Víctor Samuel Rivera

Víctor Samuel Rivera
El otro es a quien no estás dispuesto a soportar

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Doctor en filosofía. Magíster en Historia de la Filosofía. Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía desde 1992. Crío tortugas peruanas Motelo y me enorgullezco de mi biblioteca especializada. Como filósofo y profesor de hermenéutica, me defino como cercano a lo que se llama "hermenéutica crítica y analógica". En Lima aplico la hermenéutica filosófica al estudio del pensamiento peruano y filosofía moderna. Trabajo como profesor de filosofía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos; he trabajado en Universidad Nacional Federico Villarreal desde 2005. He sido profesor en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima hasta 2014. He escrito unos sesenta textos filosóficos, de historia de los conceptos, filosofia política e historia moderna. Tengo fascinación por el pensamiento antisistema y me entusiasma la recuperación de la política desde el pensamiento filosófico. Mi blog, Anamnesis, es un esfuerzo por hacer una bitácora de filosofía política. No hago aquí periodismo, no hago tampoco análisis político de la vida cotidiana- De hecho, la vida cotidiana y sus asuntos no son nunca materia del pensamiento.

sábado, 31 de diciembre de 2011

¡Feliz 2012!



Ahora que más aceleradamente el mundo liberal abre sus umbrales a la nueva era, ahora que el evento brilla impactante en el gran quiebre, ahora, estimados lectores, es el momento de celebrar, esto es, de hacer reales todos los recuerdos en la fiesta de la memoria.

domingo, 18 de diciembre de 2011

La influencia divina en las constituciones políticas. Parte III



La influencia divina en las constituciones políticas. Parte III
Entre Varrón y el Geviert

Victor Samuel Rivera
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofia

En la época antigua, una polémica entre Varrón y Cicerón acerca de la relación entre los dioses y las ciudades puede ser muy ilustrativa. Varrón argumentaba que las instituciones sociales eran fundadas por los seres humanos. Que, puesto que ellos eran sus creadores, entonces el contenido de tales instituciones era segundo en relación con el rol activo de los hombres. En relación con los dioses, las creencias y el culto que los seres divinos ameritan, éstos son para Varrón fruto del esfuerzo humano por articular y dar forma a la vida civil. A Cicerón le pareció esta postura algo escandalosa, pues presumía que de alguna manera los dioses eran producto de la constitución civil, lo cual podía derivar en la creencia de que los dioses en realidad eran meras ficciones utilitarias y que podía volver el culto una acción injustificada o vacía. Cicerón contestó en su De natura deorum. Sostuvo allí el carácter primero de la divinidad en relación con la ciudad. Nos interesa resaltar que no quiso decir con esto que los dioses habían creado la ciudad, pues los dioses antiguos no eran creadores ni tenían los poderes que los modernos atribuyen a la inteligencia humana. Con el perdón de los expertos, creo que lo que Cicerón quiso decir es que los dioses eran una condición necesaria para el ser de la ciudad, que eran por ello la representación o el arquetipo de la vida civil. Si eran una condición necesaria, la ciudad es impensable sin sus dioses. Otra manera de decirlo es que, en el fondo, aunque no las crean, los dioses son los verdaderos fundadores de las ciudades, lo cual se prueba porque ellos las protegen, razón por la cual su culto es obligatorio. Hay otro ángulo para esta argumentación polémica contra Varrón.


La postura de Cicerón sobre los dioses puede ser tomada como una respuesta a Varrón sobre cómo surgen las constituciones políticas, es decir, los espacios de sentido en el lenguaje de Gadamer.

Varrón presume que los hombres son los agentes de las actividades humanas. Esto es cierto sin más si pensamos en las instituciones en general. Pero aquí nos referimos a los espacios de sentido político que los griegos llamaban ciudades que es el único sobre el que podemos decir que le es propia la pregunta sobre la fundación, sobre el cuándo, el cómo y el quién. Podemos encontrar algunos hombres con biografías como la de Simón Bolívar para algunas ciudades antiguas, pero pronto comprendemos algo más: que muchas ciudades no tienen fundador; y tienen en su lugar en cambio un comienzo desfondado. Ni Cicerón ni Varrón negaron que las ciudades tuvieran un comienzo en el sentido temporal. Lo que Cicerón reprochaba es que la argumentación de Varrón dejaba a las ciudades sin un principio metafísico, es decir, un principio en el sentido de una justificación y una legitimidad, una cierta razón de ser, que podemos considerar mínima para efectos de este texto, que debe ser breve. Hay un sentido genérico en que toda comunidad humana que no es una mera asociación tiene un carácter orgánico, y que es legítima como una cierta forma de vida. Nos ocupamos de las comunidades como “ciudades” aunque puedan más bien ser grandes imperios o tribus semisalvajes, inclusive sin un asentamiento de territorio. El tema de la fundación tiene que ver con el carácter más primario de ser un grupo y tener (o no tener) un comienzo. Cicerón quiso decir que el lugar del desfondamiento, allí donde una incomprensible oscuridad hace de límite al sentido de una cierta existencia política, en particular en el comienzo, es también el lugar de lo divino o lo santo. Y que los dioses, como quiera que los llame la ciudad que los venera, han de recibir culto en calidad de agentes, de agentes no humanos que ocupan el lugar de legisladores o fundadores y que, por ello mismo, son la representación o el prototipo de los gobernantes, que son sus analogías. En realidad el razonamiento de Cicerón puede extenderse a declarar que ese rol fundante no está reservado a los dioses en el comienzo de la ciudad, sino que se extiende siempre, y que justamente en su rol de fundadores es que los dioses son objeto de culto obligatorio en las ciudades.

