Víctor Samuel Rivera

Víctor Samuel Rivera
El otro es a quien no estás dispuesto a soportar

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Doctor en filosofía. Magíster en Historia de la Filosofía. Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía desde 1992. Crío tortugas peruanas Motelo y me enorgullezco de mi biblioteca especializada. Como filósofo y profesor de hermenéutica, me defino como cercano a lo que se llama "hermenéutica crítica y analógica". En Lima aplico la hermenéutica filosófica al estudio del pensamiento peruano y filosofía moderna. Trabajo como profesor de filosofía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos; he trabajado en Universidad Nacional Federico Villarreal desde 2005. He sido profesor en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima hasta 2014. He escrito unos sesenta textos filosóficos, de historia de los conceptos, filosofia política e historia moderna. Tengo fascinación por el pensamiento antisistema y me entusiasma la recuperación de la política desde el pensamiento filosófico. Mi blog, Anamnesis, es un esfuerzo por hacer una bitácora de filosofía política. No hago aquí periodismo, no hago tampoco análisis político de la vida cotidiana- De hecho, la vida cotidiana y sus asuntos no son nunca materia del pensamiento.

martes, 23 de diciembre de 2008

El consenso por dentro

Miguel Giusti: Tras el consenso

Tras el consenso
Miguel Giusti en el ojo del evento


Víctor Samuel Rivera



Haga click para versión en PFD revista Araucaria
Miguel Giusti es posiblemente el filósofo político más relevante del Perú dentro de las temáticas que afligen el pensamiento liberal, las insuficiencias lógicas y epistemológicas de la ideología de nuestros actuales dominadores. Sería una injusticia no agregar que Giusti es el peruano más logrado en los debates de la filosofía política de la academia. Es solitario en ese mérito para su generación, y sus niveles de competencia, coherencia discursiva y dominio de fuentes lo hacen una figura singular en su género, como sin duda lo son filósofos como Miguel Polo y Eduardo Hernando Nieto en los suyos, la ética filosófica y la teoría política. Si mi lector es liberal académico, se le aconseja leer a Giusti. Escribo esta breve nota como un entretenimiento mientras compongo, por encargo de Solar, Revista Iberoamericana de Filosofía, una reseña del libro más reciente disponible en el mercado peruano, Tras el Consenso (Madrid, Dickynson, 2006, 273 pp.). Es un entretenimiento conceptual. Los libros de Giusti siempre son un entretenimiento, y aclaro que la afirmación precedente tiene el destino de ser un halago, aunque no es el halago el propósito de esta nota. En todo caso, nos damos por servidos si logramos que el lector comprenda que hay problemas de la academia liberal que deben ser reformulados bajo un paradigma conceptual no liberal. Si aconteciera que el profesor Giusti no estuviera interesado en nuestras sugerencias, el público culto que hace filosofía política, en cambio, tendrá aquí motivo para ver un ejemplo de cómo el liberalismo no es una filosofía muy realista, y cómo, ante la magnitud de su insuficiencia ante la realidad, es imperativa la búsqueda de una nuevo cuerpo (o un cuerpo viejo y verdadero) de herramientas del pensar de la política y lo político.



Tras el consenso tiene la desgracia de ser un libro bastante desarticulado, esto es, un libro cuyas partes no contribuyen a la elaboración de un todo; pace Giusti, que se imagina lo contrario, el libro no nos remite a ninguna conclusión. Esto se explica porque el texto final no es el desarrollo de un plan, sino una colección de ensayos compuestos en situaciones, fechas y contextos disímiles; no es una novedad, pues lo mismo habría sido el caso también ya con su antecesor Alas y Raíces (Lima, PUCP, 1999). Hay además un libro sobre Hegel en alemán de 1987, que entendemos que es su tesis de doctor, pero alguna razón tendrá nuestro filósofo para exigirnos la lengua de Goethe para acceder a esa obra. Hace 10 años Alas y Raíces nos pareció a algunos la selección más atinada de los artículos académicos de la historia profesional de Giusti, lo que sin duda no ha sido en cambio la opinión del autor mismo, que ha continuado un lustro después con la política de recapitular documentos de las décadas de 1980 y 1990. Por supuesto, eso no es ningún delito. Personalmente, ya había leído en sus versiones más arcaicas siete de las ocho secciones de que consta la obra, reimpresas o variantes, y si de algo estoy persuadido, es de que todo lo que dicen ahora confirma lo que decían antes. Tras el consenso estipula esta vez un contexto orientador para la interpretación de los textos seleccionados, de tal manera de introducir un patrón de referencia para articular lo disperso. Pero este contexto orientador, que hace las veces de introducción y conclusión, puede llegar a ser muy desorientador. Advertimos que la introducción es un remake de un artículo de 1999 que, a su vez, era en gran medida el resumen de otro de 1996. Por desgracia, justamente aquello que tiene de más original descansa en un presupuesto sociológico y empírico que liga el razonamiento del conjunto de la obra al triste destino de la civilización que todo libro liberal tendría la ilusión de sustentar: la suya. Si nuestra observación de la realidad social contemporánea no es inexacta, el nudo articulador del libro es el mentís de sí mismo.



En una pincelada general a los problemas de la filosofía contemporánea, Giusti clasifica en la introducción el conjunto de los debates en torno de la racionalidad práctica de los últimos 30 años. Se abarcan los conocidos debates entre comunitaristas y liberales, entre moralidad y eticidad y el problema del reconocimiento del otro. El autor usa una metáfora liberal que voy a transferir a términos que son más encantadores que los que he leído en Giusti, esto para facilitar su desmantelamiento posterior. Un conjunto de discutidores abordan conflictos a través de transacciones no violentas, pero no logran acuerdos definitivos y deben contentarse con arreglos parciales con sus vecinos más inmediatos, con los que hacen alianzas precarias. Es claro, sin embargo, que los discutidores tienen una agenda principal, que es la experiencia de la modernidad, sobre la cual comprendemos hay un cierto malestar, aunque no un malestar muy grande. El autor clasifica las formas de conformidad con el mundo moderno sobre la base de dos consensos extremos entre las partes. A uno lo denomina “consenso utópico” y a otro “consenso nostálgico”. Giusti sostiene que si esta metáfora es verdadera, debe ser posible imaginarse una zona intermedia de acomodos felices entre el conjunto de discutidores, una trastienda a la que llama “consenso dialéctico”. La propuesta de Tras el consenso sería, entonces, esclarecer o precisar cuál es esa área de acuerdos intermedios como una estrategia alternativa a la actitud de los discutidores afectos a puntos de vista menos manejables. Si la metáfora no es desafortunada, es fácil darse cuenta de que esta tercera clase de consenso es indispensable para mantener el contexto de la discusión no violenta e ir “tras el consenso” parece así una idea altamente plausible. Pero nuestro filósofo liberal no parece haber pensado en las consecuencias de esta posición. Y las consecuencias, hay que decirlo, cuando son desastrosas, no pueden dejar de serlo todo en la argumentación.



Pasemos un momento a la distinción entre los consensos utópico y nostálgico. Volvamos al mercado de desavenencias que Giusti se imagina. Algunos discutidores tienden a compartir conceptos relativos al futuro de la modernidad, que característicamente les parece de alguna manera incompleta, inacabada o por hacerse, en un contexto donde la discusión es a veces acalorada y no faltan vecinos hostiles que temen al futuro. Como un hecho sociológico, los discutidores utópicos se adhieren a una antropología individualista, poblada por sujetos autónomos y desarraigados, pero con un cierto ideal de universalidad ética y un tipo de racionalidad imperativa cuya fundamentación pasa, justamente, por la esperanza de que la modernidad es una experiencia inacabada, esto es, en el futuro de la modernidad. Los nostálgicos, en cambio, parten de una ontología política cuya realidad más esencial es la comunidad de prácticas y creencias compartidas, que cuando es pensada históricamente se convierte en una tradición. Los nostálgicos postularían que la experiencia moderna ha significado algún tipo de deterioro, fragmentación o “pérdida” (diría yo mejor de “olvido”) de ciertos criterios de pertenencia colectiva que son vitales para la atribución de sentido de la vida humana; agreguemos que también para la adscripción de una identidad, sea la de uno mismo, sea la del “otro”, en lo que vemos también el problema del reconocimiento (de esto último Giusti no menciona nada, pero podemos concederle que debe haberlo pensado, pues ha pensado mucho indudablemente). Estamos ante una simplificación metodológica, que sirve para exponer las presuntas paradojas a las que –según Giusti- conducen ambos tipos de consenso y que están expuestas en algunos de los ensayos que constituyen el libro.



Manifiestamente, para cualquier lector, que se trata de dos consensos inconmensurables, esto es, que no tienen las condiciones para llegar a ningún “consenso” entre sí, incluso si así lo desean, como admitimos es el caso de los comunitaristas norteamericanos que por aquí se hacen llamar pomposamente “liberales de izquierda” (¿?). Es un hecho curioso que Giusti, por el contrario, pretenda que en realidad todos los discutidores están conformes, aunque de distinta manera y en diverso grado. Pero dejémosle la palabra al profesor Giusti: “Un consenso dialéctico –escribe el liberal- sería aquél que resultase del reconocimiento en el que las partes en disputa pudiesen encontrarse, en la medida en que dicho sustrato es más elemental que el desacuerdo de la superficie” (p. 32). Respecto de nosotros, supongamos que el problema de la incomensurabilidad es irrelevante o insoluble. En todo caso aquí nos alineamos con las ideas de Alasdair MacIntyre en Whose Justice?, Which Rationality? (1988), y pasemos a ver cómo así es que Giusti está dispuesto a creer que hay o puede haber un “consenso dialéctico” lo que, como veremos, 1. presenta una caracterización deficiente del rol de la filosofía en relación con los problemas sociales que pretende teorizar y que 2. se compromete más o menos descaradamente con un conjunto fáctico de valores que son justamente todo lo contrario de un consenso entre los utopistas liberales y los nostálgicos neoaristotélicos, contextualistas, posmodernos o reaccionarios, es decir, que aún si hubiera valores en consenso dialéctico para los filósofos de la academia, Giusti señala unos valores que resultan bastante patéticos.



