Víctor Samuel Rivera

Víctor Samuel Rivera
El otro es a quien no estás dispuesto a soportar

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Doctor en filosofía. Magíster en Historia de la Filosofía. Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía desde 1992. Crío tortugas peruanas Motelo y me enorgullezco de mi biblioteca especializada. Como filósofo y profesor de hermenéutica, me defino como cercano a lo que se llama "hermenéutica crítica y analógica". En Lima aplico la hermenéutica filosófica al estudio del pensamiento peruano y filosofía moderna. Trabajo como profesor de filosofía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos; he trabajado en Universidad Nacional Federico Villarreal desde 2005. He sido profesor en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima hasta 2014. He escrito unos sesenta textos filosóficos, de historia de los conceptos, filosofia política e historia moderna. Tengo fascinación por el pensamiento antisistema y me entusiasma la recuperación de la política desde el pensamiento filosófico. Mi blog, Anamnesis, es un esfuerzo por hacer una bitácora de filosofía política. No hago aquí periodismo, no hago tampoco análisis político de la vida cotidiana- De hecho, la vida cotidiana y sus asuntos no son nunca materia del pensamiento.
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viernes, 4 de febrero de 2011

¿Qué es la posmodernidad?: II. La decisión


¿Qué es la posmodernidad? (II)

La decisión

Víctor Samuel Rivera
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía

En nuestro post anterior dedicado a temas de hermenéutica, “La Marcha”, intentamos introducir al tema de la posmodernidad. El tema giraba en torno a si tiene sentido que uno pueda considerarse un posmoderno de izquierda o derecha. En La Marcha hicimos una metáfora heideggeriana. En ella distinguimos el acontecer, el sucederse de las cosas, de la música, el ritmo que permite identificar estos acontecimientos. Imaginemos un desfile militar, una procesión religiosa. Para quienes en todo lo que escribo ven ultramontanismo o fascismo, les aconsejo enriquecer su imaginación con un desfile burlesco, una procesión de carnaval, un festival de zamba en Río de Janeiro. Hay allí también los mismos elementos: algo acontece y marcha. Espléndidas cariocas agitan sus plumas entornando las gambas, montadas algunas en carros alegóricos. Un balance vibrador palpita en sus senos morenos. Algunas incluso son travestis voluptuosas a quienes la tecnología moderna ha adaptado para la marcha. Imaginemos a una travesti que se ha disfrazado de Michel Foucault, o de la Diosa razón, o de esa liberal de Mónica Lewinski. Sea lo que sea que marcha en el festival de zamba, si marcha, tiene una música.

En un esquema heideggeriano o hermenéutico es fundamental distinguir el entorno emocional de la experiencia de sus ingredientes. Los segundos son parte del mundo. Son “ónticos”. Eso se prueba porque se pueden contar. Puedo decir: son estos cinco; estos son ocho, etc. y enumerarlos. Si se cuentan, también se identifican y cambian. Por esta razón todos y cada uno de esos ingredientes es prescindible. Ninguno es indispensable. Justamente por eso marchan, pasan y se van. Uno los recuerda como los que han marchado. En contraste con estos elementos, la experiencia de la emoción es incontable. No es numérica. Tampoco se puede suprimir y es, por lo mismo, indispensable. Por eso, con Heidegger, la consideramos ontológica. “Ontológico” quiere decir: no se puede suprimir. Sin esto no marcha nada. Este carácter indispensable de la música es fácil de comprobar. Se aconseja ver en Youtube el entierro de la Emperatriz Zita. Se ve el cortejo de las órdenes religiosas, de la nobleza y de los notables. ¡El himno del Emperador lo significa todo! Si el lector cree que este ejemplo es algo reaccionario, entonces pulse en Youtube una marcha en la Rusia Soviética. En ambos casos se sugiere, luego de haber visto el video con la música respectiva, retirar el audio. Pero entonces ya no queda el desfile. Queda la imagen del desfile. Permanece una representación, una copia, una reproducción, pero ya no decimos con propiedad “es el desfile”.

Si tomamos en serio a Heidegger y Gadamer y la tradición hermenéutica, las emociones en casos de desfiles, marchas y pasacalles son constitutivas de ser. Pero es una experiencia básica que los desfiles no despiertan en todos las mismas emociones. Hay un sí fundamental en la marcha, que es lo que la hace marchar. Este sí fundamental es lo que la diferencia del silencio y la inactividad. Este sí es una dignidad. Pero esta afirmación no es mandataria. Es obligada, en el sentido de que, cuando se da, cualquier reacción emocional que tengamos nos aparece como la marcha misma. Puede ser una marcha angustiosa, pero también una marcha maravillosa, que colma el universo de grandeza. El sí fundamental, la afirmación en su sentido más amplio, se impone sobre nosotros. Pero este sí es nuestro solamente si “sintonizamos” con la marcha. Esto quiere decir que este sí fundamental podría no pertenecernos. Aún así sería obligatorio, pero no en cambio mandatario. Llueve: de todas maneras nos mojamos. El que sintoniza con la lluvia se acoge al alero; el otro se expone a la pulmonía. Pero del que se expone a la muerte por una lluvia no decimos que ha entendido qué es llover, y sentimos lástima o cólera. El sí fundamental llega hasta nosotros y salimos a su encuentro. Ser indiferentes es insensatez. Abrimos entonces las ventanas de la casa. Encendemos las luces. Prendemos cirios o nos ponemos de rodillas. Salimos al balcón. Incluso colgamos la bandera de los Austria con el águila bicéfala de los emperadores, si es que por la calle pasa el cortejo de Zita; colgamos una bandera roja con una estrella dorada en otros casos, si desfila la efigie de Stalin, por ejemplo. Cuando el Papa fue a Barcelona a inaugurar la Iglesia de la Sagrada Familia el año pasado, los activistas gay se besaron al paso de la procesión. Tuvieron ante sí un sí afirmativo más fundamental, y entonces se besaron. Sus sentimientos descansaban en este sí más fundamental. De esta manera podemos distinguir dos afirmaciones. Ambas son ontológicas. Una obliga, la otra manda. La primera, la que obliga, nos exige reaccionar de alguna manera. Es el sí del Ser, que se afirma solo y anticipadamente. La otra es un tono emocional que explica y da significado a la esfera de nuestras acciones y reacciones. La segunda es a lo que Heidegger habría llamado una “decisión”. Esta decisión es ontológica porque expresa el sí del Ser anticipado.

En la posmodernidad hay una marcha. Es una marcha del Ser, que es quien en último término marcha. Esa marcha tiene ingredientes, cada uno de los cuales es prescindible. Pero hay una música indispensable que da el tono y llama. Los indiferentes a la marcha actúan neciamente. Ellos son “marchados”, pues donde sea que vaya la marcha, ellos no participan de ella. La marcha los lleva. Frente a la marcha son como los ingredientes de una escenografía y no se adaptan, sino que son adaptados. Otros marchan tomando una decisión. Para algunos esa decisión es un pliegue al Ser que se anticipa. Éstos son los filósofos. Para otros, la decisión es un reponerse de la marcha. Como una familia que vive cerca del escenario de la procesión y exige silencio, aunque no va a ser es cuchada, pues el sí fundamental no escucha, sino que es escuchado. En ellos su emoción niega la marcha. Pero es evidente que no la evita. Ahora, en este esquema de comprensión, que es propio de la concepción de la racionalidad posmoderna, ¿ser de izquierda es seguir la marcha?

Caetera desiderantur…


PD para discapacitados: Irán (Persia) marcha en un sentido fundamental. Como marcha ahora el Egipto, y el Yemén y en general, las repúblicas laicas que el pensamiento único impuso al islamismo. Van camino de ser estados religiosos. Así, los países islámicos que son laicos y repúblicas marchan y son evento. En cambio Colombia no marcha o bien es marchada. España es marchada. El mundo de Obama es marchado, pero en cambio China marcha. Los islámicos toman decisiones y se pliegan al Ser. Obama le recomienda la quincena pasada al líder de la China que “sin derechos humanos el éxito no es posible”. ¿En qué mundo vive el señor Obama? ¡Ah! Es un liberal de izquierda. Entonces su pensamiento está en otro planeta. Dijo que no y se perdió. ¿Son de izquierda los rebeldes islamistas de Egipto, de Argelia, del Yemén? ¿Son de derecha? ¿Es de izquierda el Dalai Lama, ese simpático amigo de Hitler que desea reconquistar su trono en China con la complicidad de las ONG norteamericanas y europeas de “derechos humanos”? ¿Puede un liberal explicarse a sí mismo los fenómenos de la posmodernidad? Un liberal de izquierda, ¿en qué piensa? Ups. Anamnesis: Siempre contra el filosofismo, el charlatanismo y la ignorancia.

domingo, 9 de enero de 2011

¿Qué es la posmodernidad?



