Víctor Samuel Rivera

Víctor Samuel Rivera
El otro es a quien no estás dispuesto a soportar

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Doctor en filosofía. Magíster en Historia de la Filosofía. Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía desde 1992. Crío tortugas peruanas Motelo y me enorgullezco de mi biblioteca especializada. Como filósofo y profesor de hermenéutica, me defino como cercano a lo que se llama "hermenéutica crítica y analógica". En Lima aplico la hermenéutica filosófica al estudio del pensamiento peruano y filosofía moderna. Trabajo como profesor de filosofía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos; he trabajado en Universidad Nacional Federico Villarreal desde 2005. He sido profesor en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima hasta 2014. He escrito unos sesenta textos filosóficos, de historia de los conceptos, filosofia política e historia moderna. Tengo fascinación por el pensamiento antisistema y me entusiasma la recuperación de la política desde el pensamiento filosófico. Mi blog, Anamnesis, es un esfuerzo por hacer una bitácora de filosofía política. No hago aquí periodismo, no hago tampoco análisis político de la vida cotidiana- De hecho, la vida cotidiana y sus asuntos no son nunca materia del pensamiento.

viernes, 22 de junio de 2018

La cosmo-visión andina, de Zenón Depaz








Les ofrezco la primera reseña sobre el notable libro de Zenón Depaz, La cosmo-visión andina en el Manuscrito de Huarochirí (2015).


Para acceder al texto en PDF, favor de buscar el ícono correspondiente en la columna de la derecha.

martes, 19 de junio de 2018

sábado, 16 de junio de 2018

La naturaleza de las Ciencias Humanas




La naturaleza de las Ciencias Humanas


Conferencia dictada en ocasión de la apertura del año académico
Universidad Nacional Federico Villarreal en mayo de 2018
(versión abreviada)


Víctor Samuel Rivera



Hablar de naturaleza de las Ciencias Humanas es quizás algo menos complicado de lo que la gente comúnmente cree. En una época de cientificismo cultural, donde todo lo que debe ser considerado ciencia parece ser objeto de consulta para un científico, la mera pretensión de una ciencia de ser “humana” da la impresión de ser poco atenta a la naturaleza del tiempo histórico en que vivimos, de ser una especie de reliquia anticuaria; en todo caso, obedecería a la incapacidad de los humanistas, de los interesados en las cosas humanas, de aceptar con resignación que hace ya tiempo la ciencia, la ciencia científica, es la poseedora de facto del predio al que se pretende acceso. Esta situación paradójica, que hace del humanista un asaltante confundido de una propiedad ajena, sin embargo, responde no tanto a su testarudez o una cierta falta de talento por admitir el rol hegemónico y, diríamos mejor, excluyente, que los propios humanistas han asignado al cientificismo cultural; es efecto de una causa oculta, escondida en una actitud de la cultura cientificista que, al fin y al cabo, como su origen, no es en absoluto científica, sino la complicidad involuntaria en los efectos nefastos en el saber de una ideología.

La ciencia científica es la reina de las ciencias. Las ciencias naturales han exportado sus métodos a otras ambiciosas disciplinas; les imponen cómo trabajar, qué es un objetivo, cómo se vende sus productos. Esto se debe a que en la ideología cientificista pareciera que solo las ciencias naturales saben cómo trabajar, etc. y que las demás ciencias serán buenas cuando aprendan a ser naturales. Por extraño que eso parezca a primera vista, las mismas ciencias naturales no son muy científicas que digamos, al menos no en el orden de sus intereses. No son completamente autónomas, ni desinteresadas ni neutrales; ellas mismas se hallan sometidas a los intereses de quienes financian su trabajo, por lo cual, una parte indeterminada, pero no muy estrecha del saber científico de los cientificistas, es en realidad un departamento empresarial y obedece, por los mismos motivos, antes a la lógica de las empresas antes que a una lógica del saber. Quizá sea más importante en la filosofía de Judith Butler, por ejemplo, simplificar los costos de las empresas que hacen productos textiles, para no distinguir hombre de mujer o contribuir, al fomentar la ausencia de familias qué mantener, a crear un volumen mayor de excedente para que los hombres gasten en perfumes, cruceros o trajes de moda el presupuesto que en un mundo no cientificista emplearían en educar y cuidar de la salud de los hijos que ahora no tienen.

Como una cuestión de hecho, las universidades cultivan las Ciencias Humanas; lo demuestra así el que tengan a cargo profesores para dictan sus asignaturas y, por increíble que parezca, también ciudadanos activos de las democracias cientificistas modernas que desean ser sus alumnos. Esto es más sorprendente aun si se considera que las universidades, los alumnos, etc. no pueden escapar a la lógica que guía a los científicos, que halla su plenitud en la venta y compra de productos, de logros que son cosas, o la posibilidad de tener más y más cosas, así como menos y menos compromisos morales que obstaculicen el volumen de excedente presupuestal para gastos como perfumes o cruceros, que en un mundo no cientificista serían considerados meros lujos en una vida más amplia de compromisos no empresariales. Los alumnos, etc. desean, pues, integrarse a la lógica de la empresa; desean ser emprendedores de sus propias empresas de filosofía o literatura. Pero saben sin embargo que nunca ganarán lo que se supone sería su economía media de despilfarro para ser felices a la manera cientificista, y esto porque a los financistas del saber difícilmente les importa lo que es su producto propio y no estarán dispuestos a pagarles una vida de lujos por, por ejemplo, componer artículos indexados sobre la Escuela de Alejandría.

