Víctor Samuel Rivera

Víctor Samuel Rivera
El otro es a quien no estás dispuesto a soportar

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Doctor en filosofía. Magíster en Historia de la Filosofía. Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía desde 1992. Crío tortugas peruanas Motelo y me enorgullezco de mi biblioteca especializada. Como filósofo y profesor de hermenéutica, me defino como cercano a lo que se llama "hermenéutica crítica y analógica". En Lima aplico la hermenéutica filosófica al estudio del pensamiento peruano y filosofía moderna. Trabajo como profesor de filosofía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos; he trabajado en Universidad Nacional Federico Villarreal desde 2005. He sido profesor en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima hasta 2014. He escrito unos sesenta textos filosóficos, de historia de los conceptos, filosofia política e historia moderna. Tengo fascinación por el pensamiento antisistema y me entusiasma la recuperación de la política desde el pensamiento filosófico. Mi blog, Anamnesis, es un esfuerzo por hacer una bitácora de filosofía política. No hago aquí periodismo, no hago tampoco análisis político de la vida cotidiana- De hecho, la vida cotidiana y sus asuntos no son nunca materia del pensamiento.

viernes, 29 de agosto de 2008

Nicolás II regresa a Rusia

Osetia, geografía hermenéutica


South Osetia,
Ontología del límite y el permitir


Víctor Samuel Rivera




Rusia invade Georgia, un diminuto desagregado de la URSS en el Cáucaso. Era el día de la inauguración de los Juegos Olímpicos de Pekín 2008. Ocupa Osetia del Sur, luego Abjasia, provincias diminutas del diminuto Estado. Es un problema de derechos humanos. El argumento central es dar apoyo político a indefensos grupos minoritarios oprimidos por una mayoría insensible, liberar a indefensos ciudadanos de masacres y el genocidio Sakaabilly, tirano de Georgia, al decir del Embajador de Rusia en Lima, un “fascista” y un “genocida”. El derecho internacional vigente, fundado en la coexistencia política de Estados naciones soberanos, sin embargo, condena la acción. Hay un derecho humanitario –argumentan los rusos-. El derecho humanitario es anterior, tiene un carácter más urgente. El derecho humanitario no permite dejar en la indiferencia a los países poderosos para intervenir cuando las minorías son maltratadas. La idea es: Qué inmoral sería permitir que los derechos humanos de las minorías reposaran sólo en el derecho nacional interno o las reglas de Derecho Internacional de la ONU, por ejemplo. Los derechos humanos son de un orden que exige una garantía que es tanto moral como racionalmente más importante que la ONU, la soberanía estatal y el derecho internacional juntos y que se traduce políticamente en la obligación de intervenir por la fuerza. Antes del Derecho, los derechos humanos. Ontológicamente antes lo que -como vemos- implica un dominio sobre la violencia y la legitima. Se trata de una deliciosa pieza filosófica, que atiende al problema de los límites de la ontología (la hermenéutica, la interpretación) dentro del mundo político. Permitir o no permitir. Qué permitir, por qué permitir. Y quién da permiso. Todo esto es filosofía política y, más aún, una ocasión para hacer hermenéutica política –al decir de Gianni Vattimo- desde “la actualidad”, esto es, interpretando las condiciones fácticas del ejercicio de la racionalidad en el horizonte posmoderno.





La invasión humanitaria para auxiliar a la Osetia georgiana es particularmente fascinante porque involucra una modificación (una Verwindung, diría Vattimo) del horizonte hermenéutico del lenguaje político liberal. No sólo se muestra la lógica perversa de los “derechos humanos”, que es lo de menos. Acontece que el lenguaje liberal de justificación de la violencia por “derechos humanos” ha travestido su significado. Esto es un factum hermenéutico, algo que parecía no poder ser, pero ha acaecido que es, y es verdadero ahora. El evento Osetia lleva consigo un cambio en los límites de un lenguaje de legitimación de la violencia, hasta ahora reservado para la “Madre de las Democracias”, su red global de ONG y sus dependencias militares en Europa. Se ha cambiado la naturaleza de lo que “se permite” y lo que “no se permite”. Esta situación atiende los límites históricos del mundo posmoderno tal y como éstos han devenido en la práctica de la tradición liberal, tal y como –por ejemplo- un lector acucioso debe deducir de los escritos políticos del difunto Richard Rorty. Existe el Derecho, nacional o internacional, pero está subordinado a los derechos humanos. Esto se prueba porque los derechos humanos (y no el Derecho) son el criterio en lo relativo al dominio del uso de la fuerza. Los derechos humanos son “fundamento” del Derecho –y de la fuerza-. Pero aún no hemos llegado al fondo. Los derechos humanos mismos, a su vez, están también sometidos a una instancia anterior, que pasa regularmente desapercibida, pero que tiene un carácter fundante en el lenguaje liberal: Una lógica de los sentimientos morales, en particular la compasión por el débil y el que sufre. Sufren los osetianos, los rusos ven vulnerados sus derechos humanos, y tienen compasión: Entonces usan la violencia, la “intervención humanitaria” a favor de los osetianos. La violencia hermenéutica está justificada por un sentimiento fundacional de humanidad por el que llora. El ojo llora y la violencia está justificada desde su fundamento último, el sentimiento de compasión. Todo estaría perfecto si no sucediera que son los rusos los conmovidos, pues es esto lo que modifica el límite.


