Resplandor del evento
Califato Islámico y fin de la historia
Víctor Samuel Rivera
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
El Ser se ha desvelado y, lo que era oculto
para el hombre, se ha instalado en el seno de su mundo. El 30 de setiembre de
2014 el diario turco Aydinik Daily
anunció al mundo del hombre la existencia oficial de un Estado, de un Estado
nuevo, de una nueva monarquía religiosa. El régimen de Recep Tayyip Erdogan,
cuya sede es Ankara, ha permitido la apertura de un Consulado oficial para la
concesión de visados para aquellos hombres de fe en el Islam de toda la Tierra que
deseen integrarse a la guerra santa contra Estados Unidos y sus colonias. Ese
Consulado significa el reconocimiento oficial como un Estado de algo que la
prensa occidental denomina hasta ahora, de manera preferente y obsesiva, grupo
de “terroristas”, los terroristas del “EI” (Estado Islámico). Y es que el
Estado Islámico es un país, no es una asociación terrorista, y admitirlo exige,
como se comprende fácilmente, incorporar a este Estado en el marco de derechos
que rigen las relaciones internacionales. Los “terroristas” no tienen derechos;
los Estados sí los tienen. No los que dictan las Naciones Unidas, un anexo
execrable de los Estados Unidos, sino los derechos que se ha reconocido siempre
para los vínculos entre los Estados y que se rigen por el sentido común. Y
lejos de ser esto cualquier cosa irrelevante es, posiblemente, uno de los
signos de los tiempos más significativos para el hermeneuta, que ve claramente una
manifestación explícita como pocas del fin del mundo que los Estados Unidos
representan para la existencia humana. Es decir, del fin del mundo del
liberalismo y los ideales e instituciones que, sin freno, desde 1789 en
adelante, van camino de la destrucción de la Tierra entera.
Veamos primero el significado de este evento
apropiador desde el punto de vista del hombre. Cualquier observador que haga un
esfuerzo por ser imparcial reconoce que el Estado Islámico no es una banda
terrorista. No es una comandita de asesinos. En realidad se trata de un régimen
monárquico de constitución religiosa, que se considera a sí mismo un “Califato”
y que ejerce dominación política (y no simple terror) ante millones de súbditos.
No se disputa con los islámicos si la denominación del monarca como “califa”
sea o no legítima, pues se trata de una cuestión histórico-jurídica que
corresponde a la tradición del Islam que escapa no sólo a nuestra capacidad,
sino a nuestro interés.
El Califato tiene un soberano visible: su
fotografía es disponible por internet; el régimen goza de un gobierno, con una
organización determinada para sus jerarquías y responsabilidades, lo que
también puede comprobarse hurgando en internet simplemente; la monarquía extiende
su dominio en un territorio, que no es nada desdeñable y que, con certeza, es
mayor que el del Principado de Andorra o el Gran Ducado del Luxemburgo; dentro
de su dominio se ejerce el Derecho y la Justicia, pues hay códigos y jueces,
aunque sea en términos islámicos y no liberales, pero esto ocurre también en
otras monarquías islámicas de la zona, aliadas ahora de los Estados Unidos,
como es en los reinos de Qatar, Omán o Arabia Saudita. En suma, es un dato
fáctico que en el Califato se ejercen actividades humanas con instituciones políticas y civiles, que se
guían por reglas no arbitrarias, que allí donde se habla de “derechos” para
perros y gatos, se rinde en cambio culto a Dios de manera ordenada y donde, por
si esto no fuera suficiente, aunque nunca se lo mencione, el comercio, la
educación y la cultura florecen normalmente. Es inexplicable cómo se llama a
algo como lo que se ha descrito un grupo “terrorista”, pero esto, que es en
realidad un juego de palabras para
idiotizar a una opinión pública que resulta ser esencialmente idiota, es algo
tan frecuente cuando el mundo occidental se refiere a sus adversarios, que nada
debía sorprender. Todo enemigo de Estados Unidos es calificado de “terrorista”,
incluso cuando su único crimen es existir.
