, al ritmo de otros blogs del ciberespacio académico peruano, dé mis opiniones sobre temas ordinarios. Esta vez, con la promesa de que habré de repetir esta actitud con una frecuencia ajustada a mi vida académica, pongo un antecedente.

Escribo esto para hacer una reflexión a favor de que el Imperio de la China, el país más próspero, justo y pacífico de la Tierra celebre, con paz, los Juegos Olímpicos del 2008. Elijo este tema porque he recibido una gentil invitación bastante desagradable. Me ruegan firmar un colectivo de la “sociedad civil” para aunarme a las personas que desean boicotear la realización de los Juegos Olímpicos con el argumento de que los “Derechos Humanos” exigen apoyar al Dalai Lama en sus pretensiones de recuperar el trono del Tibet, hoy provincia de China. Yo, por razones tanto filosóficas como humanas, tengo simpatía por la pluralidad de regímenes políticos. No me disgustan los reyes tradicionales, y de hecho les he dado mi apoyo en tanto son instituciones marginales dentro de una historia violenta, que es también la de la formación y triunfo de las repúblicas. En este sentido, las monarquías como la del Tibet (o la del Nepal) son una esperanza del hombre frente al mundo administrado del pensamiento único. Una esperanza venerable, ya que fundada en los envíos que han resistido el embate de la versión política de la tecnociencia. Hice esta argumentación de manera académica (aunque de modo indirecto y de pasada) en mi Belicosa y Pacífica, artículo cuya versión completa salió impresa en Valladolid en 2006, en la revista Estudios Filosóficos, cosa que me honra. Hoy no trataré de los temas del artículo, pero deseo que quede registrado que no tengo nada contra el Lama del Tibet. Tengo, sí incomodidad, por los postreros aliados de su caduco reino.

¿Quiénes son los defensores de la monarquía tibetana? Son la gente “global”, esto es, los defensores de la ideología política del capitalismo tardío. Las mismas personas que apoyan la restauración de la monarquía teocrática en el Tibet, serían incapaces, por ejemplo, de exigir la restauración de los Estados Pontificios, ocupados violentamente por Garibaldi en 1870, o de dar apoyo al actual soberano reinante Rajá del Nepal, que está a punto de ser depuesto por los maoístas de ese Reino de Asia, unos asesinos de la misma línea política genocida que el peruano “Sendero Luminoso”. Insisto. Personalmente, no veo problema en que haya teocracias en el mundo. De hecho, la América democrática es una teocracia liberal. No me resultaría inexplicable que el Estado de Utha, por ejemplo, resuelva proclamarse monarquía independiente de los Estados Unidos en función de su religión. Los apoyadores del Dalai Lama, sin embargo, ni hacen colectivos por el Rey del Nepal, ni solicitan firmas para la independencia de Utha, ni serían capaces de exigir que las tierras de la Iglesia secuestradas por Garibaldi sean devueltas al Papa. Están muy felices, en cambio de la independencia del Kosovo, una provincia serbia poblada por albaneses con apoyo consecutivo de Benito Mussolini, Adolfo Hitler y el célebre dictador comunista Mariscal Tito, un país, pues, que surge como consecuencia histórica del nazismo y que es un acto de violencia histórica contra una narración centenaria cifrada en el territorio ocupado bajo ese auspicio. Si uno se coloca en el cerebro del comportamiento global, esas actitudes parecen (y son) bastante contradictorias. Apoyar a Kosovo es aliarse con la eficacia histórica de lo más abominable de las dictaduras de los años 30’ (podría, de hecho existe, haber sido su parte no abominable). El Rey del Tibet consolidó en parte su independencia de la China en el primer tercio del siglo pasado en lícita alianza internacional con los regímenes nacionalistas de los imperios del Japón y de Manchuria, y luego con la amistad implícita de otros amigos del Eje, que vencido fuera, como sabemos, por la intervención de los mismos países cuya ideología sustenta la racionalidad de los actuales colectivos de la “sociedad civil”. Pero es notorio que la “sociedad civil” no actúa de manera contradictoria, entre otras cosas, porque no piensa; por el contrario: Su no pensar es lo que asigna a su comportamiento absurdo un sentido muy claro, que es respaldar la política internacional y los intereses geopolíticos actuales de los Estados Unidos o sus dependientes europeos, que son a su vez sus aportantes financieros, sea de manera directa o indirecta. La “sociedad civil” es tan inteligente como la televisión de cable, que hoy puede apoyar a la monarquía afgana en nombre de los “Derechos humanos”, como lo hizo en la ocupación soviética, y luego estar en contra de la misma monarquía, justamente, en nombre de los mismos “Derechos humanos” un lustro después, para apoyar la ocupación americana.

