Víctor Samuel Rivera

Víctor Samuel Rivera
El otro es a quien no estás dispuesto a soportar

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Doctor en filosofía. Magíster en Historia de la Filosofía. Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía desde 1992. Crío tortugas peruanas Motelo y me enorgullezco de mi biblioteca especializada. Como filósofo y profesor de hermenéutica, me defino como cercano a lo que se llama "hermenéutica crítica y analógica". En Lima aplico la hermenéutica filosófica al estudio del pensamiento peruano y filosofía moderna. Trabajo como profesor de filosofía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos; he trabajado en Universidad Nacional Federico Villarreal desde 2005. He sido profesor en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima hasta 2014. He escrito unos sesenta textos filosóficos, de historia de los conceptos, filosofia política e historia moderna. Tengo fascinación por el pensamiento antisistema y me entusiasma la recuperación de la política desde el pensamiento filosófico. Mi blog, Anamnesis, es un esfuerzo por hacer una bitácora de filosofía política. No hago aquí periodismo, no hago tampoco análisis político de la vida cotidiana- De hecho, la vida cotidiana y sus asuntos no son nunca materia del pensamiento.
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miércoles, 1 de julio de 2009

Heidegger: Pensar en las sombras



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Pensar en las sombras
Apuntes sobre La época de la imagen del mundo
De Martin Heidegger (1938)


Víctor Samuel Rivera
Universidad Nacional Federico Villarreal



La filosofía política de Heidegger pasa ensombrecida en la oscuridad de su lenguaje. En afán por volcarnos a la verdad de nuestro tiempo, haremos como Heidegger en el suyo: nos apearemos a la sombra. Es curioso, pero la idea de la "sombra" da unas claves muy curiosas para recuperar políticamente uno de los textos más básicos de Heidegger: La época de la imagen del mundo. En teoría, es una conferencia que se ocupa de la esencia de la Edad Moderna, una conferencia de 1938 que está integrada en el volumen Holzwege (Caminos del bosque o “Sendas perdidas”), a su vez, una colección de textos que van de 1935 a 1943. Para el lector sutil, se trata de un conjunto de papeles relativos a la experiencia filosófica del nacionalismo europeo. Para el público filosófico medio, Holzwege es una colección de textos que interesan porque representan un viraje respecto de Ser y Tiempo (1927). En efecto, los textos se enlazan porque pertenecen a un periodo del pensamiento de Heidegger que se conoce como la Kehre, el "giro" o "la vuelta", el cambio de rumbo o "el viraje". Resulta que el periodo coincide biográficamente con la retirada de la participación política activa de Heidegger. Se suele presuponer de sus lectores que estos textos se hallan a una cierta distancia respecto de la realidad alemana de su tiempo y que, por tanto, carecen de interés político. Lo segundo, siendo falso, no es lo más interesante. En este breve diálogo deseamos que se nos permita ser sutiles y pensar por encima de la política, como filosofía política. Déjesenos ser, pues, llevar la iluminación del pensar al mundo de las sombras, entre las “sendas perdidas” del bosque europeo.

¿Las sombras? ¿Es la sombra una imagen plausible del pensar? La sombra y las sombras son un elemento metafórico fundamental en la pieza que nos ocupa. Encontramos la imagen de la sombra en las notas novena y la número 13. El lector sutil descubre rápidamente que la imagen de la sombra hace un par semántico con “lo gigantesco” y “lo grande”; también (implícitamente), con lo alto, lo del Cielo. Estos términos a su vez van con dicotomías semánticas del tipo gigantesco/(proporcionado), grande (grandioso)/insignificante. Es notorio que todas estas dicotomías se refieran al mundo político, al mundo relativo a la vida pública y a lo "público", que es un elemento propio del mundo burgués. Lo normal es que la sombra sea el acontecer de la figura (es su imagen). En el mundo burgués lo gigante hace sombra, pero una sombra gigantesca.

Hay una época, la época de la imagen del mundo, en que el ser se expresa históricamente en lo gigante, esto es, en lo desproporcionado. Pensemos en las inmensas estaciones de tren de la Europa de entreguerras. Pensemos en la estación central de Milán, por ejemplo, un monumento a la arquitectura fascista, cuyas cabezas gigantes pueden aún verse. Pero pensemos en los rascacielos de Nueva York: Son gigantes. Para Heidegger lo gigantesco no es lo “grande”. Eran grandes las catedrales y el Coliseo, pero no eran propiamente "gigantes". Lo gigante se define de manera cuantitativa, esto es, se define por su cuánto, por su número; es una magnitud, en el sentido en que es gigante el depósito de un banco. Lo "grande", en cambio, es una cualidad frente a lo que no tiene importancia. Lo gigante es intemporal, pues el número carece de tiempo. Lo grande es siempre histórico, pues es la excepción que se hace significativa para el hombre en la experiencia política. La batalla de Lepanto es grandiosa. El Empire State es un bulto gigantesco emplazado en Nueva York. Lepanto significa una era histórica, el Empire State es un inmueble. Heidegger sugiere que la modernidad ha reemplazado lo grande por lo gigante y –por lo mismo- que ha sustituido la calidad por la cantidad. Al proceder de esta manera, ha conducido la política al inmovilismo (al ser-inmueble). ¿Qué tiene que ver aquí la sombra?



El texto de Heidegger de 1938 es una pieza peculiar de antiilustración y antimodernidad. Su principal objeto de crítica es la modernidad ilustrada, lo que españoles como Carlos Thiebaut y Javier Muguerza llamaban hace un par de décadas –siguiendo a Habermas- “el programa normativo de la modernidad”. Esta crítica es llevada a cabo a través del desfondamiento de la noción de subjetividad. ¿Existe una visión propositiva tras esta posición? La idea central es que la subjetividad y la modernidad (que son lo mismo) conducen al maquinismo político, al gigantismo que, por ser desproporcionado, ha perdido la medida de la comprensión humana y es por tanto hostil a la condición más originaria del hombre con la verdad. Esa verdad es ontológico política: La verdad del hombre sería el movimiento histórico, frente al gigantismo maquinal, que es a-histórico. En el mundo burgués no hay “movimiento”, pues lo grande es sustituido por lo insignificante (el número). Pero la verdad de ese mundo, llevada a su extremo, es imposible: implica la negación de la condición más básica del hombre (el Dasein, diría Heidegger), que es su ser-arrojado en un mundo histórico. No hay política sin historia, así como no hay grandeza en lo insignificante. Pero vayamos por partes.



Apelemos ahora al lector sutil. Lo anterior es bastante obvio –aunque la historiografía de Heidegger en español no lo haya insinuado siquiera, que yo sepa-. Es una crítica general a la modernidad ilustrada de conducir al inmovilismo, esto es, a agotar la capacidad de abrirse la verdad del hombre por encima de lo gigante, que es el mundo burgués, el de los bancos y el de los inmuebles de pisos innumerables. Ahora bien: el gigantismo no es un patrimonio del mundo liberal, sino que es un factum hermenéutico del mundo entero mismo de lo moderno en general, y esto incluye a las formas de régimen alternativas, esto es, el comunismo y el nazismo. La forma general de la política es impuesta desde el mismo "programa normativo" para todas las formas de régimen signadas por el número. Es manifiesto que todas estaban signadas por lo gigantesco, "una totalidad decisiva y obligatoria", escribiría Heidegger. Ése es el factum hermenéutico: no es posible negarse al mundo de lo gigante, que es en realidad el mundo mismo (Welt). ¿Cómo pensar la política desde esta imposición?



El lector sutil de La época de la imagen del mundo no deja de sorprenderse de algunos detalles, el más elemental: su destinatario. El texto concluye con una cita de Hölderlin dedicada "A los alemanes". Para acelerar, habría que acotar que el tenor de su uso recuerda fácilmente la Carta sobre el Humanismo, de 1947, un texto de filosofía política que enfatiza y explicita la filosofía de Heidegger como una forma de antihumanismo, que era como decir antiliberalismo. En 1947 Hölderlin es referido en relación al heroísmo de los “soldados alemanes” mientras se comenta el poema Mi Patria. Es un ejemplo de un pensar de lo heroico frente al humanismo (liberalismo), que para Heidegger como acontecer significaba la oclusión del pensar y era sinónimo del nihilismo. El texto entero es antiliberal, pero es también una advertencia contra el nihilismo. Es también una manera de expresar que las alternativas vigentes del liberalismo en 1938 no son exitosas y que, a lo más, reflejan (en la imagen de lo gigante que asumen como propia) su pertenencia a una época histórica en que lo propio es el ocultarse de la verdad histórica del hombre.



A los destinatarios del texto de Heidegger ("los alemanes") se les reprocha tener una oclusión (cerrazón) del pensar. Hay una filosofía para esta cerrazón. Esto se comprende mejor analizando dos detalles: El cuerpo de la argumentación del texto y la metáfora básica del pensar que subyace en él. Comencemos con la metáfora. La modernidad es imposición de lo gigantesco, que por su magnitud oculta lo grande (y lo importante y por ello, el ser): es oclusión del pensar. Heidegger habla en su texto en términos de "la reflexión", el pensamiento que elabora y pone en conceptos un acontecer más originario, que se presenta como un factum fenomenológico, en este caso, la realidad de lo gigantesco. El pensar se interpreta desde una metáfora de movimiento espacial que es necesario precisar. El pensar es abrirse espacio en un camino. Al filósofo le gustaba representarse el pensar como una actividad desde una “apertura”, como un avistamiento en una “iluminación”, en un “claro” dentro de un campo de sombras. Es difícil no adivinar aquí el bosque.

