Víctor Samuel Rivera

Víctor Samuel Rivera
El otro es a quien no estás dispuesto a soportar

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Doctor en filosofía. Magíster en Historia de la Filosofía. Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía desde 1992. Crío tortugas peruanas Motelo y me enorgullezco de mi biblioteca especializada. Como filósofo y profesor de hermenéutica, me defino como cercano a lo que se llama "hermenéutica crítica y analógica". En Lima aplico la hermenéutica filosófica al estudio del pensamiento peruano y filosofía moderna. Trabajo como profesor de filosofía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos; he trabajado en Universidad Nacional Federico Villarreal desde 2005. He sido profesor en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima hasta 2014. He escrito unos sesenta textos filosóficos, de historia de los conceptos, filosofia política e historia moderna. Tengo fascinación por el pensamiento antisistema y me entusiasma la recuperación de la política desde el pensamiento filosófico. Mi blog, Anamnesis, es un esfuerzo por hacer una bitácora de filosofía política. No hago aquí periodismo, no hago tampoco análisis político de la vida cotidiana- De hecho, la vida cotidiana y sus asuntos no son nunca materia del pensamiento.

sábado, 21 de junio de 2008

Haile Selassie I en misa jubilar en Addis Abeba, capital del Imperio Negro

Horror vacui


Posmodernidad y alternidad

Estimados lectores. Tengo el gusto de compartir con ustedes este segundo post, parte de una serie que irá acompañada de un delicioso rastro de video de los "monumentos" de la trans-misión que nos convoca y cuya ausencia nos angustia. Calculo que con el tiempo los textos harán un libro.

Horror Vacui
Víctor Samuel Rivera

Es frecuente escuchar en el ámbito culto que los lenguajes sobre la “posmodernidad” y lo “posmoderno” son cosa de la década de 1980. No falta razón para ello. Los términos circunscribieron un debate de filosofía política entre su creador y sus detractores, principalmente Jean François Lyotard y Jürgen Habermas. La “posmodernidad” es un término que sugiere, de una u otra manera, la incredulidad, la “ironía” –para decirlo con Richard Rorty- de los presupuestos normativos y presuntamente inapelables de la civilización tecnológica después de la caída de la URSS sean en algún sentido “verdaderos”. El debate entre Lyotard y Habermas fue esencial para desentrañar el alcance de las consecuencias sociales de la posmodernidad y, por lo tanto, para generar una atmósfera consiguiente de horror vacui, un fenómeno de repugnancia conceptual que haría de su proscripción la única alternativa de pensamiento, esto es, la repugnancia al pensamiento. La paradoja de esta resistencia del pensamiento único es el apotegma “De lo que no se puede hablar, mejor es callarse”, al decir del Wittgenstein del Tractatus. Nunca, que yo sepa, pudo rechazarse los lenguajes de la “posmodernidad” por ser incoherentes, por estar en conflicto con la realidad, o por no corresponder a ciertas demandas surgidas al interior del discurso filosófico del siglo XX. Al contrario. Buena parte del desarrollo de la filosofía continental (Heidegger, Gadamer, Vattimo) y la crítica a la epistemología moderna -desde diversos frentes- (Popper, Feyerabend, Kuhn), fortalecen el horizonte de aparición del pensamiento posmoderno. La posmodernidad es el descubrimiento del Occidente como experiencia de que las pretensiones de la filosofía fundacional y metafísica moderna carecen de sentido y de que, por tanto, no es razonable pensar como si el límite de los valores y prácticas del Occidente fueran realmente los “verdaderos” linderos de la racionalidad humana. Si esto es una experiencia repugnante, no es por ello una experiencia falsa.