Como ya tengo lo hecho por suficientemente escrito, agrego, como una cuestión meramente pragmática, que estoy dispuesto a censurar la celebración de los Juegos Olímpicos en China si se admite la intervención internacional de las ONG de “Derechos humanos” y la ONU contra los países violentistas, por ejemplo, el que sostiene con su dinero tanto a las ONG como a la ONU. Si los activistas contra la China se hacen activistas contra Estados Unidos, entonces me sentiré moralmente obligado a reconsiderar cualquier sanción, aunque sea moral, contra el Gran Imperio de la China, la potencia mundial más próspera, justa y pacifista que conozco, lo más cercano a un país posmoderno exitoso. De antemano, como no creo en que los discursos sobre “Derechos Humanos” sean dignos de una inteligencia sana -como tan bien lo demuestra el uso social irracional que hacen de ese concepto las ONG proamericanas y su servicio global de prensa- adelanto, sin embargo, que ni aún en ese caso le vería sentido alguno a censurar a China, aunque sea moralmente, el que resulta el país más admirable que haya procesado la historia reciente del mundo. ¿No ha celebrado Estados Unidos Juegos Olímpicos? A los comunistas, cuya ideología hacía inaceptable el imperialismo americano, nunca se les ocurrió a lo largo del siglo XX, por ejemplo, que había que censurar unos Juegos Olímpicos en un país capitalista porque (ya que no hay para el comunista “Derechos humanos”, pura metafísica liberal) eso iba en cambio en contra de la emancipación del hombre en el socialismo o porque afrentaba la dignidad del proletariado mundial (global), agente final de la historia. China, por ejemplo, pudo haber argumentado eso muchas veces, dado que han sido también muchas veces sede de los Juegos países capitalistas. El hecho es que ni la China de Mao fue capaz de razonar de esa manera, entre otras cosas, porque los chinos, a diferencia de las cabecitas de la “sociedad civil” global- sí razonan.

Mis parabienes porque, en lugar de dar apoyo político al caduco Rey del Tibet, la “sociedad civil” se sirva estimular a los restos de la nobleza china y presione al gobierno administrativo del Celeste Imperio para el pronto restablecimiento de una monarquía en Pekín. Si en algo no se equivoca la “sociedad civil” es en que tener reyes es a veces mejor que tener presidentes del Partido.

jueves, 3 de abril de 2008

Filosofía y política en el Perú


Estimados lectores. Hago de público dominio la versión que más me gusta de una recientemente impresa reseña mía sobre uno de esos raros libros sobre filosofía en el Perú que alguna vez se dan a luz en medio de la noche del olvido. Ha sido publicada ya en Solar, número 3, 2007, revista iberoamericana de Filosofía de Lima de cuyo Consejo Editorial tengo el honor de formar parte. Como es fácil percibir, es, junto con un comentario académico a una obra que no me gusta y cuya crítica me fue solicitada de reseñar por encargo, un panorama largo de cómo dfunciona, de cuál es la práctica de la filosofía en el Perú. Desde que fue escrito este texto, hace más de un año, algunos acontecimientos han ocurrido en la filosofía peruana, como la formación del grupo CESFIA y la Revista Analítica. Nada, sin embargo, altera por ahora lo en esta reseña escrito por mí es mi lectura (lo más desapasionada y objetiva posible), de la condición de la filosofía en el Perú sobre lo peruano y los peruanos.

Nota aparte: La crueldad intelectual debe ejecutarse sólo en dos casos: cuando es necesaria o cuando a uno se la piden. A veces es necesaria por el placer, que es una prerrogativa del conocimiento; a veces por razones morales, que es por atención a la verdad. En este caso, tuve mucho placer y razones morales, pero no escribí el texto por eso. Et Voilà:



