Víctor Samuel Rivera

Víctor Samuel Rivera
El otro es a quien no estás dispuesto a soportar

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Doctor en filosofía. Magíster en Historia de la Filosofía. Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía desde 1992. Crío tortugas peruanas Motelo y me enorgullezco de mi biblioteca especializada. Como filósofo y profesor de hermenéutica, me defino como cercano a lo que se llama "hermenéutica crítica y analógica". En Lima aplico la hermenéutica filosófica al estudio del pensamiento peruano y filosofía moderna. Trabajo como profesor de filosofía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos; he trabajado en Universidad Nacional Federico Villarreal desde 2005. He sido profesor en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima hasta 2014. He escrito unos sesenta textos filosóficos, de historia de los conceptos, filosofia política e historia moderna. Tengo fascinación por el pensamiento antisistema y me entusiasma la recuperación de la política desde el pensamiento filosófico. Mi blog, Anamnesis, es un esfuerzo por hacer una bitácora de filosofía política. No hago aquí periodismo, no hago tampoco análisis político de la vida cotidiana- De hecho, la vida cotidiana y sus asuntos no son nunca materia del pensamiento.
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lunes, 8 de septiembre de 2014

David Sobrevilla, recuerdos






David Sobrevilla, recuerdos
(1938-2014)


Víctor Samuel Rivera
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía

Era el 02 de agosto de 1996. Iba por mi taza del cargado café que suelen tomar los profesores en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima a las 10:45 de la mañana. El Padre Armando Nieto me detuvo ante la mesa con el recorte de un artículo de periódico sobre Mario Bunge, el mismo que tengo precisamente ahora depositado en el atril que está sobre el teclado de mi escritorio. “¡Muy bien!” –me dijo el Padre-; “diste en el clavo”. Esa misma noche me llamó a la casa a eso de las 8:00 David Sobrevilla Alcázar, David simplemente, como lo llamé siempre, desde que lo conocí en 1993. Estaba en el auricular el estudioso del pensamiento filosófico peruano más notable que jamás haya habido, por su minuciosidad, por su conocimiento, vastísimo; por su crítica, mordaz y bien informada. Un pensador que amaba el Perú, lo cual demostró, no buscando prebendas del Estado, no escalando posiciones burocráticas hablando de valores o principios dudosos o impulsando su fama artificialmente, como Dios sabe hay tantos otros que en vida lo tomaban de idiota y ahora escriben necrologías en las que lo pintan de santo. David, un filósofo de verdad. En 1996 apenas era yo un joven profesor, pero ya le debía mucho como ser humano y como educador de mi espíritu. Es el único profesor que, con los valores exactamente inversos a los míos, marcó un rumbo perdurable en mi vida académica y profesional. Nunca tuvimos una conversación telefónica más grande David y yo que la de esa noche de 1996 y no recuerdo que estuviera nunca más enojado conmigo. A raíz del artículo sobre Bunge, David me quitaría el habla por varios años.

Recuerdo estupefacto aún su principal reproche, que reproduzco: “Yo, sin que hayas sido nunca mi alumno, te lo he dado todo”.  “Nada te he negado y nada te he pedido”. “Te acogí para obtener empleo, recomendé tus ensayos, te aconsejé, te di apoyo con mi biblioteca, te asocié en la organización de un Congreso Internacional pero tú, ¿cómo me pagas? ¿Así me pagas? ¿Cómo me pagas ahora, Víctor Samuel? Te vas detrás de la Católica, adulando a tus profesores que nunca te han dado nada, no te dan, ni te darán jamás nada, ni las gracias por el favor que les has hecho”. David gritaba furioso y me dijo más cosas que la prudencia me aconseja callar. Yo era muy joven y me sentí golpeado por una fuerza grande, pues mi admiración por David era inmensa. Es posiblemente una de las personas, incluso por sus virtudes morales, que más he admirado en la vida.

A pocos filósofos peruanos vivos, fueran o no mis profesores, he admirado realmente. A Miguel Giusti, que aborrece mi trabajo académico y me marginó profesionalmente desde que descubrió
 que sus ideas y las mías no eran muy parecidas, a Dios gracias. A diferencia de él, yo aprecio y valoro el talento y la originalidad de lo que hace alguien que puede pensar al revés que yo, y se lo he demostrado con sendas reseñas llenas de conocimiento de sus propias obras. A Rose-Mary Rizo-Patrón, de quien tomé no sus ideas modernistas y sus valores burgueses, sino su sentido de la disciplina y su honestidad académica. La estimé y la estimo como un ser admirable, a pesar de que creo que ha abrazado los valores equivocados que, por suerte, no fueron los que me enseñó a mí. A Francisco Miroquesada Cantuarias, de quien aprendí que el filósofo debe tener altura moral y apertura de espíritu, empatía por el diverso; que es antes un ser humano que un pensador. Y a Fernando Fuenzalida, que me enseñó felizmente lo contrario. Pero, ¿qué le debo a David?

La cercanía y la amistad de David Sobrevilla me han transmitido algo que es fundamental en mí como investigador y, en último término, como pensador: que la filosofía no debe estar divorciada de la realidad, que la realidad es el sentido del pensamiento, que pensar sin la realidad delante es un oficio vano y estúpido. Me enseñó también que nuestra realidad, peruana y latinoamericana, lo que he llamado en otra parte “el margen del pensar”, es la tierra fundamental a partir y en función de la cual el pensamiento es una experiencia legítima y verdadera y no un juego de palabras o un vacío terequequeque con lo que dijo o no dijo Husserl en un cuaderno destinado al olvido.


