Víctor Samuel Rivera

Víctor Samuel Rivera
El otro es a quien no estás dispuesto a soportar

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Doctor en filosofía. Magíster en Historia de la Filosofía. Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía desde 1992. Crío tortugas peruanas Motelo y me enorgullezco de mi biblioteca especializada. Como filósofo y profesor de hermenéutica, me defino como cercano a lo que se llama "hermenéutica crítica y analógica". En Lima aplico la hermenéutica filosófica al estudio del pensamiento peruano y filosofía moderna. Trabajo como profesor de filosofía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos; he trabajado en Universidad Nacional Federico Villarreal desde 2005. He sido profesor en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima hasta 2014. He escrito unos sesenta textos filosóficos, de historia de los conceptos, filosofia política e historia moderna. Tengo fascinación por el pensamiento antisistema y me entusiasma la recuperación de la política desde el pensamiento filosófico. Mi blog, Anamnesis, es un esfuerzo por hacer una bitácora de filosofía política. No hago aquí periodismo, no hago tampoco análisis político de la vida cotidiana- De hecho, la vida cotidiana y sus asuntos no son nunca materia del pensamiento.

sábado, 7 de agosto de 2010

La nada que nos cabe esperar





La nada que nos cabe esperar

Víctor Samuel Rivera


Última respesta al cuestionario de hermenéutica. Para las referencias, hay que leer los posts en orden numérico (o sea del 1 al 6). AShora estoy algo enfermo, pero apenas me reponga colgaré el conjunto en una sección aparte de "seleccionados".

5) Dado que la ontología posmetafísica en la posmodernidad ha consignado la finitud del hombre y del ser, ¿cómo se transforman en ese contexto las clásicas preguntas kantianas?: ¿Qué cabe esperar? ¿Qué hacer? ¿Cuál es la tarea del pensar? O, en resumen, ¿Cómo dejar ser al ser?

Alguna vez Kant se preguntó qué podemos esperar o qué debemos hacer. Pensaba por la humanidad. Estas preguntas presuponían su respuesta en una certeza. Eran preguntas basadas en un horizonte de sentido que estaba basado en la certeza del conocer y presumían que esta certeza tenía una relación íntima con las posibilidades del actuar. Del actuar de la humanidad. Me pregunto qué puedo hacer o qué me es permitido esperar cuando los límites de mi saber determinan también el éxito y la esperanza. La Crítica de la Razón Pura de Kant, el gran libro sobre las posibilidades de la razón moderna, iba precedida de una cita de Bacon: que el pensar de los hombres no es opinión, sino su obrar (sed opus esse cogitent). El Segundo Prefacio de la Crítica, que es de 1787, intenta explicarle al lector la traducción en términos sociales e históricos de la intención de la obra. Diríamos ahora: su posible historia de los efectos en términos de prognosis. Se representa la empresa del saber como un proyecto cuya realidad se halla en un punto único del mundo histórico humano. Es el saber como poder, y el poder como revolución. “Revolución” era entonces un término que se usaba para los pequeños cambios importantes del entorno humano o bien para los grandes ciclos cósmicos. Kant se refiere a un cambio violento, que es de alcance cósmico, pero que lo realiza el hombre mismo a través del saber. El texto entero gira en torno de la idea de “revolución” como transformación del mundo político y social, un uso que los diccionarios del siglo XVIII aún no habían indicado y que Kant estaba inaugurando. Subyacía un subtexto sin el cual este Segundo Prefacio deja de hablarnos, aquél cuyo tema central es la obra de la filosofía y sus preguntas como revoluciones. ¿Qué puedo hacer? ¿Qué me está permitido esperar?: es como decir, ¿cómo voy a revolucionar el mundo con el saber? Es una nota inquietante que el Segundo Prefacio fuera a la imprenta dos años antes de la Gran Revolución de 1789, que es propiamente el ingreso de la modernidad política. En ese momento el más imaginativo de los utopistas hubiera considerado una locura pronosticar la muerte violenta de los reyes cristianísimos de Francia.

La hermenéutica nihilista tiene como punto de partida la incredulidad ante los metarrelatos. Si hay un faktum para ella éste es la desesperanza como horizonte del mundo. Uno ve adelante y no hay nada. El faktum más básico de la perspectiva de Kant respecto de la razón era que su nudo de significado, las ciencias naturales, eran reales y exitosas. El obrar y la esperanza recogían su sentido de la verdad incontestable de la episteme. El faktum que nos apropia y que es también incontestable es que la historia ha terminado, esto es, el descubrimiento de que la realidad de la ciencia no va acompañado de la esperanza en algo racional. La idea de una revolución completa del mundo histórico se ha producido ya en el mundo tecnológico y el nihilismo, pues es en el mundo del nihilismo, en el mundo en que de hecho radica nuestra experiencia, que se ha realizado la racionalidad tal y como Kant la entendía. En la historia de la metafísica esto se traduce en la completa disponibilidad del mundo entorno, pero también en el ocultamiento de que en toda comprensión de la realidad efectiva, histórica, humana, participan en general lo que podemos llamar “los agentes”. No sólo los dioses han huido (en la secularización). También se han ido los hombres, los hombres representativos, los portadores del cambio, los que actúan el novum. Nos encontramos con que el vacío del horizonte resultante se debe a que no podemos reconocer agentes de cambio y ante las preguntas por lo que hay que hacer, nuestra expectativa es ausente. Vemos al vacío, que era el lugar del faktum de Kant. Podemos consolarnos en este vacío como una certeza. Vattimo, recogiendo a Heidegger, ha reconocido en esta realización lo que desde Sein und Zeit debe entenderse como “la seguridad” (Geborgenheit). Es como si ya todo estuviera decidido, y eso nos da paz. Pero este horizonte no es definitivo. Nos aparece así porque definimos la expectativa a la manera de los metarrelatos modernos y, en ausencia de éstos, nos parece que no hay nada absolutamente. Hemos olvidado que la iniciativa del novum no depende de la prognosis de los filósofos, sino que es iniciativa de los agentes, y que los agentes (incluso los hombres) no están en el mundo de la seguridad. Vienen de fuera.