Filosofía y política en el Perú
Comentarios a una reciente publicación


Víctor Samuel Rivera
Universidad Nacional Federico Villarreal




Es conocida la falta de interés que despierta la filosofía peruana y latinoamericana en general en el ámbito académico de la universidad privada. Este fenómeno ocurre en grado tal que la mediación institucional del trabajo sobre el pensamiento filosófico del Perú parece, o bien ser la carga privilegiada de las universidades públicas, o bien el cometido académico de los departamentos de Historia . Esto revela dos presupuestos, uno fáctico, otro disciplinario. El primero es la (sin más falsa) idea de que la materia no existe (no hay filosofía en el Perú); el segundo es que, si el Perú puede alguna vez ser objeto de pensamiento filosófico, lo sería desde un ángulo independiente al de la propia tradición filosófica del país. El corolario de ambos supuestos es también doble: 1. Los filósofos nada substancial tienen qué reflexionar sobre el Perú (en la realidad) y, por ende, no son concernidos sino por los problemas que se dan por verdaderos en una perspectiva cosmopolitana; allí sólo por accidente (si cabe), los problemas filosóficos resultan ser alguna vez los problemas del país ; los problemas filosóficos parecen, antes que cuestiones humanas, meras dificultades técnicas para entender, digamos, a Husserl. 2. Pero imaginemos que los filósofos reconocen algo como un genuino problema (del Perú): Entonces es al costo de rechazar su intrínseca problematicidad filosófica; en lugar de elaborarlo en el pensamiento, los filósofos coordinarán con fotógrafos y publicistas; razonarán entonces con imágenes en lugar de hacerlo con conceptos, como debería ser su trabajo .

Veamos los inconvenientes de los presupuestos antes esbozados. Si los filósofos son convocados por el destino a apropiarse de las urgencias políticas, ¿qué cabe esperar de ellos? Existe la tentación de sentirse cómodos reflexionando sobre el Perú sin conocer su pensamiento, desde el punto de vista internacional, que habremos de suponer el punto de vista auténtico de la racionalidad humana: Ya Cosmópolis tiene respuestas para todo, y nosotros las aplicamos. Los presupuestos de la prensa del Globo sancionan el tribunal de la crítica. ¿No es esto, sin embargo ya, un problema? Víctor Andrés Belaunde llamaba a esto anatopismo, esto es, pensar desde ninguna parte . No es esto sólo un asunto filosófico, sin embargo, sino una grave cuestión política que afecta la mediación institucional del Perú y cuya tendencia, por desgracia, y en virtud de los poderes fácticos de la globalidad de la tecnociencia, es a radicalizarse . Y el pensar sin lugar, ¿es genuinamente pensar? Largos son los debates sobre la autenticidad del pensamiento en América Latina. No importan mucho, sin embargo, si uno se abstiene de estudiar la América Latina. No olvidamos, claro está, a la universidad pública, cultora del pasado y la tradición nacional, y a la que estas observaciones no afectan. Es en torno de ella, y en particular de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, que se ha desarrollado hasta ahora virtualmente todo el trabajo de historia del pensamiento filosófico del Perú . Sin duda, San Marcos cae fuera del cuestionamiento anterior, pero es un hecho sociológico que esta institución, largamente centenaria, carece hoy de los recursos de poder que se exigen en un país excluyente para participar en la toma de decisiones que remediarían los no tan hipotéticos males que hemos esbozado. La universidad pública, además, interactúa poco con la privada, casi nunca, con lo que los aspectos positivos de la reclusión en la universalidad de los privados se acentúan por la incomunicación. La cortesía no permite que nos atrevamos a decir aquí a causa de qué se debe esto. Éste es el escenario presente de la reflexión filosófica del Perú .

Augusto Castro, autor de varios libros y profesor representativo de la Pontificia Universidad Católica del Perú, es la vanguardia de la contracorriente anatópica en las universidades no públicas que se dedican a la enseñanza de la filosofía. En este sentido, su Filosofía y política en el Perú. Estudio del pensamiento de Víctor Raúl Haya de la Torre, José Carlos Mariátegui y Víctor Andrés Belaunde, recientemente impreso con el apoyo de la Facultad de Sociología de la susodicha universidad , será en adelante el objeto de nuestra consideración. El profesor Castro en la Universidad Católica es con certeza, -por ahora- el primero y el único filósofo académico con publicaciones relativas al tema de los estudios históricos del pensamiento peruano; resultará siendo, esperemos, el iniciador de una corriente rectificatoria de interés por el pensamiento peruano en la que -hasta hoy- se halla solitario en el ámbito de la filosofía en la universidad privada. Para comenzar, el autor vincula filosofía y política en el Perú; esto presenta un mérito peculiar que debe ser destacado: La obra de Castro no es un libro ideológico, sino histórico (p. 15; en este caso, entendemos que de historia de las ideas en la filosofía política. A diferencia de lo que nos tiene acostumbrados la bibliografía peruanista más exitosa (y de mayor calidad) de los últimos tiempos, Castro no reflexiona sobre el pensamiento del pasado para darle significado a una narrativa de la ideología contemporánea sobre la ciudadanía y los derechos (un procedimiento ilícito al que, además, con tanta ligereza se prestan hoy los historiadores); en lugar de esto, tal vez en el extremo contrario, se limita al modelo de exposición abreviada de las declaraciones de los propios autores seleccionados. La ventaja de esto, sin duda, es que descongestiona la carga normativa de la lectura del pasado que el pensamiento único ha hecho tan popular y que, como ha observado Todorov, conduce a la utilización del pasado mismo como un modo de hacer incuestionable el presente; no sólo eso, santifica el presente como indigno de crítica, o desplaza la crítica a quienes, si acaso, son incapaces de defenderse . Es lo que podemos llamar la “historia narcisista”: El problema principal de la producción de historia del pensamiento político peruano contemporáneo.