Dado que este texto es un homenaje –a mi manera- a un maestro grandioso, deseo contarle al lector por qué estaba tan molesto David conmigo en 1996. Para llegar allí debo ir al comienzo de la historia. David y yo nos conocimos en 1993, en la Universidad de Lima, en el extinto Instituto de Investigaciones Filosóficas, que dirigía Francisco Miroquesada. Vivíamos cerca entonces, él en Conquistadores y yo por la Av. 2 de Mayo, que está en el mismo distrito, y muy amablemente me llevaba camino de regreso en su carro. Tomábamos café y tortas (pues aún comía tortas yo en esa época) pero, sobre todo, me regalaba algunas tardes largas veladas en su sala, que era como una biblioteca alejandrina que había sido invadida por unos sillones intrusos. Me reprochaba allí no saber alemán, pues vivía orgulloso, como sanmarquino que era, de haber sido becado en Alemania, país sobre cuyos pensadores posiblemente supo demasiado, sin que fuera muy fructífera finalmente toda su erudición germánica. Es un sino de los que aman a Alemania en el mundo de la filosofía peruana: la admiran tanto que la dejan intacta. Mi falta de interés por Alemania lo inhibió de darme apoyo para una beca de posgrado al extranjero, a cambio de lo cual me hablaba de sus libros, lo que creo ha resultado más provechoso para mí en el largo plazo.

Era bonachona y agradable mi amistad con David. Pero hacia 1995 comenzamos a tener un problema filosófico. Yo me había comenzado a entusiasmar muchísimo con la posmodernidad –entonces en pleno griterío local- y sentía cada vez más atracción por la obra de Gianni Vattimo, una influencia italiana que me ha costado algunos amigos y no pocos trabajos. Vattimo estaba en su punto culminante y David lo detestaba. Consideraba que su filosofía era superficial pero, lo más terrible, tomaba la filosofía de Vattimo como una suerte de irracionalismo que ponía en riesgo los valores ilustrados, por los que yo no sentía el menor apego mientras que para David eran la herencia fundamental de la civilización occidental. “Vattimo es peligroso” –solía decirme- “su filosofía en el fondo es pasadista y reaccionaria”. Yo encontraba todo eso maravilloso, pues, como en toda obra de arte escénica que se respete, el carácter del mal es el que tiene siempre el papel más interesante. Los buenos han sido hechos para completar el camino de los malos, sin los cuales la vida humana no sé qué valor podría tener. Claro, el bien es bueno, eso ya lo sé, pero no estamos tratando de eso ahora, sino del tema más general de una filosofía que conduce a la angustia frente a otra que lleva a la conformidad. Y hay que estar atentos en la conformidad, conformidad en torno a qué es.

David tenía ideas políticamente kantianas, unas ideas que parecen muy valiosas éticamente, pero que conducen en una sociedad capitalista y decadente a un conformismo que está bien lejos de los rasgos de lo bello o de lo útil. Los valores políticos de David, justamente por kantianos, eran nihilistas y afirmaban, sin que David pudiera percibirlo, unas instituciones sociales y un orden mundial basado en la economía. Yo era joven, y no sabía qué era el nihilismo y creo que no sabía exactamente los riesgos del vínculo inevitable entre la fascinación y la verdad. Pero no tengo hasta hoy la menor duda: en lo que a mí respecta, antes que a Kant, prefiero la verdad. Y la verdad, siguiendo la pauta del propio pensamiento de David, debe cosecharse de la realidad, no de los abstractos libros de Alemania.

David y yo discutimos sobre un artículo que escribí sobre Mario Bunge, alineándome de alguna manera a algunos profesores de la Universidad Católica del Perú que eran sus detractores. Debo decir que David llevaba una relación bastante tensa con esos mismos profesores por razones profesionales. Venía de distanciarse de Miguel Giusti, con quien había trabajado en la Universidad de Lima años antes y con quien guardaría una rivalidad de por vida que yo humanamente habría olvidado en la hora postrera. Perdonar no es divino, es humano. Tolerar es lo que es divino.

En agosto de 1996 Mario Bunge era objeto de una polémica bastante desagradable, que se había extendido a la prensa y en la que yo quise participar. Por razones que ahora no me explico, los profesores de filosofía de la Pontificia Universidad Católica del Perú habían invitado a Bunge a dar una charla. Hay que saber que Bunge era un amigo muy cercano de David; David verdaderamente lo apreciaba. Pero el hecho es que Bunge fue a la Universidad Católica invitado por algunos profesores que no estimaban mucho ni a Bunge ni a David. Nunca comprenderé para qué invitaron a Mario Bunge en esas circunstancias. El hecho es que, en el auditorio y frente a todo su asistencia, le hicieron una escena de ridículo que trasciende el recuerdo. Mientras Bunge intentaba explicarse en lo que sigue siendo su manera de pensar, un cientificismo periclitado que era tan inexplicable para mí hoy como entonces, una guapa profesora de la universidad que le hacía de escolta en la mesa hacía toda clase de muecas estrambóticas con la boca y gestos manuales que denotaban un notable desprecio hacia con el pobre invitado, de quien, a causa de las gesticulaciones aludidas, se hizo el hazmerreír del público. No menciono a la profesora en cuestión, hoy parte del cuerpo del Rectorado de la Universidad porque en Lima, ¡ay Lima, la Ciudad de los Reyes!, criticar a alguien poderoso es crimen de lesa humanidad y un atentado terrorista contra el pensamiento único.