Pues bien. ¿No es la luz y la sombra una metáfora liberal conocida? En realidad es la metáfora por antonomasia del “proyecto normativo liberal”: Luz lo que se ve, sombra de lo oculto, con privilegio para lo iluminado o presente. En La época de la imagen del mundo Heidegger invierte la metáfora y asume sus connotaciones. Ha transporopiado la imagen, la ha subvertido. Su texto empieza en esta clave de cabeza siendo una severa crítica a la modernidad ilustrada, como un alegato para las sombras. Debemos acotar ahora: las sombras de lo gigante-impuesto. De hecho, la sección notas de 1938 va hacia el final con un alegato de esa naturaleza. Desde la nota 9 hasta la 15, que es la última, Heidegger desarrolla el nudo de la argumentación metafísica en las oposiciones grande/pequeño, esencia/imagen, luz oscuridad. Observo la nota 13 (adaptada): "La opinión pedestre ve en la sombra la ausencia de luz, si es que no su simple negación cuando, en realidad, la sombra es el testimonio revelado, aunque impenetrable, del lucir oculto". La opinión pedestre es la del que carece de sutileza, una alusión al hombre medio del mundo burgués. El interés del pensar es hacia el espacio de lo oculto, donde la iniciativa sólo está en manos del filósofo. El filósofo elabora el encuentro con la oscuridad y asume el límite de la luz como el objeto de su atención. Es lo que haría un caminante que llevara una lámpara en la noche. El hombre ordinario se queda en los bosquejos, mientras el filósofo sólo tiene interés en lo no presente, pues es hacia allí donde va el pensar (y tras él, ignorantes, los de la opinión ordinaria).

Heidegger no desea ver el claro, sino las sombras. Se trata de una reflexión indirecta acerca de la filosofía política. Encabeza el texto la frase difícil que define el pensar: Esto porque en la filosofía ocurre lo inverso que en la política. Siguiendo la metáfora del pensar como desplazarse en un espacio, en filosofía es de la sombra y en las sombras donde está el interés del que camina. Es evidente que el horizonte del espacio está en la luz, sólo que la luz no es el espacio, sino que acontece que es el espacio. Esto es: la luz como el camino puede entenderse como una manera de manifestarse la oscuridad, que es lo que Heidegger creía ocurría con los filósofos. Pero para la “gente pedestre” ése no es el caso. Podemos recordar unas frases del prólogo del Evangelio de San Juan. “Erat ille lux vera, quae iluminat omnes homines” “in hunc mundum”. Hay una analogía entre la forma metafórica del texto de Heidegger y el de San Juan. Heidegger es Jesús, esto es, el filósofo, el Sócrates no ilustrado, pero que tiene la verdadera luz: la de la oscuridad, el “lucir oculto”. ¿Y cómo se describe Jesús en el citado fragmento de San Juan?: “In propria venit, et sui eum non receperunt” (“vino donde los que le eran propios, pero éstos no lo acogieron”). Como puede constatar el lector, el destinatario en 1938 era expresamente el pueblo alemán. Al principio uno tiene la idea de que el pueblo camina haciéndose un espacio en el bosque, y que tal vez uno –tal vez el Führer- lleva la luz en las tinieblas. Pero en realidad el pueblo se fija en la luz y no en el camino. Entonces no camina. Aunque parezca sorprendente a primera vista, el cuerpo del texto trata del tema del “movimiento”. Quien se fija en la luz –la Ilustración liberal, por ejemplo- tiene por propio retener el movimiento social, que es el llegar a ser del Ser, literalmente.

Para que ese camino tenga significado hay que entender a Hölderlin, esto es, al que ha visto las tinieblas. Pero el evento (“hacerse propio”, “Ereignis”) es su acogida. Y el evento de Heidegger ha sido su incomprensión. Si el pueblo comprende el camino, es “un pueblo metafísico” (1936). Pero, ¿no está el mundo mismo del hombre bajo la “totalidad decisiva y obligatoria” del gigantismo? ¿No está lo gigante –el gigante- ocultando el movimiento (el movimiento histórico, esto es, la esencia de la política)? Pero el pueblo metafísico también podría ir por el camino sin comprender. En realidad, el pueblo que vive su verdad como la verdad del gigantismo ve en él la luz de un camino que habría que detener, lo que ocurre cuando se le asigna un número. Un pueblo metafísico tendría su significado ocluido en el punto de vista de “la gente ordinaria”, “el público”, lo aceptado. Y en lo público no hay lugar para las sombras –esto es, tampoco para dar lugar al “movimiento”-. En este caso, el pueblo metafísico, el pueblo de la gente corriente y los bosquejos ordinarios, no se diferencia en nada respecto de la esencia de lo liberal y del humanismo. Un pueblo así no está en condiciones de acoger a Heidegger. Pero en el texto el pensar, que es la acción del filósofo (y no de la multitud) es ya un obrar de la verdad, una verdad que ya es “decisión fundamental”, una decisión que anticipa el evento. Si los alemanes no acogen a Heidegger, es que no están preparados para su ser propio: He aquí una idea del texto. Pero en “este concepto de la sombra”, una vez sustraido a la imagen burguesa del Welt, -escribe Heidegger- “se hace patente lo existente” y “se anuncia el ser oculto”. Oculto entre las sombras de lo gigantesco, a vistas del que piensa en el entorno de la presencia, la sombra es el anuncio del porvenir, del advenir histórico de lo grande que asoma. Después de todo escribe San Juan luego del decepcionante rechazo de Jesús de parte de su pueblo: quotquot autem receperunt Eum, dedit eis potestatem filios Dei fieri.

jueves, 2 de abril de 2009

Liberalismo y progresismo

Para la versión en pdf en la Biblioteca Virtual de Pensamiento Político Hispánico Saavedra Fajardo haga click aquí
Progresismo desde el 11 de setiembre
Apuntes de ontología de la actualidad

Víctor Samuel Rivera
Universidad Nacional Federico Villarreal

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El 1 de abril la Agencia EFE hizo circular en el mundo la noticia de que el Presidente de Venezuela, Hugo Chávez, acusó a la Presidente de Chile, Michelle Bachelet de poner en peligro la unidad latinoamericana. El nudo de la polémica es que Bachelet invitó al Vicepresidente de Estados Unidos, Joe Biden y al Premier de la Reina de Inglaterra, el socialista Gordon Brown, a la cumbre de países progresistas.

Lo primero que uno puede destacar en la afirmación de Chávez del 1 de abril es que en realidad subyace un problema de semántica política: sobre qué o quién define a alguien o a algo como “progresista”. En realidad se trata de una cuestión ontológica, pues es referida a los criterios de algo, definir qué es o no algo; en este caso ser progresista o ser liberal. El ya preguntarnos por estros límites manifiesta una incertidumbre, y es esa incertidumbre en la que tiene lugar una verdad, una verdad acerca de quién, qué y cómo es posible la realidad de ser progresista. Ocurre, pues, un milagro: Nos guía lo que no entendemos; vamos donde no entendemos y tal vez no queremos. Respecto de los límites del progreso, su ingreso en la incertidumbre significa que están descentrados, esto es, que puede haber progreso en direcciones que se relacionan entre sí de manera polémica, incluso de manera altamente política en la línea de la oposición amigo-enemigo. No estamos sólo ante una terrible irregularidad semántica; estamos ante el ser del acontecer, pues tenemos progreso, y lo tenemos en varias direcciones que, por ser antagónicas políticamente, implican la desarticulación de la idea más básica de que un evento político es “progresista”. Por eso no entendemos y no queremos. Desde la hermenéutica creemos que a todo esto subyace en realidad una cuestión ontológica más profunda en la que se instalan los límites que buscamos, en la que lo que no entendemos, para que ocurra, debe ser comprendido. Como hermenéutica es de la interpretación histórica, en este caso de la izquierda y la derecha, de lo progresista y de su opuesto que gira en torno de una patencia extinta. Nos interesa aquí establecer los límites de la incertidumbre, aclarar el bosque de un progreso que no es ya el mismo para todos, en parte para hacerlo el mismo. Esto es ontología de la actualidad.

Estamos ante una experiencia presupuesta conflictiva respecto de la idea del progreso y lo liberal que vamos a intentar tratar ahora. Se trata de una apertura de sentido para “progresista” que lo sitúa fuera de los márgenes de lo “liberal”.

Nuestro problema subyace a una apertura de conflicto político. Para Estados Unidos e Inglaterra, el “progreso” se define con los rasgos criteriales de lo que hace tan sólo una década se consideraba “el pensamiento único”, la koiné política de la aldea global. Esto se traduce en la imposición de los criterios de democracia liberal, los derechos humanos liberales y el libre mercado; estas palabras expresaban realidades normativamente comprometedoras, pero “progresistas”; eran comprensibles en los países progresistas y no lo eran en los canallas: Allí su modelo de “progreso”. Como fenómeno del acontecer, es fascinante que Chávez tenga en su agenda de Estados que hay que llamar “progresistas” hoy a los mismos Estados Canallas y sus aliados, países políticamente incorrectos, que notoriamente no son democracias liberales, sino teocracias, regímenes políticos totalitarios, Estados étnicos nacionalistas o –en el más feliz de los casos- países que tienen buenas razones para desconfiar del libre mercado (los países latinoamericanos del ALBA), que estimulan la vida religiosa (como Rusia), la adhesión nacionalista, sea como fuere ésta entendida (Bolivia o Rusia), no hay ya respeto a la libre propiedad (Venezuela) y hay una tendencia marcada al control de la información. Pero estos Estados son progresistas y Estados Unidos no es progresista.



Tratar del progreso y el liberalismo, la modernidad, el nihilismo u otros términos en filosofía política es un motivo lícito de desconfianza en el lector especializado, en particular porque hay una larga tradición académica que atiende a la precisión como un requisito del pensamiento, un requisito originalmente tomado de las ciencias naturales, pero que no por ello puede desatenderse. Esto ocurre de manera particular en los términos políticos que, cuando se transponen a la hermenéutica de la vida cotidiana se refieren de modo inevitable a oposiciones polémicas, muy en particular con los deudores de las tradiciones de lenguaje conceptual liberal que se relacionan con la filosofía analítica. Las oposiciones polémicas son importantes en política, pero son indeseables en filosofía. No puede haber filosofía de la política, sin embargo, si esas oposiciones son olvidadas.