Como un hecho factual, la valoración feliz del presente no tiene nada de malo en sí misma; es un hecho fuera de cuestión que tiene que haber habido nazis o comunistas en sus sociedades que fueron felices en ellas y que con gusto hubieran leído crónicas que les relataran que todo el pasado era el anuncio de la perfección de lo que amaban; el mismo derecho puede ser concedido a los conformistas del presente de la globalidad, el nihilismo y la tecnociencia. Pero, ¿no sería acaso un error hermenéutico -y muy grave- componer un estudio académico de esa manera? No sólo sería éste carente de la menos plausible rigurosidad: Sería sin más una amenaza contra la racionalidad de la historia; tras ella, la agenda de un uso perverso de la misma, como señalaba ya con crudeza Nietzsche en su Segunda Intempestiva. Es preferible una historia no ideológica mal documentada a una muy documentada manipulación de la historia. Es un mérito que Castro no haya sucumbido a la tentación de la historia narcisista. Del lado de las desventajas del modo de trabajo seguido por Castro, éstas dependen de los procedimientos que se siga en cada caso y nos ocuparemos de ello acto seguido. De hecho, este aspecto es el centro del presente comentario.

El autor, como indica el título de su obra, ha hecho un “estudio” de la “filosofía y política en el Perú” seleccionando a quienes, más o menos explícitamente, se reconoce como los orientadores ideológicos de las diversas posiciones políticas aún “vigentes” en el Perú (p. 14). Es bien sabido que éstos son Víctor Raúl Haya de la Torre, para el Partido Aprista Peruano y sus diversas variantes, José Carlos Mariátegui para la antigua izquierda socialista y comunista y Víctor Andrés Belaunde, inspirador del Partido Popular Cristiano, Acción Popular y sus respectivas variantes de la derecha católica reformista. La perspectiva de selección de los autores es, como se observa, pragmática; no se ha elegido a estos pensadores por criterios filosóficos, sino por su vínculo con las fuerzas políticas aludidas y las innegables consecuencias de éstas en la historia política peruana (pp. 14, 168), por lo que Gadamer (y no Castro) llamaría su “eficacia histórica” . Este criterio justifica la exclusión de autores que podrían haber sido más interesantes, o más filosóficos; la ausencia de autores que hubieran sido influyentes en este sentido en el pasado, pero no en el presente (como Augusto Salazar, ideólogo de la dictadura militar de 1968 o el Marqués de Montealegre de Aulestia, el pensador de la derecha reaccionaria peruana del siglo XX). Este criterio, desgraciadamente, no afirma nada sobre la selección del material escogido para el “estudio”, pues la eficacia histórica habla aquí del autor, mas no de sus obras. Resulta simplemente una sorpresa que Castro haya tomado como motivo de su trabajo a veces unos cuantos artículos sueltos de época temprana (pp. 49-56) en contraste con un libro dos décadas posterior (el caso de Haya), una colección de ensayos de prensa sin atender a la fecha de su composición por separado (Mariátegui) o haber elegido como exposición del pensamiento del autor el resumen de un solo libro sobre una obra tan vasta que su publicación íntegra tomaría innumerables tomos, lo que se agrava con una vida prolongada y compleja de su autor, que hace académicamente inaceptable el resumen del dicho libro como la exposición de su pensamiento (Belaunde). En todo caso, no hay vínculo cronológico entre los tres libros, ni contextual, ni conceptual. Sin duda, el autor no puede querer que comparemos a los tres autores, aunque eso deja dudas serias de qué es lo que el autor realmente se propone. Por ejemplo, todos sabemos que Belaunde escribió un libro, La Realidad nacional (1931) en diálogo con Mariátegui, con el Mariátegui que cuenta, esto es, el de los Siete ensayos, a los que son cercanos en el tiempo. Castro, sin embargo, prefirió un texto de Belaunde de 1950. Las obras son Espacio-Tiempo Histórico de Haya, Defensa del marxismo, de Mariátegui y la Síntesis viviente de Belaunde.

