Víctor Samuel Rivera

Víctor Samuel Rivera
El otro es a quien no estás dispuesto a soportar

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Doctor en filosofía. Magíster en Historia de la Filosofía. Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía desde 1992. Crío tortugas peruanas Motelo y me enorgullezco de mi biblioteca especializada. Como filósofo y profesor de hermenéutica, me defino como cercano a lo que se llama "hermenéutica crítica y analógica". En Lima aplico la hermenéutica filosófica al estudio del pensamiento peruano y filosofía moderna. Trabajo como profesor de filosofía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos; he trabajado en Universidad Nacional Federico Villarreal desde 2005. He sido profesor en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima hasta 2014. He escrito unos sesenta textos filosóficos, de historia de los conceptos, filosofia política e historia moderna. Tengo fascinación por el pensamiento antisistema y me entusiasma la recuperación de la política desde el pensamiento filosófico. Mi blog, Anamnesis, es un esfuerzo por hacer una bitácora de filosofía política. No hago aquí periodismo, no hago tampoco análisis político de la vida cotidiana- De hecho, la vida cotidiana y sus asuntos no son nunca materia del pensamiento.

miércoles, 7 de enero de 2009

Nacionalismo



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Nacionalismo etnográfico y liberal

Víctor Samuel Rivera
Universidad Nacional Federico Villarreal

Este documento podría haberse titulado “¿qué es el nacionalismo?”, pues es una reflexión sobre el nacionalismo en general y su génesis en la historia política moderna, pero evitamos el nombre porque, finalmente, no abordaremos una definición lógica. En esta ocasión vamos a limitarnos a los usos sociales de “nación” y “nacional” a través de la historia efectual entre 1789 y 1945. En parte, es para satisfacer una demanda interna peruana sobre la nación, lo nacional y el nacionalismo, en que lo único que hay de claro es que el nacionalismo de los diferentes “nacionales” es extraordinariamente paradójico. En el Perú hay un partido mesiánico que se llama “Partido Nacionalista” y que es, a juicio de quien esto firma, el partido más ideológicamente burgués del Parlamento del Perú. Hay un segundo partido -más pequeño- que también se considera “nacionalista”, es un partido racial, dirigido por el ítalo mestizo Antauro Humala, hermano del líder del anterior y –como detalle latinoamericano- lleva como insignia algunas veces unos lábaros imperiales sobredorados con un símbolo que tiene un nada extraño parecido con la esvástica del Partido Nacional Socialista Obrero de Alemania. Hubo hace 40 años una dictadura izquierdista en Lima, de clara tendencia totalitaria, que se decía también “nacionalista” (1968-1974) y que fue, sin duda alguna, uno de los motores más poderosos para ingresar al Perú en la globalización liberal; no en vano, mientras durante la última década toda América Latina buscaba modelos alternativos de régimen frente a la dominación del “pensamiento único”, los últimos dos presidentes del Perú han sido, junto a la narcótica Colombia, los únicos aliados “de izquierda” del hoy caduco jefe de la “Madre de las Democracias”, el dos veces signado por un zapato señor Bush. Sólo Perú y Colombia, dentro del ámbito sudamericano, son aliados expresos de la aldea global cuya capital es la quebrada Nueva York.