En primer lugar, intentamos articular un lenguaje hermenéutico político referido a la actualidad del acontecer. Pero esto presupone desde siempre las oposiciones no deseadas por el especialista. No hay que preocuparse mucho por eso. Pero las oposiciones son interesantes aquí porque constituyen un acontecer, esto es, son el despliegue de una realidad que pasa, que en este caso es la de los criterios de “progresista” que hay que seguir para ser incluido en la lista de “países progresistas”, en ninguno de los casos expresión apropiada para Estados Unidos. Hay un rasgo peculiar en la expresión citada del Presidente de Venezuela que sugiere una ambigüedad particular relacionada con el contraste progresismo/ liberalismo, que es el que se haya en realidad detrás de sus declaraciones. Chávez nos hace pensar en la manifiesta contraposición conceptual liberalismo/ revolución. Resulta que lo liberal no es revolucionario. ¿Quién ha olvidado –sin embargo- que el origen del liberalismo es la revolución? El liberalismo es para los filósofos la filosofía que puso en marcha la revolución de las Luces, la Ilustración, “el programa normativo de la Ilustración”. Pero el sentido revolucionario de la Ilustración viene afectado –como ha sido puesto ya de relieve por Vattimo- por la situación hermenéutica. En esta situación es un hecho que el programa entero de lo significado por “liberalismo” manifiesta la verdad de su opuesto como vigente y no importa quién sea el opuesto. Allí donde está el liberalismo es verdad la vigencia de su opuesto, sea lo que sea su opuesto. Por alguna razón lo revolucionario y lo progresista se intenta definir en una situación histórica en la que resulta que es más progresista lo que puede explicarse desde la Ilustración, pero no hacia ella.

En filosofía es notorio que esta situación hermenéutica que referimos es reciente, y por eso nos admira. En la teoría pudimos constatar el triunfo social del liberalismo en la década de 1990, en que el pensamiento único parecía exitoso tanto en la teoría como en la práctica. Coloquemos un hito en el ataque antiliberal del 11 de setiembre contra las Torres Gemelas de Nueva York. Para el espectador, cualquier acontecimiento imaginable no comprendía este hecho, pero este hecho sucedió. En hermenéutica reconocemos el ser en los hechos significativos; en los hechos inolvidables y terribles. La muerte de alguien querido, la traición de un amigo entrañable, un hecho factual que transforma el significado de los hechos futuros. En el mundo político estos hechos se identifican polémicamente, se reconocen en contextos en los que cambian las expectativas de ciertos agentes. “Ya no es lo mismo después de esto”, decimos. Nada es igual si la Bolsa de Nueva York ha quebrado. No es lo mismo, por ejemplo, si el calentamiento global hace desaparecer violentamente el agua potable en unos meses, que si tarda lo mismo 40 años, si nuestros parientes mueren de cáncer en semanas a que tarden en morirse por la misma causa la vida entera. Los acontecimientos cambian las “chances” –diría Vattimo. Incluso para el más conservador, que desea que todo siga igual, cambia la perspectiva de sí mismo. En algún sentido el ataque del 11 de setiembre fue una chance y, en ese sentido, hizo vigente lo que esa chance iba a significar. Después del 11 de setiembre del 2001 no tiene ya sentido pensar que el liberalismo es el pensamiento único, porque otro pensamiento ha destruido las Torres Gemelas. El otro pensamiento, pues, es vigente. Es importante observar que no necesariamente estamos de acuerdo con lo que efectivamente ocurrió esa fecha tan trágica para los habitantes de Nueva York. Lo importante es que ese evento impensable cambió el significado del pensamiento del liberalismo, lo mismo que la caída del muro de Berlín cambió el significado del comunismo para siempre.




En la hermenéutica la facticidad guarda una relación con la deliberación y el cálculo racional de ventaja. Esto quiere decir que la praxis impone razones. Cuando esas razones transforman el significado de las expectativas el carácter normativo de los hechos se transforma, gira, se bifurca o se trastoca. En el trasfondo del 11 de setiembre se hizo real una vigencia de la radicalidad del otro, que se legitima así por la fuerza en el orden de la praxis. Fue el acontecer de lo ilustrado como algo en competencia con lo ilustrado. En la vigencia plena del pensamiento único este acontecimiento no tiene sentido; una vez ocurrido, es el pensamiento único el que deja de tener sentido y, por tanto, lo que ha perdido su sentido es el liberalismo como expectativa, que, en el mejor de los casos, ha dejado de ser la única expectativa. En los usos ordinarios de “liberalismo” se da por hecho una referencia a la Ilustración y, de manera más amplia, al programa normativo de la modernidad, que fenómenos como los atentados de Al Qaeda ponen en cuestionamiento. No se trata de que Al Qaeda sea vigente, sin embargo, sino que la negación es vigente, pues aunque el horror del hecho dificulte aceptar a Al Qaeda, es un hecho irreparable que existe la negación, que puede haber un no, y que ese no tiene una realidad. Hasta antes del 11 de setiembre, el no era teoría. Desde el 11 de setiembre, el no es la hermenéutica de la práctica humana. Hablar del liberalismo es también hacer frente a su oposición. Es claro que ésta no es meramente retórica, sino que apunta a ejercicios efectivos de resistencia, oposición o alternidad con los otros, que toman rasgos del 11 de setiembre. Esta afirmación pretende extenderse incluso aun cuando en los usos ordinarios hay una contraposición retórica, por ejemplo, el liberal puede referirse al Jefe religioso de Irán como un reaccionario, pero eso es cierto en una semántica de oposición polémica frente al liberalismo. A nadie escapa que Irán es aliado del régimen de Chávez y que quienes apoyan a Chávez de una u otra manera son también aliados de la teocracia iraní. Pero he aquí el punto: Para Chávez tanto como para los clérigos de Irán tomarse en serio ser progresista es tanto como asumir el significado destinal del 11 de setiembre.

La semántica común que se presenta como apertura histórico destinal del liberalismo ha sufrido una extraña revolución. Lo progresista se vincula con un acontecer de ruptura frente y en contraste con lo liberal. El ejemplo dramático con que he intentado explicar este asunto no implica una adhesión ni una simpatía con sus consecuencias morales personales. Implica sí la exposición que hace el hermeneuta de la alternidad entendida como un claro que se hace manifiesto en el bosque. La alternidad - parece querer decir Chávez- se instala como un factum hermenéutico fundamental que es también el acontecer frente al otro más primigenio de las oposiciones políticas en la actualidad. “Liberalismo”, que parece una palabra vacía, es el fondo hermenéutico de las iniciativas por un mundo futuro que se presenta bajo expectativas no ilustradas. El 11 de setiembre vino al caso que la utopía liberal de mostró ser enemiga en el seno de su tragedia, lo que hace sospechoso incluso aceptar las consecuencias normativas del programa con el que se identifica. ¿No es acaso ese programa el trasfondo de la violencia del otro?


Es un hecho manifiesto que aún un sector de la humanidad –y más aún la humanidad occidental- se identifica con el programa de la Ilustración, y ve el progreso y lo progresista en el avance de lo liberal en una historia liberal, en la que los derechos humanos liberales, la democracia liberal y la liberal economía de mercado triunfan inmutables en una expectativa de un mundo único e irrebatible. Pero es manifiesto en la experiencia histórica y en los lenguajes político sociales que una agenda progresista corre paralela al evento de no, que dice que no, y ese no no es una teoría, sino es el acontecer efectivo de la negación, sombra que se extiende sin límite, como una marcha para evitar o saltar por sobre las consecuencias del mundo liberal. Al Presidente Chávez la “unidad latinoamericana” le parece más “progresista” que los programas fácticos del Parido Demócrata y la socialdemocracia inglesa. Su sentido de lo progresista es también la apertura histórico destinal de un camino, de múltiples caminos para la praxis humana que no se conciben ya a sí mismos bajo nada que sea históricamente “único” y donde lo único ha literalmente saltado por los aires. La ontología de la actualidad vislumbra otros caminos cuyo acontecer, sin embargo, cuyo significado y cuya práctica dejaremos que muestre el Ser mismo.

miércoles, 4 de febrero de 2009

MacIntyre y el nihilismo




MacIntyre y el nihilismo
Exposición de una aporía

Lamento evitar escribir sobre Gaza, pero hay momentos en que la dignidad debe ser superior a la teoría
Víctor Samuel Rivera

Como otros filósofos de mi generación, mi formación universitaria fue impactada por el auge de la filosofía de Alasdair MacIntyre. Particularmente fue decisiva para mí la lectura de Tras la virtud (1981), libro que hube de leer originalmente en inglés, pues hacia fines de la década de 1980 el texto no era aún disponible en español. En realidad casi nadie lo había leído. Esto en referencia a un punto capital en la concepción que he heredado y practico acerca de la filosofía. Hacia fines de la década de 1980 estaba en el momento de las intuiciones. Una de ellas es referente a la caracterización de la sociedad liberal como una cultura nihilista. En este breve post voy a tratar una contradicción central que veo en el análisis del nihilismo liberal en el MacIntyre de 1981 y una versión recortada de mis perspectivas al respecto.


No podemos continuar si no explico de manera sucinta la imagen que MacIntyre traza de la comprensión del presente en 1981. El autor describe una situación dramática de la interpretación moral. Considera que en la práctica de la interpretación empleamos esquemas incompatibles para sostener opiniones discrepantes. O sea: No sólo se trata de la situación ordinaria por la que tenemos desacuerdos, sino de que sostenemos puntos de vista divergentes moralmente por recurso a esquemas que se excluyen entre sí, de tal manera que la verdad de uno presupone el rechazo de los demás o de varios de ellos o de la aplicación del resto en otras esferas, de tal manera que si fuéramos perfeccionistas y quisiéramos llevar a los extremos nuestros esquemas conceptuales al uso la coexistencia social sería imposible. Nuestros desacuerdos harían recurso a esquemas conceptuales que MacIntyre consideraba “inconmensurables”, esto es, que no pueden evaluarse unos por los otros.