Richard Rorty, hace 20 años, antes de abandonar el discurso de los posmoderno, sugirió que era posible aceptar las críticas al mundo liberal sin necesidad de que eso fuera cuestión para el funcionamiento de sus instituciones, bajo el supuesto de que secundarlas era lo más razonable. Es un interesante argumento pragmatista, un no tan mal argumento. El problema que envuelve, sin embargo, es doble: 1. Quién considera que es razonable. Hay condiciones fácticas para esa situación y es probable que los coreanos del Norte, los chinos o los sudaneses vivan de hecho en otras condiciones fácticas que las que tenía el buen Rorty. 2. Que el que algo sea razonable no implica la permanencia ni la invariabilidad indefinida de los argumentos en su favor. De esto se desprende que, aun si no sirviera para nada, debería ser posible el pensamiento de la alternidad. No sólo lógicamente posible, sino posible en términos académicos y sociales, incluso si fueran innecesarios. A veces uno compra herramientas por mera previsión. Es deseable que este pensamiento alterno sea real, que sea serio y que tenga adeptos. Pero este pensar desde la alternidad involucra al menos la simpatía por mundos no liberales. El hecho manifiesto es que el universo académico filosófico está ocluido por una suerte de “ecumene” liberal, con una “koiné” (lenguaje común) liberal, todo lo cual va acompañado por una actitud antipática, hostil ante cualquier realidad alterna que pueda pensarse. Al final, los problemas tanto políticos como planetarios –cada vez más alarmantes y crecientes- muestran la ineficacia del discurso liberal como fuente explicatoria y diagnóstico de solución. Esto ocurrió, por poner un ejemplo, con el lenguaje del comunitarismo, un crítico del sistema liberal que ha terminado succionado por la ecumene liberal y se expresa hoy con su mismo lenguaje.

La posmodernidad ha adquirido relevancia como discurso de filosofía política y, por lo mismo, como fuente de posibles discursos políticos. En gran medida esto ha ocurrido gracias a las obras políticas de Vattimo, de cuyo aprecio no deduzco mi propia adhesión. El punto es que el discurso posmoderno, hasta donde yo recuerdo, es el único lenguaje disponible dentro de la filosofía política del presente que hace posible un ámbito para el pensar del mundo liberal desde su alternidad, al que no le ocurre lo que sucede con el pragmatismo o la hermenéutica al uso, como en casos con el del canadiense Charles Taylor. Después de Irak mucho se habla –ahora, tan tarde- de criticar las consecuencias del “pensamiento único” y su secuela de destrucción, inequidad económica, imperialismo, guerra total y colapso planetario. Hasta los propios sociólogos y periodistas liberales (que se hacen llamar de “izquierda”) denuncian desde sus tribunas los horrores de la revolución. Pero el lenguaje social de estas críticas es un lenguaje liberal, epistemológica y ontológicamente liberal y, por ende, está comprometido en un horizonte de normas que es el mismo de lo que denuncia, estrellándose entonces en un efecto autorreferencial, que tiene como consecuencia la profundización bien de los males, bien de las aristas marginales e irrelevantes de la crítica. Los bombardeos, las amenazas de hambre mundial, la destrucción del planeta corren parejos con la defensa demente de “los derechos” de los perros de aguas. En términos generales, se basa en el esquema básico de que “los malos” violan “derechos” (y hay “buenos” que no los violan), y que para lograr una aldea global hay que ahondar en el despliegue planetario de la “democracia”. Es impresionante el espectáculo de los izquierdistas de la prensa pública solidarizándose siempre en la más primitiva de las actitudes políticas del mundo liberal, que es la satanización de sus alternativas y la exclusión obsesiva de sus contestatarios.