Una manera de abordar este tema de la fundación de las ciudades y la relación de ésta con los dioses es recurrir a un par de nociones que Heidegger desarrolló entre 1936 y 1938. De esas fechas proceden los ensayos más notorios de los ensayos Holzwege, El origen de la obra de arte y La época de la imagen del mundo. El segundo, pero más notoriamente el primero, son ensayos políticos relacionados con la fundación de instituciones sociales, en especial lo que Heidegger llama expresamente “la fundación de un Estado”. No es innecesario tomar en cuenta el contexto de ambas obras, que es tanto el surgimiento de la Alemania Nacional Socialista como el propio compromiso del autor con esa realidad. La Alemania de 1936 ó 1938 era la Nueva Alemania, la Alemania fundada y Heidegger tenía en ella su ciudad. Pero sería un error detenerse en este aspecto existencial, lo que podríamos considerar la motivación de Heidegger. Habría más bien que dar énfasis a que estos textos, que ordinariamente son asociados de manera exagerada con la estética o la epistemología de la modernidad, intentan dar explicación al tema del principio y del comienzo, de la fundación de instituciones y de la actitud del hombre ante ellas. Esto nos conduce a un esquema interpretativo que, con el perdón de los especialistas, habremos de simplificar. Es un esquema doble. Temporal y espacial. De un lado, el hombre que enfrenta la fundación, pero que la enfrenta como un surgir. Esto se debe a que tiene la experiencia de la fundación, un privilegio de pocos pensadores; de esta experiencia surge una fenomenología del origen, que en ese periodo puede tomarse como una fenomenología de la verdad (de las fundaciones institucionales). De otro, la ubicación del hombre, que en resumidas cuentas se identifica con la ciudad fundada.

En las lecciones de los años de Holzwege que se denominan Aportes sobre el evento y que sólo fueron impresas en 1989, cuando el propio Heidegger podía excusarse con su ausencia de las consecuencias de lo que estuvo haciendo en sus clases, nuestro autor trata de los temas de la fundación y la secuela de preguntas de cuándo, cómo y quién en torno del concepto de “evento apropiador”, que en la literatura especializada se conoce en alemán, como el Ereignis. No pretendemos aquí saber más sobre Heidegger que cualquier estudiante, pero el hecho es que en sus lecciones del periodo 1936-1938 el tema del Ereignis, junto con el comienzo de las instituciones, aparece como un punto central de su reflexión. El Ereignis es en principio la experiencia de la fundación como un comienzo, pero también la experiencia de un lugar, del lugar donde el evento adquiere realidad histórico-social. Por “fundación” se entiende, en términos generales, el acontecer del mundo histórico, expresión que significa el comnpromiso con ciertas unidades histórico-sociales. Podría ser una ciudad griega, pero también un reino nómade o un gran imperio burocrático. Aquí hemos preferimos llamar a estas unidades “espacios de sentido”. Empleamos la expresión de Gadamer para tratar de las instituciones humanas en tanto se relacionan en unidad focal con un referente existencial, es decir, en tanto se reconocen en una identidad política, una realidad fundada que es el horizonte de la experiencia del hombre. Pensemos en la Nueva Alemania, o también, para el gusto, en la Nueva Rusia luego de que sus legítimos soberanos fueran debidamente asesinados. La unidad focal es aquí la ciudad. Damos por sentado que en ningún caso una ciudad es una asociación, es decir, una institución voluntaria. Un rasgo de lo “existencial” aplicado a las ciudades es que la adherencia es no voluntaria, es decir, es no elegida. Por abreviar, vamos a continuar llamando a ese referente “la ciudad” aunque Heidegger no lo haya hecho.

En las clases de Heidegger del periodo aludido el Ereignis aparece junto con la fundación, el fundar y el fundamento. Es manifiesto que Heidegger llama Ereignis a una realidad histórico social, a un mundo histórico y, por lo mismo, a unas instituciones en tanto éstas requieren justificación y muestran o exigen legitimidad. En el parágrafo 190 de estas lecciones parece expresar que el Ereignis es de alguna manera una experiencia humana que requiere, para decirlo con palabras de Aristóteles, “una disposición de ánimo”. El hombre tiene la experiencia del Ereignis como un reconocimiento. En algún sentido es en el Ereignis aparece la unidad focal que confiere sentido al mundo histórico, esto es, el Ereignis asigna un lugar para la experiencia de reconocimiento, es decir, abre el espacio de sentido, lo que en la versión que manejamos se denomina un “quiebre” o una “rajadura”. El Ereignis se relaciona con la fundación y ésta es el reconocimiento de un sentido frente a lo infundado, que carece de sentido. Con la venia de los expertos, voy a interpretar el parágrafo 190 como la exposición del espacio en que el Ereignis se funda como un sentido. Heidegger lo presenta como un vínculo de cuatro instancias que se conoce como el Geviert, esto es, la cuadratura.