Debemos acotar que buena parte del desconcierto procede del título, que sin duda sugiere un estudio comparado de los tres autores y no lo que simplemente se presenta: Tres monografías sobre autores peruanos, claramente las tres el resumen (no siempre detallado) de un libro (o una compilación en forma de libro). Desde este ángulo, sin duda el libro puede ayudar, por ejemplo, para la didáctica, al aliviar la lectura completa de las obras, aunque es notorio que a veces los propios autores no requieran de auxilio semejante, como es ostensible el caso en Belaunde y Mariátegui. En el caso de este último, por ejemplo Castro resume los ensayos de prensa dedicados por el autor al pensamiento reaccionario en 14 páginas (cfr. pp. 80-94); Mariátegui mismo usó, en sentido estricto, unas 40. El resumen, pues, alivia, por lo tanto, bastante poco.

No es posible comprender la selección de los textos por su difusión o por su influencia específica, que Castro explícitamente niega ya que, en sus propias palabras, trabaja con obras “que no han sido lo suficientemente resaltadas en su originalidad, y muestran un pensamiento propio y universal” (p. 15). Ahora bien, si el criterio de selección de los autores fue su eficacia histórica, ¿no era esperable que el de sus obras siguiera la misma pauta? Entonces la selección debería haber apuntado con certeza a El antiimperialismo y el APRA de Haya, los Siete Ensayos de interpretación de la realidad peruana de Mariátegui y, con un margen mayor para la crítica, a Peruanidad de Belaunde (cfr. p. 17). Como es bien sabido, son esos tres libros (y no los adoptados por Castro) los que son eficaces históricamente, esto es, los adoptados por los partidos políticos, por los grupos terroristas marxistas, las dictaduras y los difusores ideológicos del pensamiento demo-reformista católico burgués en el ámbito político. Quiero señalar que hay en esto una manifiesta contradicción: Castro apela a criterios de selección de las obras que son incompatibles entre sí. En efecto, o bien se selecciona una obra para resumir por la eficacia histórica que realmente ha tenido, o bien por su originalidad y porque padece el descuido de los lectores, en cuyo caso es evidente que la obra seleccionada es ineficaz históricamente. Volvamos a la justificación del autor: Éste ha elegido obras menos trabajadas y menos conocidas porque reflejan de manera más clara la “originalidad” de lo que “los autores pensaban” (ibid). Esta suposición es académicamente muy discutible y, como sabemos ya, lo es históricamente aún más, justamente por el argumento en torno a la eficacia. En cualquier caso, el autor debía haber demostrado antes que éste es el caso, esto es, que su selección de libros muestra a los autores más “originales” de lo que son leyendo obras más básicas o repasándolas todas para lo cual debía, además, haber redactado un “estudio” que hiciera plausible el aserto. Castro se limita a un argumento que es, sin más, una petición de principio: “nos parecen profundamente originales y son para nosotros, motivo suficiente de análisis” (p. 15), esto es, son “originales” y son elegidas, al final, porque eso le parece así al investigador.

Para comprender esta observación basta comparar su obra con un texto análogo y relativamente reciente de Karen Sanders exactamente sobre el mismo tema, felizmente famoso y difundido, y que Castro no cita nunca, ni siquiera en la bibliografía secundaria (una cortesía que Karen Sanders realmente se merece). Un excurso: Es sorprendente que en esa sección tienen un lugar holgado las compilaciones de artículos informativos de filosofía política del neomarxista argentino Atilio Boron y que, por más esfuerzo que hacemos, no vemos qué vínculo tienen con el tema del que aparecen como “bibliografía” (p. 177). De hecho, no son bibliografía de nada que haya en el libro que Castro ha escrito. Es verdad que el autor se excusa de no utilizar bibliografía aparte de la de los autores mismos que resume (p. 168, con argumentos que, por indiscernibles, omitimos comentar), pero si ha de dedicar una sección de su libro a la bibliografía secundaria y aparece Boron pero Sanders no, esto plantea la profunda pregunta de qué hace Boron ahí, ya que alguna razón debe haber para honrarlo de un modo que a Sanders se le ha negado. Lo mismo, por ejemplo, acontece con el famoso libro sobre Mariátegui del (ex) Padre Diego Messeger, posiblemente el mejor en su género que se hubiera escrito y publicado hasta la fecha de composición del texto de Castro y cuya ausencia, en cambio, es compensada por artículos sin mayor relevancia que nos abstenemos de citar. Tampoco cita en la lista de Boron los invalorables aportes de G. Rouillón sobre Mariátegui, que son famosos . No dudamos de que Castro conoce esta bibliografía secundaria elemental (puesto que conoce los artículos menos relevantes que ella) y de que la ha frecuentado con esmero y solvencia académica, pero eso justamente hace de su ausencia y la falta de diálogo con la herencia historiográfica y crítica un hecho más lamentable y, hay que decirlo, académicamente intolerable. No se puede saltar sobre 50 años de estudios peruanos en filosofía política sin el riesgo de faltar a la verdad. El caso de Belaunde, el autor más desatendido de la trilogía, es considerablemente más grave y de Haya de la Torre resumimos en lo mismo. Pero volvamos ahora a Karen Sanders.