I. La marcha

Víctor Samuel Rivera
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
Dei Gratia, 1992

La verdad marcha, y puede marchar más o menos rotundamente. Incluso a veces puede caminar, en el sentido de que va a alguna parte. Es propio de la verdad el ir, el desplazarse. Pero cuando decimos que “marcha” no sólo queremos decir que va a algún lado (o sea, que es un sentido), sino que adquiere, en nuestra lengua, las connotaciones de “marchar” y “poner en marcha”. No es necesario retorcer la fuente inspiradora de esta manera de comprender la verdad, El origen de la obra de arte, de Martin Heidegger (1935). Como el lector informado en hermenéutica a quien me dirijo sabe de sobra, este ensayo de Heidegger se considera normalmente como el inicio de la segunda etapa de su pensamiento, la Kehre y es el que abre la colección Holzwege (1935-1943). Pero dejémonos de exquisiteces. No habrá aquí juegos en alemán y traducciones esmeradas, pues consideramos tales cosas trabajo de traductores, que no de filósofos. En cambio tendremos aquí un intento de hacer comprender –especialmente a los jóvenes- qué es la posmodernidad desde el punto de vista de la tradición filosófica. Esto con la idea de ver cuán diferente es la posmodernidad como un horizonte de discusión filosófica y la posmodernidad fuera de la filosofía, como término del lenguaje ordinario. Fuera de la filosofía, hablar de “posmodernidad” y “posmoderno” es pura chapurrería ideológica que sirve –como todo lo moderno- para sindicar y castigar. Hace bipolaridades del estilo “sí” y “no”, donde sí es siempre el patrimonio del chapurrero. Esa chapurrería es mala porque obstaculiza el pensamiento, ni más ni menos. Privilegia un prejuicio que es poco profesional. El joven que desea ser filósofo debe abominar la chupurrería, por más que ésta se revista de los consabidos histerismos morales “de izquierda” y la –tan asquerosa- limpieza “moral” de los archiobispos laicos que la predican desde sus honorosísimos pasquines.



La noción de posmodernidad puede ser explicada de varias maneras. Esta vez vamos a tratarla desde el punto de vista de la verdad. Entiende la posmodernidad quien está atento a su verdad. Esto para atender las inquietudes de los jóvenes. En particular ésta: ¿un posmoderno puede ser de izquierda o de derecha? La pregunta, en 2010, luego de 20 años de la caída de Berlín, bien podría ser desestimada como el resultado de la falta de estudios histórico-sociales. Si el joven tiene –digamos- 23 años, es muy probable que no se acuerde del sentido histórico que ese concepto tiene, y cuya fuente es de la edad de la juventud de sus padres. Pero hay profesores de filosofía que hacen discurso filósofico de tipo ahistórico. Me refiero, como no puede ser de otro modo, a los liberales. Como Habermas creía haber integrado la hermenéutica al neokantismo, es posible que haya liberales que crean también que lo son. Esa discusión podemos dejarla para otro momento. Pero debe quedar claro que es por razones conceptuales e históricas (y no ideológicas o de opción personal) porque el liberalismo no sólo no ha incorporado la hermenéutica, sino que es incompatible con ella. Es una cuestión académica, no una cuestión ideológica o política.

Dejado lo anterior en claro, hagamos ahora filosofía. Para Heidegger –y para nosotros- la verdad marcha. “Marchar” es una metáfora militar. Es como “desfilar”, y se relaciona con lo marcial, con lo terrible de una marcha, que es el mostrarse de los que van: van a enfrentar la guerra. Este marchar no es sólo un caminar de cierta manera. Nos remite también a una música, la música de la marcha, la marcha militar como género musical. La marcha es el ritmo del que marcha. En francés se dice bien “ça va” como sinónimo exacto de la expresión “ça marche”: marchar es el ritmo del acontecer, que si el acontecer va, si el acontecer avanza, entonces marcha. Pero si marcha tiene un ritmo, y se reconoce por tanto en una marcha. Marcha, pues, de una manera. Esa manera es el significado del desfile. Esta metáfora de Heidegger, que he reconstruido de manera lo más pedagógica posible –para uso del los estudiantes que deseen ser filósofos seriamente-, nos hace pensar en qué es lo que tipifica la experiencia del ritmo, de la marcha. La marcha no es sólo una pieza musical, sino que su significado va con la realidad moral que está representada en la experiencia de vivir una marcha. Como es propio de la filosofía de Heidegger, pero en realidad de la hermenéutica en general, esta consideración nos dirige a un tono emocional. “Caminar” carece de todo, es lo más cercano a un mero ir. Pero en el mero ir uno siempre está pensando en la meta, mientras que el camino se le subordina como un instrumento. Es mi camino-para. Pero cuando “va”, el acontecer implica una canción. Pensemos en la melodía escrita por Joseph Haydn para el último Santo Emperador Romano Germánico. Hoy el himno de Alemania. Pero antes lo fue del Imperio Austro-Húngaro. Las letras no parecen hacerle mucha honra, pero lo que nos importa ahora es que la música de la marcha es también la marcha pues es el sentido de la marcha. Una marcha-desfile no marcha sin su música.


“Tono emocional” quiere decir: comprendemos la marcha marchada por el toque de la marcha. Cuando la marcha se toca durante la marcha, entonces “ça marche”, la cosa misma marcha. Y cuando eso sucede, podemos decir de ella que es “verdadera” en términos hermenéuticos. El tono emocional que da ritmo a la marcha nos hace partícipes de la forma de ser de la verdad. Esta participación “va” con la marcha. Podemos simplificar esto diciendo que se trata de un compromiso con lo que marcha. Escucho la marcha y –si soy francés- y me preguntan qué tal, entonces digo “ça marche”. Quiero decir: lo que veo en el ritmo de la marcha es verdadero, y se revela en esto: que manifiesta una emoción inevitable cuya experiencia. Ahora bien: no hay una relación necesaria entre la experiencia de la marcha y su ritmo, entre su verdad y el tono emocional que rodea una experiencia cualquiera. Se trata de un saldo conceptual que es propio de la manera de ser misma de ser parte o no ser parte de la marcha. La marcha llama la atención. La marcha musical irrumpe en el horizonte auditivo: se comprende que indica algo. Es una señal del acontecer que marcha. La marcha es una experiencia conmovedora y comprometedora cuando el irrumpir es aceptado como un llamado. Escucho la música y voy tras ella; me integro, por tanto, al sentido de la marcha, a la que entonces me adhiero. Como una cuestión de hecho, no hay ninguna necesidad lógica en que el llamado de la marcha despierte un sentimiento afirmativo. Muy al contrario, la marcha puede ser tomada de muchas maneras, en varias de las cuales uno puede aceptar o rechazar.

En una comprensión filosófica de la posmodernidad, ésta es un acontecer que marcha, esto es, se manifiesta como una verdad que hace su anuncio y presenta su ritmo. Pero a un llamado puede decírsele que no. Uno puede aplastar las manos contra las orejas para omitir el llamado. Este llamado igual llama, lo cual se confirma justamente en el rechazo. Incluso más en el rechazo que en la solicitud pues el llamado es un llamado político y lo propiamente político descansa en un no que no es una mera negación, sino una hostilidad hacia la marcha, justamente. Su verdad descansa en aceptarla o negarla, incluso cuando no puede evitarse oírla. El mero no, la negación simple, la ignoración mera del acontecer, habíala declarado Heidegger imposible en Holzwege. Tanto si marcha como si no marcha, marcha. Comprender qué y cómo marcha es nuestro trabajo. ¿Qué marcha con la posmodernidad? ¿Marcha la secularización –por ejemplo-, el laicismo, los derechos humanos, la democracia liberal, el libre mercado? Son parte de la marcha. Pero no son su ritmo. Y sólo el que atiende al ritmo, a la marcha, marcha.

Caetera desiderantur…

sábado, 22 de mayo de 2010

Gestell. Diálogo con Erich Luna (serie 2, 1)

Gestell
Apuntes sobre posmodernidad, pluralidad y “pensamiento único” (I)

Diálogo con Erich Luna
2010.05.22


Víctor Samuel Rivera
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía

I. Premabula



Éste es un post que, como el anterior de mi autoría, pretende ser una saga. La que se inicia con el presente está destinada a esclarecer el uso de ciertos términos filosóficos que son patrimonio de la hermenéutica en la tradición en que estoy inscrito, Heidegger a través de Hans-Georg Gadamer y Gianni Vattimo. Su estímulo es un diálogo con Erich Luna, el administrador del blog Vacío. Tengo con él estos días un constructivo debate sobre materias que creo están bien alojadas donde están: en el blog de él. Pero en el transcurso de la conversación surgió una discrepancia razonable sobre un tema que yo considero técnico-filosófico: las consecuencias sociales de la interpretación de los términos que aparecen en el título de esta contribución. La naturaleza del problema me exige traer el tema para aquí. Erich me ha planteado varias interrogantes que se dirigen al uso que hacemos aquí de la hermenéutica, en particular en su vínculo con lo que en mis trabajos de filosofía se llama “pensar marginal” y que también (en referencia a un fondo cultural de teología y la filosofía de la liberación), he llamado alguna vez “pensar de los pobres”. ¿Cómo un hermeneuta puede ser religioso –como es de sobra sabido lo es el firmante-? ¿Es compatible la universalidad del cristianismo con la (mi) posición militante contra el pensamiento único? ¿No es la forma liberal de régimen más acorde con la interpretación de la posmodernidad como el reinado de lo plural y lo múltiple que las constantes referencias mías a las sociedades tradicionales? A todo he de contestar en el formato y la disponibilidad de un blog.



No soy especialista en Heidegger. Tampoco sé alemán. Pero soy un filósofo que trabaja con herramientas tomadas de la tradición hermenéutica y he leído por ello las obras fundamentales de Heidegger desde mi punto de partida personal: en la teoría, es mi relación con la obra de Vattimo y Gadamer, pero también con el Conde de Maistre, al filosofía religioso-política del siglo XIX y otras fuentes de muy diverso tipo. Como he publicado varios textos de esa manera y he sustentado mis ideas en diversos espacios académicos internacionales puedo apelar a una primera instancia: lo que hago es posible, pues es real. Un día se lo preguntaron a Vattimo en un seminario de hermenéutica en Gerona. Él contestó con una luenga sonrisa: “es posible”.