MacIntyre trata en Tras la Virtud de un estado que los sociólogos llamarían “anomia”, con la curiosa característica de que el nivel medio de conflictividad social efectiva que se constata en las sociedades liberales es tolerable. En una anomia auténtica, en un mundo en que las reglas carecieran de un grado razonable de adhesión social, nuestros vecinos debían ser unos psicópatas. Es manifiesto que la diversidad de esquemas conceptuales en el mundo liberal no desemboca en una situación de caos social. En mi exposición está adelantada la respuesta: Los extremos en que la conflictividad es inevitable se producen si somos perfeccionistas todos a la vez o muchos. Pero no lo somos; de hecho no es seguro que seamos nunca perfeccionistas. En el razonamiento de MacIntyre esto se debe a que las sociedades liberales hacen reposar los esquemas incompatibles al uso en un conjunto previo de consenso relativo a la inanidad del bien o lo bueno. Esto es: al margen de los esquemas de los que se sirvan los disidentes sociales, todos debían acordar que el mundo de la práctica nunca es tan importante como para afrontar una vida conflictiva por imponer un esquema de vida moral.




En 1981 se hacía referencia a una teoría que a mí me resultaba familiar, como profesor de ética que era, el “emotivismo” de Charles Stevenson. MacIntyre consideraba el emotivismo como la sustancia moral de las sociedades liberales, esto es, como el mínimum de racionalidad. En el emotivismo se considera que los enunciados morales (pero también los de tipo estético o político) carecen de pretensión de verdad intersubjetiva. Para Stevenson, estos enunciados expresan gustos o preferencias privadas, en el sentido técnico que esa expresión tiene después de Wittgenstein, significando “mío pero no de otro”, y cuando se usan en contextos sociales, o bien expresan estas preferencias, o bien las recomiendan. “Masacrar niños en Gaza es malo” podría significar “a mí no me gusta que se masacre niños, ¡ojalá que a ti tampoco te guste!”. Obviamente, quien sintiera gusto al decir “Masacrar niños en Gaza es bueno” podría afirmar con énfasis su frase favorita y, más aún, podría abrigar la esperanza de que otros se sintieran entusiasmados con adherirse a ese gusto. De hecho, ésta es la lógica final del periodismo, en donde no se trata de que un enunciado moral tenga la pretensión de ser verdadero, sino de que estimule tales o cuales sentimientos que, en último término, son relevantes para mantener un control social que hace largo tiempo ha adoptado la realidad social de la verdad del emotivismo.



MacIntyre acertó al identificar el emotivismo como una cultura, que fácilmente podemos reconocer como la cultura del nihilismo y que es también, en resumidas cuentas, la ética del mercado. Una sociedad mercantil tiene su verdad cumplida en el agotamiento de la verdad moral, en su extenuación social y, para decirlo en términos de Nietzsche, en su transvaluación, en la adherencia militante a la incredulidad. En estas circunstancias, mantener una opinión discrepante, estar en contra, ser disidente, adquiere un modelo de diálogo, en que los inconformes están dispuestos a conversar sobre esquemas que en realidad no importan gran cosa frente a la idea más básica de que nada es relevante realmente.

MacIntyre diagnosticó lo que en otros términos es “nihilismo” como algo idéntico a la cultura media liberal que es necesaria para evitar que haya conflictos en un estado de anomia. La anomia de una sociedad nihilista presupone que se ha incorporado como un elemento moralmente digno de aplauso la incapacidad de adherirse a una cierta noción social del bien o lo bueno y que uno es militante de la anomia. MacIntyre utilizó inicialmente esta argumentación para cuestionar la racionalidad del mundo político liberal, como un mundo en el que los lenguajes morales habían perdido su significado y donde, por lo mismo, la vida humana había devenido absurda. Era parte de una estrategia para reconstruir la racionalidad práctica en base de una investigación orientada hacia el pasado.


Creo que MacIntyre no comprendió que su misma argumentación puede desembocar en lo contrario, en la autosatisfacción de las sociedades liberales modernas. Uno podría creer que la irracionalidad de las discusiones morales y su recurso a esquemas inconmensurables, en la medida en que no desemboca en la anomia efectiva, muestra que el emotivismo es verdadero, esto es, que al fin, aunque haya contextos de sociedades con esquemas de racionalidad práctica más coherentes, su ausencia en el mundo liberal es una prueba de que las sociedades liberales son modelos exitosos de vida humana. Los habitantes del mundo liberal estarían satisfechos con una forma de vida en la que la racionalidad práctica se ha reducido a la realización del nihilismo, que no requiere de otra verdad que su funcionamiento social, que su propia autorreferencia práctica. El punto central es el siguiente: Si es posible una sociedad nihilista, ésta es autofundante, y se legitima sola, como si fuera una sociedad tradicional. No hay ninguna razón para que una sociedad nihilista desee regenerarse o perfeccionarse o “curarse” si es capaz de sobrevivir a la anomia o si la anomia se realiza de una manera no conflictiva. Oponerse a ella resulta completamente moralista. Es una verdad espantosa, pero eso no quita un ápice de su fuerza.





Las ideas de MacIntyre son parcialmente fruto de diagnósticos sociales catastrofistas respecto de la sociedad norteamericana propios de la época de composición de Tras la virtud. Largos debates surgieron en torno del libro, pero las catástrofes que MacIntyre y sus lecturas imaginaban eran desgracias morales; el incremento de los divorcios, la promiscuidad sexual, el consumo masivo de drogas y la delincuencia. Es notorio que esas razones no son motivo suficiente para desestimar la estabilidad de la cultura liberal y el auge del nihilismo. Durante algún tiempo anduve muy desorientado, pues la realidad de la sociedad nihilista parecía infranqueable. Por suerte, la sociedad puede cuestionarse por motivos extraños al moralismo y el catastrofismo social que inspiraron al escocés pero que sí critican el sinsentido y la irracionalidad en que la racionalidad práctica es sumida. Estos motivos se extraen de la vista a largo plazo y en gran escala del mundo liberal. MacIntyre se limitó –como los sociólogos- a observar su sociedad a partir de las consideraciones internas. No hizo el examen observando su comportamiento a lo largo del tiempo histórico ni tampoco en referencia a sociedades alternativas realmente existentes. En parte esto es posible por su propio contexto, en que las sociedades se veían como un todo, como “sistemas” más o menos intemporales, como modelos que se aplican o no se aplican, en esto dependiente de una concepción más epistemológica de la racionalidad. La única manera de cuestionar el nihilismo liberal que no sea a partir de consideraciones morales es a través de un examen de la viabilidad histórica del nihilismo, pero mis ocupaciones me obligan a dejar eso para otro momento.

martes, 23 de diciembre de 2008

Miguel Giusti: Tras el consenso

Tras el consenso
Miguel Giusti en el ojo del evento


Víctor Samuel Rivera



Haga click para versión en PFD revista Araucaria
Miguel Giusti es posiblemente el filósofo político más relevante del Perú dentro de las temáticas que afligen el pensamiento liberal, las insuficiencias lógicas y epistemológicas de la ideología de nuestros actuales dominadores. Sería una injusticia no agregar que Giusti es el peruano más logrado en los debates de la filosofía política de la academia. Es solitario en ese mérito para su generación, y sus niveles de competencia, coherencia discursiva y dominio de fuentes lo hacen una figura singular en su género, como sin duda lo son filósofos como Miguel Polo y Eduardo Hernando Nieto en los suyos, la ética filosófica y la teoría política. Si mi lector es liberal académico, se le aconseja leer a Giusti. Escribo esta breve nota como un entretenimiento mientras compongo, por encargo de Solar, Revista Iberoamericana de Filosofía, una reseña del libro más reciente disponible en el mercado peruano, Tras el Consenso (Madrid, Dickynson, 2006, 273 pp.). Es un entretenimiento conceptual. Los libros de Giusti siempre son un entretenimiento, y aclaro que la afirmación precedente tiene el destino de ser un halago, aunque no es el halago el propósito de esta nota. En todo caso, nos damos por servidos si logramos que el lector comprenda que hay problemas de la academia liberal que deben ser reformulados bajo un paradigma conceptual no liberal. Si aconteciera que el profesor Giusti no estuviera interesado en nuestras sugerencias, el público culto que hace filosofía política, en cambio, tendrá aquí motivo para ver un ejemplo de cómo el liberalismo no es una filosofía muy realista, y cómo, ante la magnitud de su insuficiencia ante la realidad, es imperativa la búsqueda de una nuevo cuerpo (o un cuerpo viejo y verdadero) de herramientas del pensar de la política y lo político.



Tras el consenso tiene la desgracia de ser un libro bastante desarticulado, esto es, un libro cuyas partes no contribuyen a la elaboración de un todo; pace Giusti, que se imagina lo contrario, el libro no nos remite a ninguna conclusión. Esto se explica porque el texto final no es el desarrollo de un plan, sino una colección de ensayos compuestos en situaciones, fechas y contextos disímiles; no es una novedad, pues lo mismo habría sido el caso también ya con su antecesor Alas y Raíces (Lima, PUCP, 1999). Hay además un libro sobre Hegel en alemán de 1987, que entendemos que es su tesis de doctor, pero alguna razón tendrá nuestro filósofo para exigirnos la lengua de Goethe para acceder a esa obra. Hace 10 años Alas y Raíces nos pareció a algunos la selección más atinada de los artículos académicos de la historia profesional de Giusti, lo que sin duda no ha sido en cambio la opinión del autor mismo, que ha continuado un lustro después con la política de recapitular documentos de las décadas de 1980 y 1990. Por supuesto, eso no es ningún delito. Personalmente, ya había leído en sus versiones más arcaicas siete de las ocho secciones de que consta la obra, reimpresas o variantes, y si de algo estoy persuadido, es de que todo lo que dicen ahora confirma lo que decían antes. Tras el consenso estipula esta vez un contexto orientador para la interpretación de los textos seleccionados, de tal manera de introducir un patrón de referencia para articular lo disperso. Pero este contexto orientador, que hace las veces de introducción y conclusión, puede llegar a ser muy desorientador. Advertimos que la introducción es un remake de un artículo de 1999 que, a su vez, era en gran medida el resumen de otro de 1996. Por desgracia, justamente aquello que tiene de más original descansa en un presupuesto sociológico y empírico que liga el razonamiento del conjunto de la obra al triste destino de la civilización que todo libro liberal tendría la ilusión de sustentar: la suya. Si nuestra observación de la realidad social contemporánea no es inexacta, el nudo articulador del libro es el mentís de sí mismo.