En el diario El Sol, entonces un periódico bastante exitoso, escribí en el debate generado por el trato agraviante a Mario Bunge en la Universidad Católica el artículo “Mi vela  en este entierro”, donde denunciaba, en un lenguaje que hoy me da cierta pena y con unos valores confusos de los que espero haberme ya librado, lo que yo consideraba que eran las razones genuinas para estar contra Bunge y, no digo su filosofía, sino su ideología. David pensó que yo deseaba complacer a mis antiguos profesores, con los que para ese entonces ya no me ataba mayor lazo y creyó sinceramente que había sido una maniobra para obtener una prebenda, de allí el griterío sobre que no me daban ni iban a darme nada estos profesores, con los que él mismo se llevaba tan mal. Pero yo escribí ese texto por honestidad intelectual, y nunca le pregunté a ninguno de mis exprofesores si les interesó o no los párrafos que escribí, que he transcrito en la parte de abajo de este texto para que quien quiera, lea el motivo del disgusto. Por suerte, David, luego de algunos años me perdonó lo que tomó después por un error juvenil. Volvió a invitarme –aunque no tan seguido, debo confesar- a visitar su casa. Y volvió a ofrecerme tortas que esta vez, llevado por la edad, le rechacé.

La última vez que vi a David y conversé largamente con él debe haber sido en 2009 o 2010.  Le obsequié orgulloso un paquete con varias de mis publicaciones indexadas, que él me auguró alguna vez que nunca podría imprimir, dado el boicot de mis antiguos maestros en publicarlas en Lima. Estaba orgulloso de mostrarle que lo había logrado solo. Estaba David ya enfermo de cáncer cerebral. Esa tarde última David fue muy dulce y amable. Conversamos un largo rato. No estaba muy contento con mi cercanía con Gianni Vattimo, que entre tanto se había convertido en mi amigo y maestro definitivo. Y consideraba un terrible error que me hubiera dedicado yo a hacer estudios sobre pensadores políticos peruanos antikantianos y enemigos jurados del mundo moderno de su ilustrada Alemania. Pero me felicitó generoso por dedicar mi pensamiento al Perú. Fuiste mi aliento, David, en hacerlo. Y lleno de gratitud como estoy, David, dondequiera que estés, te pido perdón una vez más por no haber percibido, en 1996, que a los amigos hay que respetarlos, que Bunge era tu amigo y que yo te debía entonces el cariño de mi silencio y no la verdad de mis opiniones, que pude haberme ahorrado.
 
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Diario El Sol [Lima], 02 de agosto de 1996


Mi vela en este entierro
Cuatro palabras sobre el filósofo Mario Bunge, que hace poco estuvo en Lima en dos oportunidades

Víctor Samuel Rivera
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía

Mario Bunge, físico argentino. El hombre culto se preguntará por qué el autor de su manual universitario de metodología ha dado tanto alboroto últimamente. El filósofo de profesión sabe que todo esto tiene que ver con su restringido olfato para las buenas maneras en la Universidad Católica. Pero también sabe que la forma de ser porteña es sólo la nata  mantecosa de ciertas cuestiones más profundas acerca de cómo interpretar la racionalidad y el sentido de la vida. Para la calle todo parece tener que ver con que si el buen señor es o no un positivista. Y aquí viene el problema, pues los argumentos esgrimidos hasta ahora terminan no convenciendo ni a Bunge. Y es que, después de todo, no parece ser tan terrible que alguien sea positivista.

Para Bunge sólo hay una genuina filosofía. Cito sus propias declaraciones: “La Filosofía (“rigurosa”) debe impulsar con el ejemplo a que la gente estudie… la ciencia y la técnica”. Cualquier otra cosa es “charlatanería”. No discutamos si esto es o no ser un positivista. Pero es un hecho que este señor cree que hay una filosofía “rigurosa” (que coincide con la suya) y que por serlo es democrática. Mucho me temo que esto, lejos de hacerlo un impecable demócrata, lo acerca de modo sospechoso al culto a la técnica que hizo posible el “archicientífico” exterminio nazi y justificó la barbarie “materiocientífica” del comunismo. En efecto. La ciencia y la técnica, por más “rigurosas” que sean, sólo son medios para fines que no son ni “ciencia” ni “técnica”. La idea de un rigor racional calculado de la “ciencia” hace de la filosofía una herramienta indirecta del totalitarismo. Es otra historia si Heidegger o Husserl sean mejor prenda. Pero lo que está en juego aquí es que la filosofía “rigurosa” no es ninguna mansa paloma democrática. En el caso de Bunge, no sólo están involucrados los modales de un físico argentino, sino también la clase de racionalidad que queremos realizar en el mundo. Y si he de poner mi vela en un entierro, que sea en el del totalitarismo. Y espero que Bunge ponga también la suya.

sábado, 1 de agosto de 2009

Vattimo y la nueva koiné




Vattimo y la nueva koiné

Víctor Samuel Rivera
Universidad Nacional Federico Villarreal

Para el acceso a este texto en formato PDF haga click aquí



Un adelanto de un trabajo para una publicación colectiva internacional que me está sacando canas. En unos días en pdf.

La hermenéutica, hasta el presente, no ha sido capaz de presentarse como un discurso articulador de las prácticas sociales, pero contiene los elementos para convertirse en uno. Es conocida la fórmula acuñada por Gianni Vattimo en la Ética de la interpretación, que la calificó de ser “la nueva koiné” cultural de la década de 1980. En este texto Vattimo propuso el lenguaje de la hermenéutica como el reemplazo del rol de articuladores de los lenguajes culturales que habían jugado el estructuralismo y el marxismo en las décadas precedentes. Desde la distancia, podemos reconocer una cierta estrategia maliciosa. De un lado, Vattimo tenía en mente las entonces recientes polémicas entre la hermenéutica de Hans-Georg Gadamer y sus adversarios neokantianos, en particular Jürgen Habermas y Karl-Otto Apel. Pero es manifiesto de otra parte que Vattimo deseaba algo más: insertar como koiné su propia interpretación de la herencia de Gadamer, que estaba entonces acercando a un vocabulario prestado de Martin Heidegger. El turinés, sin embargo, debió haberse sentido muy perplejo al comprobar que poco después se había establecido un lenguaje hegemónico para la modernidad tardía completamente distinto del que él tenía anunciado. En 1995 apareció el conocido artículo de Ignacio Ramonet que designaría a este lenguaje social hegemónico “pensamiento único”. ¿Qué es el “pensamiento único”? A grandes rasgos, la asunción de que los lenguajes metafísicos liberales son “verdaderos” frente, por ejemplo, a los códigos marxistas o estructuralistas. Hay un punto de vista, sin embargo, desde el que es posible para la hermenéutica conservar la pretensión articuladora que Vattimo le confiriera. Para establecerlo, habrá que hacer un recorrido a partir de su fracaso como “nueva koiné” en la obra de Vattimo mismo.