Como vemos, hasta antes de los Juegos Olímpicos de Pekín, las intervenciones humanitarias eran de la jerga de una ontología fundacional de los sentimientos políticos. Iba desde la “indiferencia” a la “compasión”, ambos con fuerte carga moral, tan fuerte como para justificar la intervención armada. Se trata de un lenguaje emotivista originado en la filosofía utilitarista inglesa, promovido en la práctica ecumenal del liberalismo por las ONG y los medios de prensa “correctos”. “Nosotros somos compasivos, luego, actuamos por humanidad” –diría el liberal-, un sentimiento moral pregnante y que atiende –en su versión rousseauniana- a la condición humana universal. En la tradición de Bentham o John Stuart Mill, la humanidad extiende generosa su compasión política a los animales que sufren. Pero los Juegos Olímpicos han pasado. Con ellos, el lindero entre la indiferencia y la compasión emotivistas se ha desplazado del mundo cuya justificación filosófica son en parte Bentham y Mill al mundo no liberal, al mundo donde no caben ya los animales, Rusia, por ejemplo, al mundo donde resulta extraño, anecdótico, inaceptable que exista la compasión, que de pronto se revela como un fundamento privativo del universo liberal, como en efecto era hasta 2008. Pero he aquí el factum hermenéutico de Osetia: Un sentimiento ontológico liberal se ha pasado de frontera y, con él, la historia del mundo.



Hemos tratado de Osetia como evento, como un evento cuyo mensaje es el cambio de las fronteras geográficas del lenguaje liberal. Pero, ¿qué es un evento? Definamos “evento”, para comenzar, como una situación sociopolítica, como lo que llamaríamos un “hecho histórico”, algo que sale en los periódicos y es registrado. Es fundamental que el “evento” exceda los marcos del procedimiento institucional. Esto es, no cualquier hecho social es un evento. Sólo es evento la clase de situaciones sociopolíticas que aparecen como representaciones de cambios efectivos del orden político, o que implican pensar el orden político, como la Revolución de 1848, por ejemplo, que redefinió el pensamiento (y no sólo la práctica) de la política europea. El terrorismo, la situación de terrorismo permanente, es en este sentido el ejemplo insigne de “evento”. No el acto terrorista, sino la situación de terrorismo, que localiza y limita el acto terrorista determinado y lo hace un fenómeno del pensar, y no una mera desgracia para un ojo que llora. El Estado georgiano quiso someter militarmente a los grupos separatistas de Osetia del Sur (país: Georgia). Eso es un evento, pues se realiza una operación de fuerza precisamente cuando los mecanismos procedimentales de un régimen político son ineficaces para atender un problema de modo tal que éste pase desapercibido. Los eventos de los países soberanos, en un sentido general, son la historia de esos países. Si nos imaginamos un mundo donde todas las situaciones sociopolíticas pudieran ser procesadas dentro de los mecanismos institucionales de una cierta forma de régimen, la democracia, por ejemplo, o la monarquía, la mera sucesión temporal de acontecimientos sería irrelevante. Cuando cayó el muro de Berlín, un filósofo llamado Francis Fukuyama previó, con un sentido algo exagerado de sus cualidades proféticas, que la historia posterior a 1991 carecería de eventos, que, para decirlo en mis propios términos, sería una historia ineventual, una historia donde nada más pasaría. Estaba equivocado, sin embargo.


Fukuyama pensó que era posible pensar un tiempo humano sin eventos. De hecho, esta suposición absurda subyace como fundamento a las creencias ilustradas y liberales del rol político de la compasión como estrategia de interpretación de fenómenos como el de una intervención política, como la de Kosovo, por ejemplo. La idea es que en un mundo sin eventos no existe la posibilidad, no se permite, que las fronteras cambien. Es lo que en filosofía llamaos la “lógica de la identidad”, esto es, el mundo de sí y no, de verdadero y falso, que es el punto de partida para la apropiación del terreno de lo que “se permite”. Pero un tiempo sin eventos es inimaginablemente inhumano, en el sentido de que no es propio del sentido de lo humano llevar una vida en la que no pasa nada. En el que nunca Osetia del Sur puede querer separarse de Georgia, o que nunca EE. UU. querría apoderarse políticamente de Europa Oriental, incluso creando países ridículos como Kosovo. Pero ese mundo es lo que Richard Rorty llamó “la utopía liberal”, un mundo cuyo significado radica, precisamente, en que no sea posible el evento.