La “cuadratura” es un concepto que, por su oscuridad, no es de extrañarse que haya sido dejado para publicarse luego de la muerte. En el Geviert “encuadra” el Evento, en el sentido de que lo enmarca y también de que le permite ser experimentado como un sentido. El rol del marco en un cuadro es uno de los motivos del ensayo El origen de la obra de arte, y alude al cuadro como un acontecimiento que allí se denomina su “verdad”, pero también su esencia, esto es, la definición de lo que el cuadro es en tanto le dice algo al hombre. En general, la cuadratura aparece como configuradora de un espacio dentro del cual tiene sentido el evento. Heidegger expresa esto con un gráfico. Coloca el evento en el medio de un esquema del cual salen unas flechas. El Geviert, cuya figura es el Evento, es un cuadrado formado por cuatro esquinas, dos de ellas representan una forma peculiar de espacio, y otras dos un cierto tipo de agente. Está implícito que los agentes actúan en los espacios o que los espacios son actuados por los agentes. Son hombres y dioses, mundo y Tierra. Ya que nos interesa la fundación y el tema del comienzo, del cuándo, cómo y quién, y sabemos que es posible el pensar de la fundación sin un comienzo, nos interesa subrayar aquí a los agentes, pues los agentes son propiamente los que fundan y hemos visto en de Maistre, pero luego en Varrón y Cicerón, cómo esta temática de la ausencia de comienzo nos remite a preguntar por el principio sin fondo que funda las instituciones sin comienzo.


En la manera expositiva de Heidegger está implícito que todas las instancias del cuadrado se coimplican e interactúan, pero es manifiesto que sólo algunos son agentes. Los hombres son agentes del mundo (Welt), y este mundo puede identificarse como la ciudad, en el sentido del lugar donde actúan propiamente los hombres. Esto nos sugiere que el lugar propio de acción de los dioses es la Tierra. El mundo es lo que es disponible para el hombre, en él, en la ciudad, se halla lo que el hombre hace y lo que a él le pertenece. La Tierra, por contraposición, es el espacio de lo indisponible, es decir, de todo aquello en que la agencia humana no está en su lugar. En la Tierra ocurren cosas que el hombre no hace, al menos no normalmente, como un terremoto. Pero puede atribuirse a la Tierra aquellas consecuencias de las acciones humanas que no pueden ser controladas por la ciudad y que es en la ciudad que tienen lugar. Cuando esto sucede en particular, pero también en ocasión de grandes calamidades terrestres, se hace un quiebre que es un cambio de constitución, y entonces el hombre tiene la experiencia de la fundación. Supongamos que existe una sociedad basada en la idea de que el mercado es la condición metafísica de la existencia humana, que éste se regula solo –esto es, con el concierto de las voluntades humanas que intercambian preferencias- y que la libertad del hombre, en ese supuesto, tiene derecho a todo virtualmente Un buen ejemplo de una intervención terrestre sería una crisis económica impredecible e inmanejable, que obligara a los hombres a hacer cosas en la ciudad que no desean y que nunca se les habrían ocurrido de no mediar esta intervención. Pensemos en otro ejemplo.

Caetera desiderantur...

viernes, 16 de diciembre de 2011

Notas sobre José Chocce. Parte I

Notas sobre José Chocce, “El principio del fin: Cuatro discursos sobre el Perú actual”, en Evohé, Revista de Filosofía Villarrealina, Nº 2, pp. 164-188.

Parte I: José Chocce



Víctor Samuel Rivera
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía


José Chocce es una de las más hondas alegrías que me ha dejado mi trabajo de profesor de Filosofía en la
Universidad Nacional Federico Villarreal. Es uno de los egresados más entusiastas que conozco de la carrera. Es un gran lector, un erudito simpático, y me siento en el deber de confesar que le debo buena parte de mi propia curiosidad y empatía por los temas peruanos. Es el terror de los libreros viejos, y a él deben muchos que su mercado se vea mermado. Donde yo estoy dispuesto a pagar 100 dólares por un folleto de Riva-Agüero o uno de esos raros mamotretos de Jorge Polar, Chocce, con una moneda de un Sol, consigue siempre algo mejor.

Un día vio una edición de Joseph de Maistre de las que fueron las que legaron al Perú y que leyeron nuestros positivistas y ultramontanos del siglo XIX, de la Imprenta de M. Pélagaud, impresor del Papa en París durante el Segundo Imperio (¡qué bien suena!). En Francia un buen precio por un ejemplar decente de este tipo es algo así como 120 Euros; uno defectuoso, por supuesto, no aspira tan elevado. Yo he pagado 60 dólares aproximadamente por los pocos tomos que poseo, que no están en perfecto estado necesariamente pero que han pertenecido alguna vez a Javier Prado, y antes a su padre. En eso soy muy afortunado. Tengo unos 500 libros de la antigua Biblioteca Prado, que fuera de Marianito Prado, y antes que fuera de Manuel Prado y antes, antes, de Javier Prado, el filósofo racista peruano al que lo chaparon copulando con una mujer casada en Nueva York, la Babilonia de los tiempos modernos. Un día José Chocce se estampó con un montoncillo de estos “de Maistre”; estos “de Maistre” ¡de quién habrían sido! El hecho es que costaban un Sol. Una moneda de un Sol cada uno o bien 30 centavos de Euro al cambio actual. Pero como a José Chocce de Maistre, el genio de Turín, el hermeneuta avant-la-lettre no le quitaba ni le quita ni le quitará el sueño, dejó allí el montoncillo a que lo reciclara alguien con mejor gusto, y más dinero. Una lástima que ese afortunado no fuera yo.