Contra toda expectativa fundada en Ética de la interpretación, el liberalismo y no la hermenéutica fue el lenguaje social de la década siguiente. De hecho, además, alcanzó un carácter de pregnancia y ultimidad como forma normativa universal como jamás antes en la historia del Occidente, excepción hecha del Cristianismo, del que aparece como la sustitución histórica. En economía se trataba del predominio de esta área de interés sobre los demás dominios de la existencia humana; en ética y política, la imposición de la concepción metafísica del liberalismo y el nihilismo como las formas “únicas”. El ensayo de Ramonet resumió la dirección de una nueva koiné efectualmente eficaz, esto es, que saturó el universo social de significaciones y cumplió durante las últimas tres décadas el rol de normalizador kuhniano universal de los lenguajes. Era la sociedad entre el lenguaje de la economía de mercado con las características metafísicas propias del mundo ilustrado. En este sentido, podemos decir que el “pensamiento único” se impuso como la descripción ontológica del mundo. Como nunca antes, vimos la popularización del uso social de “derechos” (que en el camino se han hecho extensivos ilimitadamente) o la descripción del mundo como “globalización”, que es singularmente un fenómeno económico-informático. Si vemos esto en términos de ontología, la ontología del mundo actual diverge en mucho de la hermenéutica. El liberalismo es su adversario cultural más fundamental. El liberalismo unifica, simplifica, homogeniza. No podría ser de otro modo pues, como dice Vattimo refiriéndose a los “liberales de izquierda”, “apelan al siglo XVIII”. Nada más extraño a la hermenéutica. ¿Qué fue pues, de la koiné?



El lector cientista político puede resultar inquieto ante la expresión “liberalismo” tal y como la usamos. Es una cuestión técnica que el liberalismo puede definirse de muchas maneras, que tiene fuentes diversas y que hay escuelas contrarias de liberalismo. El lector hermeneuta comprende que nos ocupamos del liberalismo como una descripción abreviada de ciertos rasgos conceptuales que no interesan sino por su carácter de herencia efectual, esto es, por su significado en la historia de los efectos. Nuestra procedencia nacional nos fuerza a citar a un filósofo peruano que ha articulado un conjunto de ensayos redactados alrededor de 1995, esto es, la fecha del famoso texto de Ramonet sobre el “pensamiento único”. En referencia a nuestro tema, su texto interesa como prueba sociológica de por qué no debe resultar conflictivo para el lector adoptar la expresión “liberalismo” aun y a pesar de la cuestión técnica antes anotada. El argumento central de Giusti apunta, como una definición ostensiva, que el liberalismo es el horizonte de comprensión (y, por lo tanto, de significados políticos) de esta época. El autor remite a la experiencia social de “la marcha triunfal del liberalismo en el mundo entero”. Estamos de acuerdo con Giusti en que con “liberalismo” se trataría de un horizonte precomprensivo de la modernidad tardía; en este caso de un lugar común lógico práctico. Pero Giusti parece concluir de ello que no sería posible pensar desde el margen de lo que ese término significa y que, por ello, éste tendría una carga normativa pues –agrega el autor- “no puede ser problematizado”. Es un hecho fáctico que sí se lo problematiza, tanto socialmente como desde la filosofía. En realidad los hechos lo desmienten, y esta carga en alguna medida excluye al pensador, y también al disidente del margen (esto es, lo retira del “mundo”) pues, ¿quién problematiza lo que no se puede problematizar? Pero, ¿no es este proceder una descripción de la esencia del mundo? Su descripción nos recuerda el Welt (el mundo, el mundo burgués) de la Analítica de Sein und Zeit, un mundo del que no es posible escapar y que, en algún sentido razonable, es el mundo verdadero.



Si somos fieles a los presupuestos conceptuales de la hermenéutica de Vattimo, la vigencia del lenguaje liberal no puede diagnosticarse como un mero acontecer social, como un fenómeno a estudiar “objetivamente” por las ciencias sociales, la politología o la historia conceptual reciente, por ejemplo. Su significado es referido al horizonte más fundamental por la pregunta por el acontecer, esto es, la ontología del mundo fáctico. El talante de los discursos nihilistas de instalarse en una “marcha triunfal” no es tan desquiciado como aparece. Su vigencia en la historia de los efectos es una cuestión de ontología. En este sentido, la concepción de la hermenéutica ofrecida por Vattimo es fundamental para la articulación ontológica de los lenguajes nihilistas y liberales la lectura heideggeriana del concepto de “posmodernidad”. El autor singularmente se hizo cargo de esto de manera peculiar en 1985 para describir su propio lenguaje en los ensayos de El fin de la modernidad. El contexto es una búsqueda de consolidación de la koiné, que parecía acoger bien un término que luego muy pronto rechazarían los especialistas para el ámbito de los lenguajes sociales, justamente. La hermenéutica aparece entonces como el lenguaje conceptual de un tiempo histórico determinado, que es el de la metafísica cumplida, del final de la historia de la metafísica, a la que se califica –siguiendo líneas generales trazadas antes por Jean François Lyotard- como “posmodernidad”.