Hasta hoy ha coincidido que el ámbito del ejercicio de los derechos humanos como violencia militar es el mismo que el de la vigencia del programa normativo de la Ilustración, de sus criterios de universalidad y de su posicionamiento efectivo como dominio político. Los liberales asumieron siempre que era a priori su terreno. Inmanuel Kant lo ha explicado muy bien en sus ensayos de “filosofía de la historia” y se trata de un tópico conocido. La práctica del empleo de los sentimientos morales iba de la mano con una cierta geografía política, que los defensores de la violencia ilustrada llaman a veces “las democracias”. Aunque Jean-François Lyotard daba ya desde hace tres décadas el esfuerzo intelectual por inútil, vemos que la coincidencia entre dominio político y lenguaje de la compasión ha muerto recién hoy, con Osetia, en que ha devenido un hecho que la suposición del carácter a priori del dominio de la violencia de los compasivos era falsa. En el sentido más filosófico, el evento Osetia es un mensaje que marca, que pone la huella de sentido de la frontera del uso político de la compasión. Siendo su origen una concepción liberal de los sentimientos políticos (en Mill o en Bentham), ha extendido su frontera más allá del territorio de la Madre de las Democracias. Hay un problema en si se puede o no permitir que Rusia ejerza su derecho a la compasión, o si se debe permitir que el sufrimiento de los osetianos le sea indiferente a los rusos. Hasta hace una semana, sólo a las democracias les estaba reservado acudir a sus sentimientos morales de compasión por los que sufren. Pero lo que hay aquí detrás es la emergencia del evento del lenguaje liberal en un uso cuya frontera difiere del posicionamiento de poder de la “Madre de las Democracias”. Lo que se permite o no se permite estaba hasta el evento Osetia limitado a las fronteras liberales, lo que a su vez les confería el derecho sobre los derechos humanos y, junto con ello, el uso terminal de la compasión, la violencia “correcta”. Ahora la compasión merece compasión, pues se ha revelado su naturaleza exterior al liberalismo y, por lo mismo, la terrible irracionalidad que descansa en su nombre tan dulce.


Lo que se permite o no se permite es el límite del pensamiento. Como pensaba Heidegger, todo pensamiento genuino exige la noción de “límite”, algo que llamo “límite hermenéutico”. El límite, sin embargo, está signado por la facticidad, esto es, es siempre un límite concreto, que implica la idea de la percepción de una distancia o un territorio práctico, hasta donde se llega o no se llega, pero que –por ser fáctico- puede variar. De alguna manera este concepto está expresado en la interpretación que hace Carl Schmitt del uso arcaico de la palabra griega “nomos” como límite, valla, frontera o lindero, en su texto Nomos de la Tierra, y que Heidegger rescata de manera análoga, si mi memoria no me es infiel, en su Carta sobre el Humanismo. Los europeos, antes del desarrollo de la navegación y la aventura de 1492, tenían un límite en el Océano Atlántico. Ese límite tenía consecuencias en la definición del mundo europeo. Era un límite geográfico, pero era también un límite hermenéutico, pues era un límite para lo que se permite pensar o no se permite pensar. Más allá del Atlántico como un límite, el pensar se transformaba en sueños o mitos, como el de la Atlántida, por ejemplo. En realidad, la idea del “límite” o “nomos” es un concepto que funciona de manera trascendental, esto es, funciona como un a priori de la interpretación general del mundo humano, y más particularmente del mundo político. No indica nada sobre la dimensión de la frontera, salvo que todo lo que está fuera no se permite, en el sentido moral en que es insensato, rebasar la medida pretender ir más allá. O sea, se puede, pero está mal, pues excede la medida. Esto se aplica incluso para las esferas de poder político a pesar de las pretensiones contrarias del pensamiento de la universalidad y la totalidad, nuestro consabido pensamiento único, la ecumene de los liberales. De manera fáctica, el mundo aparecía como si el límite de la lógica de la compasión y el orden territorial de los derechos humanos hubiera sido el mismo que el del poder de Norteamérica, eso desde la caída del muro de Berlín hasta este año. Kant tuvo razón al respecto, literalmente, hasta la semana pasada.