En una pincelada general a los problemas de la filosofía contemporánea, Giusti clasifica en la introducción el conjunto de los debates en torno de la racionalidad práctica de los últimos 30 años. Se abarcan los conocidos debates entre comunitaristas y liberales, entre moralidad y eticidad y el problema del reconocimiento del otro. El autor usa una metáfora liberal que voy a transferir a términos que son más encantadores que los que he leído en Giusti, esto para facilitar su desmantelamiento posterior. Un conjunto de discutidores abordan conflictos a través de transacciones no violentas, pero no logran acuerdos definitivos y deben contentarse con arreglos parciales con sus vecinos más inmediatos, con los que hacen alianzas precarias. Es claro, sin embargo, que los discutidores tienen una agenda principal, que es la experiencia de la modernidad, sobre la cual comprendemos hay un cierto malestar, aunque no un malestar muy grande. El autor clasifica las formas de conformidad con el mundo moderno sobre la base de dos consensos extremos entre las partes. A uno lo denomina “consenso utópico” y a otro “consenso nostálgico”. Giusti sostiene que si esta metáfora es verdadera, debe ser posible imaginarse una zona intermedia de acomodos felices entre el conjunto de discutidores, una trastienda a la que llama “consenso dialéctico”. La propuesta de Tras el consenso sería, entonces, esclarecer o precisar cuál es esa área de acuerdos intermedios como una estrategia alternativa a la actitud de los discutidores afectos a puntos de vista menos manejables. Si la metáfora no es desafortunada, es fácil darse cuenta de que esta tercera clase de consenso es indispensable para mantener el contexto de la discusión no violenta e ir “tras el consenso” parece así una idea altamente plausible. Pero nuestro filósofo liberal no parece haber pensado en las consecuencias de esta posición. Y las consecuencias, hay que decirlo, cuando son desastrosas, no pueden dejar de serlo todo en la argumentación.



Pasemos un momento a la distinción entre los consensos utópico y nostálgico. Volvamos al mercado de desavenencias que Giusti se imagina. Algunos discutidores tienden a compartir conceptos relativos al futuro de la modernidad, que característicamente les parece de alguna manera incompleta, inacabada o por hacerse, en un contexto donde la discusión es a veces acalorada y no faltan vecinos hostiles que temen al futuro. Como un hecho sociológico, los discutidores utópicos se adhieren a una antropología individualista, poblada por sujetos autónomos y desarraigados, pero con un cierto ideal de universalidad ética y un tipo de racionalidad imperativa cuya fundamentación pasa, justamente, por la esperanza de que la modernidad es una experiencia inacabada, esto es, en el futuro de la modernidad. Los nostálgicos, en cambio, parten de una ontología política cuya realidad más esencial es la comunidad de prácticas y creencias compartidas, que cuando es pensada históricamente se convierte en una tradición. Los nostálgicos postularían que la experiencia moderna ha significado algún tipo de deterioro, fragmentación o “pérdida” (diría yo mejor de “olvido”) de ciertos criterios de pertenencia colectiva que son vitales para la atribución de sentido de la vida humana; agreguemos que también para la adscripción de una identidad, sea la de uno mismo, sea la del “otro”, en lo que vemos también el problema del reconocimiento (de esto último Giusti no menciona nada, pero podemos concederle que debe haberlo pensado, pues ha pensado mucho indudablemente). Estamos ante una simplificación metodológica, que sirve para exponer las presuntas paradojas a las que –según Giusti- conducen ambos tipos de consenso y que están expuestas en algunos de los ensayos que constituyen el libro.



Manifiestamente, para cualquier lector, que se trata de dos consensos inconmensurables, esto es, que no tienen las condiciones para llegar a ningún “consenso” entre sí, incluso si así lo desean, como admitimos es el caso de los comunitaristas norteamericanos que por aquí se hacen llamar pomposamente “liberales de izquierda” (¿?). Es un hecho curioso que Giusti, por el contrario, pretenda que en realidad todos los discutidores están conformes, aunque de distinta manera y en diverso grado. Pero dejémosle la palabra al profesor Giusti: “Un consenso dialéctico –escribe el liberal- sería aquél que resultase del reconocimiento en el que las partes en disputa pudiesen encontrarse, en la medida en que dicho sustrato es más elemental que el desacuerdo de la superficie” (p. 32). Respecto de nosotros, supongamos que el problema de la incomensurabilidad es irrelevante o insoluble. En todo caso aquí nos alineamos con las ideas de Alasdair MacIntyre en Whose Justice?, Which Rationality? (1988), y pasemos a ver cómo así es que Giusti está dispuesto a creer que hay o puede haber un “consenso dialéctico” lo que, como veremos, 1. presenta una caracterización deficiente del rol de la filosofía en relación con los problemas sociales que pretende teorizar y que 2. se compromete más o menos descaradamente con un conjunto fáctico de valores que son justamente todo lo contrario de un consenso entre los utopistas liberales y los nostálgicos neoaristotélicos, contextualistas, posmodernos o reaccionarios, es decir, que aún si hubiera valores en consenso dialéctico para los filósofos de la academia, Giusti señala unos valores que resultan bastante patéticos.



Como el propio Giusti reconoce, la idea general del consenso tal y como él se lo imagina ha sido tomada de una propuesta del liberal John Rawls, la idea del overlapping consensus (“consenso traslapado”, 1989). Rawls diseñó ese concepto para defender sus teorías constructivistas kantianas de los años 70’ de las críticas que los contextualistas, neoaristotélicos y posmodernos le formularon a lo largo de las décadas de 1980. Es notorio tanto que esa época marque la composición de los textos reimpresos en la compilación Tras el consenso y que el propio autor acuse recibo de esa influencia, aunque no creemos que eso sea en su favor. La propuesta de Rawls presupone la misma metáfora liberal que hemos registrado en Giusti de una asamblea de discutidores más o menos tenaces, pero sin animus belli, esto es, una asamblea de discutidores cuyos conceptos jamás tienen consecuencias sociales perturbadoras para el orden social, del que en realidad los propios discutidores son partícipes relativamente dichosos. En la concepción de Rawls subyace una narrativa de la modernidad construida sobre un horizonte factual donde los problemas acuciantes de la teoría descansan en un equilibrio social no disputable, algo que Rawls llamó alguna vez “política y no metafísica”. Vamos a creer metodológicamente que esto es verdad en los Estados Unidos –o al menos lo ha sido en la época felizmente declinante del dominio del “pensamiento único”-. Siendo cierto allí, todos los problemas se resuelven en prácticas reformistas más o menos atentas y, propiamente hablando, no hay problemas filosóficos, sino administrativos, que resuelven cuestiones como “¿qué hacer con minorías de inmigrantes que no tienen cultura democrática?”, “¿cómo lograr un trato social igualitario para todas las razas (asumiendo que la raza de los filósofos es diversa de la de sus consumidores)?”, etc. Pero pongamos aquí un freno. Es en realidad sin más una falsedad sociológica asumir que los problemas que se discuten en filosofía política en la actualidad descansan en un equilibrio consensuado respecto de las condiciones de vida humana generadas por la modernidad, pues, en principio, sabemos que es al revés. ¿Por qué habría de sostener Giusti lo contrario? Mi respuesta es ésta: Porque su libro fue concebido en la época del overlapping consensus, esto es, en la era de la vigencia extrema del nihilismo liberal, hacia 1990.

Leamos lo que escribe de su mano el profesor Giusti en la introducción de su texto de 2006: “La cuestión de la relación moral adecuada entre tradiciones o entre las formas de comunidad no es pues en la actualidad una cuestión puramente hipotética o formal, sino que ella es parte esencial del proceso de autocomprensión de cualquier/ tradición colectiva, aunque no sea sino por la experiencia histórica que le ha tocado vivir” (pp. 32-33). El consenso dialéctico, pues, corresponde a una interpretación eventual de la civilización occidental. Eso es lo que entendemos por “proceso de autocomprensión” en la “experiencia histórica”. Veamos ahora qué es lo que el profesor Giusti entiende por la “experiencia histórica” en que sus discutidores reales o hipotéticos van “tras el consenso”. Según Giusti, aludiendo a la inconmensurabilidad de discursos, que “La comunicación entre tradiciones heterogéneas es un proceso que se halla ya hace mucho tiempo a nuestras espaldas” y –agrega- “es sobre este proceso que deberíamos reflexionar desde una perspectiva política y moral –sobre sus múltiples dimensiones y consecuencias ontológico-sociales” (p. 33). No podemos estar más de acuerdo. Pero no vemos de dónde sale de esta premisa ningún consenso dialéctico. Detengámonos más en esto de las “consecuencias ontológico-sociales”.

Como hemos visto, en el modelo de consenso de Giusti-Rawls las “consecuencias ontológico-sociales” pueden resumirse en un punto medio de consenso pacífico, en el que los discutidores hacen transacciones sin poner en cuestionamiento el entorno que les hace posible su actividad. Pero lo que en Rawls es plausible, pues se dirige a gringos felices de los años 90’ es inaceptable para un Giusti que firma en 2006. Si quedara alguna duda en el lector, cito los ejemplos que el propio liberal pone de las consecuencias del consenso. Estas consecuencias serían “por ejemplo, las condiciones universales de la investigación científica, las reglas compartidas del derecho internacional, o las estructuras mundialmente vigentes del orden económico liberal” (p. 33). Veamos, profesor Giusti. El deshielo del Polo Norte es una consecuencia ontológica de la “investigación científica” en una civilización liberal. Las “reglas compartidas del derecho internacional” llevan años de haber sido aplastadas por las fuerzas conjuntas de las “democracias” en Kosovo, Afganistán e Irak, por hacer una lista de acuerdo con este espacio disponible. Y sobre “las estructuras mundialmente vigentes del orden económico” habría que consultar mejor a los economistas, pues la crisis mundial que ese sistema de consenso ha producido no podrían imaginarse peores. Colapso planetario, guerra, hambre, muerte y peste. Estas “consecuencias ontológico-sociales” son infames. La última cosa que a uno se le ocurre es que estas consecuencias espantosas pueden generar es un consenso dialéctico entre discutidores apacibles de una sociedad bien ordenada.