El eje central en la argumentación de Vattimo es la idea de que la comprensión de la modernidad debe focalizarse en la noción de “historia”, la historia en que la modernidad tiene su final. Se trata, como es evidente, de “historia” como una noción específicamente moderna, como opuesta y diferenciada al concepto de lo histórico en experiencias premodernas o posmodernas, en el sentido marcado de un cambio en la noción misma de la experiencia del tiempo. En la medida en que asociamos esto aquí con la idea de una koiné y, por lo mismo, con las prácticas sociales del lenguaje, se trata del concepto de historia en la modernidad política como, por ejemplo, lo ha elaborado en periodo análogo el historiador hermeneuta Reinhardt Koselleck en Futuro, pasado, por ejemplo. Si estamos en lo correcto, la hermenéutica ya no aparece como el lenguaje cultural o social de la época (en curso), sino como la interpretación filosófica más plausible para describir la experiencia del fin de la historia, que es también el acontecer político de una etapa terminal del mundo moderno o el nihilismo. Según esta lectura, el fin de la modernidad o el nihilismo como nuestra situación hermenéutica tendría por característica esencial la disolución del concepto de historia. En El fin de la modernidad Vattimo fusiona aquí dos improntas reconocibles, la del Heidegger de la Kehre y la del Lyotard de La Condition Posmoderne. Veamos esto con algo de detalle.



De Heidegger procede la idea de que el pensar de la actualidad ha devenido en los lenguajes sociales nihilistas o liberales en la medida en que éstos expresan el acontecer mismo de la metafísica, en particular la metafísica moderna. Ésta se habría devenido en su plenitud a través del mundo tecnológico, en el que la subjetividad somete el ente a costa de la pérdida del sentido. Los lenguajes sociales de la modernidad cumplida serían el cumplimiento mismo, la esencia de la verdad de este tiempo que se cumple en que, hablando sobre el Ser, han terminado por extremar una tendencia interna en que la experiencia de ese Ser (lo más importante) se ha vuelto insignificante. No requiere prueba que de Lyotard procede otra idea básica para entender la “posmodernidad” en Vattimo: el lenguaje de la metafísica habría tenido una historia continua, en este caso como incesante búsqueda del sentido a través de la filosofía, hasta que esta continuidad, entre otras cosas, se habría visto atravesada por discontinuidades irreparables. Es suficientemente conocida la fórmula del “fin de los metarrelatos”. La unidad del pensamiento metafísico se ha hecho insostenible por razones históricas, que tienen relación con la experiencia de lo que, en lenguaje gadameriano, podemos llamar “la historia de los efectos”. Lyotard, haciendo eco de Theodor Adorno, se refiere a la repugnancia moral de los campos de concentración en la Segunda Guerra Mundial, pero es más sencillo recurrir ahora a referencias más patentes, como la catástrofe ecológica, innegablemente una consecuencia efectual de los metarrelatos modernos. Vattimo integra ambas fuentes en la idea de la experiencia del fin de la modernidad como “poshistoria”, una expresión vigente aún en el arsenal conceptual de nuestro autor.



El fin de la historia y el de la metafísica coinciden en la historia efectual, que se traduce en lenguajes en que lo más importante es también lo más obvio, lo más banal. Como es sabido, la metafísica tradicional es por definición el pensamiento de lo más fundamental, del Ser. La idea es que con el despliegue de la metafísica del Ser ya no queda nada, con lo que Vattimo considera que se repite la frase de Nietzsche de que ya “no hay hechos, sino interpretaciones”. En este sentido, la plausibilidad de la hermenéutica debe ser entendida como la comprensión de una época histórica, una época que viene signada por el éxito extremado y limítrofe de la historia de la metafísica occidental. Aquí es la metafísica y sus transcripciones en términos de lenguaje lo que es vigente, en tanto ésta llega a su final y, en la retórica del caso, se convierte en verdad cumplida. El mundo de la metafísica es el Ge-Stell, el mundo tecnológico según Heidegger, cuya plenitud es coextensa con su verdad: el nihilismo. Con este análisis, resulta que el carácter koiné de la hermenéutica se sobrepone, se traslapa sobre los lenguajes públicos, cuya relación con ellos pasa, de ser una descripción sociológica, a señalar una interpretación filosófica de la época histórica que da lugar a la koiné liberal y que, por ende, puede reclamar la adhesión de los lectores por encima y a pesar de la vigencia de un lenguaje social “moderno”, el del liberalismo, por ejemplo. Como podemos intuir ya, la hermenéutica, pero más certeramente la hermenéutica de Vattimo con sus elementos heideggerianos, adquiere el status de una ontología, de una filosofía primera de la sociología liberal, que la comprende en términos de la historia de la metafísica. Reconocer el cumplimiento de esta metafísica en los lenguajes sociales nihilistas y liberales del “pensamiento único” no es a estas alturas una dificultad muy grande.




Si estamos en lo correcto, la hermenéutica habría devenido en la ontología del lenguaje de la posthistoria, que sería también el lenguaje koiné del pensamiento único, a saber, las herramientas de la historia efectual del occidente político. En realidad esta posición es bastante más razonable que la presunción de tener una koiné: Si la posmodernidad requiere del lenguaje de la hermenéutica no es por su efectividad social, sino por su significado para instalar la comprensión humana en un mundo cuyo lenguaje debe, más bien, reconocerse en la experiencia de la modernidad como el acontecer de un final, del final de la historia. Es notorio que esta idea del final de la historia es efectiva y sensible para un auditorio que está dispuesto a aceptar el predominio hegemónico de un “pensamiento único”. La experiencia del fin de la historia es también la del pensamiento único. Con esta estrategia, el fin de la historia adopta como propio el lenguaje social del fin de la metafísica, que se vería en consecuencia como la koiné del Ge-Stell. Pero entonces el lenguaje “normal” cultural es el del liberalismo, no el de la hermenéutica. Y en efecto, ése ha sido el caso. En conclusión, si recordamos el fracaso de Vattimo en su intento de sugerir la (su) hermenéutica como nueva koiné para los lenguajes sociales, nos encontramos con que el lenguaje social predominante en el tiempo posterior es el del liberalismo.

