Víctor Samuel Rivera
Los políticos prometen obras.
Garantizan derechos. Todos pretenden ser innovadores y acoplados con el pueblo,
del cual cultivan la ilusión de ser sus voceros. Los más exitosos mienten
siempre sistemáticamente. Quizá mienten porque se equivocan. Mienten posiblemente
desde una gran carencia que ellos ignoran: no se puede gobernar lo que no se
conoce. Gobernar es administrar un país, que es como una casa, pero más grande
y compleja; nadie gesta su casa sin saber dónde queda la cocina, salvo en
Iberoamérica. La filosofía política moderna nos hace pensar que las últimas
teorías políticas inventadas en Estados Unidos, no digamos nada de sus
eslóganes, siempre son intrínsecamente eficaces, ya que ni son nuestras teorías
ni son nuestros eslóganes. Si hay un nuevo derecho, lo necesitamos, es lo
último, no podría, pues, ser jamás falso; si en Australia una especie animal
recibe ciudadanía, se infiere que nuestros animales la esperan desde antes del
Diluvio; mientras tanto, la cocina se nos incendia. Todo esto no sería interesante,
sino un capítulo aparte de la historia de la demencia, si no fuera porque aquí
se halla la médula del fracaso político de la Iberosfera.
Hay un aspecto que caracteriza
las diversas agendas de la política peruana: es su incapacidad de ver por dónde
pasa, saltando así de no hacer nada, a hacer algo aún peor. Quien no sabe por
dónde va tampoco sabe propiamente qué hacer y va dando tumbos ciegos en una
gran botella vacía, siendo todo su esfuerzo un triste fracaso. Todas las
comedias se basan en una historia de caminos perdidos y confusiones, y también
no pocas tragedias. En esto la política del Perú actual no se diferencia mucho
del resto de los países dominantes del Occidente sino que, en cambio, es como
su réplica, la réplica de las obras de teatro que hunden en una triste risa el
escenario del globo occidental. Y si hay algo de común en todos los paseos de
ciegos es esto: dan por sentado que ver el camino no es muy importante para
llegar al destino final. Para no hablar del presente, que es tan agitado,
vayamos al pasado, de una agitación aún mayor.
1746.
Lima no tenía mucho de haber inaugurado la estatua del Rey don Felipe,
celebrada en júbilo con corridas de toros y procesiones de los estamentos
civiles y religiosos del pueblo leal.
Un buen día, la espléndida
estatua ecuestre del rey Felipe V se desplomó sobre el arco del triunfo al
ingreso del puente del Duque de la Palata. Entre los escombros de la capital
del reino se hallaban las torres de la catedral metropolitana, así como las de las
iglesias de Santo Domingo y la de San Agustín. Entre la ruma de cadáveres los
niños aplastados por los altos venidos al piso se vieron reunidos en la
escenografía con asnos y caballos muertos. Los ayes de las monjas fueron casi
las últimas plegarias de los demolidos desiertos conventos. El palacio real era
inhabitable. El puerto del Callao había sido arrasado por el mar y estaba ahora
poblado solo por aquejados tristes fantasmas. El señor de los Milagros recorría
Lima, rodeando de santo incienso las innumerables y variables caras, entre
misereres, mientras que ante cada grito de socorro bajo las ruinas, implorando
lo alto, parecía Santa Rosa de Lima ratificar la imposible esperanza. Un año
después, el sabio José Eusebio del Llano Zapata dio el registro de 568 réplicas
de este desastre del 28 de octubre de 1746, parte de una serie de impactantes
terremotos en un arco de un siglo que dificultaban, ya no digamos la
reconstrucción de los Andes, sino su administración política y que, tarde o
temprano, obligarían al Rey a reorganizar el Perú, crear otros virreinatos y
transformas las rutas de comercio, alterar la forma de gobierno y otras
modificaciones no siempre muy inteligentes.
El
terremoto de 1746 fue un llamado de la naturaleza: administrar el Perú implicaba
conocerlo, conocer que era un país altamente telúrico; toda la organización
española del Reino no se había percatado bien hasta entonces de sus tsunamis
periódicos y sus ancestrales y brutales cambios de clima, que habían devastado
varios imperios en los dos milenios precedentes antes de la fundación española.
Así, conocer dónde se está es también saber cómo se ha de administrar; un buen
gobierno se urge del impulso de la realidad. El último tercio del siglo XVIII
consagraría la agenda del Estado y de sus sabios y asesores políticos a conocer
mejor el Perú, tener conciencia de su país. Esto se recuerda bien en diversas
obras del Cosmógrafo Mayor del Reino, Hipólito Unanue, una de las más célebres
la Idea general del Perú, redactada
bajo el virrey fraile Gil de Taboada y que inaugura la mayor obra de estudio
cooperativo del Perú bajo los Borbones, el Mercurio
Peruano (1790-1795). Atormentado por el recuerdo del terremoto de 1746,
Unanue imprimió en 1806 El clima de Lima,
su obra mejor recordada. Gobernar implica conocer; ignorar implica
imposibilidad de cualquier gobierno posible.
El mayor
mal que el mundo moderno puede, entre sus tristes y universales imaginaciones,
haber inventado, es la creencia de que uno puede saber de política sin tomar
mayormente en cuenta la naturaleza de un país. Que uno puede conocer derechos,
agendas, regímenes de gobierno e intereses sociales sin el esfuerzo de saber
dónde uno vive, sus costumbres, creencias, expectativas, y también clima y
territorio, fauna y temperamento, ocupaciones y roles, es ciertamente la razón
decisiva para que el gobierno del Perú actual se halle condenado a la
inoperancia y el fracaso. Es como caminar sin ver, es como querer llegar, ya no
digo, estar, sin tener otra idea del entorno que los puros fantasmales ayes de
la mente ciega. Los países iberoamericanos, sumidos en un pensamiento que es
una ausencia, requieren de abrir los ojos y ver. Tener la visión de qué es lo
que hacen y con quién y bajo qué medios y circunstancias para saber bajo esa
óptica qué se debe hacer para gobernar. La política sin realidad es como la
gestión de un territorio telúrico del cual se desconoce hasta el más pequeño de
sus agitados guiños, algo que no ocurría en el Perú de José Eusebio del Llano
Zapata, pero ocurre en la Iberosfera bajo cuyos escombros firmo esta reflexión,
con el amparo de Santa Rosa, patrona de estas tierras.
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