Vamos a ver el asunto que nos concierne desde el ángulo del filósofo político y el del historiador de las ideas políticas. Desde el ámbito histórico conceptual, el nacionalismo es un fenómeno reciente en la historia humana. Tiene dos orígenes altamente diversos y –en realidad- incompatibles entre sí, aunque han coexistido y se han mezclado en los lenguajes sociales, para infortunio del género humano. Uno es la idea de “nación” de la Revolución Francesa, el otro es la idea de “nación” de los Discursos a la nación alemana de J. G. Fichte (1807-1808). Ambos conceptos surgen juntos, ambos son conceptos modernos, pero son antagónicos; el primero está vinculado con una noción abstracta del sujeto político (el “ciudadano”) y una versión universalista de las demandas políticas (la “democracia”). La “nación” revolucionaria es sustantivamente abstracta y políticamente universalista. En Fichte sucede el modelo inverso, el sujeto político se define por una cierta gama de compromisos históricos, peculiarmente su herencia cultural y el lenguaje común; las demandas políticas se definen en base de esa herencia y son, por tanto, políticamente restringidas a una comunidad. Pronto ambos modelos de “nación” tuvieron consecuencias sociales en la historia europea, que se aceleró por la revolución industrial del primer tercio del siglo XIX, que aumentó dramáticamente la población, la movilidad social y el tráfico de ideas, afectando en cambio el peso de la legitimidad política tradicional, basada en las costumbres sociales y la religión. En América el concepto revolucionario destruyó o subestimó los elementos de cohesión política de la monarquía católica de los siglos anteriores, haciendo añicos el reconocimiento de las diferencias y los estamentos y dando como consecuencia unos países “naciones” a la francesa, los inviables Bolivia, Haití o la República Dominicana, por poner algunos ejemplos tristes.



En el contexto francés ambos conceptos de nación coexistieron a lo largo del siglo XIX como propuestas de identidad normativa y fueron tematizados como tales por Ernest Renan, famoso por su panfleto liberal ¿Qué es una nación? (1882). Hay una carta de Renan de 1871 en que queda sentado que había dos modelos sociales rivales de concepción de la nación, que Renan distingue como “el liberal” y “el etnográfico”, en referencia a la cultura política alemana del entonces flamante Imperio del Káiser. En realidad Renan describía de manera exagerada un fenómeno generalizado en la atmósfera de creación o consolidación de los Estados nacionales europeos del siglo XIX. Había una opción fundamental entre la nación definida por la ciudadanía universal, y otra definida por la pertenencia (incluso por la pertenencia racial). El debate entre ambos modelos ingresa al siglo XX como una concepción alternativa de “la nación” ante los antiguos Estados multiculturales, que se articulaban en función de la legitimidad monárquica o la religión y que, en general, no eran “Estados” en un sentido auténticamente moderno.


Hacia el último tercio del siglo XIX el Imperio alemán o la Italia de los reyes Savoya eran Estados fichteanos, mientras que Francia, Estados Unidos y los países americanos menos exitosos eran Estados revolucionarios (“liberales” en el sentido francés). Pero existían en el siglo XIX países exitosos que no eran ni una cosa ni la otra, como España o el Imperio del Brasil, pero sería un ejemplo más feliz el Imperio Austro-Húngaro o el Imperio Otomano. Eran regímenes no nacionales. Estas formas de régimen no nacionales se desgraciaron con la Primera Gran Guerra, así como por la política fundamentalmente franco-norteamericana de postguerra de destruir literalmente los países que no fueran ellos mismos Estados revolucionarios (eso se llama “Wilsonismo”). Haber ganado la guerra mundial fue sin duda un acelerador accidental, pero eficiente, para consolidar la percepción histórica del triunfo de las naciones a la francesa, que comenzaron a pensar todas que eran “normativamente” superiores, en el penoso sentido de “normativo” que hoy usan los liberales que se ha vulgarizado a partir del El discurso filosófico de la Modernidad de Jürgen Habermas (1985). Los Estados revolucionarios comenzaron a percibirse a sí mismos como si fueran moralmente los Estados Unidos o Francia, aunque manifiestamente no eran ni siquiera la segunda; su miseria económica y su anarquía perenne no fueron razón suficiente para recordarles que eran en realidad Honduras, Bolivia o el Paraguay.