Podemos asumir por gentileza académica que hubo un cierto “talante” cultural en la atmósfera de la época en que los ensayos de Giusti fueron escritos que empujaba al autor a descuidar este flanco. Regresemos a 1980-1995. ¿Qué vemos? Hallamos a Francis Fukuyama, la retórica del neoliberalismo, los derechos universales liberales(contra el comunismo), el fin de la historia, la secularización, en fin, el “pensamiento único”, esto es, la modernidad liberal impuesta como “consenso” global, un consenso dialéctico al que estábamos todos forzados por los valores de la enciclopedia y el éxito de la economía de mercado. Pero es claro que no estamos en 1995, profesor Giusti. Es incomprensible que al profesor Giusti le parezca que el malestar por la modernidad que está detrás de los diversos tipos de consenso por él diagnosticados sean sólo la agenda de unos conversadores huidizos, pero dialogantes y conformistas. Demás está decir que la balanza de Giusti es muy favorable a la sección de filósofos cuyo consenso es en realidad no un feliz intercambio de ideas reformistas en un contexto normativo liberal, sino una franca resistencia contra lo que el profesor considera el “carácter regresivo del ideal moral” (p. 28) de los discutidores nostálgicos que, además, son los que tienen la razón. De hecho, Giusti expresa que lo que “los comunitaristas están poniendo en tela de juicio no es” –en realidad- “tan sólo el sistema económico o la concepción moral del liberalismo, sino más bien la concepción de la vida que subyace a los ideales y a las prácticas de la sociedad de mercado” (p. 28). Sin duda, profesor Giusti. El comunitarismo norteamericano tal y como lo hemos conocido –aunque sin saberlo- es una reedición de tópicos antiliberales que a lo largo de los últimos 200 años hemos visto cuestionar, no un detalle de reforma para incluir minusválidos o inmigrantes negros en el “bienestar” y la “democracia”, sino para poner sobre el tapete el horrendo abismo al que conduce el significado destinal de una civilización que tras los nombres de los “derechos” y las “libertades” esconde el más espantoso satanismo económico. Es posible, como usted sabe, señor Giusti, que muchos antiliberalismos del pasado hayan hecho sus propias maldades. Pero si hay algún consenso del que estamos seguros es de que, como diría de Maistre, “No hay más que violencia en el universo; pero estamos mimados por la filosofía moderna, que ha dicho que todo está bien, mientras que el mal ha manchado todo” (1796). Y, tras el consenso de los pobres, de los excluidos, de los indefensos, pero también tras el consenso que habrá de imponer el evento, el evento del Ser, señor Giusti, como diría Joseph de Maistre: Caetera desiderantur…

lunes, 3 de noviembre de 2008

El vientre de Babilonia



Ad baculum
Liberalismo y modernidad


Víctor Samuel Rivera

He seguido con interés algunos debates de estas semanas en el medio de filosofía, teoría política y filosofía jurídica, con el que sensiblemente he terminado involucrado con esta bitácora de pensamiento político. Por desgracia, las ventajas de la comunicación abierta, traen consigo las lacras del periodismo: La simplificación, el recurso a palabras grandilocuentes, peticiones de principio, llamados a la piedad, falacias ad populum, ad baculum, ad ignorantiam, la dirigida contra el hombre, largamente la preferida de los neoliberales de izquierda en estos debates, una licencia para tratar a sus interlocutores más como unos delincuentes mentales que como sus colegas, lo que vanamente les da imagen de lo que pretenden ser, la imagen viviente de la “tolerancia”. La altura del tribunal de la crítica da mareos, supongo. A esto se suma la más patética y lamentable falacia non sequitur, que podemos llamar también la falacia “nada que ver”, o sea: la conclusión de varios razonamientos está perdida en un mar de premisas que, antes que impertinentes, son extranjeras. Con humildad reconozco que entre mis propios lectores, varios (incluyendo a War Craft, Christian, Héctor Chocano y Carlos Pérez Crespo, más un par de anonimados colegas míos españoles, un hermeneuta y un experto en conceptos), han señalado que hacemos mucha referencia al “liberalismo”, la “modernidad”, la “reacción”, &. Vamos a hacer un esfuerzo por corregir un poco el error en estos temas que se ve ahora desolando la comprensión en otros blogs.

Et Voici:


Desde el ángulo de la filosofía del siglo XX, la modernidad se ha asociado con demasiada frecuencia al liberalismo, al grado de que han terminado por identificarse en el lenguaje no especializado, en que se piensa el liberalismo como la expresión política de la modernidad. En el discurso profesional de un filósofo, cuando se alude a esta identificación se prefiere la expresión “modernidad política”, que en el uso común tiene una aplicación histórica y se refiere al surgimiento y consolidación epocales (o sea, que hacen un tiempo social de éxito) del ideario de la Revolución Francesa (fundamentalmente, libertad e igualdad). Este proceder puede rastrearse a los discursos de los liberales posteriores a la Segunda Guerra Mundial, que asociaban el triunfo de los Estados Unidos sobre Europa en la metanarrativa ilustrada de la Emancipación de la Humanidad. Para el historiador de las ideas políticas, es notorio que esta fusión entre modernidad y liberalismo no constituye un uso consolidado antes de la Segunda Guerra. Entonces, en especial en el periodo de entreguerras, era notorio que la modernidad podía generar –y de hecho, había sido así- una cierta diversidad de regímenes políticos. El régimen burocrático de Bismark, la dual monarquía austro-húngara, el Imperio Británico y luego la Italia fascista, la Alemania de Hitler y los Estados Unidos coexistieron para los ojos de una sola generación de hombres modernos como regímenes modernos con paritaria consistencia conceptual y derecho político. El mundo moderno y la modernidad eran una experiencia común de regímenes alternativos, sólo algunos de los cuales eran “liberales” en un sentido aceptable. Está fuera de duda que todos esos regímenes eran “modernos”, pero ninguno lo era por definición.



Durante el siglo XIX hubo interpretaciones conflictivas en torno a cuáles eran las consecuencias “normativas” de la modernidad y, como ha hecho notar el historiador François Fouret, entre otros, los ideales de la Revolución Francesa estaban lejos de ser un patrimonio de la cultura occidental, un hecho social que en cambio podemos dar por fuera de cuestión para el siglo XXI. La consolidación de la identidad social entre liberalismo y modernidad, como se ve, está relacionada a los avatares de las guerras mundiales antes que a un proceso de pensamiento conceptual. Y el que el ideario de la Revolución parezca hoy lo mismo que la modernidad no significa que se trate de una combinación conveniente, socialmente útil, históricamente verdadera o lógicamente consistente.



¿Qué era lo “moderno” de la modernidad? Para un filósofo la “modernidad” es un término bastante menos equívoco que para otros gestores de la cultura, como los literatos, los arquitectos o los críticos de arte, que deben lidiar con los textos tempranos de Habermas o del Albrecht Wellmer de la década de 1980 si desean una aclaración. Hay una historia del “modernismo” y lo moderno en la historia del arte que debemos eliminar de las definiciones de filosofía política si tenemos intención de entendernos sobre la base de la tradición del vocabulario de la filosofía. Un libro especialmente infeliz al respecto es el “Postmodernismo” de Frederic Jameson (1991). Para el filósofo profesional del siglo XX (y XXI), la “modernidad” es un evento del pensamiento que se relaciona directamente con una narrativa de la epistemología, y más en particular con cierto tipo de epistemología que surgió en los siglos XVI y XVII y resultó exitosa en términos de aplicación tecnológica. Una manera neutral de ver este ángulo es leyendo La Revolución Copernicana, de Thomas Kuhn. Se trata de una consabida historia de la transformación de la racionalidad en función de la idea de “método” que hizo que los científicos de los siglos tempranos creyesen que había una relación privilegiada entre las matemáticas y la realidad. Esto puede leerse de manera interesante en el famoso La filosofía y el espejo de la naturaleza, de Richard Rorty. La relación privilegiada entre matemáticas y realidad los hizo confiar desmesuradamente a los filósofos en el poder de la razón calculadora, lo que los estimuló a crear modelos políticos y sociales en ese sentido, como el Leviatán de Hobbes, pero también el Tratado Teológico-Político de Spinoza. Es en la tradición de estos textos que aparecen luego las teorías liberales de los manuales, en particular la tradición anglosajona, de la que proceden todos los liberalismo imaginables.

Lo moderno de la modernidad filosófica que se inicia en el siglo XVI es la epistemología calculadora, que va acompañada de una concepción de la razón humana que hace del conocimiento una herramienta de poder. Y éste es el vínculo que anuda el liberalismo político con la modernidad: Su concepción metafísica de la razón humana. En realidad, para los filósofos modernos de la tradición principal que estudiamos, el poder y el conocimiento se hacen sinónimos, como aceptaron en su momento Bacon, Descartes y Kant, y ya es cuestión del ABC de la filosofía moderna comprobar que esto es así. Los proyectos políticos “modernos” siempre presuponen esta epistemología. Esta precisión es sensiblemente verdadera para las ideologías madre del siglo XX, el Nacional-Socialismo, el Liberalismo y el Comunismo, pero también para todo pensamiento político que es gestado en la tradición principal de la epistemología de la racionalidad y las matemáticas cuya narrativa estoy resumiendo. Si estamos en lo correcto, ninguna de las ideologías relevantes de la historia reciente del mundo escapa a las consecuencias de la epistemología calculadora.