martes, 23 de diciembre de 2008

Miguel Giusti: Tras el consenso

Tras el consenso
Miguel Giusti en el ojo del evento


Víctor Samuel Rivera



Haga click para versión en PFD revista Araucaria
Miguel Giusti es posiblemente el filósofo político más relevante del Perú dentro de las temáticas que afligen el pensamiento liberal, las insuficiencias lógicas y epistemológicas de la ideología de nuestros actuales dominadores. Sería una injusticia no agregar que Giusti es el peruano más logrado en los debates de la filosofía política de la academia. Es solitario en ese mérito para su generación, y sus niveles de competencia, coherencia discursiva y dominio de fuentes lo hacen una figura singular en su género, como sin duda lo son filósofos como Miguel Polo y Eduardo Hernando Nieto en los suyos, la ética filosófica y la teoría política. Si mi lector es liberal académico, se le aconseja leer a Giusti. Escribo esta breve nota como un entretenimiento mientras compongo, por encargo de Solar, Revista Iberoamericana de Filosofía, una reseña del libro más reciente disponible en el mercado peruano, Tras el Consenso (Madrid, Dickynson, 2006, 273 pp.). Es un entretenimiento conceptual. Los libros de Giusti siempre son un entretenimiento, y aclaro que la afirmación precedente tiene el destino de ser un halago, aunque no es el halago el propósito de esta nota. En todo caso, nos damos por servidos si logramos que el lector comprenda que hay problemas de la academia liberal que deben ser reformulados bajo un paradigma conceptual no liberal. Si aconteciera que el profesor Giusti no estuviera interesado en nuestras sugerencias, el público culto que hace filosofía política, en cambio, tendrá aquí motivo para ver un ejemplo de cómo el liberalismo no es una filosofía muy realista, y cómo, ante la magnitud de su insuficiencia ante la realidad, es imperativa la búsqueda de una nuevo cuerpo (o un cuerpo viejo y verdadero) de herramientas del pensar de la política y lo político.



Tras el consenso tiene la desgracia de ser un libro bastante desarticulado, esto es, un libro cuyas partes no contribuyen a la elaboración de un todo; pace Giusti, que se imagina lo contrario, el libro no nos remite a ninguna conclusión. Esto se explica porque el texto final no es el desarrollo de un plan, sino una colección de ensayos compuestos en situaciones, fechas y contextos disímiles; no es una novedad, pues lo mismo habría sido el caso también ya con su antecesor Alas y Raíces (Lima, PUCP, 1999). Hay además un libro sobre Hegel en alemán de 1987, que entendemos que es su tesis de doctor, pero alguna razón tendrá nuestro filósofo para exigirnos la lengua de Goethe para acceder a esa obra. Hace 10 años Alas y Raíces nos pareció a algunos la selección más atinada de los artículos académicos de la historia profesional de Giusti, lo que sin duda no ha sido en cambio la opinión del autor mismo, que ha continuado un lustro después con la política de recapitular documentos de las décadas de 1980 y 1990. Por supuesto, eso no es ningún delito. Personalmente, ya había leído en sus versiones más arcaicas siete de las ocho secciones de que consta la obra, reimpresas o variantes, y si de algo estoy persuadido, es de que todo lo que dicen ahora confirma lo que decían antes. Tras el consenso estipula esta vez un contexto orientador para la interpretación de los textos seleccionados, de tal manera de introducir un patrón de referencia para articular lo disperso. Pero este contexto orientador, que hace las veces de introducción y conclusión, puede llegar a ser muy desorientador. Advertimos que la introducción es un remake de un artículo de 1999 que, a su vez, era en gran medida el resumen de otro de 1996. Por desgracia, justamente aquello que tiene de más original descansa en un presupuesto sociológico y empírico que liga el razonamiento del conjunto de la obra al triste destino de la civilización que todo libro liberal tendría la ilusión de sustentar: la suya. Si nuestra observación de la realidad social contemporánea no es inexacta, el nudo articulador del libro es el mentís de sí mismo.



En una pincelada general a los problemas de la filosofía contemporánea, Giusti clasifica en la introducción el conjunto de los debates en torno de la racionalidad práctica de los últimos 30 años. Se abarcan los conocidos debates entre comunitaristas y liberales, entre moralidad y eticidad y el problema del reconocimiento del otro. El autor usa una metáfora liberal que voy a transferir a términos que son más encantadores que los que he leído en Giusti, esto para facilitar su desmantelamiento posterior. Un conjunto de discutidores abordan conflictos a través de transacciones no violentas, pero no logran acuerdos definitivos y deben contentarse con arreglos parciales con sus vecinos más inmediatos, con los que hacen alianzas precarias. Es claro, sin embargo, que los discutidores tienen una agenda principal, que es la experiencia de la modernidad, sobre la cual comprendemos hay un cierto malestar, aunque no un malestar muy grande. El autor clasifica las formas de conformidad con el mundo moderno sobre la base de dos consensos extremos entre las partes. A uno lo denomina “consenso utópico” y a otro “consenso nostálgico”. Giusti sostiene que si esta metáfora es verdadera, debe ser posible imaginarse una zona intermedia de acomodos felices entre el conjunto de discutidores, una trastienda a la que llama “consenso dialéctico”. La propuesta de Tras el consenso sería, entonces, esclarecer o precisar cuál es esa área de acuerdos intermedios como una estrategia alternativa a la actitud de los discutidores afectos a puntos de vista menos manejables. Si la metáfora no es desafortunada, es fácil darse cuenta de que esta tercera clase de consenso es indispensable para mantener el contexto de la discusión no violenta e ir “tras el consenso” parece así una idea altamente plausible. Pero nuestro filósofo liberal no parece haber pensado en las consecuencias de esta posición. Y las consecuencias, hay que decirlo, cuando son desastrosas, no pueden dejar de serlo todo en la argumentación.