Como es bien sabido en la literatura de historia de las ideas políticas del Perú, Sanders también, como Castro, efectúa un trabajo sobre varios autores que, para nuestra perplejidad, son los mismos que el autor que comentamos, más otros dos más, el anarquista Manuel González Prada y el conservador liberal Francisco García Calderón. La diferencia estriba en tres aspectos: El primero, es que la exposición del pensamiento de los autores va precedida por 100 páginas de reflexión sobre los conceptos de tradición y nacionalismo, que sirven de criterio de selección, algo que Castro carece. Es interesante observar que esto es así justamente, bajo el trasfondo de la eficacia histórica que, sin dificultad, hemos comprobado que Castro presupuso como referencia para su trabajo. Seamos claros: Es porque los cinco autores que Sanders selecciona han sido eficaces en la historia política peruana del siglo XX que se hace un estudio de su pensamiento precedido de un examen (enjundioso, por lo demás) de la idea de tradición, para luego adjudicársela acoplándola a los modelos de pensamiento que cada uno representa. Pasemos al segundo; la autora de ninguna manera se arredra, ni ante la a veces copiosísima bibliografía secundaria precedente (Mariátegui) ni ante el hecho factual de dirigir el análisis a las obras “eficaces”. El tercero, en nuestra opinión el determinante, es que Sanders ofrece todo el trabajo histórico que un observador externo exhaustivo y poco complaciente (cual es nuestro caso) esperaría de un “estudio del pensamiento” de cinco autores, tanto para la exposición de los autores como para su contexto socio-histórico y político . Los reseñados por Castro, que son sólo tres, a pesar de haber sido sometidos a un ideal de trabajo aparentemente ligado a la “objetividad” (p. 18) y dependiente de las cosas mismas, hace aparecer a los pensadores casi sin contexto, sin ninguna precisión cronológica (las fechas no son el fuerte del libro, remito a la fuente) e, incluso, habrá que decirlo de una vez, sin evolución (ya que sin fechas), como si las obras resumidas hubieran sido creadas de la nada, carecieran de historia y fueran conceptualmente anatópicas (¡y como si eso no fuera problema!). Nada hubiera costado, al menos, una breve historia de 4 páginas en cada capítulo explicando el contexto de la obra específica. Y el problema derivado de su ausencia puede ser tremendo.

Como muestra un botón: El Belaunde de Castro nunca fue filofascista, por ejemplo, pero un estudio serio, interesado en la eficacia histórica del pensamiento de un filósofo, no puede prescindir de eso, ni menos hacer de cuenta que es inexacto (p. 151). Se trata de un tema que no sólo se puede verificar con la compilación al respecto -tan famosa, pero que tampoco aparece en la bibliografía- de José Ignacio López Soria , sino leyendo al propio autor en su correspondencia con su íntimo amigo, el Marqués de Montealegre, disponible a mano alzada en el Instituto Riva Agüero , que es la institución peruanista de cuyo auspicio ha sido posible la composición de la obra (p. 15). Para Castro el “estudio del pensamiento” de Belaunde parece prescindir de ese detalle. Nosotros creemos que este tipo de incumplidos a la memoria afecta gravemente, para comenzar, el objetivo explícito y reconocible del propio autor, que es la comprensión histórica de los textos “objetivamente” (p. 18). Por ejemplo, en este caso ese proceder oculta los orígenes y parentescos nacionalistas y fascistas de la genealogía del concepto que Belaunde tenía de la peruanidad y que es un derivado del pensamiento nacionalista conservador. Belaunde no fue fascista, pero Mussolini le era realmente muy simpático , y de él procede una defensa del corporativismo en la que fue también adherente el Marqués de Montealegre, su amigo, que murió en 1944 rezando por Roma.

