Víctor Samuel Rivera

Víctor Samuel Rivera
El otro es a quien no estás dispuesto a soportar

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Doctor en filosofía. Magíster en Historia de la Filosofía. Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía desde 1992. Crío tortugas peruanas Motelo y me enorgullezco de mi biblioteca especializada. Como filósofo y profesor de hermenéutica, me defino como cercano a lo que se llama "hermenéutica crítica y analógica". En Lima aplico la hermenéutica filosófica al estudio del pensamiento peruano y filosofía moderna. Trabajo como profesor de filosofía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos; he trabajado en Universidad Nacional Federico Villarreal desde 2005. He sido profesor en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima hasta 2014. He escrito unos sesenta textos filosóficos, de historia de los conceptos, filosofia política e historia moderna. Tengo fascinación por el pensamiento antisistema y me entusiasma la recuperación de la política desde el pensamiento filosófico. Mi blog, Anamnesis, es un esfuerzo por hacer una bitácora de filosofía política. No hago aquí periodismo, no hago tampoco análisis político de la vida cotidiana- De hecho, la vida cotidiana y sus asuntos no son nunca materia del pensamiento.

viernes, 31 de diciembre de 2021

La visión del Perú

 


Víctor Samuel Rivera

Los políticos prometen obras. Garantizan derechos. Todos pretenden ser innovadores y acoplados con el pueblo, del cual cultivan la ilusión de ser sus voceros. Los más exitosos mienten siempre sistemáticamente. Quizá mienten porque se equivocan. Mienten posiblemente desde una gran carencia que ellos ignoran: no se puede gobernar lo que no se conoce. Gobernar es administrar un país, que es como una casa, pero más grande y compleja; nadie gesta su casa sin saber dónde queda la cocina, salvo en Iberoamérica. La filosofía política moderna nos hace pensar que las últimas teorías políticas inventadas en Estados Unidos, no digamos nada de sus eslóganes, siempre son intrínsecamente eficaces, ya que ni son nuestras teorías ni son nuestros eslóganes. Si hay un nuevo derecho, lo necesitamos, es lo último, no podría, pues, ser jamás falso; si en Australia una especie animal recibe ciudadanía, se infiere que nuestros animales la esperan desde antes del Diluvio; mientras tanto, la cocina se nos incendia. Todo esto no sería interesante, sino un capítulo aparte de la historia de la demencia, si no fuera porque aquí se halla la médula del fracaso político de la Iberosfera.

Hay un aspecto que caracteriza las diversas agendas de la política peruana: es su incapacidad de ver por dónde pasa, saltando así de no hacer nada, a hacer algo aún peor. Quien no sabe por dónde va tampoco sabe propiamente qué hacer y va dando tumbos ciegos en una gran botella vacía, siendo todo su esfuerzo un triste fracaso. Todas las comedias se basan en una historia de caminos perdidos y confusiones, y también no pocas tragedias. En esto la política del Perú actual no se diferencia mucho del resto de los países dominantes del Occidente sino que, en cambio, es como su réplica, la réplica de las obras de teatro que hunden en una triste risa el escenario del globo occidental. Y si hay algo de común en todos los paseos de ciegos es esto: dan por sentado que ver el camino no es muy importante para llegar al destino final. Para no hablar del presente, que es tan agitado, vayamos al pasado, de una agitación aún mayor.

            1746. Lima no tenía mucho de haber inaugurado la estatua del Rey don Felipe, celebrada en júbilo con corridas de toros y procesiones de los estamentos civiles y religiosos del pueblo leal.

Un buen día, la espléndida estatua ecuestre del rey Felipe V se desplomó sobre el arco del triunfo al ingreso del puente del Duque de la Palata. Entre los escombros de la capital del reino se hallaban las torres de la catedral metropolitana, así como las de las iglesias de Santo Domingo y la de San Agustín. Entre la ruma de cadáveres los niños aplastados por los altos venidos al piso se vieron reunidos en la escenografía con asnos y caballos muertos. Los ayes de las monjas fueron casi las últimas plegarias de los demolidos desiertos conventos. El palacio real era inhabitable. El puerto del Callao había sido arrasado por el mar y estaba ahora poblado solo por aquejados tristes fantasmas. El señor de los Milagros recorría Lima, rodeando de santo incienso las innumerables y variables caras, entre misereres, mientras que ante cada grito de socorro bajo las ruinas, implorando lo alto, parecía Santa Rosa de Lima ratificar la imposible esperanza. Un año después, el sabio José Eusebio del Llano Zapata dio el registro de 568 réplicas de este desastre del 28 de octubre de 1746, parte de una serie de impactantes terremotos en un arco de un siglo que dificultaban, ya no digamos la reconstrucción de los Andes, sino su administración política y que, tarde o temprano, obligarían al Rey a reorganizar el Perú, crear otros virreinatos y transformas las rutas de comercio, alterar la forma de gobierno y otras modificaciones no siempre muy inteligentes.

            El terremoto de 1746 fue un llamado de la naturaleza: administrar el Perú implicaba conocerlo, conocer que era un país altamente telúrico; toda la organización española del Reino no se había percatado bien hasta entonces de sus tsunamis periódicos y sus ancestrales y brutales cambios de clima, que habían devastado varios imperios en los dos milenios precedentes antes de la fundación española. Así, conocer dónde se está es también saber cómo se ha de administrar; un buen gobierno se urge del impulso de la realidad. El último tercio del siglo XVIII consagraría la agenda del Estado y de sus sabios y asesores políticos a conocer mejor el Perú, tener conciencia de su país. Esto se recuerda bien en diversas obras del Cosmógrafo Mayor del Reino, Hipólito Unanue, una de las más célebres la Idea general del Perú, redactada bajo el virrey fraile Gil de Taboada y que inaugura la mayor obra de estudio cooperativo del Perú bajo los Borbones, el Mercurio Peruano (1790-1795). Atormentado por el recuerdo del terremoto de 1746, Unanue imprimió en 1806 El clima de Lima, su obra mejor recordada. Gobernar implica conocer; ignorar implica imposibilidad de cualquier gobierno posible.

            El mayor mal que el mundo moderno puede, entre sus tristes y universales imaginaciones, haber inventado, es la creencia de que uno puede saber de política sin tomar mayormente en cuenta la naturaleza de un país. Que uno puede conocer derechos, agendas, regímenes de gobierno e intereses sociales sin el esfuerzo de saber dónde uno vive, sus costumbres, creencias, expectativas, y también clima y territorio, fauna y temperamento, ocupaciones y roles, es ciertamente la razón decisiva para que el gobierno del Perú actual se halle condenado a la inoperancia y el fracaso. Es como caminar sin ver, es como querer llegar, ya no digo, estar, sin tener otra idea del entorno que los puros fantasmales ayes de la mente ciega. Los países iberoamericanos, sumidos en un pensamiento que es una ausencia, requieren de abrir los ojos y ver. Tener la visión de qué es lo que hacen y con quién y bajo qué medios y circunstancias para saber bajo esa óptica qué se debe hacer para gobernar. La política sin realidad es como la gestión de un territorio telúrico del cual se desconoce hasta el más pequeño de sus agitados guiños, algo que no ocurría en el Perú de José Eusebio del Llano Zapata, pero ocurre en la Iberosfera bajo cuyos escombros firmo esta reflexión, con el amparo de Santa Rosa, patrona de estas tierras.

 

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