La
naturaleza de las Ciencias Humanas
Conferencia dictada en ocasión de la
apertura del año académico
Universidad Nacional Federico Villarreal
en mayo de 2018
(versión abreviada)
Víctor
Samuel Rivera
Hablar de naturaleza de las Ciencias Humanas es quizás algo menos
complicado de lo que la gente comúnmente cree. En una época de cientificismo
cultural, donde todo lo que debe ser considerado ciencia parece ser objeto de
consulta para un científico, la mera pretensión de una ciencia de ser “humana”
da la impresión de ser poco atenta a la naturaleza del tiempo histórico en que
vivimos, de ser una especie de reliquia anticuaria; en todo caso, obedecería a
la incapacidad de los humanistas, de los interesados en las cosas humanas, de aceptar
con resignación que hace ya tiempo la ciencia, la ciencia científica, es la
poseedora de facto del predio al que se pretende acceso. Esta situación
paradójica, que hace del humanista un asaltante confundido de una propiedad
ajena, sin embargo, responde no tanto a su testarudez o una cierta falta de
talento por admitir el rol hegemónico y, diríamos mejor, excluyente, que los
propios humanistas han asignado al cientificismo cultural; es efecto de una
causa oculta, escondida en una actitud de la cultura cientificista que, al fin
y al cabo, como su origen, no es en absoluto científica, sino la complicidad
involuntaria en los efectos nefastos en el saber de una ideología.
La ciencia científica es la reina de las ciencias. Las ciencias
naturales han exportado sus métodos a otras ambiciosas disciplinas; les imponen
cómo trabajar, qué es un objetivo, cómo se vende sus productos. Esto se debe a
que en la ideología cientificista pareciera que solo las ciencias naturales
saben cómo trabajar, etc. y que las demás ciencias serán buenas cuando aprendan
a ser naturales. Por extraño que eso parezca a primera vista, las mismas
ciencias naturales no son muy científicas que digamos, al menos no en el orden
de sus intereses. No son completamente autónomas, ni desinteresadas ni
neutrales; ellas mismas se hallan sometidas a los intereses de quienes
financian su trabajo, por lo cual, una parte indeterminada, pero no muy
estrecha del saber científico de los cientificistas, es en realidad un
departamento empresarial y obedece, por los mismos motivos, antes a la lógica
de las empresas antes que a una lógica del saber. Quizá sea más importante en
la filosofía de Judith Butler, por ejemplo, simplificar los costos de las
empresas que hacen productos textiles, para no distinguir hombre de mujer o
contribuir, al fomentar la ausencia de familias qué mantener, a crear un
volumen mayor de excedente para que los hombres gasten en perfumes, cruceros o
trajes de moda el presupuesto que en un mundo no cientificista emplearían en
educar y cuidar de la salud de los hijos que ahora no tienen.
Como una cuestión de hecho, las universidades cultivan las Ciencias Humanas;
lo demuestra así el que tengan a cargo profesores para dictan sus asignaturas
y, por increíble que parezca, también ciudadanos activos de las democracias
cientificistas modernas que desean ser sus alumnos. Esto es más sorprendente
aun si se considera que las universidades, los alumnos, etc. no pueden escapar
a la lógica que guía a los científicos, que halla su plenitud en la venta y
compra de productos, de logros que son cosas, o la posibilidad de tener más y
más cosas, así como menos y menos compromisos morales que obstaculicen el
volumen de excedente presupuestal para gastos como perfumes o cruceros, que en
un mundo no cientificista serían considerados meros lujos en una vida más
amplia de compromisos no empresariales. Los alumnos, etc. desean, pues,
integrarse a la lógica de la empresa; desean ser emprendedores de sus propias
empresas de filosofía o literatura. Pero saben sin embargo que nunca ganarán lo
que se supone sería su economía media de despilfarro para ser felices a la
manera cientificista, y esto porque a los financistas del saber difícilmente
les importa lo que es su producto propio y no estarán dispuestos a pagarles una
vida de lujos por, por ejemplo, componer artículos indexados sobre la Escuela
de Alejandría.
El tema es por qué las instituciones dedicadas a las Ciencias Humanas,
a sabiendas de que son una anomalía, una excrecencia en el mundo de las
democracias cientificistas, ellas, sus autoridades, profesores y alumnos, no
buscan crear productos con mercado y seguridad financiera en otra parte, por así decirlo.