Cualquier lector de filosofía sabe que la idea de que hay malos que deben ser controlados o castigados por los buenos, de que los malos violan derechos y que los buenos no los violan trata tópicos kantianos básicos. Lo ha notado en su blog recientemente Eduardo Hernando, a su estilo. El radicalismo liberal, aunque se encubra de una retórica sobre reconocimiento, diferencia y otredad, se vuelca a la práctica en dicotomías kantianas. Es sabido que lo liberal puede no ser kantiano. Por alguna razón –seguramente el desenlace de la Segunda Guerra Mundial-, el discurso liberal ha tendido a colgarse de la metafísica racionalista del filósofo de Kaliningrado, con lo cual se ha comprometido con una concepción de la racionalidad práctica que es la fundamentación conceptual, no de los aspectos simpáticos, sino de los horrores de la Revolución de 1789. Tópicos kantianos: relativos a obligar a la paz desde un tribunal transparente y perfecto que, como ha notado varias veces admirablemente el español Félix Duque, está lejos de ser concebiblemente un tribunal humano. Bien notaba Rousseau, el inspirador de Kant, que el ámbito de la legislación constitucional, el que establece “democracia” y “derechos”, sólo funciona bien si es regentado, no por hombres, sino por dioses. No en vano Kant se las arregló para inventar en una antropología fantástica que dio origen a su concepción republicana en seres humanos sin adscripción, sin cuerpo, sin familia y sin sentimientos, a quienes llamó “noúmenos”. Nadie parece darse cuenta en esto de que el lenguaje de la “democracia” y los “derechos” es justamente el vehículo conceptual que es de la esencia del “pensamiento único” y es la naturaleza de esos conceptos la que desencadena el ambiente belicoso de la unidad planetaria en torno de la guerra y la devastación de la naturaleza. Los “noúmenos” tienen del Dios cristiano todo, menos su misericordia. Quizás el logro más notable del Vattimo reciente es denunciar las consecuencias sociales de que es así. El auténtico crítico social que desee pensar el mundo para habitarlo sin las consecuencias desagradables de la unicidad requiere de un lenguaje sin “derechos”, un lenguaje donde sea menos desesperante la idea de la “democracia”, un lenguaje alterno donde incluso haya que cuestionar el alcance, la necesidad incluso, de hacer del pensamiento político un asunto “global”.

La posmodernidad es fundamentalmente un término de significado político, quiero decir, de pensamiento político. No es un asunto meramente estético, a la historia del arte o ligado a los estudios literarios. Así lo comprendió el Habermas de las disputas con Lyotard. Comprendió que una amenaza análoga ocurría con el pragmatismo y la hermenéutica de Hans Georg Gadamer, logrando licuar las disputas apropiándose de la terminología de sus oponentes, apareciendo él mismo, al menos, como un hermeneuta. Pero no pudo hacer lo mismo con la posmodernidad, pues comprendió que el concepto mismo de lo posmoderno implica el cuestionamiento de los lenguajes políticos de “democracia” y “derechos” de una manera más eficaz de lo que es posible con las otras corrientes de epistemología relativista ya mentadas. Vattimo comprendió bien –muy bien- que el tema de fondo era el horizonte de significado de la Ilustración como sustancia de la epistemología liberal y que, en este sentido, implicaba la renuncia a un concepto básico de los liberales, de antaño y hogaño: la idea de que la historia es un fundamento que justifica el presente. En un inicio Vattimo no criticó las filosofías ilustradas por su retórica de “derechos” o “democracia”, sino por la presunción de que el mundo liberal era específicamente mejor que otros mundos, como el socialista o el monárquico. En realidad no comprendió que el lenguaje de la koiné liberal no se separa de la filosofía de la historia liberal.

Es un lugar común que Lyotard planteó en un artículo de fines de la década de 1960, y luego en 1979, en La Condición Posmoderna, que el asunto de la modernidad (y la Ilustración política) concierne a un trasfondo de sentido anclado en una filosofía de la historia. Llamó a esto “el fin de los metarrelatos”, esto es, de las concepciones progresivas de la historia. De una u otra manera nuestro tiempo viene definido por la disolución de los lenguajes que articulaban un sentido a la historia como una totalidad. Este diagnóstico fue aplicado originalmente por Jean François Lyotard para caracterizar un cierto desencanto respecto del significado moral del mundo tecnocientífico, que es el mundo político de los bombardeos en Irak y la devastación de la Tierra. Él llamaba a este desencanto “el fin de los metarrelatos”. Hay un sentido en que éste es análogo al “desencanto” que el pensamiento social del mundo moderno significó -según Weber- respecto de las representaciones del mundo premodernas a lo largo del siglo XIX. Para el diagnóstico de Lyotard debemos recordar la ideología de la que eran denuncia, por ejemplo, novelas tempranas como Frankenstein, de Mary Shelley, o esas fantasías antiutópicas aterradoras como 1984, de Georges Orwell, o filmes como Tiempos Modernos, de Charles Chaplin. Se trataba con Lyotard en realidad de la reiteración de un argumento clave de los discursos contestatarios de la modernidad liberal, razón por la que no brilla especialmente su argumentación. Pero Lyotard soltó la prenda sin darse cuenta. No soldó el argumento –como no lo hizo Vattimo sino hasta hace poco- contra la historia liberal con las consecuecias efectuales del liberalismo político, y él mismo no pudo o no supo comprender su relación con los grandes debates de teoría y filosofía políticas que sobrevendrían acto seguido, todos centrados en la inviabilidad conceptual (y, por lo tanto, moral) del liberalismo. De lejos tengo la impresión de que Vattimo no lo ha tenido claro sino hasta hace poco, y es un hecho factual que no distingue su idea de lo “revolucionario” de muchos rasgos fatales de la propia sociología política práctica liberal. Eso, sin embargo, no importa.