En este contexto aprovecho para excusarme ahora ante dos tipos de especialistas en Heidegger que visitan esta bitácora. Unos heideggerianos pueden considerar que lo que voy a decir es en realidad bastante banal, y que podría haber hecho referencia a un diccionario (tengo a la mano el de Jean Marie Vaysse. Le vocabulaire de Heidegger. Paris, Elipse, 2000); otros lo considerarán interesante, pero van a reprocharme los vínculos ideológicos que parecen desprenderse de mis ideas: la teología izquierdista de la liberación, el anarquismo vattimiano o el “ultramontanismo católico” (lo que sea eso signifique a la fecha). Ante todos me excuso. Soy filósofo y hago filosofía por interés en la verdad, al que los demás intereses se subordinan: prioridad de la filosofía sobre la democracia, digamos. Voy a contestar en lo que sigue en lo que es mi obligación como profesional: sostener una forma de pensamiento argumentativamente sólida dentro de los parámetros de sentido que el vocabulario de Heidegger y la interpretación de ese vocabulario tienen en el dominio de sus usuarios, los filósofos que hacen hermenéutica. No responderé por lo que pase fuera de ese dominio. Dedico pues lo que sigue a esclarecer el debate con Erich Luna.



II. Experimenta

Las preguntas que he planteado al inicio atienden a cuestiones normativas de hecho, a cosas que creo. Pero no se trata de mis creencias, sino de la plausibilidad filosófica de éstas. Para comenzar, la idea de “pensamiento único”. Se trata de que, como filósofo, deploro la idea de “pensamiento único”. Por desgracia, la popularización de los conceptos, cuando éstos ingresan al uso público, implica también una pérdida semántica. Mientras más ampliamente aceptados son los términos, más fácilmente pierden su significado hasta convertirse en lo que Lacan ha denominado alguna vez “signficante vacío”, esto es, meras etiquetas. En Internet, los derechistas económicos acusan al gobierno del Presidente Chávez de querer imponer su pensamiento único al mundo (¡!); los ateos, de que los islámicos desean imponer un régimen de pensamiento único; cuando los católicos defienden posturas normativas en la vida social, los liberales los acusan de tener “pensamiento único”. Esta manera de emplear la expresión no es filosófica. Es meramente política, en la manera de una etiqueta de “significante vacío” lacaniano. Tiene un significado emotivo en la célebre categorización de Charles Stevenson: significa algo así como “I dislike this”, “apesta”. Otro ejemplo: se llama “fascista” a un partidario del orden frente a un partidario de la anarquía; lo mismo da si el partidario del orden sea religioso (el Papa) o anticlerical (Evo Morales), si es comunista (China) o capitalista (Fujimori), si cree en el régimen corporativo (Mussolini) o en el libre mercado (Pinochet). Por supuesto, siempre hay un margen de significación, que es el mínimo para que un término tenga vigencia social. Hay quien no es “fascista”. ¡Es tan variable la referencia de quién no es fascista, que justamente por eso “fascista” es un significante vacío! Hay un estudio de André Taguieff que me viene ahora a la mente y que recomiendo en general para estos temas (Les Contre-réactionnaires. Le Progressisme entre illusion et imposture. Paris, Denoël, 2007).



La discusión filosófica de nuestro medio, y especialmente en los blogs, usa “pensamiento único” como significante vacío, de tal manera que todo aquél que trata de sostener una posición consistente sobre un punto determinado de la discusión pública es acusado de “pensamiento único”. Si los católicos están contra el aborto entonces “intentan imponer su pensamiento único”. Pero esta manera de hablar es en filosofía un vicio argumentativo, que se debe a aproximar excesivamente el género de discurso filosófico con el ensayo personal. “Pensamiento único” es una expresión que fue definida por Ignacio Ramonet en 1990 como una fusión de los principios de la economía de mercado con los del liberalismo político: esto es, buscaba conciliar en un modelo único las creencias normativas de diversas formas de liberalismo. El motivo no era conceptual, sino que estaba marcado por la interpretación de un evento socio-político, que fue la caída del muro de Berlín. Era la traducción conceptual de ese fenómeno. Iba ligado con la idea del mundo como una totalidad, como “la aldea global”, un mundo enlazado por la revolución tecnológica que ha significado lo que Vattimo llama la “telemática” y fue su inquietud en La Sociedad Transparente, que corresponde a esa fecha: se refiere a la introducción del correo electrónico, Internet, etc. hasta nuestros actuales Google y Facebook. Este libro, por tanto, se inscribía como una interpretación del liberalismo en la misma línea de Ramonet (sobre esto cf. mi “La muerte de Pedro III. Liberalismo-koiné y ontología hermenéutica”, en Actas de las I Jornadas Internacionales de Hermenéutica, 20 páginas, ver en el buscador versión en pdf). El Vattimo de la década de 1990 era –sin proponérselo- un partidario del “pensamiento único”. Eso ya no es más así.



Volvamos entonces al paso de salir de las “habladurías”, como diría Heidegger, al lenguaje técnico y el análisis histórico social sobre la base de la perspectiva hermenéutica. Tenemos “pensamiento único” para significar: 1. un evento histórico, el fin de la Guerra Fría, y la presunción implícita de que el régimen del liberalismo había demostrado su vigencia frente al comunista. 2. El que ese evento tenía consecuencias éticas: “la marcha triunfal del liberalismo en el mundo entero”, como ha escrito el liberal Miguel Giusti; esto en términos filosóficos significaba la imposición de la ideología liberal como la única disponible (y por lo mismo, la “verdadera”): aparece la obsesión por los “derechos” y la presión de las ONG internacionales, medios de castigo para los países infractores, incluida la intervención militar (Yugoslavia, el Reino de Afganistán e Irak, entre las más famosas) y la expansión del espacio de control militar (OTAN en toda Europa con planes hasta llegar a Ukrania, sólo hace unos meses cancelado). Los fenómenos sociales e históricos de esta naturaleza eran antes inexistentes. Tienen una base metafísica: consiste en asumir que los principios liberales son “verdaderos” en un sentido no cuestionable y que su infracción es intrínsecamente malvada. Debe recordarse la retórica de Bush sobre “los Estados canallas” y la “justicia infinita”.

Sigamos con la caracterización de “pensamiento único”. 3. Las consecuencias éticas antes descritas se consideraron universales tanto en orden de validez (apogeo de neokantianos como “políticamente correctos”) como en términos físicos, para significar el dominio territorial de las nuevas tecnologías de la comunicación. Los liberales interpretaron que esto significaba el triunfo de una epopeya histórica: “fin de la historia” se hizo una idea socialmente poderosa, hasta que la fascinante caída de unos rascacielos en Nueva York cambiaron el panorama. Antes de eso, el mundo devenía en una esfera de diálogo racional con valores compartidos y ayudada por las nuevas tecnologías de la comunicación. Ante la desaparición del enemigo (el comunismo) se asume que el liberalismo tiene una vigencia planetaria. Es un típico caso de narcisismo conceptual. China y Corea del Norte fueron grandes abanderados contra la contraparte social del “pensamiento único” y no tardó mucho en que aparecieran potencias políticas que de facto no eran modelos de países liberales, como los Tigres de Asia (que eran monarquías o satrapías marxistas o dictaduras militares) y al mismo tiempo la América nueva de Chávez, la Teocracia del Irán, entre otros. La rebelión islámica contra el liberalismo no debe ser desestimada.

¿Qué indica esto que hemos descrito para un hermeneuta? Es inevitable pensar en las ideas de Heidegger sobre el desarrollo de la técnica, la unificación del poder y su homogenización como “imperialismo planetario”. Ese imperialismo planetario es derivativo respecto de la tecnología. La tecnología hace posible el dominio planetario. Vattimo trató este tema desde temprano en términos de “pretensiones de ultimidad” de ciertos valores, y muy en especial de la concepción económica del hombre propia del liberalismo. Es inevitable recordar también aquí las ideas de Heidegger acerca del “evento” como anuncio de lo que sobreviene luego. Para un lector de Heidegger el “pensamiento único” es claramente la imposición de un mundo común por la tecnología y es, por lo mismo, el relampaguear del Ereignis, esto es, el anuncio, con el signo del dios, de que se asoma en la globalidad y la corrección del pensamiento algo que ni es globalidad ni es corrección: desde ese ángulo, querido Erich, es que pensamos el “pensamiento único”.

Caetera desiderantur…
(o sea, sigue: falta la mitad, la idea de Gestell y la pluralidad en el mundo de pensamiento único y por qué la religión no es homogenización).

domingo, 18 de abril de 2010

Evento e historia profética



Evento e historia profética
La muerte de Lech Kaczynski

Víctor Samuel Rivera
Universidad Nacional Federico Villarreal

Disponible en pdf en la Biblioteca Saavedra Fajardo de Pensamiento Político Hispánico


2010. Es la Octava de Pascua, el Domingo de Cuasimodo, el primer domingo después de Pascua. Los diarios de Barcelona, Nueva York y Londres arremeten contra el estamento clerical y la Iglesia entera, contra el Papa, su hermano sacerdote y el predecesor del Papa, el polaco Juan Pablo II, digno de veneración. La segunda lectura de la misa de este día del año 2010 recoge el relato de la iluminación del apóstol San Juan en la isla de Patmos, quien recibe de Cristo la visión del final de los tiempos. Ego sum alpha et omega, principium et finis -indica Jesús al apóstol- (Ap. I, 8). Es domingo entonces de 2010. In dominica die audivi post me vocem magnam tanquam tubae (Ap. I, 11). Todo esto cobra especial interés cuando, en la víspera de Cuasimodo, el Presidente de Polonia fallece en un accidente espantoso. Lech Kaczynski debía llegar a Rusia para una ceremonia internacional por el 70 aniversario del crimen de Katyn; he aquí sin embargo que, sin causa razonablemente justificada, el avión que transportaba a Kaczynski se estrella en la localidad de Smolensk. El Presidente Kaczynski y su esposa eran unos devotos católicos; una auténtica rareza museográfica en el mundo multicultural y liberal que ha surgido de las ruinas de la antigua Cristiandad europea. Mientras los diarios liberales de Barcelona y Nueva York arremeten en primeras planas contra el Papa de Roma, el más católico de los gobernantes de Europa colapsa en Smolensk.