Cuando conocí a José Chocce éste -como no podría ser de otro modo- se presentó él mismo. Apareció un día en el polvoriento camino que separa mi agreste clase en un destartalado recinto que fuera una vez el colegio de la Inmaculada al paradero de la avenida Tacna con un folleto fúngico de Julio Ortega sobre Ventura García Calderón (¡qué me importaba a mí entonces el bueno de Ventura!). Como el folletín estaba incompleto, el zamarro erudito había adosado con cinta adhesiva una lista de las obras de Ventura, escrita en una horrenda y moñosa caligrafía infantil. Era su aporte personal. Tenía algo del estilo aplastado de la caligrafía de Francisco, el hermano de Ventura, para quienes la hemos visto. Era una nota (algo defectuosa, con fechas erradas y títulos acefálicos). José Chocce, este sencillo exalumno de la Universidad Villarreal no lo sabía, pero yo tenía que redactar una de las partes de la investigación mayor que tenía entonces entre manos sobre el mismísimo Ventura. Ya había un lazo, antes de toda palabra, de cualquier mirada, que había tendido ese puente a través del cual voy ahora a criticar a éste, tal vez el más serio, el más delicado esmero que ha producido la Universidad donde trabajo.

martes, 6 de diciembre de 2011

Ilegítimos. Los retoños ocultos de la oligarquía, de Osmar Gonzales y Juan Carlos Guerrero (Reseña crítica)



Ilegítimos. Los retoños ocultos de la oligarquía, de Osmar Gonzales y Juan Carlos Guerrero (Lima: Mn Editores, 2011, 224 págs.)

Reseña crítica

Víctor Samuel Rivera
Universidad Nacional Federico Villarreal
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía

Osmar Gonzales Alvarado es uno de los más destacados expertos vivos en los estudios sociales sobre el Perú del 1900. Ha dedicado su atención en diversos ensayos y monografías a la Generación del 900 peruana, un grupo de intelectuales y pensadores políticos de impronta nostálgica, autoritaria y –a veces- francamente reaccionaria. De los “novecentistas”, nacionalistas e hispanistas en su mayoría, se recuerda aún al escritor Ventura García Calderón, a su hermano, el precoz filósofo Francisco García Calderón, al sociólogo y polemista católico Víctor Andrés Belaunde y, de modo más especial, el historiador y pensador político José de la Riva-Agüero y Osma (1885-1944), Marqués de Montealegre de Aulestia. Éstos representaron diversas ramas del más variopinto pensamiento antiliberal, altamente influenciado por la teología política del Conde Joseph de Maistre y el parlamentario español Juan Donoso Cortés, llegando incluso a la defensa de alguna suerte de nacionalismo monarquista. Gonzales, quien sobresale notoriamente en la investigación del pensamiento político del periodo de mayor vitalidad intelectual y social del 900, entre 1905 y 1930, se ocupa en Ilegítimos. Los retoños ocultos de la oligarquía, con la colaboración del sociólogo Juan Carlos Guerrero, de uno de sus temas favoritos: Montealegre y el entorno en el cual se gesta lo más extraño y sorprendente de su pensamiento social: la defensa de la monarquía peruana. Ilegítimos trata la apuesta monárquica de Riva-Agüero desde una reconstrucción irónica de un aspecto hasta ahora oculto de su biografía íntima (pág. 8).


Los novecentistas, llamados también “arielistas” y “Generación de 1905” son autores decisivos para entender “las derechas” del pensamiento histórico-social del Perú del siglo XX, el conservadurismo, el social-cristianismo y el pensamiento reaccionario peruano. El lapso que va entre la segunda posguerra y la época del “pensamiento único” generó en las agendas socio-políticas del país un fuerte corrimiento hacia la izquierda, lo cual trajo en consecuencia una paulatina pero sólida pérdida de la memoria social del significado y la obra de estos autores. En sus trabajos sobre el 900 Gonzales sigue una tesis central en estos temas debida al escritor Luis Loayza, quien sostuvo en la década de 1980 la necesidad de recuperar a los novecentistas en los programas de estudios sociales. Su postura, que tuvo una gran repercusión, se sustenta en la ineficacia social o la irrelevancia política del pensamiento novecentista, su fracaso como agenda social. En esta perspectiva, estudiar el 900 es pensar un pasado fracasado, es subrayar este carácter de “las derechas” intelectuales del Perú como posición vencida e irrepetible. La obra más notable de Gonzales en esta óptica es Sanchos fracasados: los arielistas y el pensamiento político peruano, publicada en 1996. Ilegítimos. Los retoños ocultos de la oligarquía, se halla en la misma vía.


Los estudios más creativos y originales de Osmar Gonzales son los consagrados al Marqués de Montealegre de Aulestia. En todos se sigue la línea del estudio a partir de la premisa de su ineficacia social. Este enfoque ha hecho que Gonzales haya ido desplazando sus investigaciones desde la estricta historia social del 900 a la recuperación de la historia narrativa, buscando las significaciones sociales a partir de microhistorias personales, anecdotarios de las élites que confirman una y otra vez el aspecto a la vez pasado y eventualmente superado de las ideas de los autores estudiados. Gonzales ha unido esfuerzos en esta ocasión con el sociólogo Juan Carlos Guerrero Bravo, quien hace algunos años publicó el epistolario del Marqués de Montealegre con su pariente Luis Varela de Orbegoso. Varela y Orbegoso fue un personaje contemporáneo del Marqués, genealogista de nota, un eximio periodista político en el poderoso diario conservador de Lima El Comercio pero, ante todo, un agente conector en las minúsculas y refinadas redes de poder de la Lima del 900, con poco más de 100 mil habitantes.


De origen nobiliario como Montealegre y tratado en Ilegítimos a veces con el título de Conde (pág. 12), se afirma de Varela y Orbegoso que ha sido “inexplicablemente olvidado en los estudios sociales peruanos” (pág. 7). El conde, corresponsal y primo del marqués era considerado en su tiempo una gran personalidad de la prensa política peruana: He aquí el material para una nueva microhistoria sobre el pasado ineficaz de los novecentistas, otra historia de fracaso. Y es que, de pronto, unos primos nobles, unos notables de la aristocrática Lima del 900 se cartean sobre cosas innobles, “un asunto sumamente delicado que ha permanecido hasta ahora oculto” (pág. 8). El centro de la tormenta es un oscuro personaje femenino, Josefina Pacheco; un carácter de prodigante amor que va a atravesar y anudar el ambiente intelectual de los novecentistas reaccionarios, conservadores y cristianos para ampliar “las explicaciones que podemos ofrecer de sus obras” (pág. 8). Las aberraciones, los deslices y las miserias de los restos de la vieja nobleza de Antiguo Régimen peruano se citan en una secuencia de tradiciones malévolas en la que lo menos amable de los intelectuales del 900 se une a la más sabrosa lectura.