Como el propio Giusti reconoce, la idea general del consenso tal y como él se lo imagina ha sido tomada de una propuesta del liberal John Rawls, la idea del overlapping consensus (“consenso traslapado”, 1989). Rawls diseñó ese concepto para defender sus teorías constructivistas kantianas de los años 70’ de las críticas que los contextualistas, neoaristotélicos y posmodernos le formularon a lo largo de las décadas de 1980. Es notorio tanto que esa época marque la composición de los textos reimpresos en la compilación Tras el consenso y que el propio autor acuse recibo de esa influencia, aunque no creemos que eso sea en su favor. La propuesta de Rawls presupone la misma metáfora liberal que hemos registrado en Giusti de una asamblea de discutidores más o menos tenaces, pero sin animus belli, esto es, una asamblea de discutidores cuyos conceptos jamás tienen consecuencias sociales perturbadoras para el orden social, del que en realidad los propios discutidores son partícipes relativamente dichosos. En la concepción de Rawls subyace una narrativa de la modernidad construida sobre un horizonte factual donde los problemas acuciantes de la teoría descansan en un equilibrio social no disputable, algo que Rawls llamó alguna vez “política y no metafísica”. Vamos a creer metodológicamente que esto es verdad en los Estados Unidos –o al menos lo ha sido en la época felizmente declinante del dominio del “pensamiento único”-. Siendo cierto allí, todos los problemas se resuelven en prácticas reformistas más o menos atentas y, propiamente hablando, no hay problemas filosóficos, sino administrativos, que resuelven cuestiones como “¿qué hacer con minorías de inmigrantes que no tienen cultura democrática?”, “¿cómo lograr un trato social igualitario para todas las razas (asumiendo que la raza de los filósofos es diversa de la de sus consumidores)?”, etc. Pero pongamos aquí un freno. Es en realidad sin más una falsedad sociológica asumir que los problemas que se discuten en filosofía política en la actualidad descansan en un equilibrio consensuado respecto de las condiciones de vida humana generadas por la modernidad, pues, en principio, sabemos que es al revés. ¿Por qué habría de sostener Giusti lo contrario? Mi respuesta es ésta: Porque su libro fue concebido en la época del overlapping consensus, esto es, en la era de la vigencia extrema del nihilismo liberal, hacia 1990.

Leamos lo que escribe de su mano el profesor Giusti en la introducción de su texto de 2006: “La cuestión de la relación moral adecuada entre tradiciones o entre las formas de comunidad no es pues en la actualidad una cuestión puramente hipotética o formal, sino que ella es parte esencial del proceso de autocomprensión de cualquier/ tradición colectiva, aunque no sea sino por la experiencia histórica que le ha tocado vivir” (pp. 32-33). El consenso dialéctico, pues, corresponde a una interpretación eventual de la civilización occidental. Eso es lo que entendemos por “proceso de autocomprensión” en la “experiencia histórica”. Veamos ahora qué es lo que el profesor Giusti entiende por la “experiencia histórica” en que sus discutidores reales o hipotéticos van “tras el consenso”. Según Giusti, aludiendo a la inconmensurabilidad de discursos, que “La comunicación entre tradiciones heterogéneas es un proceso que se halla ya hace mucho tiempo a nuestras espaldas” y –agrega- “es sobre este proceso que deberíamos reflexionar desde una perspectiva política y moral –sobre sus múltiples dimensiones y consecuencias ontológico-sociales” (p. 33). No podemos estar más de acuerdo. Pero no vemos de dónde sale de esta premisa ningún consenso dialéctico. Detengámonos más en esto de las “consecuencias ontológico-sociales”.

Como hemos visto, en el modelo de consenso de Giusti-Rawls las “consecuencias ontológico-sociales” pueden resumirse en un punto medio de consenso pacífico, en el que los discutidores hacen transacciones sin poner en cuestionamiento el entorno que les hace posible su actividad. Pero lo que en Rawls es plausible, pues se dirige a gringos felices de los años 90’ es inaceptable para un Giusti que firma en 2006. Si quedara alguna duda en el lector, cito los ejemplos que el propio liberal pone de las consecuencias del consenso. Estas consecuencias serían “por ejemplo, las condiciones universales de la investigación científica, las reglas compartidas del derecho internacional, o las estructuras mundialmente vigentes del orden económico liberal” (p. 33). Veamos, profesor Giusti. El deshielo del Polo Norte es una consecuencia ontológica de la “investigación científica” en una civilización liberal. Las “reglas compartidas del derecho internacional” llevan años de haber sido aplastadas por las fuerzas conjuntas de las “democracias” en Kosovo, Afganistán e Irak, por hacer una lista de acuerdo con este espacio disponible. Y sobre “las estructuras mundialmente vigentes del orden económico” habría que consultar mejor a los economistas, pues la crisis mundial que ese sistema de consenso ha producido no podrían imaginarse peores. Colapso planetario, guerra, hambre, muerte y peste. Estas “consecuencias ontológico-sociales” son infames. La última cosa que a uno se le ocurre es que estas consecuencias espantosas pueden generar es un consenso dialéctico entre discutidores apacibles de una sociedad bien ordenada.

Podemos asumir por gentileza académica que hubo un cierto “talante” cultural en la atmósfera de la época en que los ensayos de Giusti fueron escritos que empujaba al autor a descuidar este flanco. Regresemos a 1980-1995. ¿Qué vemos? Hallamos a Francis Fukuyama, la retórica del neoliberalismo, los derechos universales liberales(contra el comunismo), el fin de la historia, la secularización, en fin, el “pensamiento único”, esto es, la modernidad liberal impuesta como “consenso” global, un consenso dialéctico al que estábamos todos forzados por los valores de la enciclopedia y el éxito de la economía de mercado. Pero es claro que no estamos en 1995, profesor Giusti. Es incomprensible que al profesor Giusti le parezca que el malestar por la modernidad que está detrás de los diversos tipos de consenso por él diagnosticados sean sólo la agenda de unos conversadores huidizos, pero dialogantes y conformistas. Demás está decir que la balanza de Giusti es muy favorable a la sección de filósofos cuyo consenso es en realidad no un feliz intercambio de ideas reformistas en un contexto normativo liberal, sino una franca resistencia contra lo que el profesor considera el “carácter regresivo del ideal moral” (p. 28) de los discutidores nostálgicos que, además, son los que tienen la razón. De hecho, Giusti expresa que lo que “los comunitaristas están poniendo en tela de juicio no es” –en realidad- “tan sólo el sistema económico o la concepción moral del liberalismo, sino más bien la concepción de la vida que subyace a los ideales y a las prácticas de la sociedad de mercado” (p. 28). Sin duda, profesor Giusti. El comunitarismo norteamericano tal y como lo hemos conocido –aunque sin saberlo- es una reedición de tópicos antiliberales que a lo largo de los últimos 200 años hemos visto cuestionar, no un detalle de reforma para incluir minusválidos o inmigrantes negros en el “bienestar” y la “democracia”, sino para poner sobre el tapete el horrendo abismo al que conduce el significado destinal de una civilización que tras los nombres de los “derechos” y las “libertades” esconde el más espantoso satanismo económico. Es posible, como usted sabe, señor Giusti, que muchos antiliberalismos del pasado hayan hecho sus propias maldades. Pero si hay algún consenso del que estamos seguros es de que, como diría de Maistre, “No hay más que violencia en el universo; pero estamos mimados por la filosofía moderna, que ha dicho que todo está bien, mientras que el mal ha manchado todo” (1796). Y, tras el consenso de los pobres, de los excluidos, de los indefensos, pero también tras el consenso que habrá de imponer el evento, el evento del Ser, señor Giusti, como diría Joseph de Maistre: Caetera desiderantur…

domingo, 30 de noviembre de 2008

Miseria del liberalismo

Joseph de Maistre, hermeneuta político



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El Conde de Maistre
Hermeneuta político

VATTIMO Y DE MAISTRE

Víctor Samuel Rivera

Joseph de Maistre



Joseph de Maistre, como Gianni Vattimo, es el terror de los liberales. Mejor dicho: es el terror de los liberales puesto al descubierto. Ultramontano, profesó que la religión es un principio político, como es el caso en la filosofía tradicionalista en general. Esta posición enfrentaba el dogma de la filosofía política liberal de que la religión debe ser suprimida de la vida pública y reservada a la cosmética o la psiquiatría. Es el más relevante de los autores del tradicionalismo católico, junto al Vizconde Louis de Bonald y Juan Donoso Cortés y es el autor más significativo de lo que en el siglo XIX se denominaba École Theologique (“escuela teológica” o “teocrática”). Pero no es por eso que lo recordamos aquí, sino porque, por paradójico que suene, su filosofía política coincide con las premisas principales que la hermenéutica tiene de la racionalidad, la verdad y la historia. Aunque parece lo más opuesto posible al pensamiento de Gianni Vattimo, que es un nihilista que predica la muerte de Dios, el teólogo comparte con él la denuncia del concepto violento de verdad de la metafísica liberal y, más aún, su concepción del ser no como una esencia eterna, sino como evento temporal que hay que interpretar. De Maistre es en realidad, no un “teólogo” como Santo Tomás, sino un hermeneuta religioso deslumbrado por la Revolución Francesa, a la que admiraba como a un “milagro”.



Tal vez Joseph de Maistre (1753-1821) es un filósofo político demasiado famoso en su calidad de “teólogo”, tanto que su fama puede no serle al final muy conveniente. A de Maistre se lo recuerda fundamentalmente por dos libros, las Veladas de San Petesburgo (1821) y sus Consideraciones sobre Francia (1796). Las dos, magistrales obras literarias, demoledoras piezas contra los sofismas de la civilización del dinero. Curiosamente, estas obras gozan de recientes reediciones y comentarios tanto en francés como en otras lenguas conocidas. Uno podría preguntarse por qué. No fue un gran epistemólogo, como David Hume. Tampoco fue un precursor de lo “políticamente correcto”, como John Stuart Mill. Su filosofía nunca dominó la academia, a diferencia de la de sus contemporáneos Kant o Hegel. Su presencia actual es fruto, en realidad, de una demanda interna de la reflexión política, en este tiempo del nihilismo cumplido, esto es, hoy que el mundo liberal agoniza. Es parte del resultado de las polémicas sobre las pretensiones planetarias del liberalismo de los años 80 y 90 del siglo pasado. Jean-François Lyotard y Gianni Vattimo intentaban convencernos en esos años de desconfiar de los grandes relatos, pero una contracorriente imperial quería convencernos de lo contrario, del valor civilizatorio del liberalismo, de su validez a priori, de su carácter “normativo”, de que es un “ideal irrenunciable”. Los imperiales eran la “izquierda” y se supone que representaban el progreso, el mercado libre y la democracia contra las locuras de Lyotard y Vattimo. Iba tras ellos un poder fáctico terrible, que ha quedado evidente en la política norteamericana desde los 90 hasta, qué decimos, hace 2 meses. Nos convencimos pronto de que entre entregarse al poder y desconfiar lo segundo era lo mejor, porque era los más inteligente. Y teníamos razón. Nos felicitamos de haber leído a de Maistre en los años 90.