El Califato, a diferencia de los reinos
sunitas que lo circundan, fomenta y lleva a la práctica la guerra santa, que es
en realidad una guerra contra los Estados Unidos. Desde el punto de vista
humano, esto es justificable y no en absoluto un producto del azar. Se explica
por la obstinada política de los Estados Unidos y la OTAN en los últimos 20
años en controlar el mundo, en particular el islámico, un mundo que es el mundo
del Califa, pero que no le es propio en absoluto a los Estados Unidos y que,
además, no le significa ninguna amenaza objetiva. Los misiles nucleares de
Estados Unidos pueden devastar la Tierra. Las armas de los musulmanes en guerra
santa, si son exitosas, apenas van a llegar a los límites con Turquía e Irán. La
primera víctima de Estados Unidos fue el Emirato de Afganistán, invadido en el
año 2002. Estados Unidos ha transformado a ese reino, después de casi tres
lustros de sangrienta ocupación militar, en una pestilente república corrupta, sumida
en el caos del odio tribal y sin cuya presencia armada volvería, como es
evidente, a manos del Emir, que aún vive en el exilio. Es admirable,
humanamente, cómo el pueblo de Afganistán, como el de otras naciones oprimidas
por Estados Unidos, tiene la virtud de hacer algo que sus ocupantes, el país
más poderoso de la Tierra, no tienen: paciencia histórica. Tarde o temprano el
Emir volverá y la Coca-Cola regresará a la refrigeradora de la que nunca
debería haber salido. La segunda víctima fue Irak, la antigua Mesopotamia; ésta
era una desarmada república nacionalista multicultural y pacífica hasta que en
2003, ellos, los Estados Unidos y la OTAN, la transformaron en otra corrupta democracia
liberal, alfombrada de cientos de miles de muertos y una multitud incontable de refugiados. Pero
el punto de vista humano no nos interesa. Es demasiado republicano, demasiado
dialogante, demasiado decente para ser el punto de vista del filósofo
hermeneuta.
Veamos ahora el punto de vista filosófico del asunto, el evento de ésta, la verdadera, única y auténtica “primavera árabe”. El hombre común de las sociedades liberales se sorprende de la exacerbación de actos de violencia que indudablemente acompañan a todo episodio político que no es “una invitación a cenar”. En gran medida esto se debe al carácter moral que la persona de la calle del mundo liberal le atribuye a la violencia, que es negativo; aunque hay filósofos en esta tradición que la han defendido como intrínsecamente buena, no se recuerda que lo haya sido en un sentido moral, sino ontológico; en estos casos, tampoco ha sido la violencia por la mera violencia, sino en tanto principio de las instituciones políticas. Fuera de su consideración como procedencia ontológica de un mundo civil, la violencia en sí misma es siempre indeseable. Su extremo hermenéutico es, en la muerte del enemigo, también la propia muerte. La violencia no es, pues, del deseo del hombre. Pero puede serlo de su interés; no de su interés personal, sino de su interés histórico. Y justamente un filósofo que une el interés en los acontecimientos políticos con el despliegue social de la violencia es Inmanuel Kant, uno de los más decisivos pensadores a quienes se debe el mundo liberal mismo que se espanta de la violencia que implica el nacimiento del reino del Califa y de la guerra santa islámica.
Y es que si Estados Unidos ha usado y usa
históricamente de la violencia para sostener su hegemonía, es porque le
subtiende un horizonte metafísico que justifica ese proceder. Cuando los
Estados Unidos, la potencia nuclear más grande y rica de la Tierra, utiliza su
poder militar contra países indefensos que no podrían ni arrojarle una piedra,
es porque hay un esquema conceptual que califica esa violencia como una
invitación a cenar en la que el atacado ha rechazado previamente su asiento.
En los textos de Inmanuel Kant relativos a la
Ilustración, pero más en particular a sus consecuencias sociales, incluida
entre ellas la Revolución Francesa, consideraba que los actos de violencia
política estaban indisolublemente ligados a una consideración que estaba
inspirada por el interés con la historia. Dependían de un punto de vista relativo al camino de la historia, lo que él
denominaba “un hilo conductor”, esto es, un sentido legitimador. Lo que importa
aquí es esta noción del vínculo del hombre con los eventos históricos en
términos de interés. Kant consideraba
que los actos sangrientos de la Revolución Francesa no podían ser condenados, a
pesar de que no se le escapaba que, considerados moralmente, eran atrocidades;
a Kant le resultaba obvio que esos crímenes atroces no podían ser tomados como
meros delitos, que podían servir para encauzar a los perdedores, como es
frecuente desde la Segunda Guerra Mundial y la invención de los “Derechos
Humanos” para justificar el ajusticiamiento de los jerarcas nazis contra la
lógica del Derecho Internacional vigente en la época de su invención. Hoy los ideólogos del pacifismo encubren con su
palabrería una crueldad de la que ellos mismos no dudan en llevar a cabo,
suprimiendo (en las palabras) de la idea de la política la posibilidad de que
en su interés se halle la muerte. Kant pensaba, contra sus sucesores
pacifistas, que los crímenes revolucionarios sí estaban justificados si tenían
un objetivo que fuera de interés político, pues separaba ese interés de la
consideración moral. Pero ese interés político no era arbitrario: estaba
justificado en el punto de vista correcto, “el hilo conductor” del sentido de
la historia.