El tema es por qué las instituciones dedicadas a las Ciencias Humanas, a sabiendas de que son una anomalía, una excrecencia en el mundo de las democracias cientificistas, ellas, sus autoridades, profesores y alumnos, no buscan crear productos con mercado y seguridad financiera en otra parte, por así decirlo.

¿Qué motiva a los científicos humanistas a someterse al dispositivo de la ideología cientificista, esto es, empresarial, a ganar menos sin embargo que si se dedicaran a la administración de empresas o la mercadotecnia? Esto se relaciona con la causa oculta que ya hemos mencionado antes, un afán que se ha mestizado en el relieve de las sociedades capitalistas modernas con la lógica del mercado y de la empresa. Vayamos, pues, al misterio, a ese misterio que hace que el mundo de los hombres cultive lo improductivo, lo socialmente no deseado, de tal manera que un segmento importante de sus miembros se empeñe en crear su propia pobreza.

Las universidades, los profesores y los maestros creen cultivar bien las Ciencias Humanas de modos que, vistos desde lejos, producen una cierta perplejidad: todo (o casi todo) es matemáticas; se estudia a través de estadísticas, experimentos y teorías construidas, de curvas de cálculo numérico evolutivo en el consumo; miden la excelencia académica de sus propios trabajos con patrones que resultan tener admirables resultados en las empresas, los flujos financieros o los diseños de teorías físicas o astronómicas. Hay vigente un sistema global de organización de los documentos “científicos” de los humanistas, pero en ese sistema global, creado en un relieve cientificista, es casi un milagro que cuadre una obra verdaderamente humanista, de tal modo que los genuinos humanistas que se hallan infiltrados en las instituciones cientificistas deben hacer trampa para pasar las obras creativas e interesantes para un humanista como genuinos productos del mercado del conocimiento cientificista. Pensemos si el De natura deorum de Cicerón, una de las obras más admirables de la cultura romana, sería admitido por la cultura científica; la mirada del auditorio se hace pesimista; todos sabemos que la ciencia cientificista le pediría a Cicerón partes prefijadas para el texto, citaciones intercaladas con fecha y formas de composición argumentativa y redacción que seguramente irían perfectas en un texto de física cuántica o macroeconomía, pero que no es posible que jamás cumplieran Cicerón, Montaigne, La Harpe, Heidegger, William James, Tocqueville o Plutarco.

Ninguno de los ensayos contenidos en los Moralia de Plutarco podría jamás soñar siquiera con pasar exitoso por las normas que los cientificistas han inventado para considerar “conocimiento” a un escrito, aunque sea el de un sabio, y lograr así la gloria de la indexación, es decir, el reconocimiento de que uno es también un científico, aunque no sea Heidegger por ello, y ni siquiera a leguas comparta el conocimiento del olvidado J-F La Harpe.

Respecto de Plutarco y sus Moralia, la humanidad, durante dos mil años, ha sido manifiestamente de muy otro criterio que el que la democracia cientificista contemporánea exhibe tan orgullosa, como reina de las ciencias; paradójicamente, esto mismo es un indicio sobre qué podría motivar a alguien a escribir como Plutarco, incluso y a pesar de no contar con el apoyo de las indexadoras ni con el dinero que va de la mano con ellas ni la esperanza de lograr los lujos, la fama o incluso el efímero reconocimiento de aparecer en Scielo, The Philosopher’s Index o Scopus, que por cierto es un privilegio que debe advertirse goza quien esto escribe, para que no se piense que redacta con lamento de su propia mediocridad; hasta donde el que escribe sabe, ese privilegio no le ha servido jamás para nada productivo ni para solventar ningún lujo. Pero, como Plutarco, quien esto escribe quizá ambiciona alcanzar eso que hizo de Plutarco un autor que hoy él mismo desea leer, aunque no se hallen sus obras indexadas por Scielo ni Scopus.