Junto a Nietzsche, Joseph de Maistre es sin duda alguna uno de los enemigos socialmente más eficaces que haya tenido jamás el liberalismo. De hecho, sus argumentos son considerados vigentes por los propios liberales, y se lo cita como tal en cualquier debate académico serio sobre sus dogmas, en particular contra el individualismo, el secularismo nihilista y la ideología hegemónica de sustituir la religión por un discurso sobre los “derechos”. Isaiah Berlin, por ejemplo, coloca su pensamiento en el mismo plano de peligro para la civilización mercantil que el de Rousseau; va con él en calidad de “traidor a la libertad” (esto es, como inspirador de alternativas de pensamiento al nihilismo de la modernidad liberal). Hace un par de décadas, el liberal Stephen Holmes –con una perversa mala fe- lo catalogó en el origen de la presunta “Escuela Antiliberal”, en compañía desordenada y fellinesca con Heidegger, Nietzsche, Maurras, Mussolini, Hanna Arendt y Alasdair MacIntyre. Afortunadamente, tanto Berlin como Holmes tienen razón. A diferencia de otros pensadores antimodernos, como Louis de Bonald o Jaime Balmes, el liberalismo le debe aún a de Maistre varias respuestas.



De Maistre tiene la doble mala suerte de haber sido una figura fundamental del pensamiento francés clerical del siglo XIX y de haber sido leído en contextos que resultan ahora insoportables para el común de los lectores. Como Nietzsche, fue inspirador de formas de resistencia social contra la modernidad liberal que fracasaron con la Segunda Guerra Mundial, entre ellas el tradicionalismo católico, el corporativismo fascista y el maurrasianismo. Pero del Conde no interesa su pasado social efectual, sino su presente o su futuro, enmarcado como lo está ahora en el evento del fin del pensamiento único y el colapso del dominio planetario de la pérfida Norteamérica. De Maistre cuenta con la ventaja que los pensadores tienen en la historia humana sobre los políticos; mientras los últimos mueren para siempre en su envío (esto es, en los compromisos efectivos de la historia) los pensadores inteligentes se hacen intempestivos, es decir, regresan a la escena en los momentos de excepción, de allí que sea por antonomasia el pensador de la crisis, del mismo modo en que el segundo John Rawls o Richard Rorty lo son de la apoteosis. Como los grandes filósofos, como el propio Nietzsche, pero también Aristóteles o San Agustín, de Maistre es la clase de pensador que es capaz de sobrevivir en el orden de los conceptos a una historia socialmente desfavorable. Es un criterio pragmatista que se llama de “eficacia histórica” y que tomo de Hans-Georg Gadamer: Un filósofo es históricamente eficaz si logra sobrevivir a su contexto historial, si, en el lenguaje posheideggeriano, podemos decir que porta su envío, que es mensajero del dios de la comprensión. En lenguaje más fácil: Si sus libros se sobreponen a su contexto. El de Maistre de 1796 vuelve hoy a ser lectura fundamental para la filosofía política. Sobrevivió a la Revolución Francesa, pero también está sobreviviendo al pensamiento único y sus cadenas oprobiosas contra la inteligencia. Es casi la inteligencia misma emancipada de la tutela de la emancipación.

Joseph de Maistre fue un genio de la contradicción, pues atacó a la modernidad desde sus propias premisas y usando sus propios métodos. Es la inteligencia del pensamiento religioso que los clérigos de Occidente no tuvieron el talento de articular. Esto es básico: Es la antimodernidad hablando el lenguaje de la modernidad. Su agenda: Desacreditar la ontología cientificista, que en efecto –como él pensaba- subyace a los “derechos” y las “libertades”. Tiene un libro contra Francis Bacon, extremadamente divertido, La Philosophie de Bacon, en que demuestra que el estafador inglés era un charlatán en los términos de Bacon mismo. Este Bacon era un ícono cultural del empirismo y el sensualismo filosóficos del ambiente libertino que fecundó las escasas inteligencias de la Gran Revolución. Su concepto de la ciencia moderna y de lo moderno en general era bastante malo, y esto porque consideraba la ciencia moderna como ideología del terror revolucionario, como el terror mismo hecho pensamiento. El mismo diagnóstico iba para lo “moderno”, con lo que no para mientes en demostrar su estulticia. Por “moderno”, entendía él las filosofías empiristas y sensualistas del siglo XVII, esto es, “el filosofismo” de su propia época. Su pensamiento, sin embargo, tiene dos características que resultan singularmente “modernas” y, por ello, exitosísimas en la lid con los liberales. Con fama de teólogo irracionalista, debemos decir del Conde Joseph de Maistre que era a la vez un empirista y un “pragmatista” moral. Basaba sus razonamientos sobre instituciones y creencias sociales en la experiencia histórica, la plausibilidad práctica y el sentido común, no en la teología.

Nuestro conde nació en Chambéry, hoy Francia gracias a la Revolución, entonces Ducado de Saboya, los mismos Saboya que habrían de ser reyes de Italia. Es fautor del “ultramontanismo”. El ultramontanismo es la teoría política decimonónica que, frente a la Revolución, propugnaba la conservación del orden político-religioso de la Cristiandad europea. A esta causa dedicó su insoportable Sobre la Inquisición Española y el fulminante ensayo Du Pape (Sobre el Papa, 1817), dicho sea de pasada, una obra muy relevante para el pensamiento reaccionario peruano del siglo XIX. Buena parte de la mala fama del conde se debe a esta adhesión ultramontana que, al contrario de lo que piensa el común de sus detractores ignorantes (o sea, los que critican lo que no han leído), no era religiosa, sino pragmatista. De Maistre fue partidario de la unidad de la política y la religión en el contexto de 1789 no porque fuera muy católico (aunque lo era), sino porque su empirismo y su pragmatismo al estilo del siglo XVIII le hacían presagiar una historia desgraciada para los resultados sociales de la Revolución, previendo un sinnúmero de desórdenes, como efectivamente fue el caso para quien sepa algo de historia europea. Consecuente con la idea de fusionar la religión y la racionalidad humanas, esta posición lo llevó a llamar a sus principios político-filosóficos “dogmas”. Los lectores apurados de su obra tomaron la expresión a la letra, confundiendo los dogmas de la religión revelada con afirmaciones que eran a todas luces diagnósticos sociales y evaluaciones históricas. En parte –hay que confesarlo- de Maistre hizo esto a propósito, pues le gustaba el escándalo.

El punto nodal de la filosofía de de Maistre es la interpretación filosófica de 1789 como una singularidad en la existencia planetaria humana. En efecto: El conde era consciente de que la Revolución Francesa era un fenómeno global, que implicaría la expansión europea y la incorporación del mundo a la historia del Occidente, como en efecto fue el caso. Pero vio en este fenómeno una singularidad trágica, que llamaríamos ahora “destinal” en el lenguaje de la hermenéutica. Es lo que Heidegger llama “historia de la metafísica”, eso es, la interpretación filosófica del mundo como la expansión ilimitada del pensamiento “científico” al estilo del Bacon que despreciaba. Su predicción implicaba, en general, que la globalización (que él llamaba la “unidad del mundo”) iba a ser el desbordamiento revolucionario. El terror de 1793 iba a significar la opresión de Europa-revolución sobre el resto del planeta. No se equivocaba. La Revolución era una amenaza ontológica de pérdida del sentido de la existencia humana a escala planetaria, con un elemento único de acontecer irresistible e inevitable, que hizo coincidir con un diagnóstico catastrofista del mundo (¡cuánta razón tenía!). Se anticipaba cuatro décadas al Alexis de Tocqueville de La Démocratie en Amérique (1835). En clave religiosa, describió esto como una situación satánica, apocalíptica, en que Europa se invertía a sí misma y se abismaba al nihilismo.

El punto central que me llama a escribir estas líneas sobre de Maistre es la interpretación que hace el conde del filósofo y su relación con la verdad. Para comenzar, el filósofo debía ser una especie de profeta. Describe esto en términos gnósticos y esotéricos. El filósofo conserva la “intuición” del sentido de la acción histórica. Esto es considerado por la bibliografía al uso como “providencialismo”, esto es, como la doctrina de que los acontecimientos históricos deben comprenderse bajo la intervención de la voluntad de Dios en la Historia o la “Providencia”, un tema cuyo antecedente más famoso en la literatura histórico-política francesa era el Sermón sobre la Historia universal de Bossuet. De hecho, el filósofo aparece como un anticipador de la Providencia. Pero justamente este aspecto lo hace, con Gianbattista Vico, el pensador más cercano a la hermenéutica tal y como se entiende hoy con Gianni Vattimo que haya gestado el siglo XVIII. Vattimo denomina a la actividad del filósofo hermeneuta “ontología de la actualidad”, esto es, su hacer es la comprensión e interpretación de los hechos sociales desde la perspectiva de la finitud humana. En de Maistre podríamos hablar de “teología de la actualidad”, esto es, no teología metafísica, sino reconocimiento de la actualidad como acontecer de la verdad obrada en la vida histórica, en los hechos políticos. El acercamiento profético, aunque refiere “dogmas”, incluso “dogmas de la Providencia”, es en realidad un conjunto de conjeturas sobre acontecimientos, sobre “eventos”, cosas que pasan y tienen un significado dramático para la existencia humana. El propio de Maistre usa subrayándola la expresión francesa “événement” (evento), que tan relevante es en la hermenéutica, pues entiende la ontología como una interpretación del acontecer. Su pensar es interpretación plausible del “événement”. La Gran Revolución es un evento por antonomasia, como también la expansión global del liberalismo, el éxito político de principios irracionales de la civilización mercantil y la dominación planetaria del Ge-Stell (el mundo tecnológico).