Ilegítimos consta de siete secciones, cuyo contenido vamos a exponer en su secuencia natural. El capítulo I (págs. 11-24) es una suerte de presentación de los personajes centrales, Riva-Agüero y Varela y Orbegoso. Del primero se destaca entre líneas, dentro del anecdotario familiar, su conciencia de miembro por derecho de la Grandeza Española, es decir, se lo presenta como “marqués” (págs. 14-15) . Debe subrayarse la negativa que, por diversos motivos, le ha dado la historiografía peruana al tema del título del Marqués de Montealegre de Aulestia. Se trata de una cuestión central en la interpretación del pensamiento de Riva-Agüero, así como de sus repercusiones en la historia social y es, en ese sentido parte del patrimonio de la memoria histórica del Perú. Negarle a Riva-Agüero su título de Montealegre de Aulestia no es sólo una mezquindad; incurre en el falseamiento de lo más original e interesante de sus ideas políticas y programáticas. El título es vinculado correctamente por Gonzales y Guerrero a la filosofía política de Riva-Agüero, de manifiesta orientación monarquista (pág. 15). Una sinuosa insinuación nos remite a un 900 peruano colmado de marquesas, emperifollados nobles y refinadas tertulias (pág. 13). Nada menos alejado de la verdad. El segundo personaje, Varela y Orbegoso, aparece como el “Conde” (pág. 12) que se halla incorporado al ambiente cerrado de la aristocracia y la nobleza titulada peruana pero, antes que todo, como el primo del marqués que difundió y celebró su mayor obra monarquista, Carácter de la literatura del Perú Independiente [1905], libro que califica a través del historiador chileno Abraham de Silva Molina como la obra “de un Príncipe” (pág. 14).

Con extraordinaria minuciosidad y conocimiento documental, los autores revisan las colaboraciones del marqués y el conde en materia genealógica, así como la contribución de Clovis en completar el expediente de Montealegre para postular a miembro de la Orden de Malta en 1929 (págs. 18-23).

El marqués y el conde viajan ambos a Europa en 1919; el marqués lo hace en calidad de exiliado de un régimen popular, el conde, en cambio, por un premio diplomático de ese mismo régimen; en Europa Clovis recibe toda clase de distinciones de Francia y los Reyes de Bélgica e Italia (págs. 15-19). Llama la atención que Ilegítimos no observe que al marqués, largamente el más importante intelectual peruano de su tiempo (algo que difícilmente puede decirse de su primo), no obtuviera en Europa honra alguna. Los autores omiten un asunto importante de la historia social: la I Guerra Mundial, en la que los dos nobles lucharon públicamente por los ideales contrarios. Clovis fue “condecorado por todos los gobiernos de la Entente” (pág. 17), Montealegre en cambio, desde inicio del conflicto, fue un entusiasta de los Emperadores Guillermo de Alemania y Francisco José de Austria-Hungría y consideró a los aliados como “insignificantes liberales” y “eternos enemigos”, entre otras perlas. En 1919 no había ya emperador en Europa que pudiera condecorarlo por esas opiniones. Resultaría sorprendente que Montealegre, adverso además del régimen que había premiado a su primo, no le hubiera guardado alguna incomodidad. Gonzales y Guerrero no parecen percibir el problema (págs. 17-18). Por referencia de ellos mismos sabemos, sin embargo, que Riva-Agüero, solicitado por Clovis para visitarlo en Bélgica en 1921, rechaza la invitación, con lo que evidentemente son puros pretextos (pág. 19); el lector entre líneas entiende, en buen cristiano, que no quería verlo. Un resentimiento muy hondo iba detrás de distanciamientos como éste, que se cumplen también con otros grandes cercanos de su juventud, como Francisco y Ventura García Calderón, con quienes también declinó la amistad por el mismo motivo.

El capítulo II de no podría tener un título más apropiado: “¿Quién le teme a Josefina Pacheco?”. Temor a una desconocida: es evidente que resulta propio de la aristocracia titulada, y más en particular del orgulloso pensador monarquista de Lima. Josefina Pacheco Hercelles era hija segunda de Toribio Pacheco y Rivero [1828-1868], una gran personalidad intelectual, política y diplomática del Perú de inicios de la república, a la que se dedica un extenso acápite (págs. 26-30). En un libro que subraya la escabrosa ruta de los pensadores inactuales no debe extrañar que este Pacheco haya sido un jurista conservador, influenciado –como indican los mismos autores- por el pensamiento de la teología política de Bartolomé Herrera (pág. 26), el más ilustre (y el más original) pensador político ultramontano del Perú del siglo XIX . La lectura e influencia del pensamiento de Herrera es un aspecto que Pacheco comparte con el común de los novecentistas. En su conjunto, este capítulo constituye la reseña biográfica y el compendio de la obra más calificada que hay disponible en torno de Toribio Pacheco y Rivero. El tema concreto, sin embargo, no es el ilustre jurista de ideas “de derechas”, sino las tragedias de amor de sus hijas. La atmósfera de lo que ha de ser en adelante una oscura minihistoria funesta va envuelta del caro olor del incienso tanto como de los ecos titularios de sus actores.