Obviamente, la lectura de la Síntesis viviente, impreso después de la Segunda Gran Guerra, en que los nacionalismos fueron derrotados por los liberales y los comunistas , viene a significar una necesaria reelaboración de nociones cuyo contexto conceptual estaba impregnado por el fascismo, y peculiarmente por el régimen nacionalista italiano, que tanto Belaunde como otros de su círculo elogiaban contra el liberalismo político. Es necesario anotar que Belaunde, además, era partidario de algún tipo de ultramontanismo, no muy moderado, lo cual explica buena parte de su concepción política respecto de la Iglesia como instancia de universalidad (Castro trata el asunto en las pp. 155-161, aunque se cuida de no hablar del ultramontanismo). Estas son cuestiones históricas, y el que se las omita es una injusticia para el pensamiento histórico. Al parecer, a Castro el fascismo le parece impresentable, al extremo de tratarlo peor que al nazismo (p. 151), contra el que Belaunde, en cambio, sí se situaba como objetor; de esto, por cierto, no se deduce que Belaunde no fuera favorable a Mussolini y, lo que es más importante, tampoco impide que el esquema nacionalista siga presente en el pensamiento recargado del Belaunde posterior a 1945 aun cuando no trate más el tópico. Pero ¿no equivale esto a pensar libros sin contexto? Esto parte de un punto de vista a-histórico altamente cuestionable, en la misma escala en que lo son las historias narcisistas que narran el pasado como la lucha por la ciudadanía y los derechos que hacen hoy los historiadores y sociólogos, como si los conceptos fueran intemporales y las complacencias del presente pudieran suprimir el pasado y su vigencia. Pero esta vigencia es, además, su eficacia histórica, y lo es en el sentido más eminente de la expresión, pues constituye su comprensión y es también, por ello, su racionalidad y, en última instancia, su verdad. Podríamos haber tratado la forma en cómo se presenta a la Unión Soviética desde el punto de vista de Haya en el capítulo I o la manera en cómo se sustrae de contexto el debate contra la filosofía reaccionaria en Mariátegui en el III, pero el espacio disponible no nos permite colaborar con el profesor Castro a esos respectos.

Para terminar, es importante tratar un tema que constituye un subtexto fundamental en la obra de Castro, que es la concepción que los tres autores seleccionados y sus obras tienen de la modernidad. El propio autor reconoce que es una cuestión trascendental (p. 168); en efecto, para cualquier lector no muy distraído de Haya, Mariátegui y Belaunde es obvio que hay una relación tensa entre su pensamiento y la modernidad al extremo, incluso, de que puede afirmarse, como parece insinuar el autor, que llegan a situarse en una hermenéutica que la tiene por núcleo . Esto se confunde con un fuerte y reiterado recurso a filosofías como el voluntarismo, el pragmatismo y el vitalismo, que Castro menciona siempre de modo extraordinariamente genérico, sin remisión a fuente alguna, sin especificaciones de tiempo o evolución en las obras que hacen de horizonte de inteligibilidad a los libros resumidos. Se trata de un tema significativo, pues tanto la filosofía de la historia de Haya como los libros resumidos de Mariátegui y Belaunde tienen sentido en un contexto general de corrientes de pensamiento contramodernas y antimodernas, antiburguesas y contestatarias contra la koiné liberal neokantiana y positivista de la Belle Époque, tanto en el sentido político como en el epistemológico de esas expresiones y corresponde a un parentesco contextual en la historia de las ideas de fines del siglo XX. El tema es lo suficientemente serio como para ameritar un auténtico estudio de fuentes, del que no hay el menor asomo en el libro de Castro y que se hace más grande en tanto el autor lo promete (p. 19) e incluso casi lo concluye . Como sea, del voluntarismo, el pragmatismo, el relativismo o el vitalismo, sin indicadores apropiados ni referencias de contexto, no quedan sino meras palabras; Castro se refiere así a un cierto “élan” o “clima” de “corrientes vitalistas” (pp. 26, 42, 46, 51, 107). La referencia insustancial da la impresión de que el autor se hubiera limitado sólo a entresacar los nombres de los libros abreviados, sin la molestia adicional de informarse de su complejidad, actitud poco rigurosa que, por cierto, daremos por falsa. En todo caso, es lamentable que la empresa propiamente filosófica de un libro de filosofía se haya concluido sin hacerla.