Como es sabido, hay usos y usos de la “compasión”. Su empleo político es uno de ellos. Su función en el mundo liberal es servir de frontera ontológica entre el mundo “correcto” y el resto del mundo. Esta frontera es intrínsecamente violenta, pues es el límite del amigo y el enemigo. Que no extrañe que se emplee de manera terminal en la violencia, la violencia militar, que sólo es racionalmente admisible así desde el lado correcto. Pues bien, el uso terminal de la compasión se había reducido desde la creación de la ONU hasta ahora a la geografía del dominio y la voluntad de “las democracias”, esto es, ellas eran compasivas, la compasión era su reino. Siendo así, se hacía lo que ellos permitían y se permitían. Sólo su compasión era “correcta” y transfería su violencia en “Derecho humanitario”. Hoy, con el mismo lenguaje, reclaman derecho a la compasión otras naciones que no son liberales. Lo que se permite y no se permite, pues, ha cambiado de linderos. Pero esto significa que la idea de lo que es “correcto”, que iba acompañando la violencia, se ha desvanecido, es falsa, es mitológica, es irracional (pues no nombra un límite). ¿Quién, pues –preguntamos- tiene el dominio (terreno y poder) de la compasión ahora? ¿Las ONG de animales? Hoy sabemos que la geografía del liberalismo no está en los límites de la compasión. Hay que comenzar a pensar seriamente qué es lo que vamos a hacer con la filosofía política de los compasivos, pues éstos han perdido su límite. Ahora que el lenguaje liberal ha desplazado su geografía, sabemos que algo terrible ocurre con el dominio de lo que se permite y lo permitido con la compasión y los derechos humanos. Con toda certeza, no sabemos ya quién decide.

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domingo, 24 de agosto de 2008

Vive le Roi! A bas la République!

¿Por qué Marqués de Montealegre? (Y no José de la Riva-Agüero)


Este post intentará ser una mera precisión histórica acerca del Marqués de Montealegre de Aulestia (1885-1944), filósofo peruano a quien trato de incorporar –hasta ahora con relativo éxito- a la agenda del teatro mundial de la cultura política. Lo hago por varias razones. Porque llevo ya casi 7 años dedicados a leer su obra e investigar su tiempo, con lo que eso conlleva de simpatía intelectual y moral, que en su momento desarrollé por Renato Descartes, Ludwig Wittgenstein, Richard Rorty o Gianni Vattimo. Porque, aunque parezca increíble, fue un pensador “futurista”, esto es, un tipo de intelectual antirracionalista y posilustrado que, dados los antecedentes antes indicados, me resulta especialmente simpático. Él mismo, a modo personal, adoraba que lo trataran de marqués. Finalmente, porque amo lo que llamo “los pasados inefectuales”, un tema que la discusión de mi post anterior me sugiere atender pronto, una fineza a las personas que soportan los largos textos de hermenéutica con lo que los saturo en esta bitácora. Como sea, muchos, sin embargo, casi nadie –incluso fuera del Perú- reconoce a mi personaje como lo que era, un noble. Lo recuerdan por su nombre de ciudadano peruano, José de la Riva-Agüero y Osma. Hacen mal, sin embargo, pues lo despojan de su investidura histórica.


El Marqués de Montealegre fue tal vez el único monárquico peruano del siglo XX. Tal vez los literatos Ventura García Calderón o José Santos Chocano lo fuera un poco, pero –a diferencia de nuestro marqués- nunca enteramente confesos ni filosóficamente consistentes. Tampoco socialmente descarados, debemos agregar, como lo era el noble de la Calle de Lártiga. Montealegre fue, en cambio, un monárquico audaz, un monárquico no tradicionalista, un monárquico muy interesante. Una verdadera mezquindad robarle su derecho a ser lo que el deseaba ser: Un noble de pensamiento radical.

El monarquismo de Montealegre es un hecho público juvenil. En calidad de investigador de su biografía, testifico que fue feroz defensor de la monarquía de tipo imperial desde su niñez en el Colegio de la Recoleta, siendo su mayor sueño ser una suerte de Conde Joseph De Maistre adaptado a las necesidades conceptuales del siglo XX peruano, como lo había sido Juan Donoso Cortés, Marqués de Valdegamas, para la España de la segunda mitad del siglo XIX. Con algunas reticencias, este monarquista infantil se graduó a los 19 años de Bachiller de Letras con una tesis de sociología política, Carácter de la literatura del Perú independiente (1905). Un libro monárquico: En efecto, una de las ideas eje del libro era la defensa del rol de la monarquía en la formación de la nacionalidad peruana, un tópico que había tomado sin duda de una de sus lecturas favoritas, Ernest Renan, cuyos últimos años –la juventud de Montealegre- transcurrieran al lado de l’Action Française, la revista y el movimiento “royaliste” de Charles Maurras y Maurice Barrès. Este acercamiento a la monarquía era una reparación de la actitud política de sus ancestros, uno de ellos famoso por proclamar la República Peruana. Para 1910 había ya redactado otra tesis, algo más insistente en el punto, que intentó luego fundamentar –con más o menos suerte- con una teoría política en 1912, que se llama Concepto del Derecho. El lector inteligente verá rápidamente que se trata de una fundamentación voluntarista del régimen político con una simpatía innegable al régimen monárquico.