Un intermedio necesario antes de llegar a la escabrosidad es la triste historia de mendiga de Josefina Pacheco, a la que se dedica el capítulo II (págs. 33-47). Toribio Pacheco y Rivero dejó tres hijas huérfanas a su muerte, en 1968. En 1875 el gobierno ordena la construcción de un mausoleo para el difunto jurista, así como una pensión alimentaria para las tres huérfanas (págs. 29-31). Manuelita era la única de las hermanas residente en Lima, al final felizmente casada. Las otras dos vivían en una existencia de misterio desde 1904 en un pueblito francés, lejos del bullicio del mundo y en un género de vida que difícilmente puede tomarse por humilde (pág. 36). Estupendo si se piensa que su padre había muerto en la más completa miseria. Como sea, en 1918 una de las acomodadas en Francia, Josefina, “incapaz, desolada y sin recursos” (p. 35) se comunica con el conde Clovis para iniciar un trámite que pudiera llevar a efecto estas incumplidas disposiciones gubernamentales. Josefina no tarda en hacer del conde el apoderado legal de su causa, por la que solicita una suma que no era para nada modesta en términos de la época (págs. 38-39). Es el inicio de una jornada de años de ruegos e intrigas.

Por la documentación ofrecida por Gonzales y Guerrero, sabemos que para 1920 Clovis es ya un gran defensor de los intereses de Josefina. Entretanto, mientras ésta hace y deshace papeleos para su litigio, conoce en París a Mariano Cornejo [1867-1942] , encargado diplomático del Perú en Francia para el gobierno de ese entonces. Cornejo, sin que la oscura Josefina lo supiera, que no en vano vivía aislada en un pueblito de Francia, era el sociólogo positivista más importante del Perú, destacado profesor universitario y político de éxito. Y si no de sociología, harto debía saber la dama de artes sociales, pues Josefina –en el relato de Gonzales y Guerrero- se ganó muy pronto la confianza de que éste lo invitara a fastuosas fiestas parisinas “en las que gastaba sumas muy altas del dinero del Estado” (pág. 42). Cornejo iba a ser en lo sucesivo un bastión de los testarudos reclamos de Josefina por prebendas o metálico ante el Presidente del momento, quien tenía en este sociólogo mestizo a uno de sus respaldos intelectuales (pág. 42). En sus fiestas aparece Mario, que más adelante va a ser un auténtico vía crucis en la vida de Montealegre. Por cierto, es menester añadir que Montealegre detestaba al mestizo gastador de París y de joven le había dedicado una reseña ridiculizando su obra más famosa, Sociología . El mestizo Cornejo y Clovis consiguieron, luego de once años de ruegos y papelería, que el Presidente les otorgara a las hermanas Pacheco una renta de montepío (pág. 49). Josefina era ya para ese entonces una anciana y lo que sabemos de ella adelanta ya la historia de Mario, su sobrino, que resultará, para escándalo de la historia oficial de los grandes de Lima, un hermanito extramatrimonial de Montealegre, un Montealegre extramatrimonial


Antes de ir al meollo de la microhistoria social del 900 y volcarse a la historia de Mario, la pluma de Gonzales y Guerrero van a cometer una de las infidencias más escandalosas de la historia de la intelectualidad peruana de inicios del siglo XX. La extraña y triste historia de amor del filósofo Javier Prado [1871-1921]. Prado era el filósofo positivista más reputado de la primera década del siglo XX peruano, fue político distinguido y abogado de éxito y alcanzó a ser Decano de la Facultad de Letras y Rector de la Universidad de San Marcos. Frente a los jóvenes novecentistas, Prado es pintado por los autores como un intelectual modernista, que llevaba la carga infame de un padre que fue Presidente y a quien se acusaba en el mundillo social al que pertenecía de ladrón y traidor (págs. 50-52). Los autores anotan que Prado era de alguna manera el filósofo del régimen al que servía el mestizo Cornejo (pág. 51), del mismo Presidente a quien atormentaba Josefina pidiendo dinero. Era Augusto B. Leguía, cuyo gobierno se había iniciado con un golpe de Estado en 1919. Anotamos que era el mismo régimen que premió al conde, pero del que se escapó el marqués quien, es bueno decirlo, lo detestaba, del mismo modo en que, es necesario anotarlo también, detestaba a Prado. El filósofo, de pronto, muestra al lector su cara lujuriosa. El ideólogo del régimen moderno y popular era también un incontinente sexual, un libidinoso incurable. Josefina Pacheco cuenta en carta privada el detalle de la muerte violenta de Prado en Nueva York a Varela y Orbegoso; Javier es descubierto in fraganti en el amor más carnal posible con la esposa de un airado norteamericano que le revienta la cara de un balazo (págs. 52-53).

¿A santo de qué aparece la lujuria de un filósofo positivista en una microhistoria dedicada a Josefina Pacheco y un par de nobles conservadores? La respuesta no se deja esperar: Prado tuvo un hijo ilegítimo con Isabel Pacheco, la otra hermana Pacheco que vivía en Francia, y Josefina, tan ansiosa por asegurarse de caudales, consulta a Clovis para aprovecharse de la muerte de Prado y hacerle un juicio a su millonaria familia (pág. 53). Una operación de chantaje hace de Josefina la dueña de la situación y consigue, más fácilmente que con Leguía, una ventajilla para su hermana Isabel de parte de los Prado (pág. 54). Nos enteramos pronto que Javier, junto a la lujuria, llevaba una especial fecundidad con otras afortunadas familias que iban a seguir el mismo camino de conciliación (págs. 55-56). Y entonces, ahora sí, está preparado el terreno para la microhistoria de Mario Riglos Pacheco y Pérez, sobrino de Josefina Pacheco. Pasamos entonces al capítulo V, “Mario, un secreto de familia” (págs. 57-84), de lejos, el cuerpo principal de esta historia de fecundidad y descarriada libido.