En la epistemología calculadora el pensar de lo político es siempre el pensar del poder, del poder como poder del hombre. También es un pensar el poder como una herramienta, que es el uso del conocimiento que subyace a la epistemología moderna. Hay un lindo libro de Hermann Meyer, La tecnificación del mundo, origen, esencia, peligros. (1961) que aconsejo caramente. En el mundo tradicional o en el pensamiento premoderno el poder está en una relación de diálogo con la realidad, llamémoslo “la naturaleza” o “la cosa”. La realidad dice algo, debe ser escuchada, y el pensamiento político se define en el vínculo (en sentido analítico) que armoniza la existencia humana, en general como una interpretación del mundo, de un mundo donde el poder no procede de la razón, sino que procede de la realidad, del Ser, de la Physis, &, términos los cuales, muy a pesar de lo que suelen decir Gianni Vattimo y sus secuaces italianos y españoles, significan el acontecer de lo que se da, lo que en el mundo humano es fundamentalmente la contingencia, un ser así que puede ser diferente, que es variable y a cuyos cambios la política mueve a estar atento. Un lector razonable de los libros de racionalidad práctica de Aristóteles debía encontrarse con esto. En resumen, una razón calculadora moderna no puede dialogar con la realidad, sino que calcula con ella, esto es, la manipula y la adapta. En su paroxismo, la destruye.

Los filósofos y teóricos políticos antimodernos deben entenderse desde una narrativa de la epistemología calculadora, pues son su denuncia en términos de conceptos. Este aserto es especialmente correcto para los del siglo XX, que tuvieron una conciencia mayor de los peligros sociales a que la modernidad había conducido y comenzaron a observar otros fenómenos paralelos, como el nihilismo y la deshumanización, que es común para todos los regímenes modernos, aunque en diferentes grados. Antimodernos como Heidegger consideran que la fusión entre política-poder-ciencia es peligrosa. Yo creo que es así porque se parte de una metáfora de autosuficiencia (esto es, de irresponsabilidad), que en la historia del pensamiento se nominó “autonomía”. Admito que se trata de una metáfora exitosa entre los publicistas, aunque no creo que resista conceptualmente. Ésta integra la dimensión del poder de la epistemología matemática con la antropología, es decir, con la concepción del hombre. Es fácil observar que el poder que va de la mano con la interpretación moderna de la ciencia adquiere las características de ésta.

La ciencia de Bacon, Galileo, Descartes o Newton tenía una característica que era desconocida en el concepto de ciencia de las culturas y las filosofías precedentes, una prerrogativa que incluso –pese a quien le pese- no tiene ni ha tenido nunca el pensamiento religioso. Es lo que Vattimo llama sus “pretensiones de ultimidad” o su “carácter perentorio”. Kant afirmaba esto con la mayor naturalidad, insistiendo en que la racionalidad humana en general (o sea, la ciencia y la política) se definía por sus rasgos de universalidad y necesidad, esto es, los rasgos distintivos de la ciencia. Pasado a términos morales, el político moderno es un científico, sus mandatos, obligaciones morales. En la medida en que el liberalismo es deudor de esto, opera con pretensiones de ultimidad. Lo hizo en la locura napoleónica, en la independencia americana, en la Primera Guerra Mundial (del cual es resultado la Segunda) y lo hace ahora con el pensamiento único, que se hunde por cierto ahora para siempre con la Bolsa de Valores de Babilonia.

El carácter perentorio, obligatorio, que se impone en la política moderna (con matices), se expresa en términos de violencia. Lo notaron en su tiempo los reaccionarios Joseph de Maistre y Louis de Bonald. Lo que llamamos “modernidad política” va acompañado de un cierto talante expansivo, que en la historia es un evento singular, ligado a figuras grandiosas, y que en la política moderna se interpreta como un sistema “normativo” –dicen por ahí- esto es, que se irroga el derecho a la expansión infinita, y no por medio de la crítica, sino de los misiles y los tanques. Por cierto, es a esto a lo que Vattimo tipifica como “violencia”: Tener una consideración política basada en una concepción epistemológica del poder, lo cual implica una conflictividad ilimitada basada en principios con pretensiones de ultimidad, como la revolución mundial, las leyes del mercado o los derechos humanos liberales,. De hecho, la violencia política es un fenómeno que sólo es posible en una concepción perentoria de las ideas, donde el poder es identificado, en último término, con el control absoluto. Que no nos sorprenda que la primera experiencia humana de violencia política es la Revolución Francesa, cuya secuela significó la muerte física de varios millones de personas. Los liberales siempre tratan de reconstruir narrativamente otros episodios de violencia como si fueran análogos, y llaman violencia a las Cruzadas, a las Guerras de Religión o la Conquista de América, en parte para desdibujar el significado histórico de la violencia metafísica, que es sólo patrimonio de la modernidad y que sólo por equívoco puede adjudicarse a otros periodos de la existencia humana.

Como vemos, el liberalismo no es idéntico con la modernidad. En realidad su fusión en la cultura media es un fenómeno tardío, y que sólo es sociológicamente cierto para el mundo occidental. Pero no siendo idénticos, sí puede afirmarse que proceden de una misma metafísica y de una cierta interpretación singular de las relaciones entre la epistemología, el poder y la razón calculadora. Por cierto, se trata de un pensamiento histórico, cuyo destino ha llevado al planeta a la situación actual, tanto a nivel ecológico como económico. Pero no hay que desesperar. Entre los ayes y vivas a Babilonia, nuevas formas políticas surgen del colapso de la epistemología calculadora, junto, como no podría ser de otra manera, al pensar de la reacción, a la reacción de los oprimidos, de los pobres, al pensar sin fundamento del fin del mundo del cálculo. Si no llegamos allí por el pensamiento, el evento nos llevará. Y en el horizonte de su advenir, escuchemos los ayes en el templo de los liberales, la Bolsa, el vientre de Babilonia, Ah Babilón!, que das a luz al último hombre de Nietzsche.

lunes, 29 de septiembre de 2008

Seréis como dioses. El fin de la autonomía

Seréis como dioses
El fin de la autonomía

He escrito el texto que sigue como versión para mi blog de mi última conferencia en el I Congreso Nacional de Estudiantes de Filosofía de la Universidad de Educación "La Cantuta". Pienso imprimir la versión completa con notas en Colombia o Bolivia.



Una hermenéutica cristiana de la crisis del mundo liberal
La crisis final del neoliberalismo y la democracia

(¿Crisis económica del Imperio? ¿No que no podíamos leer esta época como el Apocalipsis del mundo moderno? Crisis económica: ¡Gracias a Dios! Presento ahora la primera de las dos partes en que he dividido el texto de mi conferencia del 23 de setiembre, para no cansar al teatro. Es la primera parte, entonces, de una narrativa bíblica de la catástrofe final, esperada y hoy celebrada, del pensamiento único, hoy hundido en la debacle de su más acusado argumento pragmático: la prosperidad de las “democracias”.




Víctor Samuel Rivera


Un viejo cultivador del saber, rodeado de sus instrumentos de investigación, recibe la dulce esperanza de la dicha de las promesas del Demonio. Un conocido relato cultural cristiano del carácter arriesgado de las promesas cuando éstas no tienen un fundamento fiable. Estamos ante el Fausto de Goethe. Sapere aude!”, parece indicar el Demonio. En efecto, como es fácil notar, en la imaginación cristiana la libertad está cercada, tiene límites, y hay un más allá desconocido al que estamos impedidos. Dentro del ámbito donde Dios reina, el hombre es feliz. Pero un ansia de conocer lo impele a emanciparse del Cielo, al que toma por cerco, y ante la sugestiva tentación de Satanás, el Diablo, el Fausto de Goethe descubre el prístino concepto de la autonomía. ¿Por qué la felicidad habría de tener límites? ¿No es posible acaso para el hombre sobrepasar y trazar límites nuevos? El límite es la ontología del acontecer. ¿Puede el hombre diseñar su frontera? ¿Por qué no? Es posible, pues ha acontecido. La entera filosofía de la modernidad es su atrevimiento. ¿No es mejor aún carecer de límites? “Eritis sicut dii”, susurra la Serpiente. El Fausto fue redactado en medio del contexto de asumir culturalmente, a partir de las narrativas cristianas, ideas recientes de la Ilustración. Ser autónomo frente a obedecer, a Dios, a la historia, a las exigencias éticas de los compromisos sociales y su puesto, una reflexión sobre sus riesgos, sobre su alcance, sobre su sentido. La modernidad política era joven aún, y las atrocidades de la revolución universal se debatían entre la adhesión militante ante el mundo viejo que se desmoronaba y un nuevo orden de libertad que aparecía lleno de sentido. Pero eso fue en los albores de la comprensión ilustrada de la ética moderna. Hoy es el mundo liberal el que se desmorona.

El hielo del Ártico está desapareciendo. Este año, por primera vez en los últimos 125 mil años, es posible circunnavegarlo sin que una placa de hielo ofrezca obstáculo alguno. Huracanes interminables y asesinos son asoladoras experiencias cotidianas para los habitantes del Caribe. El gobierno de los Estados Unidos ha comprado hace pocos días las compañías inmobiliarias más importantes de su país y, por increíble que parezca, un comunicado del Presidente Bush garantiza la estabilidad del sistema económico de la Madre de las Democracias con la promesa de intervenir (esto es, estatizar) la banca. Ya en Europa se ven casos análogos. Venezuela está llevando a cabo maniobras militares con bombarderos nucleares rusos en el Caribe, en el contexto doble de la expansión militar rusa en el Cáucaso y los veedores de derechos humanos y el embajador de Norteamérica han sido expulsados ruidosamente de Caracas. “Signa tempora”, diría Gianni Vattimo. El sistema de libre mercado, dogma del neoliberalismo, está mostrando ser un fracaso. El sueño tan recientemente feliz de una aldea global o un pensamiento políticamente único sin conflictos parece desvanecerse. El planeta va en vías de su extinción.