Hace 100 años era frecuente la reflexión seria sobre el puesto, o la reivindicación del puesto, que las humanidades debían tener en las nuevas sociedades democráticas y capitalistas. Fueron notables los esfuerzos entonces de Wilhelm Dilthey, y luego de Edmund Husserl. Pero hasta estos mismos grandes pensadores admiraban tan excesivamente a las ciencias naturales, que no fueron capaces de explicar de manera satisfactoria la siguiente paradoja, que era ya la misma en su tiempo: por qué si el mundo moderno ha instalado la ciencia científica como la única ciencia, hay gente que se empeña en hacer que las humanidades sean ciencia; por qué, por así decirlo, a pesar de que, desde que las Ciencias Humanas viven exiliadas en un universo social cientificista y se han sometido algunas veces con culpable falta de virilidad al recurso de las estadísticas, las encuestas o las rigurosas pautas de las indexadoras, no parecen haber hecho nada en favor de la ciencia que ellos realmente buscan: si se juntara una pila de artículos indexados en los últimos 20 años, sin duda se tendría una montaña, pero nunca una sola coma de Nietzsche en su periodo de demencia. El nulo apoyo que los empresarios millonarios o sus empleados en las democracias hacen para el trabajo de esta gente muestra, sea dicho con claridad, que se trata de gente extremadamente terca; y esa terquedad no es signo de bajeza moral, sino el indicador de que lo que distingue y califica a esas ciencias como ciencias auténticas acerca de las cosas humanas se halla más allá de esto: la productividad en cosas y objetos útiles, la lógica de la empresa y lo empresarial, la idea de generar un especial bienestar material a quienes las profesan.


Se trata en todo lo citado anteriormente, como es muy sencillo notar, de logros que acaban en algo externo al hombre, lo que Aristóteles llamaba técnica. La técnica es un tipo de ciencia cuyo sentido se halla en productos que se hallan allí para el uso instrumental humano, como es el caso del alto salario que los humanistas no tienen. Algo que ha sido subrayado mucho en el siglo XX, en gran medida a Husserl y Jürgen Habermas, es el carácter instrumental de la norma de conocimiento que rige las ciencias naturales, que las transforma en generadoras de herramientas, algo que a Cicerón y a Plutarco le habría parecido propio del trabajo de sus esclavos, pero jamás de ellos mismos. Martin Heidegger hizo un esbozo de respuesta alguna vez a esta situación, que es incluso no solo un diagnóstico del estado del conocimiento en las sociedades democráticas capitalistas, sino incluso de un periodo más largo, que abarca la idea misma de la modernidad y la Ilustración como proyecto razonable de vida social, donde la herramienta es más importante que el hombre que la usa, con el agravante de que quien la usa no es solo el hombre a secas; sabemos que aquí la herramienta es el eje del conocimiento de las ciencias no humanas para los usos del financista, de quien al final los científicos cientificistas y sus acólitos, los cientificistas que ni siquiera son científicos realmente, resultan en calidad de sus esclavos.

Quizá sea mejor ir terminando esta reflexión con un viaje mental; un paseo de vuelta al mundo no cientificista del que las humanidades proceden y donde Cicerón y Plutarco tuvieron asiento. Ese es el mundo donde el estudioso de las humanidades verdaderamente pertenece y en el que la paradoja de hundirse en las normas de la ciencia científica tiene por objeto algo que parece misterioso, ya que Plutarco y Cicerón lo hicieron, y casi nadie sabe hoy quiénes son los tales Plutarco o Cicerón. No es una mala idea, a pesar de que no es tampoco ni siquiera muy original, citar aquí a san Agustín.

Quien esto redacta leyó hace muy poco el De vera religione, un tratado juvenil de San Agustín escrito básicamente para defender el cristianismo ortodoxo en la época teodosea, en que tenía mala fama entre los paganos. Sin querer, san Agustín, felizmente ajeno a los necesarios retorcimientos de la argumentación de Heidegger, por cuya dificultad se ha aquí omitido, explicó algo allí que era básicamente lo mismo que se me ha pedido hacer: explicar la naturaleza de las Ciencias Humanas, en qué sentido son ciencias y por qué valdría la pena ser un poco más pobres y un poco menos populares por dedicarse a ellas, quizá para explicar al perplejo alumno joven qué hace aquí cuando sería más científico si dedicara su única existencia temporal a estudiar econometría o finanzas. Bajo el supuesto de que el conocimiento se dirige por intereses (y no solo por amor al saber ni mucho menos), se pregunta san Agustín si es que acaso los espectáculos del Coliseo, o la fama en el foro, o hacer el equivalente de los viajes en crucero en el Mar Mediterráneo son razones suficientes para dedicarse a cultivar alguna idea de “ciencia”. Recuerda de manera oblicua el santo de Hipona esta paradoja por la cual deseamos saber, tener ciencia (gnosis) y que, al fin y al cabo, lo que nos guía en esa dirección es un saludable amor a nosotros mismos, que no conocemos, pero que nos orienta a querer saber lo que no remata en una herramienta o una cuenta bancaria. 

Las disciplinas que llamamos Ciencias Humanas no son otra cosa que un retorno a nosotros mismos, un recuerdo de nuestras limitaciones, de nuestra miseria, pero también de nuestra gloria; el conocimiento, la gnosis del hombre es la recuperación y la vuelta al origen de sí mismo, por lo que su logro no es ni puede ser técnica, sino virtud, trabajo en el tesoro de nuestra propia interioridad, que es la fuente de donde todo lo que es humano sale.

Escribe el santo: Noli foras ire, in interiore homine habitat veritas.

 
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