Una extraña expectación nos invita a entender el futuro de este presente, y un súbito temor nos envía a Inmanuel Kant y su esbozo de la idea de una historia profética de 1798. Estamos ante una interesante ocasión para un ejercicio filosófico de pensamiento de la historia y –tal vez- para recuperar uno de los motivos más básicos del pensar político de la modernidad, el pensar como el hacer del profeta. El filósofo como profeta. In dominica audivi post me vocem magnam.

Volvamos a Cuasimodo. Para el calendario litúrgico el 14 de abril de 2010 se celebraba la octava de Pascua o Cuasimodo. Desde el último año del reinado del Papa Juan Pablo II (2005) este domingo de Cuasimodo se transformó también en la solemnidad del Señor de la Divina Misericordia. Para los lectores no religiosos es necesario saber que “Señor de la Misericordia” es la advocación de Cristo, cuya imagen se le apareció radiante a la vidente santa Faustina Kowalska. Resulta una singularidad incómoda que la vidente Faustina Kowalska haya sido de nacionalidad polaca, como lo era también el Papa mismo que instituyó la solemnidad. Pero es un hecho aun más singular si cabe que el propio Papa que instituyó la celebración del Señor de la Misericordia falleciera en la víspera de Cuasimodo. En efecto: Juan Pablo II murió el sábado de la octava de Pascua de 2005, la primera vez que habría de celebrarse la advocación de la imagen vista por la Kowalska.

No requiere prueba que la aparición de Cristo a la beata Faustina, en la medida en que ha sido incorporada en el calendario litúrgico, es establecida por la Iglesia como digna de fe, incluso si no es ése su expreso propósito y aun si la mayor parte de los católicos y los clérigos no afirmen el lazo de los hechos que, aquí reseñados, inspiran un sentimiento intenso de significación para el evento de la muerte de Lech Kaczynski. Pero seamos más persuasivos, atraigamos a la fascinación al lector no católico o indiferente en materia de religión (pues la religión no es el interés principal de esta reseña). Preguntamos: ¿qué relación guarda Faustina Kowalska con Cuasimodo? La relación se halla en lo que vamos a llamar “el supuesto de la totalidad”. No podemos evitar ver hechos cruzados de esta manera como hechos sociales con un sentido; aunque no es posible afirmar el sentido específico del todo, hay una experiencia hermenéutica de sentido de la totalidad, que se concentra en una cierta (inevitable) expectación. Quod vides, scribe in libro (Ap. I, 11). En la experiencia de comprender el lazo del conjunto hay algo que se ve y que impele a la expresión. Frente al que interpreta, aparece como una totalidad, y es esa totalidad la que impele. Cada asunto por separado aparece más o menos irrelevante. Que Faustina fuese polaca como Lech Kaczynski, o que éste se estrellara en vísperas de Cuasimodo o que en Cuasimodo de 2010 correspondiera la lectura del capítulo I del Apocalipsis de San Juan, donde éste aparece como vidente del fin. O que la prensa liberal haya dedicado la octava de Cuaresma a atacar a la Iglesia de Roma. Los fragmentos de relatos y lo que podríamos bien llamar casualidades se experimentan para el oyente como un todo: digámoslo de una vez, como un mensaje. Si es así, el relato obedece no sólo a una totalidad, sino también a una unidad del acontecer. El que ha comprendido, comprende: está ante una unidad no arbitraria. Se añade que el mensaje del Señor de la Divina Misericordia para Faustina Kowalska consiste en gran medida en temas apocalípticos. Estos temas califican, por ejemplo: la naturaleza del infierno o la cercanía del fin de todos los tiempos. La experiencia del mensaje es la atención al fin, es expectativa del fin.

Un lector entre líneas no puede evitar verse sugerido de interpretar que el que la Iglesia haya instituido la fiesta del Señor de la Misericordia el día de Cuasimodo tiene su significado en la unidad de la experiencia del relato de la muerte de Lech Kaczynski. Esa muerte confiere sentido a la atención sobre lo demás, cuya experiencia se intensifica, se hace conmovedora, en función de un significado emergente del todo. En el lenguaje de la hermenéutica podemos decir que la muerte de Lech Kaczynski es evento, un mensaje histórico, cuyo criterio es el resto de los otros hechos, que de otra manera serían muertos, esto es, sin conmoción. Para comenzar, la fiesta del Señor de la Divina Misericordia significa el reconocimiento de que es digno de crédito mantener una alerta ante la aterradora idea del infierno, pero también a que el fin de la historia debe ser parte de la agenda de la hermenéutica de la experiencia social e histórica del presente. Y si en este presente ocurre el evento Kaczynski, la alerta enrojece. Esta experiencia debería ser posible al menos para el católico medio, pues esto está presupuesto en el sentido del conjunto de los hechos. Se trata de una cuestión de hermenéutica en sentido propio, pues a estas alturas es evidente que la experiencia como una unidad es anterior y más originaria que los detalles que nos han inducido por ello a re-conocerla. Todo era anterior a la muerte de Lech Kaczynski y –a nuestro respecto- más o menos admirable, pero no aún un mensaje. Sólo el acaecer de su muerte articula la unidad del todo como una exigencia, pero la unidad del acontecer como un todo aparece en calidad de entorno, no aparecida, sino reconocida.

En la tradición del pensamiento histórico del Cristianismo hechos como la muerte de Lech Kaczynski deberían interpretarse desde la perspectiva del libro del Apocalipsis de San Juan, lectura de Cuasimodo. Debe advertirse que el punto central de nuestra reflexión no es anunciar el fin de los tiempos. En tanto no somos teólogos, mal haríamos en intentar resolver nosotros los misterios que son de competencia de los santos, los místicos, los clérigos o los biblistas competentes. Está escrito que el fin en sentido propio se habrá de experimentar como al ladrón en la noche, esto es, no advertido sino cuando cumplido. Novissimum (Ap. I, 17). A pesar de todo, es notorio que hay una unidad del relato; el evento no puede ser puesto por el hombre, de allí que el fin y la experiencia del fin como tal se retrotrae en el mensaje mismo. Et conversus sum ut viderem vocem (Ap. I, 12), y entonces la mirada me lleva hacia la vista de la voz. La mirada hacia el mensaje que se muestra entonces como una totalidad es un cierto saber anticipado que está presupuesto desde el momento mismo en que las partes comienzan a ser conmovedoras. Es la anticipación lo que le confiere unidad. Esto no es así porque nos hayamos anticipado al significado de los hechos, sino porque su lectura desde el ángulo del saber cristiano de los tiempos implica la idea de la anticipación, la anticipación apocalíptica. Este anticipo puede ser de competencia de los filósofos. Podemos simplificar nuestras referencias remitiéndonos más bien a un filósofo que antes ha hecho también de profeta: Inmanuel Kant en 1798.



Kant publicó en 1798 su Der Strait der Facultäten, del cual es conocido el fragmento de la Sección II dedicado a la hermenéutica de la historia como profecía, en particular a la interpretación de las guerras revolucionarias y la idea de progreso. En general, esta sección está dedicada a la descripción de lo que Kant llama “historia profética”, esto es, el ejercicio del pensamiento político social por parte del filósofo; éste trata del tema de si la historia humana debe leerse como en camino hacia algo mejor, algo peor o a lo mismo y argumenta cómo una historia profética es progresiva. En principio, este liberal de la Ilustración recuerda bien que no hay un punto de vista humano para resolver entre las tres opciones. Esto se debe a que carecemos de un criterio eficaz para la profecía, esto es, no podemos estar seguros de que las sugerencias de los mensajes históricos vayan más a una dirección que a otra. Pero Kant notó que al menos quienes ven en el curso humano de las cosas un camino peor o mejor comparten un presupuesto común: la idea de que hay ciertos acontecimientos, al menos un acontecimiento que fuerza moralmente a rechazar la postura de la indiferencia completa. La “historia profética del género humano” –escribe Kant “tiene que vincularse con alguna experiencia”. A ésta la denominó “signo histórico”, signum rememorativum, demostrativum, o prognosticos. Es notorio que la idea procede de una atmósfera bíblica y específicamente cristiana, ya que referida no a la interpretación de un hecho en particular, sino del saber anticipado como un todo. “Quizá” –escribe Kant- “el curso de las cosas humanas nos parezca absurdo porque lo vemos desde un punto de vista elegido erróneamente”. No podríamos discrepar menos nunca de un autor liberal. Lo importante es que todo saber anticipado tiene su lugar respecto de un evento y se extiende, en realidad, en el evento como carácter de prueba del saber anticipado mismo.

Vamos a recoger de allí los argumentos generales, que nos devuelven, por un momento, al domingo de Cuasimodo.



Como ya hemos visto, en los hechos de Cuasimodo de 2010 el lector que participa de la tradición hermenéutica cristiana no puede evitar encontrar una anticipación apocalíptica. Aunque parezca extraño, esta anticipación aparece como un conocimiento, un conocimiento histórico social (sabemos qué significa), aunque no un conocimiento del futuro necesariamente. El saber anticipado histórico-social es la experiencia de una intensificación del sentido del presente. Las cosas triviales del vivir ordinario de pronto se atan a un sentido unitario más complejo e integrador. En la hermenéutica de la tradición de Martin Heidegger y Gianni Vattimo esto puede fácilmente acogerse a la idea del evento, del acontecer apropiador (Ereignis). Podemos definir aquí “el evento” como un conjunto de acontecimientos histórico-sociales, pero no cualquier conjunto de acontecimientos es un evento, ni siquiera un “proceso”, en el sentido de los científicos sociales. Un evento es el acontecer que se experimenta en una cierta atmósfera emocional del conjunto, que le da un aspecto terrible. Es un aspecto terrible a través de las emociones, en particular el miedo. Se trata de un tópico heideggeriano conocido, que sostiene que las emociones confieren unidad al acontecer, e incluso refieren sus características (esto es: su contenido). El evento puede reconocerse en esto que intensifica la experiencia.