Al pensar del ser como evento, como interpretación del acontecer, lo califica de Maistre mismo como “conjeturas plausibles”, esto es, ideas razonables que no tienen pretensiones de verdad última. Compáreselos con, por ejemplo, las ideas metafísicas liberales sobre los “derechos” y el “individuo”. Consecuente con la atmósfera moderna de su argumentación, sin embargo, sostiene que estas conjeturas “se apoyan sobre ideas universales”, esto es, que corresponden con la experiencia histórica, pero “sobre todo” que sus propuestas –cito- “son consoladoras y propias para hacernos mejores”. ¿No es esto puro pragmatismo? Lo que importa de la verdad es su utilidad social, su pertinencia para la coexistencia y su plausibilidad para hacer una vida humana feliz. Agrega: si es así, “¿qué les falta” a sus ideas? “Si no son verdaderas, son buenas; o más bien, porque son buenas, ¿no son verdaderas?”. Sus lectores contemporáneos liberales seguidores de Adam Smith o Jeremy Bentham debían quedarse perplejos al constatar este pragmatismo contingentista al servicio de la contrarrevolución. Como epistemólogo, propugnaba algo que va a parecer increíble al lector: la unidad de método entre la ciencia natural y las humanidades. Esto quiere decir que era un monista metodológico, como Leibniz o Descartes. A diferencia de ambos, hacía recurso a la experiencia, exactamente como presumían de hacer sus enemigos liberales. Como científico social (se me perdone la expresión) era un consecuencialista, esto es, evaluaba la pertinencia de las acciones humanas sobre la base experimental de sus consecuencias prácticas. Alguien que tuvo la desgracia de nacer durante la Gran Revolución pudo medir con mayor claridad el significado social del liberalismo. Pudo “palpar la sangre”, por decirlo de alguna manera. Con este criterio, la inquisición española le parecía menos mala que el Ge-Stell y, aunque de ese tema no nos pronunciamos, con certeza compartimos la idea de que los modernos dicen que “todo está bien” pero que la realidad, el evento, nos indica que “todo está mal”, que casi todo es violencia en el mundo. Lo podría haber escrito Vattimo, lo escribo yo y, antes que yo, de Maistre, el terror del terror de los liberales.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Celebran en el Orbe la caída del liberalismo

Basadre, homenajeador de Montealegre


El Marqués de Montealegre de Aulestia
José de la Riva-Agüero y Osma

1944. Mientras las fuerzas conjuntas del liberalismo y el comunismo ocupaban Europa, un 25 de octubre, ocurría el deceso del filósofo político más interesante de la primera mitad del siglo XX peruano. Era José de la Riva-Agüero y Osma, tal vez el intelectual peor tratado del pensamiento significativo de la centuria que pasó. Uno de los homenajes más desagradables que pudo haber tenido José de la Riva-Agüero y Osma es el que le fue tributado por el más importante historiador del mismo siglo, el más afortunado Jorge Basadre. Mientras revistas académicas como Mercurio Peruano dedicaban números especiales internacionales para honrar la memoria, Basadre redactó una crónica. Una crónica contraria a su habitual estilo elegante y fino, una crónica más bien virulenta y destemplada. Basadre había iniciado en la década de 1920 su carrera de historiador con un artículo contra el monarquismo, un artículo contra Riva-Agüero, entonces el historiador vivo más importante del Perú. Poco podía hacer nuestro filósofo y polígrafo, emigrado entonces en España. El artículo de Basadre era en realidad un mentís a la tesis más sensible del más célebre libro de Riva-Agüero, La Historia en el Perú. Basadre confiesa en 1944 que seguía al inicio de su carrera docente los artículos con que Riva-Agüero saturaba la prensa española. Escribe con horror: "Cierta vez leímos en un diario español, debajo de un artículo suyo, no su nombre de prócer (sic), sino el de Marqués de Montealegre de Aulestia". "¡Había empezado con tanto brío!", agregaba con una atrasada desilusión el autoestimado Basadre. Éstas eran sus palabras para conmemorar al más grande peruano del 900 que había muerto, el fundador en el Perú de la disciplina de la que él mismo era feudatario.

El último peruano Marqués de Montealegre de Aulestia, José de la Riva-Agüero y Osma (1885-1944) es uno de los dos intelectuales peruanos más importantes del primer tercio del siglo XX., un lugar que comparte con su amigo Francisco García Calderón (1883-1951). Fue el sanmarquino más insigne de su tiempo. Aunque se consideraba a sí mismo “historiador”, el historiador que opacaba la ambición de Basadre fue además crítico literario famosísimo, sociólogo, genealogista, político, orador de nota y periodista de pluma apreciada en América Latina y España. Fundó la sicología colectiva y la historia de la literatura peruana en 1905, con su libro Carácter de la literatura del Perú independiente e hizo lo propio con la historiografía con su La Historia en el Perú, de 1910. Fue también filósofo, aunque no un filósofo académico. De él puede decirse que fue el primer historiógrafo del periodo republicano y también el primer crítico literario del Perú originado en 1826. Experto en la obra del Inca Garcilaso, fue tan famoso por sus estudios en ella que ya en fecha tan temprana como 1906 se inicia la publicación y difusión de sus investigaciones, reimpresas innumerables veces. Hijo espiritual de Ricardo Palma y Alejandro Deustua, su obra histórica y literaria trascendió en fama las fronteras del Perú y obtuvo en vida innumerables reconocimientos por ella. Fue condecorado, entre otros Estados, por Alemania, el Reino de Italia, la Santa Sede, el Imperio del Japón y el Reino de España. Desde muy joven fue admitido como miembro de las Reales Academias de Historia (1914) y de la Lengua (1921). Diseñó el primer partido político moderno del siglo XX, el Partido Nacional Democrático (1915), del que compuso su ideario. Por cierto, circula la leyenda urbana de que ese partido era “liberal”, un contrahecho histórico del que yo mismo he sido víctima en mis primeros acercamientos al marqués y que, por cierto, ya enmendé.

Basadre acusa a Montealegre en su homenaje de 1944 de ser un político inhábil, que no tuvo ni el talento ni las condiciones para realizar ideales más razonables que los que Basadre denuncia casi como una enfermedad. Suele pasar con los liberales, desprecian lo que no entienden o no conocen. Montealegre fue un nacionalista recalcitrante, creó el primer frente de Derechas peruano de tipo ideológico, la Acción Patriótica (1936). En calidad de reaccionario, fue llamado para ejercer el cargo de alcalde de Lima (1931) y luego de Presidente del Consejo de Ministros y Ministro de Justicia y Culto durante el régimen de excepción del Presidente Benavides (1933). Lo que es más importante para nosotros, publicó uno de los más relevantes estudios de filosofía política que se hayan redactado en la primera parte del siglo XX peruano, Concepto del Derecho (1912), una sintética creación de la filosofía espiritualista aplicada a la teoría del Estado. Es curioso, pues Basadre, que también hizo historia del Derecho, debía haberla conocido. En la fortuna desdichada de otros pensadores políticos notables del Perú durante el siglo XIX, como José Ignacio Moreno y Bartolomé Herrera, toda su fama historial fue sacrificada en la memoria social a lo “políticamente correcto”. Frecuentador de Pío XII, lector de Herrera y del Conde de Maistre, los mensajes de su memoria han debido atravesar, hacia el final de la modernidad, la densa niebla de los determinadores de lo justo, los inexhaustos jueces del Tribunal de la Crítica, los vencedores militares de todos sus argumentos. ¿En qué año escribe Basadre el homenaje a quien parece ser más su víctima que su homenajeado?: 1944, mientras las fuerzas conjuntas del comunismo y el liberalismo arrasaban Europa. Debía haberle resultado más difícil el gambito sólo dos años atrás. En vida, Basadre nunca dio mal trato al marqués de la Calle de Lártiga. Así son los liberales.

En el pináculo de su fama social y académica europea, Riva-Agüero abogó por la recuperación de sus títulos familiares de nobleza, en particular del marquesado de Montealegre de Aulestia, que recuperó para su madre en 1922 y luego, tras la muerte de ésta, ostentaría como su firma en Europa, en especial en los países monárquicos. “Revivía a veces de sus tatarabuelos los Marqueses de Montealegre, cuyo título ostentaba”, escribe Basadre. Y con razón. En Europa fue el resto de su vida simplemente “Montealegre”, que es como lo trataremos preferentemente desde ahora, haciendo honor a su recuerdo. Es singular que las amistades y relaciones más fundamentales de Montealegre estuvieran en España. Contamos allí a Miguel de Unamuno, Marcelino Menéndez y Pelayo, Rafael Altamira, Ramiro de Maetzu, Gregorio Marañón, Juan Vázquez de Mella, Antonio Ballesteros, José María de Cossío o Eugenio d´Ors, en una lista larguísima que excede aquí nuestro propósito. Como político fue connotado nacionalista, tanto en el Perú como en Europa, donde hizo acto de adhesión a la causa del Rey Don Alfonso XIII en 1931, frecuentando la Corte en el exilio hacia el final de los días del soberano (1939-1941). Mantuvo desde inicios de la década de 1920 cercanía especial con los tradicionalistas hispánicos, y sostuvo genuina amistad con muchos de sus líderes entre la intelectualidad y la nobleza española; notoriamente, algunos de ellos fueron, biográficamente hablando, sus mejores amigos; contamos en la lista a los Marqueses del Saltillo, Lozoya, Quintanar, el de Vallellano y el de las Marismas de Guadalquivir, el segundo y tercero de Valdeiglesias, los condes de Doña Marina y Cerrajería, el Marqués de Rodezno y el Marqués de Cerralbo; aunque estos nombres sean extraños a la historia efectual peruana, todos son unos personajes dramáticos de la Guerra Civil Española (1936-1939). La relación con estos últimos personajes, al hacer manifiesta la vida de Montealegre, narra una historia apasionante y excesiva para un peruano, una historia perdida que es necesario rescatar en algún momento.

Como pensador político, Montealegre debe tener la fama más desafortunada posible que se pueda heredar de la historia. En parte fue su propia mala gestión como expositor de imagen, que lo recuerda por un famoso discurso de apenas 8 páginas, cuyo énfasis de estilo y su fuerza retórica lo hicieron incomprensible para sus destinatarios inmediatos, el auditorio de exalumnos del colegio Recoleta de Lima que celebraban el aniversario de su fundación en 1932. El texto impreso es conocido como el Discurso de la Recoleta, y para efectos del recuerdo efectual es, junto con un libro de paisajes que no le gustaba mucho, los Paisajes Peruanos, casi todo lo que un hombre culto peruano recuerda de él. Los libros de historia y sus innumerables ensayos y artículos de prensa se oscurecen frente a ambos textos. Del libro de filosofía política y su contexto, que es lo que nos importa, no digamos ya nada. En 1932 Riva-Agüero daba la impresión de adherirse al ultramontanismo religioso, como antes sus ancestros Herrera y Moreno en el siglo XIX. El autor quería presentarse socialmente ante el auditorio escolar como un antiliberal católico, pero la forma retórica daba demasiada pompa a la cuestión religiosa, que en realidad –como veremos- era bastante menos relevante de lo que sus circunvecinos y reseñadores imaginaron. En el contexto más vasto de su obra e influencias sociales e intelectuales, la obrilla era un diminuto muestrario de filosofía política en clave sociológica y espiritualista. En el contexto ausente de la ignorancia de sus vecinos, un discurso destemplado proferido por un fanático. Un historiador que hizo un discurso ruidoso de 8 páginas y redactó apenas un libro de literatura modernista no parece ser la clase de personaje que antes hemos descrito. Y no lo era.