La angurria de Josefina Pacheco le hizo activar todos los resortes para obtener gracias, prebendas y pensiones. Por carta de enero de 1919 los autores de Ilegítimos nos hacen saber que, bien pronto iniciadas las gestiones para buscarse dinero a través del conde, Josefina no tiene tapujos en confesar que su hermana, que tenía un hijo con Javier Prado, tuvo ternura suficiente para engendrar otro con José de la Riva-Agüero y Riglos, el padre del marqués, una “desgracia” que tuvo “inesperadamente y sin protección” (pág. 57). Sucede una simpática semblanza de Riva-Agüero papá, un personaje más bien secundario de la historia social peruana (págs. 57-58), un hombre llevado por la “molicie” y un “despilfarrador” (pág. 58), una tristeza de papá para José de la Riva-Agüero y, a no dudarlo, también para su otro hijito, Mario. Mario, de pronto, en 1919 –algo tarde, tal vez- se da por enterado de la fama de su hermano y le redacta una carta de un cariño extemporáneo y altamente sospechoso; el autor de Carácter de la literatura ni siquiera abre la carta (pág. 60). Dada la fecha de la carta de Mario, es notorio que se trata de una operación de inteligencia de la ambiciosa tía Josefina. Los documentos puestos en circulación por Gonzales y Guerrero no podrían ser más claros: Josefina se decide por un chantaje ligero, pues la historia de Mario no por nada transcurre en la lejana Francia, donde posiblemente el marqués deseaba que se quedara para siempre. Mientras tanto Montealegre, por mediación del conde, entra en un tira y afloja en que es a todas luces más débil la sección “afloja” (págs. 61 y ss.); a la misma vez, Mario aprovecha que Leguía manda a Clovis a la legación peruana en Bélgica para ejercer presión desde allí, pues Riva-Agüero está también en Europa por el tema del exilio (págs. 62-64).




Es una lástima que Ilegítimos no haya tomado en cuenta la triste realidad de que, en principio, toda mediación a través de Clovis resultaba para Riva-Agüero una pérdida de tiempo. Un republicano comprometido con Leguía y partidario de la Entente era el peor contacto que podían haberse conseguido Josefina y familia. Si Don José no quería ver a Clovis, teniéndolo muy cerca, mucho menos iba a hacerle caso por los ruegos chantajistas de la tía de un bastardo.



Josefina consigue para Mario, hacia 1920, ayuda económica de Clovis (págs. 66-67). Aunque los autores no lo precisan, esto parece haber motivado la intervención de Riva-Agüero, que se siente forzado a pasar dinero a Mario. El marqués pone como condición de la ayuda no ver jamás ni saber una palabra ni del hermano ni de las Pacheco (pág. 68). Montealegre le concede a Mario (¿a Josefina?) en febrero de 1922 la cifra de 30,000 Francos, una pequeña fortuna (pág. 71), que al parecer se extendió hasta completar los 45 mil (pág. 81). Aunque el texto no lo menciona, ya para entonces Montealegre padecía un entuerto análogo que debía hacerle doloroso ceder tanto dinero, que a Josefina se le antojaba una pequeña nada (pág. 81). Como es fácil sospechar, Josefina no se conforma con la plata (págs. 72-77) e inicia un verdadero acoso con cartas de lástima, mandadas a Riva-Agüero sea directamente o a través de Clovis, algo que continúa a lo largo de toda la década de 1920 (págs. 77-81). Aunque los autores no lo mencionan, hay un tema económico de fondo: conforme avanza esta década el ya Marqués de Montealegre de Aulestia entra en una situación que linda con la quiebra total y que iba a prolongarse aproximadamente hasta 1931. Por otro lado, ¿tendría algún interés nuestro novecentista reaccionario en alimentar a su hermanastro, que era a la vez hermano de un hijo de Javier Prado? Riva-Agüero aborrecía a los Prado en general, pero también a Javier en particular, al extremo de que su obra más importante, Carácter de la literatura, como ya he demostrado en otra parte, era una parodia de su filosofía. Volviendo a Mario, su hermano, éste se murió sin pena ni gloria en 1928, sin ver un centavo más del marqués (pág. 82).



Las secciones VI y VII de Ilegítimos constituye una serie de consideraciones sobre la legitimidad en el periodo del 900. “Hemos conocido dos historias de hijos ilegítimos en el mundo feliz y perfecto de la oligarquía peruana”, escriben los autores en referencia a los hijos de Isabel Pacheco, esos extraños hermanos a la vez Prado y Montealegre (p. 85). Un excurso sobre el tema de la ilegitimidad da a conocer sus fuentes en otros antecedentes de estudios histórico-sociales sobre el tema, en especial en la investigadora en temas de género María Enma Mannarelli (págs. 85-86). El tema de una primera conclusión parece recordar que la ilegitimidad era un fenómeno relativamente normal en la era de la “república sin ciudadanos” en el Perú (pág. 94). Los autores citan como un ejemplo –a todas luces bienvenido- a una hijastra nunca reconocida del conocido nihilista peruano y poeta Manuel González Prada . Lo que era uso de la nobleza “de derechas” y su entorno lo era también para “las izquierdas”. Recurren a un censo de 1908 cuyas estadísticas no podían ser más contundentes: entre 1883 y 1908 los hijos ilegítimos se clasificaron siempre en más del 50% de la población formalmente registrada (págs. 86-89). Una serie de observaciones que afectan el entorno ideológico de los novecentistas, el catolicismo social, concluye reafirmando la tesis implícita que preside la historia de lujuria, chantaje, molicie y fecundidad descontrolada de los aristócratas conservadores: que sus ideas eran ellas mismas portadoras de su fracaso como proyecto social. Los autores ven en el universo social y cultural “un sentido externo y depravación de las costumbres” (pág. 91).