Según Heidegger, tiene sentido más intenso aquello que puede ser experimentado en una atmósfera de temor, muy en particular el temor por expectación, esto es, el temor por lo que se sabe anticipadamente y que, porque no se conoce bien, o no se conoce propiamente, infunde miedo, incluso espanto o desesperación. Nos basta para seguir que esto se desprende de la fenomenología de la experiencia histórico social de “lo nuevo” tal como la presenta el Heidegger de la Primera Parte de Sein und Zeit. Confiamos en la benevolencia de los especialistas para que no se nos pida más en espacio tan modesto. Continuando con nuestra reflexión, es una cuestión de hecho, digna de nota para nuestro tema, que el sentimiento de temor por expectación inviste a veces la experiencia histórico-social. En este sentido, el evento es “acontecer apropiador” sólo en tanto y en cuanto aparece envuelto (investido) por el temor por expectación; el temor, para decirlo de otra manera, es el criterio del acontecer histórico social. Un cierto temor ante lo inexplicable se apodera de nosotros y lo hace en un contexto de referencia histórico-social, en nuestro caso, en las claves de la tradición y los hechos factuales de y respecto del Cristianismo. En general, más allá de Heidegger, el temor por expectación es un criterio del evento. Incluso podemos decir que es una condición necesaria, como en la experiencia de un mundial de fútbol y el orden de motivaciones de quienes eso atienden. Sin temor los acontecimientos histórico-sociales ya no son “evento”. Si consideramos algo un evento pero éste se experimenta sin temor es porque es ya acontecido y, en esa medida, su experiencia es más bien un revivirse, un volver hacia el temor para recrear la expectación o un conmemorar. Y es el temor el índice del saber anticipado de la experiencia social. Es su expresión. Sin el factor anticipado del saber que sólo tiene objeto en el futuro, el temor se trueca en admiración o júbilo. Pero esta última experiencia no nos interesa por ahora.

La reflexión sobre el temor ante lo novum y el saber anticipado que comporta para el caso específico de la muerte de Lech Kaczynski nos reconduce a la idea de una historia profética kantiana. Kant consideraba que la lectura de la historia social a través de experiencias con eventos podía referirse a dos ámbitos: o bien al progreso moral, con una idea de incesante perfeccionamiento de una facultad humana en vías de educarse, o bien a lo que llamó “historia terrorista”, esto es, a la idea de que los mensajes que atemorizan y espantan no nos envían a educar una facultad, sino a admitir el carácter indisponible de nuestra experiencia, en este caso, del mal. Kant utilizó la expresión “terrorista” porque este ámbito (un ámbito de la experiencia) se orienta en función del sentimiento de temor que viene de la mano del evento. Lech Kaczynski muerte en vísperas de Cuasimodo mientras en las iglesias, como nunca antes atormentadas desde Barcelona, Londres y Nueva York, en la fiesta del Señor de la Misericordia se lee lo siguiente: Noli timere: ego sum primus, et novissimus, et habeo claves mortis et inferni (Ap. I, 17). No tengamos miedo. Una nube volcánica, mientras tanto, cubre apocalíptica los cielos de Europa.

domingo, 10 de enero de 2010

Ontología del declinar. Diálogos con la hermenéutica nihilista de Gianni Vattimo



Estimados amigos:
Les participo por la presente de mi alegría por la aparición en Buenos Aires de un libro conjunto de hermenéutica, donde participo como coordinador junto con Carlos Muñoz (España) y Daniel Leiro (Argentina).
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Librería "El Virrey" de San Isidro.
Av. Miguel Dasso, sin número
Gracias a todos los que de una u otra manera
han colaborado en éste mi empeño por continuar,
contra todo obstáculo, mi vida académica y filosófica.
De pasada: Por su contenido,
verán la diferencia entre un libro de hermenéuticade verdad.
Ya saben a qué me refiero.
Para adquirirlo por internet, aplastar el ícono de la barra derecha o pulsar a la Editorial Paidós Argentina aquí.

miércoles, 12 de agosto de 2009

Gianni Vattimo: posmodernidad e Historia



Vattimo: posmodernidad e Historia

Víctor Samuel Rivera
Universidad Nacional Federico Villarreal

Haga click aquí para la versión en pdf en la Biblioteca Virtual de Pensamiento Político Hispánico Saavedra Fajardo






Gianni Vattimo se hizo cargo de la idea de “posmodernidad” para incorporar el concepto como una clave del resto de su vocabulario. Como ya sabemos, tomado en lo fundamental de su lectura de Heidegger, que se centra en la noción de “evento” (Ereignis). Esto ocurrió de manera peculiar en 1985, en los ensayos colectados en El fin de la modernidad. “Posmodernidad”, sin embargo, era un término desdichado. En realidad Vattimo refuerza desde un inicio el significado político-social de la expresión, con cierta atmósfera antimoderna y, más particularmente, antiilustrada, que interpreta la verdad del mundo moderno como la realización de una violencia metafísica, la misma que estaría oculta tras el lenguaje de las promesas de emancipación y libertad de los utopistas modernos. Es inevitable adivinar evocaciones reaccionarias y antimodernas de esta interpretación de la época presente que serían pronto resaltadas por los adversarios de la hermenéutica, que precisamente la consideraban ya como una amenaza potencial al orden liberal europeo de postguerra. El ambiente europeo estaba muy agitado por la prédica neokantiana de Jürgen Habermas y Kart-Otto Apel. Jean-François Lyotard abandonaría pronto la expresión, inventada en su uso filosófico por él mismo. Nos referiremos aquí a la singularidad del intento de Vattimo, que consiste en integrar la caja de herramientas Heidegger-vattimianas de Verwindung, Andenken, Geschick, etc. debajo de “posmodernidad”. La expresión para ser referida al tiempo presente se iba a convertir en una idea reguladora de categoría más alta (“más originaria”, “primera”), que acercaba los términos anteriores a una lectura (“más”) histórica. Esta táctica enfatiza la idea de un tiempo específico para la vigencia de la hermenéutica como lenguaje. La hermenéutica aparece entonces como el lenguaje conceptual de un tiempo histórico determinado, que es el de la metafísica cumplida o el del final de la historia de la metafísica.



Volvamos a 1985. El eje central en la argumentación de Vattimo es la idea de que la comprensión de la modernidad debe focalizarse en la noción de “historia”, la historia en que la modernidad tiene su final. Por un momento, al lector auroral de los textos de Vattimo puede tener la impresión de que se trata de la “historia”, pero también de una historia que es frente a otras “historias” alternativas. Vattimo da pistas en ese sentido que, sin embargo, vamos a desestimar por la interpretación que sigue, que nos parece más plausible. La historia de Occidente frente a las historias africana, china o islámica, por ejemplo. Pero se trata de una singularidad ontológica, que hace de esta historia claramente una experiencia única. Para comenzar, se trata, como es evidente, de la “historia” como una noción específicamente moderna, como opuesta y diferenciada al concepto de lo histórico y de la experiencia de lo histórico en contextos pre o posmodernos, en el sentido marcado de un cambio en la noción misma de la experiencia del tiempo. En esto se ve la marca de La época de la imagen del mundo de Heidegger (1938). Vattimo mismo apunta a la historia como una experiencia específica del valor de lo “nuevo” (o sea, lo moderno). El concepto general de “historia” que maneja Vattimo, sin embargo, define la modernidad de una manera peculiar, que le concede prioridad en el orden de lo más originario. Para los conocedores, Vattimo emplea un concepto de “historia” que cumple una función argumental análoga a la idea de la esencia de la modernidad, del mismo modo en que para el Heidegger de 1938 sucede con el saber científico-técnico. De antemano, es razonable afirmar que se establece de esta suerte un paralelismo histórico entre la “historia” y el despliegue de la modernidad pensada desde su origen como ley e imposición sobre el ente de la técnica. Heidegger explica esto en claves antiilustradas como la esencia de una “pretendida libertad” del liberalismo y el “humanismo” que le es consiguiente, más o menos lo que hoy sería el lenguaje de los “derechos”. La “historia” de Vattimo, entonces, no es cualquier historia. Ni siquiera es la historia de la metafísica, sino en tanto y en cuanto la historia de la metafísica moderna es también la historia de la “Historia”. Detengámonos un instante en la “historia”. La antiilustración y las facetas reaccionarias de “posmodernidad”, pues, no son gratuitas.




La “historia” de Vattimo es claramente el referente metafísico de lo que hoy entendemos como la concepción liberal de la historia. En particular como la entendían hacia 1985 los liberales, especialmente los pesos pesados de John Rawls o Jürgen Habermas: la historia como epopeya de la emancipación y la libertad. La “Historia” con mayúsculas. En ese sentido, “Historia” comporta una concepción metafísica relativa a justificar la historia política del Occidente reciente bajo patrones de normatividad con pretensiones de universalidad. En el segundo caso estamos ante la(s) narrativa(s) del liberalismo como la nueva koiné que ha sido del final de la Historia, justamente. Vattimo es bastante explícito respecto del carácter liberal de la historia cuyo fin es también el horizonte de la posmodernidad y de lo posmoderno. Podemos remitirnos a La Sociedad Transparente, por ejemplo. Esto se prueba por las fechas de referencia para uno y otro en narrativas que remiten a Descartes y el inicio de la epistemología moderna de la subjetividad . Ahora bien. Respecto al Vattimo de 1985 la hermenéutica aparece, en tanto que pensamiento posmoderno, como la interpretación filosófica más plausible para describir la experiencia del fin de la Historia, que es también el acontecer político de una etapa terminal del mundo moderno: Según esta lectura, el fin de la modernidad es una interpretación de ontología política. Nuestra situación hermenéutica tendría por característica esencial la disolución del concepto de Historia, esto es, el lazo dominante de la concepción política liberal. Como en Heidegger, este fin es la experiencia terminal de la “pretendida libertad” con la consumación del imperialismo planetario desde la perspectiva del ente.