Kant pensó seriamente, lo cual es increíble
para quien esto escribe, que el interés que veía con una sonrisa cada lista
nueva de asesinatos en la guillotina estaba relacionado con la esencia humana;
la sonrisa de Kant ante la sangre de los inocentes era la sonrisa de la
humanidad. Es posible que los nazis que sonrieran ante la lista de nuevos
judíos ejecutados en cámaras de gas fuera muy parecida, aunque hay que admitir
que su mueca de gozo nietzscheana debía ser más alegre que la del amargado
liberal de Kant, que era una persona resentida y odiosa. Cuando en 2012 Osama ben Laden fue asesinado brutalmente por
un comando de los Estados Unidos, sin juicio previo que se sepa, Barack Obama, y
algo de humanidad liberal dentro de él, llevó consigo un largo suspiro de
felicidad muy parecido.
El punto de vista del interés es histórico, lo
cual puede hacer sospechar que es relativo; pero ésa no era en absoluto la idea
de Kant, que pensaba que había un punto de vista que era cualitativamente
superior a los demás, y que ese punto de vista estaba ligado con la Ilustración.
Para Kant el programa ilustrado no consistía –como erróneamente puede a uno
hacerle sospechar los textos dedicados al tema- en la incorporación del interés
al escrutinio de la opinión educada de una sociedad que conversa; Kant pensaba
más bien que había un vínculo a priori entre
el avance tecnológico y del conocimiento con la esencia humana, y que esa
esencia humana tomaba posesión –por decirlo de alguna manera- del espacio donde
realizar las instituciones y prácticas compatibles con el desarrollo o la
acumulación del conocimiento y el dominio tecnológico de manera violenta. El
interés por la violencia en la istoria estaba ligado con el progreso del
conocimiento, que lo justificaba. Sin saberlo, Kant esbozaba de esta manera una
concepción del interés por la historia que sólo podía tener una dirección, y
que vinculaba cualquier otro punto de vista (de repugnancia moral por el terror
revolucionario, por ejemplo) con el rechazo del conocimiento y el desarrollo
tecnológico, esto es, con el atraso o la ignorancia, impropios del hombre. Los
puntos de vista que disentían de su sonrisa sanguinaria se estrellaban en el
fracaso pues, la expansión del conocimiento era un hecho fáctico, algo que no
se podía negar. Los puntos de vista contrarios a la violencia ejercida por la
Ilustración podían y debían censurarse ante el carácter imponente del progreso
del conocimiento.
Kant, por razones internas a su sistema,
identificó la Ilustración y su rol de “hilo conductor” de la violencia en la
historia con la idea de una racionalidad humana universal e incontestable. Esta
forma de pensar perfiló el pensamiento y la práctica política del mundo
occidental en general, y del mundo liberal en particular luego de la caída del
muro de Berlín, en 1989.
A lo largo del siglo XIX la visión de la
historia como un interés en que la violencia política y social trajera al mundo
las prácticas e instituciones de lo que se llamaría después de Kant
“liberalismo” aparecía como un efecto sabroso del progreso humano se relacionó
con un hecho fáctico de una originalidad y una pregnancia mayores, que fue la
expansión del intercambio comercial. Aunque esta idea no era novedosa, se hizo
popular, y el punto de vista de la economía comenzó a parecer el mismo que el
del progreso de la ciencia, de tal manera que el aumento, no sólo en el
conocimiento, sino también en la riqueza material se identificó con el interés
humano. La violencia social vista desde el interés de la esencia humana era también
un derecho del progreso entendido ya no sólo epistemológicamente, sino
económicamente, con lo cual el interés de la humanidad y el desarrollo
económico y tecnológico llegaron a parecer la misma cosa. Esta economización de
la naturaleza humana hizo de la historia el escenario de una violencia
necesaria para que la humanidad alcanzara bienestar y este punto de vista no
sólo fue abrazado por la concepción liberal de la historia, sino también por
sus variantes en apariencia muy diferentes, como el socialismo y el comunismo.