Desde la Revolución de 1848 en adelante podemos situar el inicio de una retórica política en que la nación empieza a definirse negativamente en contraste con el “internacionalismo”, esto es, contra las concepciones de la política que eran teóricamente opuestas al concepto de Estado. Es el origen histórico del anarquismo y el socialismo, que irrumpieron como consecuencia de la proletarización de las ciudades y la alfabetización masiva sin cultura, fenómeno propio del mundo burgués. Estas concepciones identificaban el universalismo y la ciudadanía de la “nación” revolucionaria característicamente como un concepto no nacional e incluso antinacional; véase la Rusia de los bolcheviques. Para entonces la idea de nación- tanto liberal como etnográfica- se iba consolidando como una noción estatal, esto es, como un rasgo de legitimidad política. Entre los antecedentes de la operación en el campo liberal sin duda hay que situar al filósofo alemán Jorge Federico Hegel. Hegel -quien eran gran lector y admirador de Kant- debía haber percibido que la filosofía política liberal en su versión kantiana era inconsistente en un punto que es muy importante para nosotros. Kant postulaba que el fundamento moral del liberalismo debía ser la autonomía de la voluntad, que se basaba a su vez en una concepción de la razón como universalidad. Era la única manera de que razón y autonomía convergieran: eliminando lo que no fuese ellas mismas. El problema surge cuando uno se pregunta por qué un individuo que es por definición un ser autónomo debía someterse a los mandatos de un gobierno, esto es, una entidad normativa heterónoma cuyas leyes obedecer. Se trata de una paradoja insoluble en términos de Kant mismo. Hegel elaboró entonces un modelo para fusionar la ciudadanía y el universalismo franceses con la idea –bastante razonable- de que estos rasgos debían compatibilizarse con una forma determinada de régimen político, el Reino de Federico el Grande de Prusia, por ejemplo. Dejo al lector el reto de interpretar el asunto leyendo por su cuenta la Filosofía del Derecho de Hegel, que contiene bastante filosofía.

Es fácil notar que si uno se toma en serio el concepto liberal de nación, se ve forzado a destruir el vínculo conceptual entre las prácticas y las formas de vida específicas de las comunidades humanas reales y su incorporación política en términos de soberanía. En principio, se trata de un concepto bastante absurdo, pero vamos a suponer, como una cuestión metodológica, que puede haber una sociedad liberal. Supongamos que en esta sociedad se conservan los lazos de solidaridad y cooperación propios de las organizaciones humanas premodernas, y que los ciudadanos tienen familias, grupos de amigos nobles y generosos, y que van a la iglesia los domingos y que son cordiales con sus vecinos, con los que comparten una vida compleja y armónica, esto a pesar de que piensan de sí mismos que son autónomos y que no necesitan de nadie para existir y que obedecer es inmoral. Vamos a conceder ahora que los miembros de la sociedad liberal actúan socialmente por motivaciones políticas universalistas en su vida cotidiana (o sea, que tienen ideas “cívicas”). El lector puede percatarse solo de que no hay manera de incorporar en ese esquema el concepto de la lealtad política, con el conjunto de demandas morales y virtudes laudables que ésta supone (como el heroísmo o el patriotismo), pues la lealtad presupone el derecho a la conminación de parte de un agente externo que se define por su poder; puede hacer cosas como mandar al ciudadano a la guerra contra su prójimo, contra el que tal vez nada lo separa, u obligarlo a ceder parte de su trabajo por motivos no universalistas, como cobrarle impuestos para comprar misiles para la guerra contra el prójimo.

Digámoslo de esta manera: A la nación liberal le falta un soberano y no puede, en realidad, tener un soberano. Si las notas distintivas de la nación son la libertad del ciudadano y las demandas políticas universales, no hay una razón intrínseca para adscribirse una identidad política de ningún tipo. En realidad los liberales, fueran franceses o anglosajones, si fueran razonadores más profundos, deberían llegar a la conclusión de que la sociedad política es una solidaridad peculiarmente accidental (en España es posible abstenerse del servicio militar y de hecho hay españoles que abrazan en llamas la bandera española con cierta frecuencia). En la medida en que el anarquismo y el socialismo dependen de la tradición liberal, son el liberalismo llevado a su extremo. El anarquista y el socialista es ciudadano del mundo y no tiene ningún soberano. Debe ser pues, antinacionalista.