El lector que hace historia conceptual debe haber comprendido ya que el giro de Vattimo desde la koiné hermenéutica hacia lo posmoderno y la Historia como un modo de atender a la esencia de la modernidad implica una acentuación de las características sociales y éticas de las pretensiones del lenguaje de la hermenéutica. De algún modo, en la medida en que asociamos esto aquí con la idea de un lenguaje hegemónico-koiné y, por lo mismo, con las prácticas sociales del lenguaje, no hay dificultad en reconocer que se trata del concepto de historia en la modernidad política como, por ejemplo, ha sido elaborado en periodo análogo por el historiador hermeneuta Reinhardt Koselleck. Pero esto tiene un significado que Vattimo ha desestimado, muy probablemente porque no lo conoce. Koselleck sostiene que la modernidad política tiene su origen en un conjunto de prácticas sociales que están involucradas con experiencias que, desde el punto de vista histórico, no pueden ser anteriores a 1750 y tienen una suerte de eje focal en la Revolución Francesa. Propiamente, la historia del fin de la Historia es la modernidad interpretada socialmente como un acontecimiento cuyo sentido puede asociarse con la historia de los efectos de la “pretendida libertad” y el humanismo del que trata Heidegger; como Heidegger sugiere claramente, la esencia del mundo de la libertad está soldada con la esencia del despliegue del mundo tecnológico, que es en realidad esa misma libertad en su aspecto más siniestro, el que asume al hombre en el proyecto de dominio del ente que corresponde con la metafísica de la subjetividad. Antes de la normalización de la interpretación de la “Historia” por Koselleck, era frecuente –y lo es aún fuera de su circuito de lectores- incorporar la experiencia social de la modernidad política con el mismo curso de acontecimientos de la historia de la epistemología moderna o la subjetividad en vistas del paralelismo histórico que se basa en la historia de los efectos. Pero esta operación desatiende características internas del concepto social de Historia que terminan siendo importantes para comprender en una dimensión más decisiva las consecuencias de hacer el gambito de la posmodernidad como “fin de la Historia”.



Nos interesa conservar la idea de Vattimo de que es posible para la hermenéutica presentarse como un discurso articulador de las prácticas sociales, esto es, un discurso orientado a comprender la acción humana en términos históricos, esto es, como eventos. Una manera es acercarnos algo más explícitamente al planteamiento general de Koselleck acerca del concepto de Historia”. En realidad, la obra de Koselleck es una clave fundamental para establecer la relevancia de la hermenéutica como lectura del acontecer a partir del horizonte del mundo como lenguaje-koiné del liberalismo. Ya hemos adelantado la idea más básica de que la interpretación de la modernidad como una epopeya que abarca desde La Nueva Atlántida de Francis Bacon y el Discurso del Método de René Descartes puede diferenciarse en la historia de los efectos del surgimiento la modernidad política; ésta sería un fenómeno de hermenéutica social que surgiría a partir de la transformación del concepto de Historia, en un proceso que se habría iniciado hacia 1750 y cuyo punto de quiebre es la Revolución Francesa. Este consenso procede a partir de los trabajos del historiador hermeneuta Reinhart Koselleck.




De acuerdo a Koselleck, la modernidad política se habría gestado en la cultura humanística del Santo Imperio, durante la segunda mitad del siglo XVIII. Desde un ángulo, sería la secularización de la historia trascendente cristiana de la instauración del Reino de los Cielos, como había anotado ya antes Karl Löwitt; desde otro, la experiencia de la Historia habría adquirido una dimensión ética, de exigencia de la acción humana para adelantar y llevar al ser efectivo ese mundo futuro que sería también su realidad esencial, lo que Koselleck denomina la “aceleración” del tiempo histórico. La exigencia ética aparece como una presión de ultimidad, que aloja en la práctica social la demanda de ley que determina el control de la naturaleza; la exigencia política es experimentada como una distancia entre lo que debe ser y lo que realmente es: en medio de esa experiencia se dan las tensiones del mundo de la política moderna. Es el mundo de la revolución. Reconocemos aquí la distinción y el conflicto entre evento y sentido que es propio de la experiencia de la modernidad, pero observamos también que su modernidad no es dependiente lógicamente de las narrativas de la ciencia y la epistemología de la tecnología. Todo esto sería irrelevante respecto de la historia efectual, que es lo que aquí interesa, si no fuera por las definiciones koselleckianas de “espacio de experiencia” y “horizonte de expectativa”, que vamos a emplear para tipificar la idea de lo posmoderno y el fin de la historia en Vattimo. Es conocida la estrategia de Koselleck de argumentar que en la experiencia moderna de la “Historia” el espacio de la experiencia (esto es, la realidad de los efectos) se diferencia del horizonte de expectativa (esto es, el sentido de la Historia). Cualquier diferencia entre ambos aspectos de la experiencia histórica se interpreta como una agenda hacia el sentido desde el evento, que habrá de corregirse y enmendarse desde una idea final de totalidad.

Todo lo anterior carecería de interés para nosotros si no fuera porque la distinción entre espacio de experiencia y horizonte de expectativa se relaciona directamente con la idea de situar la hermenéutica desde la posmodernidad tomada como el fin de la Historia. En principio, porque es en realidad el fin de la “Historia”, esto es, de la Historia como un hiato entre evento y sentido. El espacio de la experiencia política hacia nuestro tiempo, el fin de la modernidad, se define desde el lenguaje-koiné del liberalismo. El liberalismo es el lenguaje de la ontología política ordinaria, es lo dado, el punto de partida: pero no es el horizonte de lo más originario. Es común definir el fin de la Historia en la tradición de Vattimo que seguimos desde la experiencia del anuncio de la muerte de Dios o del fin de la metafísica, pero esas consideraciones pueden resultar a veces algo ensombrecedoras. La idea de la posmodernidad en el vocabulario de Vattimo enmarca el horizonte de la hermenéutica como ontología política. Por lo pronto, y pace Vattimo, sabemos que el lenguaje del liberalismo y el “pensamiento único” corresponde bien con el horizonte de experiencia, con el trasfondo de significado de nuestra experiencia política globalizada. Es el lenguaje de la experiencia. Debemos preguntarnos ahora qué significa que “horizonte de expectativa” de la modernidad política si la Historia ha concluido. El mero hecho de un lenguaje-koiné que define la realidad humana en términos de mundo sugiere la respuesta: éste debe “bordear el cero”, por decirlo de alguna manera. Es la única manera de que la Historia se haya terminado. Si el liberalismo es koiné-pensamiento único, entonces no hay nada que esperar desde ese lenguaje. La “pretendida libertad” que era su expectativa es la verdad del tiempo y, por lo mismo, no es ya más lo que podemos esperar, pues es nada lo que esperar nos toca. Y donde no hay nada que esperar, es allí precisamente donde todo es posible.


martes, 5 de mayo de 2009

Pallas, Reina con problemas

Para versión en pdf en la Biblioteca Virtual de Pensamiento político hispánico Saavedra Fajardo, haga click aquí

Los reales problemas
El Nacimiento de la Paz de Descartes (II)

Víctor Samuel Rivera
Universidad Nacional Federico Villarreal

Continúo con la versión libre del texto sobre "El Nacimiento de la Paz" de Descartes que voy a exponer en el Centro de Investigaciones Filosóficas de Buenos Aires el 7 de mayo. Pronto en pdf

El argumento del Ballet no parece dar ocasión de disputa, pero se ve tan fácil que no se ha reparado mucho (nada) en su contenido. Pallas era soberana de un Reino que atravesaba una larga e infructífera situación de guerra, “una larguísima guerra” que genera un descontento que obliga a establecer los Estados Generales, que habrían de deliberar acerca del estado de guerra y paz. La guerra y la paz es una situación política básica. Sabemos que la situación entre guerra y paz en general es fundadora del orden político, esto es, que se vincula con la instauración de un tipo de régimen político determinado. Los estamentos representados en los Estados Generales se reúnen para decidir la paz, pero también para tomar una decisión que atiende a la naturaleza del régimen. Una particularidad del argumento es que la decisión definitiva sobre la guerra y la paz debe ser tomada sólo por la Reina, lo que es en realidad la causa principal de la de la dificultad. El problema más importante, pues, no es la decisión, sino el hecho de que ésta recae sobre la Reina y que depende excesivamente de ella. El Ballet lo expone así en el recitativo central: “Ya que Pallas tiene el poder del destino/ Y a todo esto pronto puede poner fin”. En el contexto es claramente una llamada de atención. Digamos: La Reina tiene la prerrogativa de decidir y puede terminar con la guerra. No se requiere mucha imaginación para comprender que el tema que está en el centro –literalmente en el centro- es que Pallas se demora mucho en tomar la decisión política solicitada. En el esquema de Las Pasiones, la Reina adolece del defecto de ser una persona irresuelta, esto es, se lo piensa mucho. Se le pide que decida “pronto”, esto es, se la apura, pero la señora se toma su tiempo. En la realidad, lo que ocurre es que la Reina se demora demasiado. En el contexto en que debería decidirse por la Paz, se pasa el tiempo danzando. Ella danza sin voz mientras la Guerra continúa haciendo su trabajo.