Montealegre se hizo la fama de ultramontano al extremo de que su recuerdo casi se reduce a eso. Aunque realmente lo era, de allí no se sigue que su obra haya sido simplemente un montón de ultramontanismo. Había una profunda personalidad intelectual, moral y filosófica que se eclipsaría tras un cliché, que obturaría la dimensión epocal de su significado. Este trabajo es un intento por recuperar para la memoria al pensador que se ocultó tras las 8 paginillas que redactó su carácter terrible. En términos de pensamiento político, contrariamente a lo que suele decir la escasa historiografía disponible, no fue un tradicionalista católico. El lector del Conde de Maistre de la Recoleta era en realidad un reaccionario sociológico. Es fácil para un historiador de las ideas políticas reconocer el maurrasianismo, esto es, del tradicionalismo no religioso, entonces en boga. Esto se muestra en la práctica: En la década de 1930 dio su apoyo al movimiento de la reacción universal contra lo que consideraba el enemigo principal de la civilización, el liberalismo; el centro de su pensamiento es la elaboración catastrófica del liberalismo como evento de la modernidad política del Occidente, al que llega a llamar en esa época “pútrido pantano” y contra el que enarbola la bandera de lo que consideraba la necesaria “conculcación de 1789”. Montealegre diagnosticó que había una dimensión totalitaria y expansiva, de fuerte impronta nihilista en la experiencia histórica del liberalismo, en una línea que recuerda al Vizconde Louis de Bonald. En su tiempo el liberalismo no tenía la pretensión de ser el “pensamiento único”, pero quien podía comprender su significado destinal era capaz de figurarse el derrotero que marcaría su triunfo para la existencia planetaria tal y como, dos centurias después de de Bonald, ven hoy pensadores tan dispares como Alasdair MacIntyre o Christopher Larsh. 1932 era un año decisivo para su historia personal, marcada por un hecho incomprensible para su auditorio peruano: El Rey de España Don Alfonso había abdicado, y las Cortes Españolas habían proclamado pocos meses atrás la efímera República. Para Riva-Agüero de los 30’ este fenómeno era muy doloroso, pues significó la persecución, cuando no el vejamen y la muerte de muchos de sus amigos españoles que eran, en realidad, sus mejores amigos.

El Discurso de la Recoleta es en realidad sólo uno entre múltiples discursos reaccionarios que Montealegre diera en la década de 1930-1940, la historia de la reacción, una década terrible en la historia social y política del siglo XX. La historia de los efectos ha desestimado el resto del material, pero eso no quita que el de 1932 esté lejos de ser 8 hojitas sueltas de religión. Es el manifiesto de un pensador político. Amargado de una profunda desilusión ante la causa de Alfonso XIII, el pensador de Lártiga reaccionó. Pensó seriamente en sus estudios juveniles, los que lo habían convertido en un intelectual famoso, y luego de años de haber renunciado a las letras, volvió a la carga a denunciar lo que consideraba un síntoma del abismo sin fondo del nihilismo burgués. Era, sin duda, el año para un discurso ultramontano, pero no fue un escritor de parroquia el que salió a la lucha, intelectual y material. Era el filósofo espiritualista de Concepto del Derecho, un filósofo de honda huella nietzscheana y sociológica. En un rapto de esperanza, se lanzó en busca del evento. Cedió en uso sus inmuebles más codiciados en Lima, que puso al servicio de la Unión Revolucionaria –el partido fascista y laico de su época-; en el mismo periodo apoyó pública y efusivamente a Mussolini y a Franco; intervino activamente por la causa de Charles Maurras, llegando a escribir en la célebre revista L’Action Française. Su cercanía al maurrasianismo en ese tiempo estimuló su dedicación a la literatura francesa, que consumió los últimos años de su vida. De una u otra manera la reacción que él creía representar fracasó socialmente. Esta historia política es ella misma el olvido del filósofo de Concepto del Derecho; es un olvido que comienza a partir de sí mismo. Es esta realidad fascinante a la par que terrible la que selló al Marqués de Montealegre las puertas del horizonte de la memoria. Ya en el umbral de su muerte, el envío efectual que Basadre representaba se apresuraba a oscurecer al genio en la derrota de Europa.

1944 está hoy muy lejos. La hermenéutica política, que fue la herramienta del pensamiento político de Montealegre, se rehabilita a sí misma en el evento, esto es, en el acontecer espantoso del fracaso del tribunal desde donde Basadre pontificaba. Hoy quiebra el mundo liberal y nuevos universos hermenéuticos cumplen al fin el destino de enfrentar el nihilismo que entreviera Montealegre. Y de Basadre escribiré lo que dijera antes el insigne historiador de Riva-Agüero. “Es aquí donde nos sentimos muchos de los sinceros admiradores de este batallador insigne lejos de él, extraños a él. Y esto confiere a nuestro homenaje de hoy, respetuoso y atribulado, una emoción más viva, más severa y más significativa”. No hace falta agregar para quién es el homenaje.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Pío XII celebra solemnes ritos en Roma

El vientre de Babilonia



Ad baculum
Liberalismo y modernidad


Víctor Samuel Rivera

He seguido con interés algunos debates de estas semanas en el medio de filosofía, teoría política y filosofía jurídica, con el que sensiblemente he terminado involucrado con esta bitácora de pensamiento político. Por desgracia, las ventajas de la comunicación abierta, traen consigo las lacras del periodismo: La simplificación, el recurso a palabras grandilocuentes, peticiones de principio, llamados a la piedad, falacias ad populum, ad baculum, ad ignorantiam, la dirigida contra el hombre, largamente la preferida de los neoliberales de izquierda en estos debates, una licencia para tratar a sus interlocutores más como unos delincuentes mentales que como sus colegas, lo que vanamente les da imagen de lo que pretenden ser, la imagen viviente de la “tolerancia”. La altura del tribunal de la crítica da mareos, supongo. A esto se suma la más patética y lamentable falacia non sequitur, que podemos llamar también la falacia “nada que ver”, o sea: la conclusión de varios razonamientos está perdida en un mar de premisas que, antes que impertinentes, son extranjeras. Con humildad reconozco que entre mis propios lectores, varios (incluyendo a War Craft, Christian, Héctor Chocano y Carlos Pérez Crespo, más un par de anonimados colegas míos españoles, un hermeneuta y un experto en conceptos), han señalado que hacemos mucha referencia al “liberalismo”, la “modernidad”, la “reacción”, &. Vamos a hacer un esfuerzo por corregir un poco el error en estos temas que se ve ahora desolando la comprensión en otros blogs.

Et Voici:


Desde el ángulo de la filosofía del siglo XX, la modernidad se ha asociado con demasiada frecuencia al liberalismo, al grado de que han terminado por identificarse en el lenguaje no especializado, en que se piensa el liberalismo como la expresión política de la modernidad. En el discurso profesional de un filósofo, cuando se alude a esta identificación se prefiere la expresión “modernidad política”, que en el uso común tiene una aplicación histórica y se refiere al surgimiento y consolidación epocales (o sea, que hacen un tiempo social de éxito) del ideario de la Revolución Francesa (fundamentalmente, libertad e igualdad). Este proceder puede rastrearse a los discursos de los liberales posteriores a la Segunda Guerra Mundial, que asociaban el triunfo de los Estados Unidos sobre Europa en la metanarrativa ilustrada de la Emancipación de la Humanidad. Para el historiador de las ideas políticas, es notorio que esta fusión entre modernidad y liberalismo no constituye un uso consolidado antes de la Segunda Guerra. Entonces, en especial en el periodo de entreguerras, era notorio que la modernidad podía generar –y de hecho, había sido así- una cierta diversidad de regímenes políticos. El régimen burocrático de Bismark, la dual monarquía austro-húngara, el Imperio Británico y luego la Italia fascista, la Alemania de Hitler y los Estados Unidos coexistieron para los ojos de una sola generación de hombres modernos como regímenes modernos con paritaria consistencia conceptual y derecho político. El mundo moderno y la modernidad eran una experiencia común de regímenes alternativos, sólo algunos de los cuales eran “liberales” en un sentido aceptable. Está fuera de duda que todos esos regímenes eran “modernos”, pero ninguno lo era por definición.



Durante el siglo XIX hubo interpretaciones conflictivas en torno a cuáles eran las consecuencias “normativas” de la modernidad y, como ha hecho notar el historiador François Fouret, entre otros, los ideales de la Revolución Francesa estaban lejos de ser un patrimonio de la cultura occidental, un hecho social que en cambio podemos dar por fuera de cuestión para el siglo XXI. La consolidación de la identidad social entre liberalismo y modernidad, como se ve, está relacionada a los avatares de las guerras mundiales antes que a un proceso de pensamiento conceptual. Y el que el ideario de la Revolución parezca hoy lo mismo que la modernidad no significa que se trate de una combinación conveniente, socialmente útil, históricamente verdadera o lógicamente consistente.



¿Qué era lo “moderno” de la modernidad? Para un filósofo la “modernidad” es un término bastante menos equívoco que para otros gestores de la cultura, como los literatos, los arquitectos o los críticos de arte, que deben lidiar con los textos tempranos de Habermas o del Albrecht Wellmer de la década de 1980 si desean una aclaración. Hay una historia del “modernismo” y lo moderno en la historia del arte que debemos eliminar de las definiciones de filosofía política si tenemos intención de entendernos sobre la base de la tradición del vocabulario de la filosofía. Un libro especialmente infeliz al respecto es el “Postmodernismo” de Frederic Jameson (1991). Para el filósofo profesional del siglo XX (y XXI), la “modernidad” es un evento del pensamiento que se relaciona directamente con una narrativa de la epistemología, y más en particular con cierto tipo de epistemología que surgió en los siglos XVI y XVII y resultó exitosa en términos de aplicación tecnológica. Una manera neutral de ver este ángulo es leyendo La Revolución Copernicana, de Thomas Kuhn. Se trata de una consabida historia de la transformación de la racionalidad en función de la idea de “método” que hizo que los científicos de los siglos tempranos creyesen que había una relación privilegiada entre las matemáticas y la realidad. Esto puede leerse de manera interesante en el famoso La filosofía y el espejo de la naturaleza, de Richard Rorty. La relación privilegiada entre matemáticas y realidad los hizo confiar desmesuradamente a los filósofos en el poder de la razón calculadora, lo que los estimuló a crear modelos políticos y sociales en ese sentido, como el Leviatán de Hobbes, pero también el Tratado Teológico-Político de Spinoza. Es en la tradición de estos textos que aparecen luego las teorías liberales de los manuales, en particular la tradición anglosajona, de la que proceden todos los liberalismo imaginables.

Lo moderno de la modernidad filosófica que se inicia en el siglo XVI es la epistemología calculadora, que va acompañada de una concepción de la razón humana que hace del conocimiento una herramienta de poder. Y éste es el vínculo que anuda el liberalismo político con la modernidad: Su concepción metafísica de la razón humana. En realidad, para los filósofos modernos de la tradición principal que estudiamos, el poder y el conocimiento se hacen sinónimos, como aceptaron en su momento Bacon, Descartes y Kant, y ya es cuestión del ABC de la filosofía moderna comprobar que esto es así. Los proyectos políticos “modernos” siempre presuponen esta epistemología. Esta precisión es sensiblemente verdadera para las ideologías madre del siglo XX, el Nacional-Socialismo, el Liberalismo y el Comunismo, pero también para todo pensamiento político que es gestado en la tradición principal de la epistemología de la racionalidad y las matemáticas cuya narrativa estoy resumiendo. Si estamos en lo correcto, ninguna de las ideologías relevantes de la historia reciente del mundo escapa a las consecuencias de la epistemología calculadora.