Es posible que la locura monárquica de Montealegre se debiera en parte a su propia herencia familiar, de la que obtuvo por reconocimiento del Rey Don Alfonso XIII los títulos de Montealegre, Casa Dávila y Valero por gestión propia, con el consiguiente registro en la Guía de la Nobleza Española. Es bueno saber que, desde 1926, Riva-Agüero usó el título de Montealegre para el trato con la nobleza, que entonces era cosa seria, y que incluso firmó con el título para artículos de periódico, partes sociales y encargos diplomáticos. Era reconocido como tal en la Embajada Peruana y fue tenido por tal, esto es, por marqués, en todas las monarquías en las que residió o visitó desde 1926 en adelante, como el Imperio del Japón o el de Manchuria. En la Santa Sede y ante los Reyes de España en persona, incluso bajo el régimen de la II República, se presentó como Montealegre, “título de Castilla”. Todas sus amistades españolas cercanas, incluso las más íntimas, fueron incapaces de negarle el título de Montealegre; cualquier visitante apurado y distraído de su papelería personal puede constatarlo en el archivo correspondiente hoy Biblioteca del Instituto Riva-Agüero de Lima. Uno podría creer que se trataba de una insignificancia social. Reconozco que en parte (incluso en gran parte) pudo haber tenido una cierta presión del entorno familiar, particularmente el de su madre, la Marquesa de Montealegre, así como de su red de parientes y amigos en la nobleza española, en particular los condes de Casa Valencia y los marqueses de Castelbravo, sus primos. O sus amigos, quizá, el Marqués del Saltillo, Marqués de Lozoya, Marqués de Quintanar, Marqués de las Marismas del Guadalquivir, Conde Cedillo, Marqués de Valdeiglesias, o los Condes de Doña Marina, por citar algunos de sus amigos. Eran sus mejores amigos. También los consideraba sus mejores parientes. Pero no induzcamos al error. El entorno social mentado fue elegido por él mismo, y era parte de una agenda autobiográfica que nuestro peruano vivía intensa y heroicamente.


Montealegre ha sido hecho pasar a la historia a través de una máscara republicana, como un liberal que, por motivos de edad y personal amargura, se volvería recalcitrante católico o fascista hacia 1932, en que redacta el famoso Discurso de la Recoleta, un folletín de diez páginas llenas de cólera que escribió Montealegre en el contexto de que acababa de ser derrocada la monarquía española y que los desconcertados peruanos han interpretado siempre anatópicamente, como un discurso universal sobre ideas políticas a las que se habría convertido. Como se sabe, Riva-Agüero leyó el texto en el aniversario del Colegio Recoleta; una idea desacertada si se piensa que, en efecto, la composición del discurso es una pieza de ultramontanismo, incomprensible para la historia social que protagonizaban entonces el APRA y los fascistas locales, ninguno de cuyos bandos era particularmente afecto al Papa. Su tono enfático hizo creer –no al auditorio pero sí a la posteridad- que se trataba de la muerte moral de un “primer” Riva-Agüero liberal, hasta entonces un demócrata. Pero ese “demócrata” es más producto de la imaginación historiográfica que de la realidad. Por desgracia, Riva-Agüero contribuiría en no poco a alimentar esta idea, pues a partir de 1932 justamente inició una verdadera guerra ideológica a favor de las diversas formas de reacción nacionalista europea, pero fue un accidente. Los motivos de esto, sin embargo, eran desconocidos para los peruanos. Montealegre, desde el retiro del Rey Don Alfonso XIII a Fontainebleu se había unido –cada vez más- a colaborar con la reacción europea, con la esperanza del retorno del Rey. El Discurso de la Recoleta fue impreso varias veces en Madrid como artículo y como folleto antes que en Lima. Y en el Perú lo fue recién al año siguiente. No fue sin embargo, decisión de Montealegre, sino por la –insistente- presión del clero, que veía entonces amenazada la Iglesia por el avance social del discurso anticlerical de las izquierdas.