¿Qué motiva a los científicos humanistas a someterse al dispositivo de
la ideología cientificista, esto es, empresarial, a ganar menos sin embargo que
si se dedicaran a la administración de empresas o la mercadotecnia? Esto se
relaciona con la causa oculta que ya hemos mencionado antes, un afán que se ha
mestizado en el relieve de las sociedades capitalistas modernas con la lógica
del mercado y de la empresa. Vayamos, pues, al misterio, a ese misterio que
hace que el mundo de los hombres cultive lo improductivo, lo socialmente no
deseado, de tal manera que un segmento importante de sus miembros se empeñe en
crear su propia pobreza.
Las universidades, los profesores y los maestros creen cultivar bien
las Ciencias Humanas de modos que, vistos desde lejos, producen una cierta
perplejidad: todo (o casi todo) es matemáticas; se estudia a través de
estadísticas, experimentos y teorías construidas, de curvas de cálculo numérico
evolutivo en el consumo; miden la excelencia académica de sus propios trabajos
con patrones que resultan tener admirables resultados en las empresas, los
flujos financieros o los diseños de teorías físicas o astronómicas. Hay vigente
un sistema global de organización de los documentos “científicos” de los
humanistas, pero en ese sistema global, creado en un relieve cientificista, es casi un milagro que cuadre una obra
verdaderamente humanista, de tal modo que los genuinos humanistas que se hallan
infiltrados en las instituciones cientificistas deben hacer trampa para pasar
las obras creativas e interesantes para un humanista como genuinos productos
del mercado del conocimiento cientificista. Pensemos si el De natura deorum de Cicerón, una de las obras más admirables de la
cultura romana, sería admitido por la cultura científica; la mirada del
auditorio se hace pesimista; todos sabemos que la ciencia cientificista le
pediría a Cicerón partes prefijadas para el texto, citaciones intercaladas con
fecha y formas de composición argumentativa y redacción que seguramente irían
perfectas en un texto de física cuántica o macroeconomía, pero que no es
posible que jamás cumplieran Cicerón, Montaigne, La Harpe, Heidegger, William
James, Tocqueville o Plutarco.
Ninguno de los ensayos contenidos en los Moralia de Plutarco podría jamás soñar siquiera con pasar exitoso
por las normas que los cientificistas han inventado para considerar
“conocimiento” a un escrito, aunque sea el de un sabio, y lograr así la gloria
de la indexación, es decir, el reconocimiento de que uno es también un científico,
aunque no sea Heidegger por ello, y ni siquiera a leguas comparta el
conocimiento del olvidado J-F La Harpe.
Respecto de Plutarco y sus Moralia,
la humanidad, durante dos mil años, ha sido manifiestamente de muy otro
criterio que el que la democracia cientificista contemporánea exhibe tan
orgullosa, como reina de las ciencias; paradójicamente, esto mismo es un
indicio sobre qué podría motivar a alguien a escribir como Plutarco, incluso y
a pesar de no contar con el apoyo de las indexadoras ni con el dinero que va de
la mano con ellas ni la esperanza de lograr los lujos, la fama o incluso el
efímero reconocimiento de aparecer en Scielo,
The Philosopher’s Index o Scopus, que por cierto es un privilegio
que debe advertirse goza quien esto escribe, para que no se piense que redacta
con lamento de su propia mediocridad; hasta donde el que escribe sabe, ese
privilegio no le ha servido jamás para nada productivo ni para solventar ningún
lujo. Pero, como Plutarco, quien esto escribe quizá ambiciona alcanzar eso que
hizo de Plutarco un autor que hoy él mismo desea leer, aunque no se hallen sus
obras indexadas por Scielo ni Scopus.
Hace 100 años era frecuente la reflexión seria sobre el puesto, o la
reivindicación del puesto, que las humanidades debían tener en las nuevas
sociedades democráticas y capitalistas. Fueron notables los esfuerzos entonces
de Wilhelm Dilthey, y luego de Edmund Husserl. Pero hasta estos mismos grandes
pensadores admiraban tan excesivamente a las ciencias naturales, que no fueron
capaces de explicar de manera satisfactoria la siguiente paradoja, que era ya
la misma en su tiempo: por qué si el mundo moderno ha instalado la ciencia científica
como la única ciencia, hay gente que se empeña en hacer que las humanidades
sean ciencia; por qué, por así decirlo, a pesar de que, desde que las Ciencias
Humanas viven exiliadas en un universo social cientificista y se han sometido
algunas veces con culpable falta de virilidad al recurso de las estadísticas,
las encuestas o las rigurosas pautas de las indexadoras, no parecen haber hecho
nada en favor de la ciencia que ellos realmente buscan: si se juntara una pila
de artículos indexados en los últimos 20 años, sin duda se tendría una montaña,
pero nunca una sola coma de Nietzsche en su periodo de demencia. El nulo apoyo que
los empresarios millonarios o sus empleados en las democracias hacen para el
trabajo de esta gente muestra, sea dicho con claridad, que se trata de gente
extremadamente terca; y esa terquedad no es signo de bajeza moral, sino el
indicador de que lo que distingue y califica a esas ciencias como ciencias
auténticas acerca de las cosas humanas se halla más allá de esto: la productividad
en cosas y objetos útiles, la lógica de la empresa y lo empresarial, la idea de
generar un especial bienestar material a quienes las profesan.