Ahora bien, investigar las fuentes genuinamente filosóficas que le dan sentido al “estudio” de “filosofía y política” es una obligación. En términos de historia de las ideas, no es lo mismo el vitalismo alemán que el francés, para referirnos a la locación de las ideas, ni el voluntarismo de Nietzsche ni el de Schopenhauer o el de Wundt, para tratar de autores, ni el irracionalismo de inicios del siglo XX comparado con el del periodo de entreguerras, para referirnos a la cronología. En el texto de Castro todos estos matices se sueldan de modo que “vitalismo” se usa de manera tan extensa que ya resulta largamente no académica. Y entonces mencionar que había “vitalismo” en Haya, en Mariátegui y en Belaunde (como hace el autor) no significa nada, incluso si es cierto (como es el caso). Nada de nada. Un ejemplo: El vitalismo puede ser democrático (como el que influenció en el Grupo Norte y al APRA, y hablamos de Walt Whitman o Emerson) o irracionalista y aristocrático (como el que era del interés de los novecentistas, y hablamos entonces de Wundt o Nietzsche); Castro, por su parte, sólo menciona, con una insistencia ostensiblemente exagerada, a Bergson (pp. 42, 70, 88, 102, 105, 107, 113, 141, 143), de quien no cita ni frase ni libro alguno. Por otra parte, y no es mucho pedir imaginarlo, Bergson es un hombre que vivió muchos años y escribió diferentes cosas, un conocimiento del que es indudable que Castro debe estar enterado; hacer mención de él hasta el hartazgo no ayuda en nada a comprender el contexto al que supuestamente se apunta al colocar su nombre. Lo mismo puede decirse de Georges Sorel u Oswald Spengler, citados sin que obra alguna suya asome el tintero y a veces sin rastro de su nombre completo. Ni una palabra de Wundt, Emerson o Vasconcelos que, para el efecto, virtualmente no existen, lo que nos excusa de mayor enjundia.

Mucho es lo que sugiere la lectura del texto del profesor Augusto Castro. Una serie de detalles quedan fuera de estas líneas por el carácter excesivo que he debido acreditar para que no quede duda alguna de nuestra positiva buena voluntad. ¿Cómo no comentar, sin embargo, la afirmación extraña de que los autores fueron influenciados por la educación de “principios del siglo antepasado” (p. 19), algo que tomamos por error de edición, pues de otro modo es disparate? Un sinnúmero de detalles de tipo análogo, imprecisiones y saltos cronológicos inaceptables quedan aquí en suspenso por falta de espacio. Por lo demás, no hay mayor interés para quien esto suscribe que el crecimiento de la conciencia histórica de la filosofía peruana. Pero no hay esfuerzo que pueda ser tan grande en el mundo moral que pueda justificar que se ponga en riesgo, de manera reiterada, los presupuestos más fundamentales de toda comprensión académica auténtica de un texto de historia del pensamiento político peruano, y menos aún si se intenta como “estudio” de “filosofía y política en el Perú”, peor si se sigue la pretensión de ultimidad del vocabulario positivista que observa involucra la hermenéutica de nuestro pasado -y, demás está decirlo- de nuestro presente, bajo el ángulo de la “objetividad” (p. 18).

El mérito del autor, haber enfocado su trabajo en la eficacia histórica del pensamiento político peruano, es ya un viento favorable para un cultivo que, por ahora, dejando solitario a Castro en compañía de historiadores y abogados, tiene su asiento en las universidades públicas, en los largos y enjundiosos (pero indispensables trabajos) que llevan a su cargo José Carlos Ballón, David Sobrevilla (desde la Universidad de Lima) y sus colaboradores, bajo el penoso expediente, muchas veces, de la penuria por la supervivencia, rival radical del pensamiento y obstáculo inclemente del investigador sanmarquino. Esperamos con gran interés más trabajos del propio Castro. El Perú exige su propio pensarse, exige su arraigo como todo lo que, por no prosperar, se ve abismado al perecer y en la experiencia de su propio precipicio, también, a recuperarse del olvido de su propia urgencia. Está también, por cierto, la fábrica de la globalidad, el pensar transnacional y anatópico, el pensamiento único, ése que es del avance de la barbarie. Está el recuerdo administrativo, la forma de hacer historia de quienes se niegan a la propia alteridad, tan renuente (y opuesto) a la genuina memoria pensada y tan entusiasta, además, con las historias sistémicas, esto es, con las memorias que se acomodan publicitariamente a los fines de los anónimos poderes fácticos de la civilización tecnológica. Pero para su servicio, sin duda, no somos llamados los filósofos, ni tampoco los que comentan a los filósofos.
 
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