El Ballet es un escenario de parlamento, y se extiende como una serie de interpretaciones del problema enfocadas desde los intereses de agentes sociales determinados, cada uno de los cuales expone sus razones para exigir la decisión real. En vista que con pantomimas y disfraces, el Ballet funciona como una procesión narrativa. Quizá sea útil mostrar cuáles son los estamentos que aparecen en esta procesión de argumentaciones para instar a la decisión de la Reina. Hay tres estamentos. Los dioses, el Ejército y el pueblo. Los dioses son como la alta nobleza. Este grupo incluye a Pallas aconsejada por Marte, que son personajes principales, pero también al Terror Pánico y a Jano, al dios Apolo, a la Tierra, la Fama, la Gloria y la Victoria, a quienes debemos añadir las nueve Musas y las tres Gracias; estas últimas inevitablemente hacen recordar a la Corte en el exilio de Isabel de Bohemia, cuya familia femenina era conocida por ese nombre. Este grupo define sus intereses en oposición al Ejército. El Ejército está formado por voluntarios y caballeros, aunque, singularmente, a éstos no se les incluye sino por alusión, indirectamente. El Ejército es un grupo cuyo desagregado no podía ser más infeliz, pues da lugar en la narración a tres estirpes de seres despreciables: los cobardes, los lisiados y los pillos. Por extensión, el estamento militar representa el interés de las mujeres del pueblo, cuya voz tiene por intermediario a este Ejército lamentable, que a primera vista parece una banda de tontos y delincuentes.

No es difícil encontrar un cierto carácter ambivalente del significado tan desfavorable de las figuras militares. Es interesante comparar a las mujeres desgraciadas del Ejército con las felices féminas divinas, las Musas o las Gracias, por ejemplo; a diferencia de las anteriores, éstas sobrepasan en número a los varones, son la mayor parte de las voces de su clase en hablar y llevan una vida regalada de cultura y conocimiento, más o menos como Cristina de Suecia. Notoriamente, las mujeres divinas no sufren las desgracias de la guerra; las del pueblo, en cambio, atraviesan una suerte doblemente lamentable. Viven en la ignorancia, desprendidas de los goces de la cultura, pero viven también en la infelicidad, negadas como están de los placeres de su sexo porque sus hombres o están ausentes, o se han vuelto incapaces o la guerra los ha envilecido. Junto a los dioses y al Ejército, se añade un último estamento: los campesinos. Es fácil reconocer a la Reina en Pallas y su consejero principal, Marte, dios de la Guerra, así como el inmenso descontento del pueblo. Escuchados los alegatos de los estamentos, uno no puede dejar de sentir cierta incomodidad moral ante una Reina que parece indiferente ante la desdicha general que produce su irresolución.

Son numerosas las voces de la procesión narrativa. Pero no hay que hacer mucho esfuerzo para comprender que en el texto del ballet –a pesar de la variedad de voces- hay contrapuestos sólo dos grupos de interés. De un lado está la Reina y su consejero, el dios Marte, que desean la guerra. “Aunque sea buen aspecto el que tengan/ E incluso de raza divina sean” sucede que “vencidos por lo regular son”. Podemos pensar en la Reina Ana y el Cardenal Mazarino, o también en Cristina de Suecia y su ambicioso Canciller Axel Oxenstiern, que comparten plaza junto con la nobleza; el titular simbólico de este segmento es Apolo, rodeado del afectuoso tropel de las musas y las gracias. Si referido este elemento a la Cristina, una injusticia, pues sabemos que Oxenstiern y ella se llevaban bastante mal. De otro lado tenemos un estamento popular, que incluye a los campesinos y a la Tierra, pero también a las mujeres. Es natural ver allí finalmente al Ejército, en tanto éste está formado de voluntarios que salen del pueblo y no de la nobleza. Hay que recordar que los voluntarios son los esposos o los novios de las mujeres y que, manifiestamente, sufren por carecer de las gracias y otros beneficios femeninos de los que gozan los nobles, pero que además regresan de la batalla lisiados o pobres.



Es un detalle interesante el que los tres recitativos, que funcionan en una clave teatral como un coro anónimo, son en realidad la voz de los voluntarios, esto es, la voz del pueblo como una totalidad. Como recordamos, es la única que voz cuyo libreto es cantado. Y es notorio que el solista se dirige a la Reina, que danza. Es el pueblo quien habla cuando Pallas aparece en escenario. En la Carta sobre el amor a Chanut de febrero de 1647, y en referencia al amor que debe sentirse por los reyes, hay una extensa referencia a lo que podríamos llamar con Descartes “el amor por el todo” o por “el cuerpo”. Con esto se refiere una concepción relativa a la comunidad política muy interesante. Es una solidaridad de “amor” entre desiguales en torno del mando. De un lado está “el amor a lo que está más alto de nosotros” y su recíproca, lo que “es menos que nosotros” o “es menos noble”. Se trata de la pasión relativa al súbdito y al soberano. En este esquema del gobierno real y el “amor” comunitario, el pueblo es el objeto de las virtudes soberanas, en particular la benevolencia y, viceversa, el soberano es objeto de un amor que podemos llamar “político”, pues es el amor a la comunidad de pertenencia o “al príncipe”. “Cuando un ciudadano se une de voluntad a su príncipe o a su país debe verse como una parte muy pequeña del todo” –agrega Descartes- especialmente, “si su amor es perfecto”. Este amor político está singularmente vinculado con la obediencia; es la obediencia en general, pero en especial la obediencia militar, que es aquí más el caso. La obediencia va de la mano con la idea del mando y la decisión a la que está sujeta. Pero la voz del pueblo tiene en contraposición a una Reina Pallas muda, que no sólo no canta, sino que tampoco tiene voz en el libreto. Es muy curioso que la Reina sea el único personaje que no habla en una narrativa donde se trata de que todos hablen. Un motivo es que “ella tiene el poder del destino”, y su lugar es escuchar. En efecto: Pallas es la Sabiduría, y no hay que hacer mucho esfuerzo para comprender que la sabiduría es una cualidad moral que requiere de la deliberación. Pero los que obedecen requieren que el príncipe decida, y no sólo que escuche.



Caetera desiderantur...

sábado, 14 de febrero de 2009

El nihilismo de la corrección política



La versión de este documento en pdf. Click aquí
Mientras la Tierra gime
El nihilismo y formas de vida


Víctor Samuel Rivera



Es un lugar común el cuestionamiento de la civilización liberal a través de la acusación de alimentar y llevar a la práctica social formas de vida nihilistas, lugares sociales de inseguridad moral donde el mal es afirmado voluntaristamente, como un acto creativo romántico, de autorrealización estética. Este lugar común parece muy ventajoso, pues trae en su favor la simpatía social por la moral. Pero el resultado de esta crítica es ineficaz, justamente, por su moralismo. Cuando se comenzó a cuestionar la civilización moderna por ser “nihilista”, hacia fines del siglo XVIII y mediados del XIX, acontecía que podía demarcarse la frontera entre formas de vida más razonables y dignas que otras, "nihilistas". Hoy el nihilismo es “políticamente correcto”. Ser monja y ser nihilista parecen hoy sinónimos: una es la moralidad extrema del segundo. Nada se ve más monjil que defender con pudor el abismo nihilista de lo "correcto". No se puede cuestionar a un voluntarista malvado con un expediente de maldad moral, o a un liberal de ser nihilista cuando, en efecto, le parece correcto ser nihilista. Nosotros creemos sin embargo que el nihilismo es un fondo histórico del mal ontológico propio del Ocaso de Occidente; es en realidad el mal mismo tal y como nosotros lo concebimos hecho realidad, es la radicalidad del mal puesta en obra. Vamos a ayudar a comprender al lector que se consuela pensando en la inmoralidad del nihilista pero se encuentra desarmado, por qué sus intuiciones, aunque no cuenten con el respaldo de la “moral” con que contaban hasta antes de la Segunda Guerra Mundial, no quedan en el desamparo. Al contrario. Nunca ha sido más manifiesto el carácter espantoso del nihilismo, y podemos decirlo, no desde el punto de vista de la moral resentida, ni del atavismo premoderno, ni menos desde la moral burguesa estereotipada. Lo decimos desde la ontología del gemir de la Tierra.

Por ahora, vamos a considerar que “nihilista” es un adjetivo ético, que lo es, y que designa fundamentalmente una posición acerca de la epistemología de la moral. Es así como lo entienden los liberales, sean de izquierda o de derecha (si no hay moral, tampoco hay izquierda o derecha). El nihilista afirma un escepticismo respecto del valor humano de las formas de vida, así como su capacidad de expresar la dignidad humana. Alasdair MacIntyre definió esto ya en After Virtue (1981) argumentando en torno de la sociedad liberal como un mal que le es peculiar, pues ésta no sólo es escéptica frente a las formas de vida, sino que tiene la peculiaridad de que las condena, esto es, transfiere la epistemología escéptica como un criterio demarcatorio de la moral y es, por tanto, su inversión. El rechazo liberal de las formas de vida se configura según MacIntyre en la aceptación cultural de un pensamiento simplificado relativo a los bienes y prácticas humanas: Reduce la cuestión de los bienes y las formas de vida que los cultivan a meras opciones subjetivas. En realidad se basan, como bien lo nota el escocés, en una cierta epistemología empirista empobrecida, que se da por descriptivamente correcta. “Tú tienes tu verdad, yo tengo mi verdad, ¡vamos pues!”. Los liberales sostienen que las cuestiones relativas a la vida buena son en el fondo subjetivas y, por ende, resuelven la dificultad sustrayéndolas de la esfera política (“pública”). Un buen ejemplo expositivo es el texto de Charles Larmore, Patterns of Moral Complexity (1987).