Pasemos un momento a la distinción entre los consensos utópico y nostálgico. Volvamos al mercado de desavenencias que Giusti se imagina. Algunos discutidores tienden a compartir conceptos relativos al futuro de la modernidad, que característicamente les parece de alguna manera incompleta, inacabada o por hacerse, en un contexto donde la discusión es a veces acalorada y no faltan vecinos hostiles que temen al futuro. Como un hecho sociológico, los discutidores utópicos se adhieren a una antropología individualista, poblada por sujetos autónomos y desarraigados, pero con un cierto ideal de universalidad ética y un tipo de racionalidad imperativa cuya fundamentación pasa, justamente, por la esperanza de que la modernidad es una experiencia inacabada, esto es, en el futuro de la modernidad. Los nostálgicos, en cambio, parten de una ontología política cuya realidad más esencial es la comunidad de prácticas y creencias compartidas, que cuando es pensada históricamente se convierte en una tradición. Los nostálgicos postularían que la experiencia moderna ha significado algún tipo de deterioro, fragmentación o “pérdida” (diría yo mejor de “olvido”) de ciertos criterios de pertenencia colectiva que son vitales para la atribución de sentido de la vida humana; agreguemos que también para la adscripción de una identidad, sea la de uno mismo, sea la del “otro”, en lo que vemos también el problema del reconocimiento (de esto último Giusti no menciona nada, pero podemos concederle que debe haberlo pensado, pues ha pensado mucho indudablemente). Estamos ante una simplificación metodológica, que sirve para exponer las presuntas paradojas a las que –según Giusti- conducen ambos tipos de consenso y que están expuestas en algunos de los ensayos que constituyen el libro.



Manifiestamente, para cualquier lector, que se trata de dos consensos inconmensurables, esto es, que no tienen las condiciones para llegar a ningún “consenso” entre sí, incluso si así lo desean, como admitimos es el caso de los comunitaristas norteamericanos que por aquí se hacen llamar pomposamente “liberales de izquierda” (¿?). Es un hecho curioso que Giusti, por el contrario, pretenda que en realidad todos los discutidores están conformes, aunque de distinta manera y en diverso grado. Pero dejémosle la palabra al profesor Giusti: “Un consenso dialéctico –escribe el liberal- sería aquél que resultase del reconocimiento en el que las partes en disputa pudiesen encontrarse, en la medida en que dicho sustrato es más elemental que el desacuerdo de la superficie” (p. 32). Respecto de nosotros, supongamos que el problema de la incomensurabilidad es irrelevante o insoluble. En todo caso aquí nos alineamos con las ideas de Alasdair MacIntyre en Whose Justice?, Which Rationality? (1988), y pasemos a ver cómo así es que Giusti está dispuesto a creer que hay o puede haber un “consenso dialéctico” lo que, como veremos, 1. presenta una caracterización deficiente del rol de la filosofía en relación con los problemas sociales que pretende teorizar y que 2. se compromete más o menos descaradamente con un conjunto fáctico de valores que son justamente todo lo contrario de un consenso entre los utopistas liberales y los nostálgicos neoaristotélicos, contextualistas, posmodernos o reaccionarios, es decir, que aún si hubiera valores en consenso dialéctico para los filósofos de la academia, Giusti señala unos valores que resultan bastante patéticos.



Como el propio Giusti reconoce, la idea general del consenso tal y como él se lo imagina ha sido tomada de una propuesta del liberal John Rawls, la idea del overlapping consensus (“consenso traslapado”, 1989). Rawls diseñó ese concepto para defender sus teorías constructivistas kantianas de los años 70’ de las críticas que los contextualistas, neoaristotélicos y posmodernos le formularon a lo largo de las décadas de 1980. Es notorio tanto que esa época marque la composición de los textos reimpresos en la compilación Tras el consenso y que el propio autor acuse recibo de esa influencia, aunque no creemos que eso sea en su favor. La propuesta de Rawls presupone la misma metáfora liberal que hemos registrado en Giusti de una asamblea de discutidores más o menos tenaces, pero sin animus belli, esto es, una asamblea de discutidores cuyos conceptos jamás tienen consecuencias sociales perturbadoras para el orden social, del que en realidad los propios discutidores son partícipes relativamente dichosos. En la concepción de Rawls subyace una narrativa de la modernidad construida sobre un horizonte factual donde los problemas acuciantes de la teoría descansan en un equilibrio social no disputable, algo que Rawls llamó alguna vez “política y no metafísica”. Vamos a creer metodológicamente que esto es verdad en los Estados Unidos –o al menos lo ha sido en la época felizmente declinante del dominio del “pensamiento único”-. Siendo cierto allí, todos los problemas se resuelven en prácticas reformistas más o menos atentas y, propiamente hablando, no hay problemas filosóficos, sino administrativos, que resuelven cuestiones como “¿qué hacer con minorías de inmigrantes que no tienen cultura democrática?”, “¿cómo lograr un trato social igualitario para todas las razas (asumiendo que la raza de los filósofos es diversa de la de sus consumidores)?”, etc. Pero pongamos aquí un freno. Es en realidad sin más una falsedad sociológica asumir que los problemas que se discuten en filosofía política en la actualidad descansan en un equilibrio consensuado respecto de las condiciones de vida humana generadas por la modernidad, pues, en principio, sabemos que es al revés. ¿Por qué habría de sostener Giusti lo contrario? Mi respuesta es ésta: Porque su libro fue concebido en la época del overlapping consensus, esto es, en la era de la vigencia extrema del nihilismo liberal, hacia 1990.