Vattimo siempre reconoció que había que ligar las críticas epistemológicas a la modernidad con la creencia en su programa normativo. Es un tema que desarrolló tal vez más en su acercamiento a Richard Rorty, los últimos años antes de la muerte de este pragmatista. Esto es, Vattimo no procedió como han hecho los autores liberales, masiva y obtusamente, divorciando el aspecto político del mundo liberal de sus problemas conceptuales, como si ambos pudieran subsistir como esferas aisladas de la realidad. Los liberales de las últimas dos décadas asumen que las críticas epistemológicas no afectan las prácticas sociales, esto bajo el presupuesto ingenuo de que es un hecho factual su éxito al margen de esas críticas. Un caso es Rorty, para tratar de los autores favorables a comprender los retos de la posmodernidad. Desde inicios de la década de 1990 hubo un fuerte movimiento universitario por hacer de “posmodernidad” un inane concepto estético, como Albrecht Wellmer ha sostenido de manera testaruda durante años, o colocar la idea como una noción derivada de los estudios artísticos y literarios, como abstrusamente argumentaba Frederick Jameson a inicios de la década de 1990. Se trataba, sin embargo, de apuesta política, una apuesta peligrosamente contramoderna y antiilustrada, como mejor había captado Jürgen Habermas desde la década de 1980, razón por la cual además la comunidad de pensadores políticos de la ecumene resolvió exterminar el concepto de lo “posmoderno” de la enseñanza universitaria y la cultura de masas, previa persuasión en ese sentido del propio Lyotard y Rorty. No debe extrañar que ese exterminio fuera paralelo a la exaltación de las nociones abrumadoramente simplificadoras como “pensamiento único” o “aldea global”, las ideas ridículas sobre “el fin de la historia” o “la muerte del pasado”, cuyo sentido era para sellar la eficacia social de lo “moderno” sobre todo pensar de su recuperación, esto es, todo pensar que pusiera sobre el tapete su posible caducidad –o incluso su alternidad real-. Podemos rastrear el interés de Vattimo en salvar el contenido político de “posmodernidad” o el adjetivo “posmoderno” incluso desde fines de los años 80’, precisamente en previsión del movimiento represor que su negación significa, ignorando tal vez que iba detrás una demanda ontológica del pensar del diferente, que es sistemáticamente excluido.