Estas ideologías transformaron la violencia revolucionaria en una empresa
económica y descalificaron a los adversarios cuyas ideas o prácticas políticas
no fueran también económicas.
La derrota histórica del comunismo luego de la
caída del muro de Berlín fue vista como un signo de la superioridad de un
sistema económico, el capitalista, sobre otro, el comunista. Y también a
precisar una interpretación de los últimos tiempos, desde que Kant escribiera
en favor de las atrocidades sin nombre de la Revolución Francesa, como el
despliegue del hilo conductor que lleva desde el asesinato por la guillotina de
los reyes de Francia hasta Barack Obama. A esto se debió un auge, durante los
últimos treinta años, de la suposición de que la violencia política ejercida
desde el interés económico tenía la justificación de ser de interés para toda
la humanidad. Increíblemente, el interés de las grandes corporaciones del mundo
occidental y su sistema financiero, hoy en la quiebra, era y es el sentido de
la violencia que está legitimada. Esto lleva a entender por qué los pacifistas
que creen en los Derechos del Hombre encuentran justificación una y otra vez
para que el coloso militar y económico de la Tierra aplaste a indefensas
naciones que, ante sus misiles, responden con llanto, muerte, algunas plegarias
y, ocasionalmente, degollando a uno que otro taxista anglosajón.
Un Califato ha surgido en medio del hilo
conductor de la violencia imparable de los Estados Unidos. Se unen a él, de
manera voluntaria, miles de hombres y mujeres de todas partes del mundo. Miles
de personas que no sienten que el interés de la humanidad, es decir, el interés
humano tal y como lo diseñó la Ilustración, sea representativo de sus propios
intereses. Miles de personas en torno de un rey que no busca enriquecerse, ni
enriquecerá la banca o al sistema financiero, y que no comparte en absoluto las
ideas que se derivan de la Revolución Francesa y su propia historia de muerte y
crueldad. Miles de personas que, tal vez, despierten el interés sonriente que
ve en la historia política de violencia del mundo liberal una amenaza más
grande para el género humano que cualquier otra violencia que haya. ¿Qué hará el hermeneuta, entre tanto? Mirar, con interés, a dónde nos lleva la
guillotina islámica. Sus fueros tienen límites, tanto como los de Kant no los
tenía. ¿Qué interés le parece a usted, lector, el más interesante? Una nueva
monarquía islámica acaba de fundarse hace unas semanas en África. Brilla, pues,
el evento. Brilla allí, donde habitan los perdedores, los derrotados, los pobres que la modernidad mantiene en los márgenes de su decadencia. Y brilla a pesar de los Estados Unidos, en
quien un hombre religioso podría ver lo que Joseph de Maistre en la Revolución
Francesa: a Satanás en la Tierra.
3 comentarios:
Estimado Dr. Rivera;
Al filósofo el horizonte le atrae, no el horizonte que a su vista se escapa, sino aquel que no se deja ver bajo la luz del concepto, luchador e intrépido con el lenguaje y así es el artículo de Víctor Samuel Rivera, en el se juntan la interpretación audaz, el ámbito nouménico del evento y la pregunta no problemática, sino como diría Marcel, propia del misterio.
¡Éxitos!
Estimado José Luis;
Sé que usted ha leído varios de mis textos de hermenéutica política y que no le disgusta mi concepción de ésta, que puede calificarse de "esotérica". Un ejemplo es "Influencia divina en la Constitución política", que fue mi ponencia plenaria en el Congreso de Filosofía del año pasado. Lo que me gusta más es cómo recrea a
veces usted mi lenguaje filosófico desde otras fuentes. De hecho, tenemos mucho de qué hablar.
Y aparte, ¡Viva el Rey de Levante, portador del Ereignis!
VSR
Enrique Carrión dice:
Gracias, profesor Rivera, por su excelente artículo. Sé que mucha gente (incluyendo filósofos) no lo van a "entender", pues es de pocos llegar a descubrir las profundas motivaciones de quien posee un mundo de sentido al que quiere ser fiel. Las clases que recibí, cuando fui su alumno, me permiten, ahora, comprender su enfoque hermenéutico del tema.
Con aprecio y respeto:
Enrique Carrión
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