Pero olvidémonos de los liberales un momento. Cuando los norteamericanos se apoderaron de Europa por la primera vez, en 1918, impusieron el modelo de nación revolucionaria pero en la versión del Estado nacional y forzaron (pues no cabe otra expresión) a que se formaran países allí donde nunca los había existido, siguiendo esta idea incomprensible de los ciudadanos universalistas que tienen que observar lealtad a un soberano. Estados Unidos impuso esa idea en su versión etnográfica, clasificando a los europeos por su raza, lengua y religión, pero sobre todo por su “etnia”. Eran países científicos, conceptuales (como hoy Kosovo), Estados que se legitimaban por la afinidad (racial) de sus ciudadanos, esto bajo la suposición de que la política está basada realmente en agregaciones étnicas. En esto intervenía una concepción positivista de las relaciones humanas, que presupone una esencia para los hombres de acuerdo a un grupo primario de adscripción provisto por las ciencias de la naturaleza (la raza). Esta concepción presupuesta se origina en que se parte de que los lazos ordinarios de la vida humana pueden reducirse en categorías naturales y, por lo tanto, que las categorías no naturales (la amistad, la vivienda cercana, el parentesco, las actividades comunes, el amor, etc.) carecen de relevancia suficiente para determinar una unidad política. Fue un negocio infausto éste de Norteamérica, que costó a la humanidad europea otra guerra peor que la que intentaba impedir. Los liberales pensaron que el único nacionalismo razonable era el orientado por una doctrina científica y que una vez ordenadas las organizaciones humanas por etnias se desencadenaría una convivencia armónica de ciudadanos con motivaciones políticas universales. Lo que ocurrió fue que se dio un recrudecimiento de la concepción etnográfica de la nación ligada al Estado en contra de la idea liberal de nación. Es un hecho extraordinario que la locura de Hitler no lograra imponer el modelo de nación étnica en Europa, como ya parecía ser el caso hacia 1942.

Termino -pues debo terminar aquí- preguntando cuán liberal y cuán etnográfico es el nacionalismo de los peruanos que creen que son nacionalistas. He tratado de mostrar históricamente: 1. que el nacionalismo liberal es absurdo, pues desconoce el carácter político de las motivaciones humanas (salvo para alguien que se tome en serio a Hegel, pero no conozco a nadie fuera de los historiadores de Hegel); 2. que el nacionalismo etnográfico es cientificista y, por lo mismo, distorsiona la naturaleza de la política o en todo caso, es un fenómeno muy riesgoso. Aquí termina este artículo, pero no termina aquí el asunto.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

No te parece que la idea de nación ya la tenían los pueblos pre-modernos? No creo que no haya habido otras naciones antes de la Era moderna. Qué dices de Roma, de los Francos, por ejemplo? No eran naciones?

Pedro Pablo dijo...

He leído esta entrada en tu blog sobre el nacionalismo y, aparte de no haberme gustado mucho (como comprenderás) una de las imágenes que incluyes (la del personaje con la bandera de España que llama nacionalistas a los disfrazados con la bandera vasca y la catalana: evidentemente, la cosa no resulta simétrica), lo cierto es que has logrado que me resultara de lo más intrigante: ¿Qué propondrás en tu escrito siguiente, ya que rechazas el nacionalismo liberal y el étnico (o, como se te escapa en alguna ocasión, "etnográfico", algo que obviamente no es lo mismo)? Me mantendré a la espera.

Víctor Samuel Rivera dijo...

Estimados lectores:

Respondo rápidamente, ruego me disculpen por eso.

1. El concepto de "nación" no es en sí mismo moderno; me he limitado a explicar los dos conceptos modernos de nación (hay una concepción premoderna de nación: el pueblo con instituciones sociales comunes y una jerarquía admitida).

2. A Pedro Pablo:

En primer lugar, la imagen del cura con traje español y lo demás relativo al tema es accesorio, es sólo un chiste (un chiste izquierdista, vale).

En segundo lugar, en efecto, aquí no planteo ninguna idea de nación que sea "mía", pero sí suscribo un ideal nacional que no es ninguno de los dos criticados, que tomo de Ernest Renan.

Prometo ocuparme del asunto más adelante. Esta semana "postearé" sobre los temas de mi seminario de hermenéutica. Es posible que fusione ambas cosas, pero aùn tengo que pensarlo.

Un abrazo,

VSR

 
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