El segundo Riva-Agüero es el primer Riva-Agüero. Su dislocación bicéfala es una historia urbana, urdida mala y masivamente por gente desafecta a la verdad histórica, un ataque a la memoria, un asalto moral al pasado. En este asalto moral, el Marqués de Montealegre aparece como un hombre que partió su vida en dos y que legó a la democracia, la república y el pensamiento único lo más noble de su obra intelectual, gestada entre 1905 y 1916. Esta impostura nos hace olvidar que la obra del activista de 1932 es simplemente la madurez del pensamiento de un hermeneuta antimoderno del 900, un reaccionario, monárquico, el pensamiento de un hombre que buscó, a su manera, en las claves disponibles de su época, comprender la miseria de los tiempos modernos desde el horizonte donde las cosas que se ven, cuando se ven, se ven siempre más grandes. Llamamos a las personas, pues, por su nombre. A De Maistre lo que es de De Maistre y a lo de Montealegre, lo que es de su herencia de Castilla.

lunes, 11 de agosto de 2008

El fin de la Modernidad

Reacción hermenéutica



Reacción hermenéutica
El pensar de los pobres


Víctor Samuel Rivera


Una buena pregunta para este blog es por qué se llama “anamesis”. Voy a defender la idea general, sobre la base de definiciones que indican su rastro y su procedencia, de que es un intento de práctica de la idea heideggeriana de Andenken (saber rememorante). En lo fundamental, es la puesta en obra de una idea heideggeriana que he tomado procesada desde la lectura de Vattimo. Creo que es importante pues explicará al lector de mi blog (si existe) la pista de mis aproximaciones aquí. El filósofo especializado podrá considera la pertinencia de mis alcances y podrá también (cosa deseable) establecer las diferencias conceptuales con Heidegger, pero más con Gianni Vattimo, que es la fuente más cercana de inspiración, pero no la única ni la última. Antes de intentar dar una respuesta filosófica a la pregunta por la “anamnesis” en las escasas tres páginas que debo destinar a ello, voy a contar una anécdota sobre el origen del término. “Anamnesis” (sin acento, pues debería ser “anámnesis”) fue un proyecto de revista de pensamiento político que hicimos Carlos Mayard, Eduardo Hernando Nieto y yo hacia 2002-2004. El nombre es creación de Eduardo y surge del entorno de lecturas que rodearon el proyecto, en un abanico que iba desde Leo Strauss y Carl Schmitt (entonces y hoy patrimonio de Eduardo) hasta Ludwig Wittgenstein, Rorty, Gadamer y Vattimo, dos grupos de autores sobre cuyas posturas polémicas nunca logramos estar de acuerdo. Le debo a Eduardo un reconocimiento por haberme aceptado hace poco el privilegio del nihil obstat para usar del rótulo. El nombre es precioso, y reviste para mí de un significado filosófico que deseo poner ahora al alcance del público. Para mí es pensamiento de la reacción (ontológica), reacción particular de los pobres y los oprimidos, y también pensar desde la catástrofe. Pero no desesperemos tan pronto, pues hay que dar cuenta de la procedencia.

Entiendo por “Anámnesis” el pensar a partir del recuerdo. Puede que se objete que “An-amnesis” no sea una buena traducción para el An-denken heideggeriano. Quien esto firma no sabe alemán y justifica su uso filosófico a partir de la traducción al italiano y el significado de esta traducción en el cuerpo de ideas que Gianni Vattimo ha empleado para interpretar el fenómeno general de la posmodernidad. En general, es un concepto que viene signado por un proceso característico del desarrollo de la hermenéutica filosófica, y como tal puede revestir diferencias de matiz. Pero tratar el An-denken como “pensar como recuerdo”, así definido, es muy fácil confundirlo con la historia, y creer que es mera historia, un reproche que se me hace frecuentemente por mis investigaciones historiográficas. El acento en el recuerdo también puede expresar un exceso de crédito al sentido filosófico del pasado, en cuyo caso la “anámnesis” pasa por un pensar nostálgico, por un pensar de la nostalgia. Esto último no me parece tan falso, pero es inexacto. La nostalgia no es la mera nostalgia. Intentemos, pues, para continuar, definir qué es aquí “pensar” y “recuerdo”. Eso ayudará mucho para diferenciarse de la historia y precisar el alcance de la nostalgia, que considero una actitud ontológica que, justamente, está a la escucha y está dispuesta a interpretar lo que se experimenta como una vivencia de la actualidad en lo que tiene de intensa y racionalmente digna de ser pensada.