Se trata en todo lo citado anteriormente, como es muy sencillo notar,
de logros que acaban en algo externo al hombre, lo que Aristóteles llamaba técnica. La técnica es un tipo de
ciencia cuyo sentido se halla en productos que se hallan allí para el uso
instrumental humano, como es el caso del alto salario que los humanistas no
tienen. Algo que ha sido subrayado mucho en el siglo XX, en gran medida a
Husserl y Jürgen Habermas, es el carácter instrumental de la norma de
conocimiento que rige las ciencias naturales, que las transforma en generadoras
de herramientas, algo que a Cicerón y a Plutarco le habría parecido propio del
trabajo de sus esclavos, pero jamás de ellos mismos. Martin Heidegger hizo un
esbozo de respuesta alguna vez a esta situación, que es incluso no solo un
diagnóstico del estado del conocimiento en las sociedades democráticas
capitalistas, sino incluso de un periodo más largo, que abarca la idea misma de
la modernidad y la Ilustración como proyecto razonable de vida social, donde la
herramienta es más importante que el hombre que la usa, con el agravante de que
quien la usa no es solo el hombre a secas; sabemos que aquí la herramienta es
el eje del conocimiento de las ciencias no humanas para los usos del financista,
de quien al final los científicos cientificistas y sus acólitos, los
cientificistas que ni siquiera son científicos realmente, resultan en calidad
de sus esclavos.
Quizá sea mejor ir terminando esta reflexión con un viaje mental; un
paseo de vuelta al mundo no cientificista del que las humanidades proceden y
donde Cicerón y Plutarco tuvieron asiento. Ese es el mundo donde el estudioso
de las humanidades verdaderamente pertenece y en el que la paradoja de hundirse
en las normas de la ciencia científica tiene por objeto algo que parece
misterioso, ya que Plutarco y Cicerón lo hicieron, y casi nadie sabe hoy
quiénes son los tales Plutarco o Cicerón. No es una mala idea, a pesar de que
no es tampoco ni siquiera muy original, citar aquí a san Agustín.
Quien esto redacta leyó hace muy poco el De vera religione, un tratado juvenil de San Agustín escrito básicamente
para defender el cristianismo ortodoxo en la época teodosea, en que tenía mala
fama entre los paganos. Sin querer, san Agustín, felizmente ajeno a los
necesarios retorcimientos de la argumentación de Heidegger, por cuya dificultad
se ha aquí omitido, explicó algo allí que era básicamente lo mismo que se me ha
pedido hacer: explicar la naturaleza de las Ciencias Humanas, en qué sentido
son ciencias y por qué valdría la pena ser un poco más pobres y un poco menos
populares por dedicarse a ellas, quizá para explicar al perplejo alumno joven
qué hace aquí cuando sería más científico si dedicara su única existencia
temporal a estudiar econometría o finanzas. Bajo el supuesto de que el
conocimiento se dirige por intereses (y no solo por amor al saber ni mucho
menos), se pregunta san Agustín si es que acaso los espectáculos del Coliseo, o
la fama en el foro, o hacer el equivalente de los viajes en crucero en el Mar
Mediterráneo son razones suficientes para dedicarse a cultivar alguna idea de
“ciencia”. Recuerda de manera oblicua el santo de Hipona esta paradoja por la
cual deseamos saber, tener ciencia (gnosis)
y que, al fin y al cabo, lo que nos guía en esa dirección es un saludable amor
a nosotros mismos, que no conocemos, pero que nos orienta a querer saber lo que
no remata en una herramienta o una cuenta bancaria.
Las disciplinas que
llamamos Ciencias Humanas no son otra cosa que un retorno a nosotros mismos, un
recuerdo de nuestras limitaciones, de nuestra miseria, pero también de nuestra
gloria; el conocimiento, la gnosis del hombre es la recuperación y la vuelta al
origen de sí mismo, por lo que su logro no es ni puede ser técnica, sino
virtud, trabajo en el tesoro de nuestra propia interioridad, que es la fuente
de donde todo lo que es humano sale.
Escribe el santo: Noli foras ire,
in interiore homine habitat veritas.
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