Cualquier lector de filosofía sabe que la idea de que hay malos que deben ser controlados o castigados por los buenos, de que los malos violan derechos y que los buenos no los violan trata tópicos kantianos básicos. El radicalismo liberal, aunque se encubra de una retórica sobre reconocimiento, diferencia y otredad, se vuelca a la práctica en dicotomías kantianas. Es sabido que lo liberal puede no ser kantiano. Por alguna razón –seguramente el desenlace de la Segunda Guerra Mundial-, el discurso liberal ha tendido a colgarse de la metafísica racionalista del filósofo de Kaliningrado, con lo cual se ha comprometido con una concepción de la racionalidad práctica que es la fundamentación conceptual, no de los aspectos simpáticos, sino de los horrores de la Revolución de 1789. Tópicos kantianos: relativos a obligar a la paz desde un tribunal transparente y perfecto que, como ha notado varias veces admirablemente el español Félix Duque, está lejos de ser concebiblemente un tribunal humano. Veámoslo de esta manera: Si hay aldea global, entonces la ecumene liberal se consagra como el único lenguaje “verdadero”. Para decirlo de manera más académica: si aceptamos que hay un pensamiento global, una aldea única o algo semejante, estamos asumiendo que la historia de esta ecumene presente (o sea, para el caso, el régimen internacional militar “democrático” de los Estados Unidos), que el presente mismo resulta ser el significado metanarrativo de todos los pasados humanos que se definen por no ser los pasados dominantes. Es fácil aceptar eso (por ejemplo) del pasado nazi, pero se hace complejo conforme esos pasados muestran su variedad y, sobre todo, su pregnante vitalidad; está en el cementerio de la historia exitosa de la imaginación de los liberales también el pasado soviético (pero existe Corea), el fascista (pero Berlusconi es el poder de Italia), el monárquico tradicional (pero la veintena de monarquías que quedan, sobre todo las de Asia y el mundo islámico, se cuentan entre los países más estables y ricos del mundo), el anarquista, el hindú, el confucianista (que es la China actual), del régimen popular de Venezuela, el de la teocracia iraní, el de las tres cuartas partes de la vida humana en el planeta Tierra. Ahora bien. Resulta que cuando uno cuenta con una historia que justifica la historicidad (la realidad finita) del presente como superior o mejor y el significado de todo lo demás como el epifenómeno punible de nuestra superioridad estamos siempre frente a una metanarrativa, esto es, el tipo de descripción del sentido de “la historia” que Lyotard denunció hacia 1970. Los liberales no defienden su mundo tanto desde “derechos” y “democracia”, tanto como de la creencia en el significado metafísico de esas ideas tras el avance grandioso de una fuerza “incontenible e inevitable” (como diría alguna vez Alexis de Tocqueville). Es esa fuerza el objeto político de la crítica de Lyotard, hoy de Vattimo, antes, como todos sabemos, también de Adorno y Horkheimer, el trasfondo de 1969 para la lectura de ambos.

Supongamos que estamos –como sostenía Rorty hace 20 años- que estamos satisfechos con la ecumene liberal. Si queremos pensar, sin embargo, –que sea posible pensar- algo fuera de la ecumene liberal (eso que se llama “neoliberalismo”, pero también “pensamiento único”), la versión metanarrativa de la historia debe ser sobrepasada en el pensamiento social, debe ser afirmada y hacerse objeto de simpatía. Podría ser un hecho fáctico que no lo fuera, pero Gianni Vattimo ha observado recientemente, en sus libros de los últimos 5 años, que puede ser así. Uno siente simpatía por las víctimas, uno reconoce como víctimas a los otros que el liberalismo encuentra son poco o nada “demócratas”. Y eso creemos, y así como hay una ecumene liberal que piensa autorreferencialmente, hay otros de la historia liberal que en los hechos (o sea, no en la teoría) rebasan el lenguaje político liberal. Es una experiencia de la verdad de nuestro presente que el lenguaje de la ecumene liberal no explica ni tiene las herramientas para explicar eventos como la Venezuela de Chávez, la China comunista actual, la supervivencia de las monarquías asiáticas o la Cuba de Fidel Castro. Hay, pues, un territorio que demanda formas de pensar que no sean más los lenguajes conceptuales ecumenales del fin de la historia. Es verdad que hay un horror vacui ante eso. Pero también es verdad que el horror vacui lo engendra un vacío, y ese vacío, el evento que nos rodea, nos invita a saltar. Incluso para quienes –entre quienes no me cuento- el mundo liberal es un mundo de pequeños dioses satisfechos de ser los dueños del tribunal de la crítica.

Puede accederse a la versión corregida y definitiva en formato Pdf de este texto incluida en la Biblioteca Virtual de Pensamiento Político Hispánico Saavedra Fajardo
 
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