Entiendo por “pensar” una remisión del esfuerzo por comprender a las condiciones de sentido de la vida humana, lo que en la tradición de la hermenéutica, desde Edmund Husserl hasta Gianni Vattimo, referimos como “facticidad”, esto es, el carácter dado de los hechos de la vida humana que presentan las características de su finitud. Como alguna vez me hiciera notar en diálogo personal Guillermo Nugent, uno puede, sujetándose de la Hermenéutica de la facticidad de Heidegger (1923) o bien de algunos aspectos de Ser y Tiempo (1927), hacer una interpretación pragmatista de la finitud, y remitir su pensamiento (el pensamiento) a un quehacer con lo cotidiano de la vida cotidiana. Como bien intuía Nugent, esto relacionaría así el pensar a la interpretación sociológica, como bien a observado también Vattimo hace poco en su Nihilismo y emancipación (2003). Pero la facticidad, tal y como parece interpretarla el propio Heidegger después en términos de “evento” (1936-1938), pace Nugent, tiene que ver con la radicalidad de la finitud, no con su ordinariez. Nos relaciona con las situaciones terribles, pues son éstas las que permiten el reconocimiento de la finitud. Nos referimos, por ejemplo, al hambre, la peste, la guerra y la muerte, los recordados cuatro jinetes de la visión del Apocalipsis de San Juan. Una vida excesivamente “ordinaria” nos haría imposible recordar que no somos dioses. La idea de filosofar con la vida ordinaria solamente –a mi juicio- funciona si se presupone que en realidad los eventos terribles no existen o no importan, un pensamiento que sociológicamente corresponde al pensar de los ricos, como es el caso de los referentes sociales de los libros de Richard Rorty, que también razona de esa manera. El pensar entonces es pensar del evento y, a mi juicio, de los eventos terribles de la facticidad, de los que sacuden, estremecen la atención de la vida ordinaria, no de los que la hacen irrelevante.



En el contexto de América Latina, hay que decir que el pensar desde la facticidad y el evento, como hemos expuesto, es por ello de la esencia del pensar desde la óptica de los pobres. Los pobres son privilegiados en esta óptica de consideración de la facticidad y el carácter terrible del evento porque constituyen su “pueblo”, para decirlo como Heidegger. Los pobres son el pueblo del evento. Todos los pueblos, por cierto, tienen una magnitud histórica, están el la condición de que deben –como observa Schmitt-, consideradores de su finitud, que es una historia. Hay que agregar aquí que la facticidad humana contiene como a un elemento la comprensión histórica, que ocupa una posición trascendental –en el sentido ordinario y kantiano-, pues es una condición “fáctica” (o sea, dada e inevitable) en la que tiene lugar el sentido de cualquier pregunta sobre los eventos del hombre, que siempre, por tanto, son también y principalmente eventos históricos. Creo recordar que una vez ha escrito Vattimo que la caducidad del hombre es un a priori, que es el a priori de la posmodernidad. La caducidad humana ha devenido especialmente espantosa en las consecuencias de la modernidad y la Ilustración, en su dimensión apoteósica y triunfante. Ejemplos de ello en la más cercana actualidad (los eventos que se nos imponen) son las incesantes amenazas militares de las democracias contra los Estados disidentes, la inminente contracción metafísica del norteamericanismo, la invasión planetaria de la tecnología o la catástrofe ecológica ocasionada por la consumación de los ideales morales del mundo moderno.



Hemos visto ya la idea de “pensar”. Vayamos ahora a la definición de “an-amnesis” como “recuerdo”. El recuerdo es el rastro de nuestra presencia humana como seres que se reconocen limitados por los eventos terribles. En la medida en que nos reconocemos finitos y mortales, sumidos en el acaecer inexorable y espantoso de la facticidad, el hecho de comprendernos significa también “comprenderla” (a la facticidad) y comprender la facticidad nos obliga a buscarnos históricamente en un sentido que implica una honda exigencia práctica. Esto tiene lugar de manera preferente en el pasado, y más aún cuando ese pasado tiene algo que decirnos que sea nuevo y –por decirlo de alguna manera- nos llame la atención acerca de nuestro presente, nos lo haga más interesante, más lleno en su sentido de vitalidad. Pensar, pues, es el pensar de la facticidad y por ello recuperación de sentido en el recuerdo. No de cualquier recuerdo, sino del que hace comprensible la facticidad, esto es, aquél que permite incorporar de manera razonable el en-frentarse ante la pregnancia de lo que aparece inevitable. En realidad lo fáctico de la facticidad aparece como un destino, esto es, como un dirección de la experiencia vivida que es inevitable y ante la que sólo queda la resignación. Pero esto es falso. Buena parte del significado de la facticidad está asociado a una agenda deliberativo-práctica, relativa lo que nos toca, a lo que hay que hacer. Lo terrible no sólo nos asombra, también nos convoca, esto es, nos llama a hacer algo, y está preñado así de una connotación moral que es intensa en proporción a la magnitud del evento. Es justamente en este sentido peculiar, la idea de que el evento convoca y que hay que hacer algo, que el pensar del origen y el recuerdo no son conmemorativos, sino ontológicos, pues definen nuestra respuesta ética ante lo que aparece inevitable. Por esta razón, si el filósofo hermeneuta desea pensar el recuerdo, lo hace con la idea implícita de que se espera de él lo que he llamado en otras partes una “reacción hermenéutica”, esto es, un pensar que es la recuperación desde la tragedia, desde el dolor, desde la presión de la facticidad que se presenta como un destino inexorable de los eventos terribles.