En la epistemología calculadora el pensar de lo político es siempre el pensar del poder, del poder como poder del hombre. También es un pensar el poder como una herramienta, que es el uso del conocimiento que subyace a la epistemología moderna. Hay un lindo libro de Hermann Meyer, La tecnificación del mundo, origen, esencia, peligros. (1961) que aconsejo caramente. En el mundo tradicional o en el pensamiento premoderno el poder está en una relación de diálogo con la realidad, llamémoslo “la naturaleza” o “la cosa”. La realidad dice algo, debe ser escuchada, y el pensamiento político se define en el vínculo (en sentido analítico) que armoniza la existencia humana, en general como una interpretación del mundo, de un mundo donde el poder no procede de la razón, sino que procede de la realidad, del Ser, de la Physis, &, términos los cuales, muy a pesar de lo que suelen decir Gianni Vattimo y sus secuaces italianos y españoles, significan el acontecer de lo que se da, lo que en el mundo humano es fundamentalmente la contingencia, un ser así que puede ser diferente, que es variable y a cuyos cambios la política mueve a estar atento. Un lector razonable de los libros de racionalidad práctica de Aristóteles debía encontrarse con esto. En resumen, una razón calculadora moderna no puede dialogar con la realidad, sino que calcula con ella, esto es, la manipula y la adapta. En su paroxismo, la destruye.

Los filósofos y teóricos políticos antimodernos deben entenderse desde una narrativa de la epistemología calculadora, pues son su denuncia en términos de conceptos. Este aserto es especialmente correcto para los del siglo XX, que tuvieron una conciencia mayor de los peligros sociales a que la modernidad había conducido y comenzaron a observar otros fenómenos paralelos, como el nihilismo y la deshumanización, que es común para todos los regímenes modernos, aunque en diferentes grados. Antimodernos como Heidegger consideran que la fusión entre política-poder-ciencia es peligrosa. Yo creo que es así porque se parte de una metáfora de autosuficiencia (esto es, de irresponsabilidad), que en la historia del pensamiento se nominó “autonomía”. Admito que se trata de una metáfora exitosa entre los publicistas, aunque no creo que resista conceptualmente. Ésta integra la dimensión del poder de la epistemología matemática con la antropología, es decir, con la concepción del hombre. Es fácil observar que el poder que va de la mano con la interpretación moderna de la ciencia adquiere las características de ésta.

La ciencia de Bacon, Galileo, Descartes o Newton tenía una característica que era desconocida en el concepto de ciencia de las culturas y las filosofías precedentes, una prerrogativa que incluso –pese a quien le pese- no tiene ni ha tenido nunca el pensamiento religioso. Es lo que Vattimo llama sus “pretensiones de ultimidad” o su “carácter perentorio”. Kant afirmaba esto con la mayor naturalidad, insistiendo en que la racionalidad humana en general (o sea, la ciencia y la política) se definía por sus rasgos de universalidad y necesidad, esto es, los rasgos distintivos de la ciencia. Pasado a términos morales, el político moderno es un científico, sus mandatos, obligaciones morales. En la medida en que el liberalismo es deudor de esto, opera con pretensiones de ultimidad. Lo hizo en la locura napoleónica, en la independencia americana, en la Primera Guerra Mundial (del cual es resultado la Segunda) y lo hace ahora con el pensamiento único, que se hunde por cierto ahora para siempre con la Bolsa de Valores de Babilonia.

El carácter perentorio, obligatorio, que se impone en la política moderna (con matices), se expresa en términos de violencia. Lo notaron en su tiempo los reaccionarios Joseph de Maistre y Louis de Bonald. Lo que llamamos “modernidad política” va acompañado de un cierto talante expansivo, que en la historia es un evento singular, ligado a figuras grandiosas, y que en la política moderna se interpreta como un sistema “normativo” –dicen por ahí- esto es, que se irroga el derecho a la expansión infinita, y no por medio de la crítica, sino de los misiles y los tanques. Por cierto, es a esto a lo que Vattimo tipifica como “violencia”: Tener una consideración política basada en una concepción epistemológica del poder, lo cual implica una conflictividad ilimitada basada en principios con pretensiones de ultimidad, como la revolución mundial, las leyes del mercado o los derechos humanos liberales,. De hecho, la violencia política es un fenómeno que sólo es posible en una concepción perentoria de las ideas, donde el poder es identificado, en último término, con el control absoluto. Que no nos sorprenda que la primera experiencia humana de violencia política es la Revolución Francesa, cuya secuela significó la muerte física de varios millones de personas. Los liberales siempre tratan de reconstruir narrativamente otros episodios de violencia como si fueran análogos, y llaman violencia a las Cruzadas, a las Guerras de Religión o la Conquista de América, en parte para desdibujar el significado histórico de la violencia metafísica, que es sólo patrimonio de la modernidad y que sólo por equívoco puede adjudicarse a otros periodos de la existencia humana.

Como vemos, el liberalismo no es idéntico con la modernidad. En realidad su fusión en la cultura media es un fenómeno tardío, y que sólo es sociológicamente cierto para el mundo occidental. Pero no siendo idénticos, sí puede afirmarse que proceden de una misma metafísica y de una cierta interpretación singular de las relaciones entre la epistemología, el poder y la razón calculadora. Por cierto, se trata de un pensamiento histórico, cuyo destino ha llevado al planeta a la situación actual, tanto a nivel ecológico como económico. Pero no hay que desesperar. Entre los ayes y vivas a Babilonia, nuevas formas políticas surgen del colapso de la epistemología calculadora, junto, como no podría ser de otra manera, al pensar de la reacción, a la reacción de los oprimidos, de los pobres, al pensar sin fundamento del fin del mundo del cálculo. Si no llegamos allí por el pensamiento, el evento nos llevará. Y en el horizonte de su advenir, escuchemos los ayes en el templo de los liberales, la Bolsa, el vientre de Babilonia, Ah Babilón!, que das a luz al último hombre de Nietzsche.

domingo, 12 de octubre de 2008

Pío XII es coronado en Roma

Pío XII y los pedófilos


Ante todo, me exuso una vez más ante mis lectores filosóficos o que hacen teoría política pues esta vez voy a colocar un post sobre un asunto cotidiano. Ya sé que violo mis propias normas, pero prometo no hacerlo con mucha frecuencia. Tengo una pequeña conversación con Marco sobre Pío XII, la Iglesia frente a los nazis y los sacerdotes corrompidos moralmente. En vista de que he redactado una respuesta algo grande, la vuelco aquí, junto con la pregunta que le dio origen, en mi post "Contener al Anticristo", que puede hallarse en la remesa del mes de julio.
marco dijo...

Comentario de Marco Palacios en "Contener al AntiCristo":


Siempre he creído saludable los debates entre posiciones divergentes pero con algo en común en sus fundamentos, la sana búsqueda de la verdad así pueda ser hallada o no; debo confesar haberme parecido algo soberbio tu comentario en mi artículo que con algo de humor sólo intento siempre ser honesto con lo que pienso. Como habrás podido darte cuenta soy ateo, a pesar de haber oído que es una postura imposible de sostener, y por lo mismo, discuto al respecto sin prejuicios y apasionamientos por velar por alguien de quien no tengo certeza de su existencia, y con la misma libertad sobre todo aquello que le concierne, como la Iglesia de hoy y de siempre.

Me dices en tu comentario que hice afirmaciones falsas sobre Pio XII, las cuales creo has mal interpretado:

Que yo afirmo que el Papa es mas o menos cómplice de los Nazis!!; no es del todo cierto!!, lo que dije fue que no protestó tan valientemente por los judíos como lo hizo a favor de los minusválidos; la conclusión de "complicidad" es enteramente de tu autoría.

1. El rol neutral del Estado Vaticano durante la II Guerra Mundial del que hablas es una estrategia política en favor del mismo estado y no necesariamente de quienes lo siguen por lo que no haberse pronunciado sobre nada, es sólo la protección del estado como tal!.

2. Sí, es cierto que ya en esa época el Vaticano no tenía un ejercito a su servicio y que en ese sentido estaba desamparada y con respecto a su "obligación", yo tenía entendido que la obligación de la Iglesia es para con TODOS los hijos de dios, y no sólo para los que lo veneran (recordarás al hijo pródigo), por lo que no es natural tenga una prioridad selectiva por encima de otros seres humanos; proceder de esa manera es humanamente y moralmente absurdo y contra lo que el mismo Cristo profesaba; y si tuvieses que ser selectivo, siguiendo las enseñanzas bíblicas la prioridad serían los judíos, ellos son por excelencia el "pueblo de Dios".

2. Y también es cierto que el Papa Pio XI, quien apoyó a Franco que creo, por lo que leí, es merecedor de tu simpatía, se pronunció en contra del nazismo, pero no sin antes haber firmado un pacto con ellos para conservar los derechos del Vaticano sin aun enfrentar los holocaustos de los que PioXII no se pronunció: si protestas hazlo durante los hechos!, no antes ni después!.

3. La Iglesia del Papa Pío XII, como dices, salvó a decenas de miles de judíos italianos, no cabe la menor duda; pero Cristo murió no sólo por esos miles, sino por todas y cada una de las personas que han vivido, viven y vivirán en la tierra, creyentes o no, judío o no!!, él era judío!!.

4. Gracias por no pensar que mis afirmaciones son a la ligera; por tu profesión y tus antecedentes creo te has ganado la misma apreciación de tus lectores y de mi parte.

5. Ahora, estoy totalmente de acuerdo que católicos, protestantes, judíos, agnósticos, ateos o quien fuese tienen total derecho a defenderse o defender sus principios cuando cree alguien lo ha dañado.

6. Con respecto a los curas perversos y de mayoría liberales, como los nombras, creo te has equivocado; la mayoría de ellos no eran liberales!!; y si tuviesen fe o no, no podría afirmarlo!!; pero su torcida atracción para con menores no tiene la menor relación para con su filosofía y su fe: son gente enferma cuyo estado psicológico los confina a deseos fuera de su propia moral y que en apariencia no lucen de manera distinta a ti o a mí, como podríamos notar en cual telenovela barata quién es malo y quién bueno. El asunto es más complicado aun!.

En conclusión lo que dije fue de que la actitud del Papa pudo haber sido políticamente correcta pero que no tuvo la misma valentía para defender a los judíos que buenos o malos también, según las creencias de la Iglesia, son hijos de Dios; también habían niños, ancianos, y mujeres por los que Cristo también murió y me parece que como representante de Cristo en la tierra debió enfrentarse a los Nazis para defender a los judíos tanto como un padre lo haría para con sus hijos.