Leamos lo que escribe de su mano el profesor Giusti en la introducción de su texto de 2006: “La cuestión de la relación moral adecuada entre tradiciones o entre las formas de comunidad no es pues en la actualidad una cuestión puramente hipotética o formal, sino que ella es parte esencial del proceso de autocomprensión de cualquier/ tradición colectiva, aunque no sea sino por la experiencia histórica que le ha tocado vivir” (pp. 32-33). El consenso dialéctico, pues, corresponde a una interpretación eventual de la civilización occidental. Eso es lo que entendemos por “proceso de autocomprensión” en la “experiencia histórica”. Veamos ahora qué es lo que el profesor Giusti entiende por la “experiencia histórica” en que sus discutidores reales o hipotéticos van “tras el consenso”. Según Giusti, aludiendo a la inconmensurabilidad de discursos, que “La comunicación entre tradiciones heterogéneas es un proceso que se halla ya hace mucho tiempo a nuestras espaldas” y –agrega- “es sobre este proceso que deberíamos reflexionar desde una perspectiva política y moral –sobre sus múltiples dimensiones y consecuencias ontológico-sociales” (p. 33). No podemos estar más de acuerdo. Pero no vemos de dónde sale de esta premisa ningún consenso dialéctico. Detengámonos más en esto de las “consecuencias ontológico-sociales”.

Como hemos visto, en el modelo de consenso de Giusti-Rawls las “consecuencias ontológico-sociales” pueden resumirse en un punto medio de consenso pacífico, en el que los discutidores hacen transacciones sin poner en cuestionamiento el entorno que les hace posible su actividad. Pero lo que en Rawls es plausible, pues se dirige a gringos felices de los años 90’ es inaceptable para un Giusti que firma en 2006. Si quedara alguna duda en el lector, cito los ejemplos que el propio liberal pone de las consecuencias del consenso. Estas consecuencias serían “por ejemplo, las condiciones universales de la investigación científica, las reglas compartidas del derecho internacional, o las estructuras mundialmente vigentes del orden económico liberal” (p. 33). Veamos, profesor Giusti. El deshielo del Polo Norte es una consecuencia ontológica de la “investigación científica” en una civilización liberal. Las “reglas compartidas del derecho internacional” llevan años de haber sido aplastadas por las fuerzas conjuntas de las “democracias” en Kosovo, Afganistán e Irak, por hacer una lista de acuerdo con este espacio disponible. Y sobre “las estructuras mundialmente vigentes del orden económico” habría que consultar mejor a los economistas, pues la crisis mundial que ese sistema de consenso ha producido no podrían imaginarse peores. Colapso planetario, guerra, hambre, muerte y peste. Estas “consecuencias ontológico-sociales” son infames. La última cosa que a uno se le ocurre es que estas consecuencias espantosas pueden generar es un consenso dialéctico entre discutidores apacibles de una sociedad bien ordenada.

Podemos asumir por gentileza académica que hubo un cierto “talante” cultural en la atmósfera de la época en que los ensayos de Giusti fueron escritos que empujaba al autor a descuidar este flanco. Regresemos a 1980-1995. ¿Qué vemos? Hallamos a Francis Fukuyama, la retórica del neoliberalismo, los derechos universales liberales(contra el comunismo), el fin de la historia, la secularización, en fin, el “pensamiento único”, esto es, la modernidad liberal impuesta como “consenso” global, un consenso dialéctico al que estábamos todos forzados por los valores de la enciclopedia y el éxito de la economía de mercado. Pero es claro que no estamos en 1995, profesor Giusti. Es incomprensible que al profesor Giusti le parezca que el malestar por la modernidad que está detrás de los diversos tipos de consenso por él diagnosticados sean sólo la agenda de unos conversadores huidizos, pero dialogantes y conformistas. Demás está decir que la balanza de Giusti es muy favorable a la sección de filósofos cuyo consenso es en realidad no un feliz intercambio de ideas reformistas en un contexto normativo liberal, sino una franca resistencia contra lo que el profesor considera el “carácter regresivo del ideal moral” (p. 28) de los discutidores nostálgicos que, además, son los que tienen la razón. De hecho, Giusti expresa que lo que “los comunitaristas están poniendo en tela de juicio no es” –en realidad- “tan sólo el sistema económico o la concepción moral del liberalismo, sino más bien la concepción de la vida que subyace a los ideales y a las prácticas de la sociedad de mercado” (p. 28). Sin duda, profesor Giusti. El comunitarismo norteamericano tal y como lo hemos conocido –aunque sin saberlo- es una reedición de tópicos antiliberales que a lo largo de los últimos 200 años hemos visto cuestionar, no un detalle de reforma para incluir minusválidos o inmigrantes negros en el “bienestar” y la “democracia”, sino para poner sobre el tapete el horrendo abismo al que conduce el significado destinal de una civilización que tras los nombres de los “derechos” y las “libertades” esconde el más espantoso satanismo económico. Es posible, como usted sabe, señor Giusti, que muchos antiliberalismos del pasado hayan hecho sus propias maldades. Pero si hay algún consenso del que estamos seguros es de que, como diría de Maistre, “No hay más que violencia en el universo; pero estamos mimados por la filosofía moderna, que ha dicho que todo está bien, mientras que el mal ha manchado todo” (1796). Y, tras el consenso de los pobres, de los excluidos, de los indefensos, pero también tras el consenso que habrá de imponer el evento, el evento del Ser, señor Giusti, como diría Joseph de Maistre: Caetera desiderantur…
 
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