El pensar como recuerdo es una reacción, cuyo punto de partida es una llamada del acontecer a la reflexión del hombre, es la llamada misma de cualquier cosa que haya de llamarse razonablemente una realidad, pues procede de lo más espantoso. En la búsqueda en el pasado se sumerge el pensar bajo el presupuesto de que lo relevante del pasado es lo que permite trascender el carácter destinal de nuestra interpretación “cotidiana” de la facticidad, que hace al pensador cooperador del destino. En este sentido, y temo que contra el parecer de Gianni Vattimo, la anámnesis es necesariamente nostálgica, pues trata de hacer del pensar del hombre una recuperación desde lo terrible en orden de rebasar los límites que se imponen en la experiencia apocalíptica de lo espantoso. Vattimo insiste mucho en la etimología de An-denken, significando el periodo de convalecencia, el recuperarse de una enfermedad, aceptar una situación que es dada y la actitud de resignarse ante lo inevitable, todo a la vez. La interpretación vattimiana del término de Heidegger está vinculada con la idea de verdad que acuñara el Heidegger de De la esencia de la Verdad (1930) basándose en la etimología griega de “verdad”, “Alétheia”. Este término griego, a diferencia de la idea moderna de la verdad como algo “científico” y “fundado”, de lo “verificable” o lo “metódico”, significa una aproximación dinámica de algo que se desoculta sobre un fondo de oscuridad en el que se extiende. La verdad como Alétheia es la manifestación, el acontecer de una presencia que no se agota en sí misma y cuyo significado es sobrepasado por un horizonte inabarcable en términos de la descripción que un observador imparcial pudiera hacer. Con estos antecedentes, el pensar como recuerdo está involucrado en Vattimo (y eso lo tomamos aquí como herencia) con la noción de que la verdad en términos humanos es proporcional a la condición misma de la facticidad del hombre. El pensar es aquí en analogía con un cierto afán por el horizonte inabarcable, que se traduce en una agenda de interés por el pasado, que es la ausencia por antonomasia de lo presente y, por lo tanto, su pensamiento.

El interés por el pasado del filosofar como Andenken, aun siendo un repaso y una reconsideración del pasado, no es historia, pues la verdad de la historia que busca no es la verdad de una disciplina científica, sino el horizonte de fondo que permite comprender una verdad desocultada en un evento terrible. No es la verdad desinteresada del observador, sino la mira ansiosa del hombre que busca el sentido del destino –para decirlo en la jerga institucional- al destino al que está destinado. Una consecuencia de esta consideración es que este pensar hace su límite propio no en la verdad (científica) del pasado, sino con (y contra) las ideas que constituyen nuestro sentido común, tanto ordinario como filosófico, que se estrella con el pasado como lo hace la Alétheia griega con lo oculto. Esto nos lleva a un pensar radical del pasado que hace pensable el destino de la tragedia en el modo de una libertad, esto es, nos libera del aspecto más crudamente destinal del destino. Y ese pensar sólo es libre cuando los hechos terribles de la facticidad se ven consolados en su carácter finito, esto es, cuando la lectura del pasado nos hace descubrir que lo que hoy es alguna vez no fue, y que lo espantoso de hoy era ausente en el pasado. El pensar del pasado resulta así consolador y se convierte en el ejercicio deliberado de la nostalgia, con un objetivo moral de recuperación ante el peso pregnante de lo espantoso. Ante un evento terrible, ¿no parece razonable acaso hacerse preguntas en torno del origen, del origen del carácter humanamente fáctico del acontecer? Sería penoso, pues, considerar que el pensar como anámnesis o An-denken fuera un mero cultivo del recuerdo, del mero recuerdo. Por ello el recordar del recuerdo no es “rememoración”, en el sentido de acordarse de algo que ya pasó solamente y que, por ser pasado, es ido. Implica más bien la idea de incorporar el carácter del pasado en el significado de la interpretación del presente reconociendo que la “huella” de lo pasado es indeleble, dado el carácter unilineal de nuestra relación con él. En parte, la anámnesis es para descansar del presente, en parte para pensar el presente en el orden de la libertad. En este contexto, sin duda, no hay lugar al reproche de que la anámnesis es mera historia, ni de que la dimensión nostálgica del pensar como recuerdo conduce a la mera nostalgia. Conduce, desde el hogar de la nostalgia, al pensar de convalecencia de la reacción, a la experiencia de la reacción, al pensar desde la vivencia del hombre pobre la esperanza que llama de lo oculto.
 
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