Me agrada te guste mi Blog y siempre hay que aplaudir las diferencias, es lo que hace a este mundo interesante; qué aburrido sería si todos pensaramos lo mismo!!.


Un abrazo

Respuesta a Marco Palacios

Querido Marco.

Con algo de retraso, contesto tu réplica.

Pío XII y Franco. La República Española era un régimen que practicó sistemáticamente la persecución religiosa, el asesinato, la tortura y la profanación de bienes y personas católicas. Fue un Estado tiránico. Desde el punto de vista religioso, fue un gobierno metafísicamente cruel. ¿Podía el Papa, en una época en que los católicos eran una gran mayoría de los españoles, practicar –esta vez sí- la neutralidad y no luchar contra la República? Era perfectamente lógico que el Papa apoyara a Franco. También lo hizo con Mussolini, con cuyo gobierno terminó medio siglo de guerra civil religiosa contra el Estado liberal italiano. Si es cuestionable que Pío XII debía denunciar las atrocidades contra los judíos por parte de Alemania, no lo es, en cambio, que apoyara (moralmente, por lo demás) a los católicos que buscaban liberarse de la persecución republicana.

Hay que colocar las situaciones en su contexto y tratar de ver las acciones en su contexto. De otra manera, corremos el riesgo de proyectar nuestras propias categorías (e incluso nuestras propias creencias) como si valieran para todos los tiempos y lugares. No es culpa tuya que eso lo fomente la “cultura de masas”, esto es, la barbarie y la ignorancia de los mass media. Pero tampoco culpa mía. De allí esta conversación.

Por lo demás, el Estado nacional de Franco puede que no haya sido el Reino de los Cielos, pero ése no es el punto aquí. El régimen de Bush y sus democracias es bastante peor y a mí no se me ocurre que el Papa lo “denuncie” con más energía (por cierto, el Vaticano es el único Estado europeo que nunca ha secundado a Bush ni a Clinton en su expansión militar y que públicamente, siempre, lo ha condenado, a Bush y sus democracias asesinas).

Sobre que tenemos todos derechos de defendernos. ¿No te parece correcto? La “libertad de prensa” y el “espacio público” (antes de los blogs) estaba reservado para los liberales (y hace 30 años, para los marxistas). Eso lo llamamos “political corectness”. Lo políticamente correcto es darle sin piedad a la Iglesia, o sea que no te sorprenda si casi todos los medios de información disponibles son anticlericales y antirreligiosos. Pero hay que notar que esto es según el interés del mercado. Es cool ser anticatólico, pero también lo es ser favorable al Dalai Lama. Mientras la Iglesia sí condenó la política racial alemana, el Dalai Lama era un conocido amigo del Eje Alemania- Japón en la Segunda Gran Guerra. Al Papa se le reprocha de todo, pero al Dalai Lama nunca se le menciona no haber dicho esta boca es mía contra la muerte de los judíos, o de los millones de chinos que sacrificaron las fuerzas de ocupación japonesa. Al Papa reproches y condenas, al Lama del Tíbet canciones libertarias de apoyo. Al Papa chiflas, al Lama el Premio Nóbel. Claro, el Lama del Tibet es favorable a los Estados Unidos. Eso explica la opinión pública y los mass media mejor que cualquier argumento moral o histórico. Hoy el espacio público, por una anomalía sobre el control de la información, permite plazas como ésta. Ya sonó el fin de la dominación mental liberal.

Pío XII y los judíos. Te agradezco que reconozcas que Pío XII (y la Iglesia) contribuyeron a salvar de la muerte por persecución racial a miles de judíos, a decenas de miles de judíos que a nadie más le interesaba salvar. Pío XII acogió dentro del pequeño Estado de la Iglesia y sus dependencias –templos, monasterios, etc.- a pobre gente que no encontraba igual acogida ni en Inglaterra ni en Estados Unidos, las “democracias”.

Cristo murió por todos lo hombres. Eso creemos los católicos. Pero puso en riesgo su propia existencia, no la vida de millones de los suyos para salvar a otros, que es lo que se le solicita al Papa: Arriesgar a millones de católicos europeos que vivían en el régimen continental de Hitler como precio de tener una “denuncia” más contundente.

Como ves, esta conversación entre tú y yo es fundamentalmente un diálogo en torno a las objeciones que se le hacen a Pío XII y a la Iglesia sobre asuntos en los que la Iglesia, antes que mal, yo creo que se portó extraordinariamente bien, considerando para los parámetros de juicio las circunstancias históricas entre 1930 y 1945, así como las creencias y actitudes propias del tiempo del personaje que se “juzga”.

Por cierto. Eso de “denunciar” y “juzgar” es parte de la cultura de masas liberal. A ninguna persona culta de 1939 se le daba por “denunciar” y “juzgar” tan fácilmente, lo que supone que no hay diferencias relevantes entre el que denuncia y el rol histórico del gobernante. En realidad la cultura de la denuncia es un instrumento del poder, que utiliza la sensibilidad popular para facilitar el control social sobre posibles obstáculos a lo que resulta ser no otra cosa que la actividad del mercado. Se denuncia y juzga a los enemigos de la cultura liberal o su sistema político, nunca su sistema político mismo, ni sus valores o creencias. Por suerte, eso ya está terminando, pues lo están matando los blogs, el blog de Marco, tu blog y –por cierto- también el mío.

Sobre los malos sacerdotes. Es una campaña que va de la mano con la denigración del celibato eclesiástico y el fomento del “derecho” a la promiscuidad sexual. Es una realidad, fomentada y estimulada por la prensa políticamente correcta, que no ve vicios sino en los sacerdotes católicos. Pero es real que hay sacerdotes que son unos miserables. Así lo ha reconocido con bellos gestos de sencillez el Papa Benedicto XVI en sus diversas visitas pastorales. Pero también es real que esta desgracia es resultado del proceso de secularización del clero, es parte de un paquete de curas fumones, de curas reilones y chisteros, de parroquias desordenadas, de misas clown, de monjas alegres trajeadas de aretes y filigrana y, la contraparte, fieles abandonados, los pobres sin el consuelo ni la colaboración de un clero santo y culto. Pero esto está en consonancia con la ética mercantil y abyecta del liberalismo, hoy predominante. Es la traducción institucional de la secularización del clero, la ocupación de la cultura del mercado en la Iglesia. Comenzó con que los sacerdotes dejaron de usar sotana y rezar para hacerse igual con los laicos, lo que ha significado acompañarlos, no en sus problemas, sino en sus vicios. La única manera de acabar con ese espectáculo es la recuperación de la Iglesia, la recuperación de su mensaje sobrenatural, cosa que ocurre ya gracias a la obra resuelta de Benedicto XVI. La Iglesia regresa de Babilonia. En unos años ya no se podrá hablar más del tema de los malos sacerdotes, de sacerdotes secularizados y liberales. Y es tiempo de echar a su casa a los que quedan.

viernes, 10 de octubre de 2008

Promesas de la hermenéutica

El fin de la autonomía o el llamado de la Serpiente

Acabo de terminar el texto grande del original de mi conferencia para el I Congreso Nacional de Estudiantes de Filosofía de la Universidadde Educación La Cantuta deeste 23 de setiembre. ¡Vamos a ver quién lo publica!

El avance de la segunda parte,
reflexión sobre la crisis económica liberal...
Pronto en este teatro

lunes, 29 de septiembre de 2008

Human Rights Watch You!

Seréis como dioses. El fin de la autonomía

Seréis como dioses
El fin de la autonomía

He escrito el texto que sigue como versión para mi blog de mi última conferencia en el I Congreso Nacional de Estudiantes de Filosofía de la Universidad de Educación "La Cantuta". Pienso imprimir la versión completa con notas en Colombia o Bolivia.



Una hermenéutica cristiana de la crisis del mundo liberal
La crisis final del neoliberalismo y la democracia

(¿Crisis económica del Imperio? ¿No que no podíamos leer esta época como el Apocalipsis del mundo moderno? Crisis económica: ¡Gracias a Dios! Presento ahora la primera de las dos partes en que he dividido el texto de mi conferencia del 23 de setiembre, para no cansar al teatro. Es la primera parte, entonces, de una narrativa bíblica de la catástrofe final, esperada y hoy celebrada, del pensamiento único, hoy hundido en la debacle de su más acusado argumento pragmático: la prosperidad de las “democracias”.




Víctor Samuel Rivera


Un viejo cultivador del saber, rodeado de sus instrumentos de investigación, recibe la dulce esperanza de la dicha de las promesas del Demonio. Un conocido relato cultural cristiano del carácter arriesgado de las promesas cuando éstas no tienen un fundamento fiable. Estamos ante el Fausto de Goethe. Sapere aude!”, parece indicar el Demonio. En efecto, como es fácil notar, en la imaginación cristiana la libertad está cercada, tiene límites, y hay un más allá desconocido al que estamos impedidos. Dentro del ámbito donde Dios reina, el hombre es feliz. Pero un ansia de conocer lo impele a emanciparse del Cielo, al que toma por cerco, y ante la sugestiva tentación de Satanás, el Diablo, el Fausto de Goethe descubre el prístino concepto de la autonomía. ¿Por qué la felicidad habría de tener límites? ¿No es posible acaso para el hombre sobrepasar y trazar límites nuevos? El límite es la ontología del acontecer. ¿Puede el hombre diseñar su frontera? ¿Por qué no? Es posible, pues ha acontecido. La entera filosofía de la modernidad es su atrevimiento. ¿No es mejor aún carecer de límites? “Eritis sicut dii”, susurra la Serpiente. El Fausto fue redactado en medio del contexto de asumir culturalmente, a partir de las narrativas cristianas, ideas recientes de la Ilustración. Ser autónomo frente a obedecer, a Dios, a la historia, a las exigencias éticas de los compromisos sociales y su puesto, una reflexión sobre sus riesgos, sobre su alcance, sobre su sentido. La modernidad política era joven aún, y las atrocidades de la revolución universal se debatían entre la adhesión militante ante el mundo viejo que se desmoronaba y un nuevo orden de libertad que aparecía lleno de sentido. Pero eso fue en los albores de la comprensión ilustrada de la ética moderna. Hoy es el mundo liberal el que se desmorona.