“Indudablemente –concluye Ilegítimos en la sección VII “Notas Finales”-, tanto José de la Riva-Agüero como Luis Varela y Orbegoso eran dos referencias del Perú de su tiempo” (pág. 93). Es tal vez un descuido referir poco el riquísimo material con que se ha tejido la microhistoria de depravación con las ideas efectivas y la concepción social que estos personajes o su entorno realmente patrocinaron. Es tal vez un descuido adicional omitir que el único de ambos de quien puede decirse hasta hoy que es un intelectual y que tiene una obra perdurable, no el conde sino el marqués, fue una persona de una bondad moral y de una consecuencia admirables, incluso teniendo en cuenta que no se puede descartar que él, que después de todo era también un ser humano, no guardara para sí algún acceso de lujuria; frente a la prodigalidad de Javier Prado, el desliz de un santo no merecería sino un gesto de paciencia.

sábado, 3 de diciembre de 2011

La influencia divina en las constituciones políticas. Parte II



Los dioses y la política
La influencia divina en las constituciones políticas

II.Descartes y las dos ciudades

Víctor Samuel Rivera
Universidad Nacional Federico Villarreal

Descartes, en el cuadro del Discours de la Méthode al que antes aludimos era consciente de que las ciudades, esto es, los espacios de sentido políticos, no corresponden casi nunca con la obra de un sabio legislador. Incluso puede haber un origen del Estado, o del Reino y un fundador. Pero no puede decirse lo mismo de la constitución política, esto es, del cuerpo de leyes que rigen un espacio y marcan su diferencia con otro u otros espacios. Descartes alude como contraste de su modelo de ciudad a las ciudades medievales o a las ciudades antiguas, construidas como un laberinto azaroso de edificaciones superpuestas a lo largo del tiempo. Alguna vez Freud utilizó esta analogía de la ciudad para referirse al orden de la mente humana y diferenciarla de la manera mitológica como se la suelen representar los filósofos modernos, como una inteligencia transparente y autónoma. Justamente, Descartes quiso sugerir que las ciudades, es decir, los espacios de sentido político, pierden las características que él atribuía a la racionalidad en ausencia de la inteligencia de un fundador, que sin un comienzo en sentido estricto no era posible un principio, que las ciudades no fundadas por un hombre o un conjunto de hombres eran vacías metafísicamente hablando. Podríamos decir que eran desfondadas, para seguir una metáfora cara al pensamiento de Descartes y del mundo moderno, decir que “carecen de fundamento”. Escribió alguna vez eso de los libros de Galileo: “construye sin fundamento”. Pero habría que pensar aquí lo mismo que Freud sobre la psyche humana, una vez concedido que la mente no es una entidad omnipotente análoga al Dios Todopoderoso del Cristianismo.

En el contexto de la comparación que hace Descartes con las ciudades antiguas la carencia de fundamento, el carácter desfondado del comienzo de las instituciones humanas debe ser considerado sólo en relación con aquello que les falta: un agente humano cuya biografía y posición en el tiempo sea identificable. El comienzo desfondado es una falta de fundamento, pero no una falta de principio. Las ciudades antiguas existen. Tienen, pues, un principio, un principio desfondado: habría que decir que el desfondamiento mismo es un principio, y un principio activo, pues es el principio desde donde hallamos con que no hay un comienzo.


Caetera desiderantur...

jueves, 1 de diciembre de 2011

Evohé. Revista de Filosofía Villarrealina ha sacado su segundo número.



Evohé, Revista de Filosofía Villarrealina ha sacado su segundo número.
Víctor Samuel Rivera

Interesante esfuerzo de los estudiantes y egresados de Filosofía de la Universidad Nacional Federico Villarreal (Lima). Estrena un nuevo comité internacional, en el que destaca la figura de Gianni Vattimo, el hermeneuta de Turín. Contiene una traducción nueva de la "Lección de despedida/ Del diálogo al conflicto" (2008), conferencia con la que Vattimo dejó la enseñanza universiaria en Turín. Aunque existe traducción española de Paloma Oñate, la presente, de Margareth del Piélago, es un detalle aparte, en particular por el esfuerzo especial de incorporar la traducción del italiano en un contexto filosófico. Dejo a criterio de los especialistas el logro alcanzado. De la misma manera, deben destacarse textos de Alberto Benavides Ganoza, Ricardo Paredes Vassallo, Zenón Depaz, entre otros. Se incluye un texto inédito de Víctor Samuel Rivera, la versión original de la conferencia sobre hermenéutica y revolución "La Muerte de Pedro III", que dictó en la Universidad de Buenos Aires en 2009.

Son notables las colaboraciones de los egresados, en particular el texto de José Chocce Peña "El principio del fin. Cuatro discursos sobre el Perú actual" (pp. 164-188), en que su autor contrapone y compara el pensamiento sobre el Perú de José Ignacio López Soria, Ricardo Paredes Vassallo, Juan Abugattás y Víctor Samuel Rivera. Esto último va a ser objeto de respuesta en mi blog personal.
 
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