Es sabido que la filosofía ha contribuido de diversas maneras a gestar el mundo que nos ocupa con la tendencia a comprenderse como un acontecimiento festivo, como la preparación y la apoteosis de un estado general de satisfacción a través de la riqueza y la libertad. Pero esta afirmación tiene un valor restringido, pues no se refiere a toda la filosofía, sino sólo se refiere a lo que llamamos la filosofía moderna. La experiencia de esa fiesta es la modernidad. Fausto conoció también esta fiesta. Va de la mano con nociones optimistas, excesivamente optimistas respecto de la esencia de la libertad humana. Este optimismo es relativo a una idea matriz que nos hace suponer que las cosas van siempre para bien, que siempre lo que hay por delante es mejor, que lo que podemos esperar para el futuro es aseguradamente mejor que lo que ahora nos es accesible. El futuro aparece pletórico de esperanzas. Hay un escrito de Inmanuel Kant al respecto, pero esto está lejos de ser una idea solitaria de Kant, pues entonces sería una idea pasada, una idea del siglo XVIII.


Es aún una idea vigente, que se ven obligados a sostener los apologetas de la modernidad. En realidad, estamos ante un concepto matriz del pensamiento político y el discurso ético que ha habido que tomar por “correctos” desde el final de la Guerra Fría. Lo recuerda siempre en los estantes gestados hacia el fin de la Guerra Fría Stephen Holmes. De un lado, el carácter irrenunciable e inevitable de las instituciones, prácticas y creencias de la Ilustración, de otro, su solidaridad con una sociedad condenada a un bienestar perpetuo, a un crecimiento de la riqueza y la prosperidad. La democracia y los derechos humanos son, en narrativas simplificadas y apuradas, compactados en una narrativa conjunta de construcción humana del paraíso en la Tierra. ¡Cómo no se le preguntó antes a la Tierra misma! Es famosa a este respecto la posición de Jürgen Habermas. Hace tan sólo unos lustros, solía responder a los objetores del pensamiento de la fiesta que la modernidad no había terminado, sino que era un “proyecto inconcluso”, un “proyecto inacabado”, esto es, que si había males que vienen de la mano con la modernidad, como la bomba atómica o la desigualdad económica, es necesario recordar que estos males eran pasajeros, eventualidades menores en un relato más largo que habría de gestarse en un tiempo de pequeños impasses. Como adecuadamente respondieron en su tiempo Jean-François Lyotard y Gianni Vattimo, este argumento reposa siempre en el horizonte dado por cierto, por evidente, de que podemos “atestiguar”, por decirlo con lenguaje de Paul Ricoeur, que atravesamos la experiencia epocal de una historia festiva cuyo final nosotros mismos entremos siempre como mejor y nunca como peor. El lema que resume esto es como sigue: La modernidad es irrenunciable, debemos, pues, pensar sobre su éxito, incluso si el acontecer nos sugiere sospechar de su fracaso.


Habermas está lejos de ser un solitario en insistir en el carácter irrenunciable de los conceptos éticos modernos como herencia de la Ilustración. Sólo por citar un ejemplo de un origen diferente en el cuadro conceptual de los filósofos contemporáneos, citemos a Charles Taylor. Taylor es un conocido filósofo hermeneuta canadiense, rival por tanto de la concepción ilustrada y metafísica de Habermas. Es famoso sin embargo porque planteó el mismo asunto hace unos años con la idea de que se trata de un “malestar”, de una incomodidad. Se trataba de su libro conocido después como “La ética de la autenticidad”. Este malestar sería debido, fundamentalmente, a que hay una resistencia cultural y social, de los conservadores o de los radicales –por ejemplo-, a entender de una manera positiva las exigencias éticas de la modernidad, a que no tomábamos del todo en serio su propuesta normativa que, por ello mismo, no estaría entonces aún lo suficientemente cumplida y acabada. El malestar de la modernidad sería, bien una suerte de neurosis de los desadaptados, de los pobres que no gozan como quisieran del bienestar de la civilización tecnológica, o un problema de los hombres religiosos, preferentemente obtusos y fundamentalistas, parte de la agenda moderna de los obstáculos culturales de desencuentro social de los ideales modernos. Preguntamos ahora: ¿No encontramos otra vez la idea del trabajo pendiente de una modernidad cuyas promesas aún no se han realizado, pero que ya se realizarían después algún día? ¿No es lo mismo dicho de otra manera? Ambos autores son del tipo general de un género de pensamiento apologético que podemos llamar “contención de la tragedia”. Los contenedores de la tragedia impelen a la fiesta: Tratan de amortiguar en el pensamiento el impacto social de que algunos comenzamos a ver la fiesta de manera no sólo incómoda, sino como un acontecimiento que está en directa contradicción con lo que podemos, más allá de las palabras, aceptar como la realidad que se nos aparece, y que –se me permita el juego de palabras- no aparece como una mera apariencia. Pregunta, hoy, que se hunde la bolsa de Nueva York, que la banca francesa y belga pasa a ser estatal para evitar la ruina financiera, hoy que Rusia es alida militar de Venezuela y despliega sus barcos en el Caribe, hoy, hoy mismo que el Ártico se disuelve en agua, ¿qué nos queda esperar del mundo global, los derechos humanos o el pensamiento único? Ah, la Madre de las Democracias, qué se dirá de ti ahora, qué aducirán ahora los liberales, los signados por la cifra de tu gloria, ahora que termina tu evo y tu mandato sobre las naciones se revoca? Nada, escúchalo bien, nada tienes que ofrecer ya de tu fiesta a Fausto.

En el Fausto hay expresada una precomprensión de que el proyecto inacabado de Habermas es una falsa promesa, una promesa hecha por un mal espíritu. El estudiante de filosofía debe recordar que Descartes alguna vez se preguntó seriamente si el proyecto moderno no quebraba ciertos límites, que en una narrativa cristiana se describen como llamados de Dios a rechazar el pecado, pero que en una visión ilustrada se convierten en una ciencia que emancipa al hombre de la sumisión. La teología moral se convierte en política. Soñó en 1619 Descartes, al descubrir lo que consideraba la clave de las ciencias, que alguien le daba en la mano un melón, que un desconocido le ofrecía un melón traído del Perú. esto es, que una fruta prohibida llegaba a sus manos. Se ha hecho notar ya que tener un melón en una mano, en la sociedad cristiano imperial tardía cuyo fin tocó a Descartes entrever, es manifiestamente el orbe, un símbolo del poder, en particular del poder político que tenían los emperadores del Sacro Imperio Romano. El melón era el poder de las claves secretas de la ciencia. Era un símbolo teológico que un desconocido similar al que traficaba con Fausto travestía en el orbe de los reyes. La noche de este sueño Descartes rezó incansablemente para ser preservado de la tentación y al final, sintió el consuelo del Espíritu Santo. “Sapere aude!” debe haber pensado. Pensó en las promesas de la modernidad. El proyecto de un mundo cuyos límites no fueran los heredados por la ciencia gestada en el cristianismo era entonces comenzado, sus promesas eran jóvenes, el melón mantenía intacto su dulce carácter de cosa extraña, nueva y apetecible.


En la comprensión que el hombres tiene de su existencia, los periodos de crisis son especialmente relevantes como tarea del pensar, pues suscitan al pensamiento un motivo que atiende al límite para lo que es posible hacer frente. En situaciones normales hacer frente a los problemas de la existencia humana descansa en el trasfondo de una imagen estable del mundo, y da la impresión de que no hay que hacer frente a nada más. Aunque para Fausto y Descartes la modernidad era una crisis, lo era en el mismo sentido de la tentación bíblica: A nuestros primeros padres, literalmente, les quedaba la historia entera de la Tierra por delante, había chances por jugar, aventuras por recorrer, y la apuesta por la autonomía parecía una apuesta plausible para un hombre sin pecado. Hay un sentido conceptual en que el pensamiento del mundo moderno es también estable de esa manera. Pretende hacer la descripción de un mundo en el que no hay cambios que sean significativos en un sentido relevante. Un mundo sin caída. Este mundo corresponde en las narrativas modernas a una sociología sin dificultades. El hombre es libre, todos somos individuos esencialmente iguales, concernidos sólo por nuestros derechos, que son derechos iguales, en una imagen de mundo donde nuestros derechos y nuestra dignidad hacen irrelevante nuestro entorno, sea éste el Jardín del Edén o el tercer planeta del sistema solar.


La experiencia de las consecuencias de la modernidad es un motivo intrínseco para una actitud filosófica de alerta. Podríamos citar más ejemplos de prensa internacional reciente, de las últimas seis semanas, de un fenómeno manifiesto cuyo centro referencial es el concepto moderno de la libertad, la ciencia y el relato cristiano de la expiación y el pecado. Hay una crisis planetaria. La Ilustración y el mundo tecnológico que Fausto representaba están en crisis. Una crisis a la vez política, económica, militar, ecológica y, más que nada, ética, una crisis de la comprensión que hemos de asignarle a la ética. Y esta crisis lo es también de la filosofía moderna y de lo moderno en general. Es la experiencia de la contradicción, del pesar de unos conceptos que han dibujado el perfil y son la huella de la definición moderna del mundo. Contradicción del neoliberalismo, del progreso indefinido, de la aldea global, del pensamiento único, de la democracia y los derechos humanos. Es el Apocalipsis. Pero es también la crisis de una fiesta, en la que aún es frecuente encontrar ebrios de verdades a sus convidados, una fiesta que termina siendo el significado destinal de la concepción moderna de la vida, basada en el cultivo del saber y la libertad, en cuya sombra en ser enroscado y sibilino parece indicar, señalando la autonomía, “Sapere aude!”. La hermenéutica es todo lo que nos queda para afrontar esta experiencia, la tragedia de una fiesta que ha llegado a su crisis, esto es, al pensamiento que es también su superación, en el sentido hermenéutico de la adopción de su carácter pasado y trágico aunque, debemos confesar, somos de quienes, ante las sugestiones del Demonio, nos conformamos con la humildad de la condición del hombre, que es desde donde hacemos lugar al acontecer de la verdad.

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