El hielo del Ártico está desapareciendo. Este año, por primera vez en los últimos 125 mil años, es posible circunnavegarlo sin que una placa de hielo ofrezca obstáculo alguno. Huracanes interminables y asesinos son asoladoras experiencias cotidianas para los habitantes del Caribe. El gobierno de los Estados Unidos ha comprado hace pocos días las compañías inmobiliarias más importantes de su país y, por increíble que parezca, un comunicado del Presidente Bush garantiza la estabilidad del sistema económico de la Madre de las Democracias con la promesa de intervenir (esto es, estatizar) la banca. Ya en Europa se ven casos análogos. Venezuela está llevando a cabo maniobras militares con bombarderos nucleares rusos en el Caribe, en el contexto doble de la expansión militar rusa en el Cáucaso y los veedores de derechos humanos y el embajador de Norteamérica han sido expulsados ruidosamente de Caracas. “Signa tempora”, diría Gianni Vattimo. El sistema de libre mercado, dogma del neoliberalismo, está mostrando ser un fracaso. El sueño tan recientemente feliz de una aldea global o un pensamiento políticamente único sin conflictos parece desvanecerse. El planeta va en vías de su extinción.

Es sabido que la filosofía ha contribuido de diversas maneras a gestar el mundo que nos ocupa con la tendencia a comprenderse como un acontecimiento festivo, como la preparación y la apoteosis de un estado general de satisfacción a través de la riqueza y la libertad. Pero esta afirmación tiene un valor restringido, pues no se refiere a toda la filosofía, sino sólo se refiere a lo que llamamos la filosofía moderna. La experiencia de esa fiesta es la modernidad. Fausto conoció también esta fiesta. Va de la mano con nociones optimistas, excesivamente optimistas respecto de la esencia de la libertad humana. Este optimismo es relativo a una idea matriz que nos hace suponer que las cosas van siempre para bien, que siempre lo que hay por delante es mejor, que lo que podemos esperar para el futuro es aseguradamente mejor que lo que ahora nos es accesible. El futuro aparece pletórico de esperanzas. Hay un escrito de Inmanuel Kant al respecto, pero esto está lejos de ser una idea solitaria de Kant, pues entonces sería una idea pasada, una idea del siglo XVIII.


Es aún una idea vigente, que se ven obligados a sostener los apologetas de la modernidad. En realidad, estamos ante un concepto matriz del pensamiento político y el discurso ético que ha habido que tomar por “correctos” desde el final de la Guerra Fría. Lo recuerda siempre en los estantes gestados hacia el fin de la Guerra Fría Stephen Holmes. De un lado, el carácter irrenunciable e inevitable de las instituciones, prácticas y creencias de la Ilustración, de otro, su solidaridad con una sociedad condenada a un bienestar perpetuo, a un crecimiento de la riqueza y la prosperidad. La democracia y los derechos humanos son, en narrativas simplificadas y apuradas, compactados en una narrativa conjunta de construcción humana del paraíso en la Tierra. ¡Cómo no se le preguntó antes a la Tierra misma! Es famosa a este respecto la posición de Jürgen Habermas. Hace tan sólo unos lustros, solía responder a los objetores del pensamiento de la fiesta que la modernidad no había terminado, sino que era un “proyecto inconcluso”, un “proyecto inacabado”, esto es, que si había males que vienen de la mano con la modernidad, como la bomba atómica o la desigualdad económica, es necesario recordar que estos males eran pasajeros, eventualidades menores en un relato más largo que habría de gestarse en un tiempo de pequeños impasses. Como adecuadamente respondieron en su tiempo Jean-François Lyotard y Gianni Vattimo, este argumento reposa siempre en el horizonte dado por cierto, por evidente, de que podemos “atestiguar”, por decirlo con lenguaje de Paul Ricoeur, que atravesamos la experiencia epocal de una historia festiva cuyo final nosotros mismos entremos siempre como mejor y nunca como peor. El lema que resume esto es como sigue: La modernidad es irrenunciable, debemos, pues, pensar sobre su éxito, incluso si el acontecer nos sugiere sospechar de su fracaso.


Habermas está lejos de ser un solitario en insistir en el carácter irrenunciable de los conceptos éticos modernos como herencia de la Ilustración. Sólo por citar un ejemplo de un origen diferente en el cuadro conceptual de los filósofos contemporáneos, citemos a Charles Taylor. Taylor es un conocido filósofo hermeneuta canadiense, rival por tanto de la concepción ilustrada y metafísica de Habermas. Es famoso sin embargo porque planteó el mismo asunto hace unos años con la idea de que se trata de un “malestar”, de una incomodidad. Se trataba de su libro conocido después como “La ética de la autenticidad”. Este malestar sería debido, fundamentalmente, a que hay una resistencia cultural y social, de los conservadores o de los radicales –por ejemplo-, a entender de una manera positiva las exigencias éticas de la modernidad, a que no tomábamos del todo en serio su propuesta normativa que, por ello mismo, no estaría entonces aún lo suficientemente cumplida y acabada. El malestar de la modernidad sería, bien una suerte de neurosis de los desadaptados, de los pobres que no gozan como quisieran del bienestar de la civilización tecnológica, o un problema de los hombres religiosos, preferentemente obtusos y fundamentalistas, parte de la agenda moderna de los obstáculos culturales de desencuentro social de los ideales modernos. Preguntamos ahora: ¿No encontramos otra vez la idea del trabajo pendiente de una modernidad cuyas promesas aún no se han realizado, pero que ya se realizarían después algún día? ¿No es lo mismo dicho de otra manera? Ambos autores son del tipo general de un género de pensamiento apologético que podemos llamar “contención de la tragedia”. Los contenedores de la tragedia impelen a la fiesta: Tratan de amortiguar en el pensamiento el impacto social de que algunos comenzamos a ver la fiesta de manera no sólo incómoda, sino como un acontecimiento que está en directa contradicción con lo que podemos, más allá de las palabras, aceptar como la realidad que se nos aparece, y que –se me permita el juego de palabras- no aparece como una mera apariencia. Pregunta, hoy, que se hunde la bolsa de Nueva York, que la banca francesa y belga pasa a ser estatal para evitar la ruina financiera, hoy que Rusia es alida militar de Venezuela y despliega sus barcos en el Caribe, hoy, hoy mismo que el Ártico se disuelve en agua, ¿qué nos queda esperar del mundo global, los derechos humanos o el pensamiento único? Ah, la Madre de las Democracias, qué se dirá de ti ahora, qué aducirán ahora los liberales, los signados por la cifra de tu gloria, ahora que termina tu evo y tu mandato sobre las naciones se revoca? Nada, escúchalo bien, nada tienes que ofrecer ya de tu fiesta a Fausto.

En el Fausto hay expresada una precomprensión de que el proyecto inacabado de Habermas es una falsa promesa, una promesa hecha por un mal espíritu. El estudiante de filosofía debe recordar que Descartes alguna vez se preguntó seriamente si el proyecto moderno no quebraba ciertos límites, que en una narrativa cristiana se describen como llamados de Dios a rechazar el pecado, pero que en una visión ilustrada se convierten en una ciencia que emancipa al hombre de la sumisión. La teología moral se convierte en política. Soñó en 1619 Descartes, al descubrir lo que consideraba la clave de las ciencias, que alguien le daba en la mano un melón, que un desconocido le ofrecía un melón traído del Perú. esto es, que una fruta prohibida llegaba a sus manos. Se ha hecho notar ya que tener un melón en una mano, en la sociedad cristiano imperial tardía cuyo fin tocó a Descartes entrever, es manifiestamente el orbe, un símbolo del poder, en particular del poder político que tenían los emperadores del Sacro Imperio Romano. El melón era el poder de las claves secretas de la ciencia. Era un símbolo teológico que un desconocido similar al que traficaba con Fausto travestía en el orbe de los reyes. La noche de este sueño Descartes rezó incansablemente para ser preservado de la tentación y al final, sintió el consuelo del Espíritu Santo. “Sapere aude!” debe haber pensado. Pensó en las promesas de la modernidad. El proyecto de un mundo cuyos límites no fueran los heredados por la ciencia gestada en el cristianismo era entonces comenzado, sus promesas eran jóvenes, el melón mantenía intacto su dulce carácter de cosa extraña, nueva y apetecible.


En la comprensión que el hombres tiene de su existencia, los periodos de crisis son especialmente relevantes como tarea del pensar, pues suscitan al pensamiento un motivo que atiende al límite para lo que es posible hacer frente. En situaciones normales hacer frente a los problemas de la existencia humana descansa en el trasfondo de una imagen estable del mundo, y da la impresión de que no hay que hacer frente a nada más. Aunque para Fausto y Descartes la modernidad era una crisis, lo era en el mismo sentido de la tentación bíblica: A nuestros primeros padres, literalmente, les quedaba la historia entera de la Tierra por delante, había chances por jugar, aventuras por recorrer, y la apuesta por la autonomía parecía una apuesta plausible para un hombre sin pecado. Hay un sentido conceptual en que el pensamiento del mundo moderno es también estable de esa manera. Pretende hacer la descripción de un mundo en el que no hay cambios que sean significativos en un sentido relevante. Un mundo sin caída. Este mundo corresponde en las narrativas modernas a una sociología sin dificultades. El hombre es libre, todos somos individuos esencialmente iguales, concernidos sólo por nuestros derechos, que son derechos iguales, en una imagen de mundo donde nuestros derechos y nuestra dignidad hacen irrelevante nuestro entorno, sea éste el Jardín del Edén o el tercer planeta del sistema solar.


La experiencia de las consecuencias de la modernidad es un motivo intrínseco para una actitud filosófica de alerta. Podríamos citar más ejemplos de prensa internacional reciente, de las últimas seis semanas, de un fenómeno manifiesto cuyo centro referencial es el concepto moderno de la libertad, la ciencia y el relato cristiano de la expiación y el pecado. Hay una crisis planetaria. La Ilustración y el mundo tecnológico que Fausto representaba están en crisis. Una crisis a la vez política, económica, militar, ecológica y, más que nada, ética, una crisis de la comprensión que hemos de asignarle a la ética. Y esta crisis lo es también de la filosofía moderna y de lo moderno en general. Es la experiencia de la contradicción, del pesar de unos conceptos que han dibujado el perfil y son la huella de la definición moderna del mundo. Contradicción del neoliberalismo, del progreso indefinido, de la aldea global, del pensamiento único, de la democracia y los derechos humanos. Es el Apocalipsis. Pero es también la crisis de una fiesta, en la que aún es frecuente encontrar ebrios de verdades a sus convidados, una fiesta que termina siendo el significado destinal de la concepción moderna de la vida, basada en el cultivo del saber y la libertad, en cuya sombra en ser enroscado y sibilino parece indicar, señalando la autonomía, “Sapere aude!”. La hermenéutica es todo lo que nos queda para afrontar esta experiencia, la tragedia de una fiesta que ha llegado a su crisis, esto es, al pensamiento que es también su superación, en el sentido hermenéutico de la adopción de su carácter pasado y trágico aunque, debemos confesar, somos de quienes, ante las sugestiones del Demonio, nos conformamos con la humildad de la condición del hombre, que es desde donde hacemos lugar al acontecer de la verdad.

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