La “seguridad”, que Vattimo ha tomado del Heidegger de Sein und Zeit, es punto de referencia para la acción del pensar, del pensar como lugar de la verdad . La realidad del mundo tecnológico debía ser la seguridad. Pero nuestra experiencia del mundo del nihilismo está lejos de ser “segura”. Esto se debe a que toda seguridad está instalada en la desolación propia del fin de los metarrelatos y va acompañada, por tanto de sentimientos correlativos a la experiencia afectiva del final de las ilusiones. Es conocido que en Vattimo es muy relevante la noción de “estado de ánimo” (Befindlichkeit) de Heidegger; es sabido también que para Heidegger ésta es una condición necesaria de la experiencia humana . Vamos a detenernos un momento en esto. Como sabemos, junto con esta idea del “estado de ánimo” aparece en Sein und Zeit el análisis de ciertos sentimientos. La historiografía se ha centrado en la angustia, que es el sentimiento que nos hace posible la experiencia de la finitud, lo cual se observa en el parágrafo 40 de Sein und Zeit. Pero la idea de la Befindlichkeit, el tratamiento del “estado de ánimo” se halla bastante más atrás, en los parágrafos 29 y 30, para referirse no a la finitud, sino a la experiencia del otro o lo otro. Allí se experimenta el “encontrarse” como seguridad en oposición a cómo se encuentra uno cuando el sentimiento propio es el miedo, el espanto o el pavor. Estos sentimientos son mencionados en una gama que contrapone seguridad versus inseguridad. Uno está inseguro cuando aparece, cuando se hace lugar lo incierto frente a la certeza propia de “lo seguro”. Es fácil reconocer la descripción de la fenomenología de los sentimientos que me acabo de atrever a esbozar en el Tratado de las pasiones de Descartes. La temática es la misma en ambos autores: se trata de la experiencia de otro, que se manifiesta en tanto que no está bajo control. Ese otro es un desconocido, se hace presente incluso a pesar de mí y, que como tal desconocido e incontrolable, se instala ya desde siempre dentro de la seguridad, para arruinarla. Su presencia la destruye. Estamos ante una fenomenología donde el otro se define por estar fuera de control y que, por lo mismo, se toma por una amenaza. El miedo, el temor y el espanto son los sentimientos propios del advenir de algo “otro” que llega a ser en tanto desconocemos qué es. En un horizonte donde el saber ya no es más la certeza del actuar ni del esperar, la experiencia más fundamental del futuro es a la manera del temor, el pavor y el espanto.



¿Qué puedo esperar? ¿Qué debo hacer? ¿Qué hay que pensar? Nuestra inmediata relación con el otro es el miedo, el miedo que históricamente situado, en el nihilismo cumplido, embarga nuestra experiencia ontológica más fundamental. Pensar el temor es fundamental, pero no lo puede ser todo. Heidegger compuso la fenomenología de los sentimientos de amenaza marginando otros sentimientos porque estaba interesado en la experiencia del otro como un advenir desde la seguridad, donde no está. Pero existen respecto del otro los sentimientos de la instalación, que Descartes trata bastante mejor a nuestro parecer, pues le hace justicia al referente de fondo de Sein und Zeit, a la complejidad del carácter histórico del “encontrarse”. En abstracto todo advenir es aterrador, pero la experiencia histórica no es abstracta. En principio, el otro que adviene como amenaza al final llega a sernos conocido. No siempre es controlable, pero cuando lo conocemos podemos entrar en diálogo con él. Si aceptamos el advenir, si “nos abrimos”, se decanta el diálogo, el diálogo con ese otro que podemos temer. El ámbito del temor es de la experiencia del conflicto, pero no todo temor termina en conflicto. Hay temores que acaban en la admiración, que es la emotividad que despierta el reconocimiento del otro cuando ya está instalado, cuando, de ser desconocido e incontrolable, pasa a ser “monumento” . Entonces “luce” lo que en el temor estaba –digamos- “oculto”. Descartes relaciona esto con el sentimiento de la esperanza. Un temor debilitado permite admirar, pero también puede esperanzarse. Esto ocurre porque no es posible apropiarse de lo que tememos, pero sí de aquello que admiramos. El otro deviene una experiencia propia, entonces lo admiro. Lo acepto allí. Es evidente que en un orden ontológico donde la seguridad se halla rodeada de la desesperanza del fin de la historia y el nihilismo muchos temores pueden convertirse en esperanzas nuevas. Ésta es la tarea de la filosofía: instalarse ella misma –como la religión- en la radicalidad del presente, atenta al asomarse del novum, aceptando la alteridad para apropiarse de ella y admirarla. Allí donde hay temor, allí, decimos, es posible también que, de la iniciativa de los agentes que no vemos, surja la admiración y la esperanza.

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