El liberal, pues, rechaza la validez social y el carácter de verdad de las formas de vida, las tradiciones, las formas de convivencia que exigen compromisos éticos como formas residuales de totalitarismo premoderno. El rechazo conceptual de las formas de vida buena es un curioso fenómeno histórico, pero si es correcto el diagnóstico de MacIntyre de la cultura nihilista y ésta es una consumidora de una epistemología empirista simplificada, entonces parece también correcta la interpretación liberal de las formas de vida.



El nihilismo contemporáneo es alimentado por la sociedad liberal a través de una epistemología que sus propios consumidores aceptan. Joseph de Maistre pensaba que el carácter nihilista de la sociedad liberal la condenaba a perecer rápidamente, esto es, a autoaniquilarse; diagnósticos como el suyo alimentaron toda clase de pronósticos espantosos en el siglo XIX y el primer tercio del XX y estos diagnósticos, precisamente, impulsaron modelos antiliberales de sociedades que han fracasado, como el comunismo blochevique y el nazismo. El liberalismo epistemológico, contra todo pronóstico de sus adversarios, sin embargo, se ha convertido en una práctica social exitosa. Es un espectáculo ver mundos sociales que luchan militantemente contra las formas de vida humana y triunfan invictos una y otra vez. La familia, los roles de autoidentificación, los referentes de dignidad y sentido en general de la vida humana son rearticulados y desarmados por el nihilismo, que los trastueca en objetos comerciales, asimilándolos al imaginario de la tecnología, que da dinamismo a estos mecanismo de erosión social. Las sociedades liberales, pace los diagnósticos de todos los contrarrevolucionarios, subsiste al relativismo ético más insaciable. Y debo indicar, para horror provisional de mis lectores más conservadores que en principio, no hay ninguna razón epistemológica para cuestionar a una sociedad nihilista.


Si una civilización es de hecho nihilista podríamos decir -parafraseando a Wittgenstein- que se puede “dejar las cosas tal como están”. En principio, la estabilidad de una sociedad se sustenta por sí misma. Del hecho (hermenéutico) de que esa sociedad sea subsistente se infiere que ésta tiene un carácter “destinal”, para decirlo en el lenguaje de la hermenéutica. Esto se debe a que el ser (el existir) es en la hermenéutica un criterio de racionalidad. Todo lo que es subsistentemente es una instancia real de diálogo e identidad, y esto es válido para sociedades que niegan que tal cosa sea posible; asumiendo una epistemología empobrecida, por ejemplo. Es interesante notar que desde una perspectiva hermenéutica un criterio de verdad social (quizás el primero) es la credulidad de la muchedumbre, el consentimiento tácito, que se toma como una presunción de verdad socialmente hablando. Esa credulidad no va, sin embargo, solitaria, sino que debe ir acompañada de un criterio complementario, su éxito, la eficacia social de sus representaciones –que Gadamer llamaba “eficacia histórtica”-, con lo que debemos considerar que el resultado histórico es autofundante. En esto la hermenéutica es muy cercana al pragmatismo, que argumenta de igual suerte. En gran medida, esta postura es la de Gianni Vattimo frente al nihilismo, aunque con ciertos retoques nietzscheanos que no vienen al caso. Pero no podemos dejar las cosas tal y como están. Entre otras razones, porque hay elementos internos del concepto social del tiempo histórico que han devenido relevantes para la interpretación social del mundo posmoderno y que antes no importaban. Se impone un tiempo histórico ampliado significa también la historia de la metafísica que ha dado lugar al mundo nihilista liberal.

Es bueno acordarse algunas veces de que somos seres históricos. Que lo que nos parece correcto hoy tiene una historia, y que una auténtica fundación racional de un fenómeno humano encuentra su plausibilidad en términos históricos.



Como vemos, si los habitantes del mundo nihilista son, de hecho, adictos creyentes del nihilismo, es difícil oponerse a ellos con argumentaciones morales. En realidad es imposible, al menos en apariencia. Es imposible cuando no razonamos en términos históricos y nos limitamos a los criterios básicos de verdad pragmatista o hermenéutica. Eso ocurre cuando bordeamos al nihilismo desde la esfera ética, si adoptamos el rechazo el escepticismo frente a las formas de vida desde la política, caemos en la red epistémica liberal. Y en principio no hay motivo para liberarnos de esa red. Por desgracia para los liberales, su Reino de Dios en la Tierra arrastra el tiempo histórico más denso que se ha heredado de la metafísica de la modernidad. Esto es, nos fuerza a interpretar la civilización de la epistemología simplificada de MacIntyre desde la historia de la metafísica cumplida, que es no sólo ni principalmente una cuestión relativa a las formas de vida buena, sino respecto a las consecuencias de la epistemología en general, una de cuyas ramas es la simplificación conceptual de la que se sirven los liberales. La realidad descriptiva del horizonte de sentido del nihilismo liberal no puede limitarse a la ética de las formas de vida humana burguesa; implica tomar en cuenta fenómenos paralelos que significan lo que en hermenéutica se llama su “envío”. Lo que viene junto al nihilismo liberal es literalmente un mensaje. Ya había escrito Joseph de Maistre ante el espectáculo triunfante de la Gran Revolución: “La Tierra entera gime de dolor”. Para el Conde de Maistre la frase era más que una metáfora bíblica respecto de la maternidad trágica del hombre en medio del mal. Su frase de 1796 era la expresión de una verdad epocal: que desde la Revolución Francesa en adelante, era imposible leer los eventos sociales desde los cánones de pensamiento propios del presente. Había que leer la política como el acontecer del mundo de la tecnología: La Gran Revolución había integrado a la naturaleza en el mundo de la política, y lo había hecho para destruirla.


Uno de los aspectos más desatendidos en el pensamiento político del Conde de Maistre es que éste descubrió que había un vínculo entre el desarrollo de la ciencia moderna entendida como tecnología, el apropiamiento comercial del mundo a través de la globalización, y la instauración del orden político liberal con pretensiones de verdad universales. En realidad de Maistre invirtió una operación que antes de él habían hecho los filósofos modernos en una tradición que se inicia con Francis Bacon y concluía en su tiempo con las metanarrativas de la historia de los liberales del estilo del Marqués de Condorcet o de Inmanuel Kant. De Maistre pudo hacer esta operación parcialmente porque, como buen empirista, hizo un diagnóstico de las ideas revolucionarias a través de sus prácticas sociales. Y en 1796 no era muy difícil comprender que se requería razones muy poderosas para hacerse de la vista gorda frente al profundo horror del escenario político que la Gran Revolución estaba regando por Europa y el mundo. De Maistre, lector de Bacon, Hume y Locke, se anticipó a Heidegger en incorporar el diagnóstico del nihilismo a una dimensión planetaria. Su horror ante el nihilismo es que éste arrastraba consigo el dolor del universo.

No hay mejor manera de explicar el sentido destinal del nihilismo que a través de la destrucción presente del planeta Tierra. Para esto hay que situar la narrativa de la modernidad política en el despliegue de la historia de la metafísica, esto es, como un relato histórico que es del acontecimiento de la tecnología. Esto es algo que los liberales nunca hacen, entre otras razones porque nunca comprenden la política situada en un relato más vasto de las creaciones humanas, que involucra una relación con la verdad en la que la distinción liberal entre público y privado carece de sentido, así como otras distinciones que estamos abreviando. Buena parte del significado destinal, epocal del nihilismo liberal se comprende mejor cuando se lo integra con una visión planetaria de la racionalidad práctica y con el mundo constituido por ésta, lo que Heidegger llamaba el Ge-Stell, la constelación objetiva del mundo de la tecnología, en el cual el nihilismo liberal hace de epistemología política. En esa constelación objetiva el nihilismo es también una autorrealización estética, es también un rechazo militante de las ideas de lo bueno y las formas de vida, pero abarca mucho más que las empobrecidas formas de vida morales desde las cuales fue denunciado el nihilismo en el pasado. Abarca, por ejemplo, el hecho de que la civilización liberal considera su relación con el mundo sólo desde el ángulo técnico práctico. Esto se debe a que el mundo nihilista es un mundo esencialmente técnico-práctico, un mundo donde las consideraciones relativas a los bienes y la vida buena de la Tierra se sueldan con el basurero residual de las formas de vida humanas destruidas por el nihilismo militante de lo “políticamente correcto”. En este mundo el horizonte del sentido es nihilista y constituye su verdad en la indiferencia frente a los efectos históricos de la destrucción terrestre.


Es muy fácil razonar a la manera liberal haciendo de cuenta que el problema de la Tierra es una cuestión disputable, o una cuestión moral incierta, o una tarea para el porvenir. Es demasiado fácil. Cuando esta facilidad es relativa a la vida sexual humana, a las relaciones de amistad, al amor, incluso a los recursos para la existencia mercantil y la coexistencia política en el ámbito internacional, el esquema de pensamiento simplificado de los liberales sale airoso. Si se lo integra con el desastre planetario, en cambio, las consideraciones nihilistas respecto de nuestra falta de criterios éticos ha desaparecido. En un instante se hace manifiesto que el nihilista va a seguir consumiendo la capa de ozono, que el nihilista carece de interés por la vida animal que incesantemente es destruida por razones tecnológicas, que el nihilista, el mismo nihilista que considera las formas de vida nihilistas como autofundantes, no resiste una perspectiva fundada desde la historia de la Tierra, que es la historia que trae consigo la posición del pensar posmoderno. El liberal razona desde un presente sin tiempo. La Tierra no tiene ya tiempo para escuchar al nihilista, pues su historia, la historia de su mal, que siendo nuestro, es el mal absoluto, gime de dolor. Nunca ha sido más manifiesto el carácter espantoso del nihilismo. Lo decimos desde la ontología del gemir de la Tierra. Escuchemos, pues, a la Tierra que grita y, con ella, a las formas de vida que gimen también tras la sonrisa cínica del nihilista impune.
 
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