Datos personales
- Doctor en filosofía. Magíster en Historia de la Filosofía. Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía desde 1992. Crío tortugas peruanas Motelo y me enorgullezco de mi biblioteca especializada. Como filósofo y profesor de hermenéutica, me defino como cercano a lo que se llama "hermenéutica crítica y analógica". En Lima aplico la hermenéutica filosófica al estudio del pensamiento peruano y filosofía moderna. Trabajo como profesor de filosofía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos; he trabajado en Universidad Nacional Federico Villarreal desde 2005. He sido profesor en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima hasta 2014. He escrito unos sesenta textos filosóficos, de historia de los conceptos, filosofia política e historia moderna. Tengo fascinación por el pensamiento antisistema y me entusiasma la recuperación de la política desde el pensamiento filosófico. Mi blog, Anamnesis, es un esfuerzo por hacer una bitácora de filosofía política. No hago aquí periodismo, no hago tampoco análisis político de la vida cotidiana- De hecho, la vida cotidiana y sus asuntos no son nunca materia del pensamiento.
martes, 10 de marzo de 2009
sábado, 7 de marzo de 2009
La Revolución lo explica
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La revolución lo explica
El evento de Pedro III
Víctor Samuel Rivera
Escrito mientras veía al cometa del 4 de marzo.
Estoy preparando una pequeña ponencia sobre hermenéutica política para mayo en Buenos Aires y os participo de ella.
1763. El opulento Reino del Perú recaba informes sobre la situación mundial por los barcos que llegan a Panamá o cruzan por el actual sur de Chile. Pasajeros de los orígenes más extraños hacen de mensajeros del destino. La Gaceta de Lima de 1763 nos informa “Que después de una gran revolución sucedida en Moscovia había muerto el Zar Pedro III, quedando en el trono su mujer Catalina Alexiovna de cuyo suceso (por ser muy extraordinario) se dará relación impresa aparte”. Es la noticia de una revolución es, más bien, el aparecer del evento de una revolución. Hasta esta lectura no habíamos reparado suficientemente en la idea de una concepción popular, cultural de la hermenéutica antes de la modernidad; en realidad, no habíamos notado un detalle fundamental en un elemento básico del vocabulario de la hermenéutica tal y como la practicamos: Su soldadura con el lenguaje histórico no filosófico, esto es, su deuda con una visión más arcaica y más originaria del pensamiento de lo político. En 1763 las ideas de “revolución” y “evento” se muestran como vocabulario popular, pero hoy son términos muy informados filosóficamente. El segundo es fundamental para toda ontología de la actualidad de hoy, esto es, para la puesta en práctica de la hermenéutica filosófica tal y como la hemos heredado de la tradición Heidegger-Gadamer-Vattimo. El primero es vital para la interpretación cumplida del fin de la modernidad, que acontece como revolución. En Teherán y en Caracas, en Moscú y en Roma. En efecto: Es notorio para el hermeneuta que el vocabulario social del fin de la modernidad acontece como un lenguaje revolucionario.
El lenguaje social de la actualidad es en gran medida un cambio de revoluciones, que se explica como revoluciones, pero que, para extrañeza del intérprete, no viene acompañado de “progresos”. Hay más bien “regresiones” aparentes. El régimen comunista de Fidel y Raúl Castro tiene como aliados, frente al nihilismo liberal antirreligioso, al Papa y al Patriarca de Moscú, a las cabezas clericales de Occidente y Oriente. El primero ha logrado el año pasado que el jefe del Estado Comunista americano asista a la santificación de un cubano, acompañado de la alta jerarquía clerical; el gobernante y los obispos, una fotografía de estudio. El segundo fue personalmente a La Habana, en un evento de días de diferencia, a inaugurar una flamante catedral ortodoxa financiada por el gobierno ruso. Rusia: Aliada de la teocracia de Irán, Irán, aliado principal del régimen socialista de Chávez en Caracas. Éste es el aspecto de la revolución hacia el fin de la modernidad: Los Estados antiliberales se asocian políticamente con el estamento religioso. “Milagro”, diría Joseph de Maistre; hechos sociales que se creía imposibles se articulan de manera ordenada, generando un horizonte de expectativa que antes (hace unos meses tal vez) parecía que jamás tendrían lugar. Mientras los liberales y el nihilismo se abisman en la secularización, los revolucionarios la desarticulan e incluso la incorporan en un nuevo horizonte político a la vez posrrevolucionario y postsecular, de re-encantamiento del mundo, de un mundo cansado ya del dinero. Hay, pues, una revolución en la historia del mundo. Algo pasa en el mundo: Sucede que la revolución lo explica, aunque no lo explica la idea moderna de revolución, sino, como vamos a ver, el vocabulario prerrevolucionario de lectura de lo político que nos da el testimonio de La Gaceta de Lima de 1763.
Una sorpresa interesante en el estudio de la historia de los conceptos en el Perú ha sido descubrir que el término político “revolución” ya estaba instalado en el vocabulario social anterior a 1789, antes de la Gran Revolución. La modernidad política se sitúa en la actualidad a partir de los trabajos del historiador hermeneuta Reinhart Koselleck, discípulo a la vez de Carl Schmitt y Hans Georg Gadamer. Koselleck ha logrado imponer una visión política de la modernidad como experiencia europea de la revolución, entendiendo por ésta la de 1789. Como tal, estaría relacionada con la idea de la historia como un todo, que se habría gestado en el Sacro Imperio en la segunda mitad del siglo XVIII, sin que en el Reino del Perú se enteraran entonces de nada, por cierto. Esta noción tomaría el acontecer en una clave de la totalidad, lo que es una noción originada en la historia de la Salvación cristiana, prontamente secularizada por los intérpretes revolucionarios de la Revolución, como el Marqués de Condorcet, Inmanuel Kant o Madame de Staël, por ejemplo. Frente a esta modernidad política basada en la idea de la historia como una totalidad aplicada a la interpretación revolucionaria, es interesante que descubramos en 1763 un uso social prerrevolucionario de “revolución”; entonces era también parte del vocabulario político, pero que no contaba en su haber con la elaboración conceptual notoriamente de Condorcet, ni con Staël ni con Kant y que, a todas luces, carece de la dimensión de totalidad histórica fundamental en estos autores. Creemos que estamos ante un ancestro de nuestro propio uso revolucionario de “revolución”, que sería así una recuperación de una experiencia más fundante y antigua de la historia de la que hacemos recurso cuando nos referimos como “revoluciones” a los procesos sociales simbólicamente posmodernos de Caracas, La Habana y Teherán, Roma y Moscú.
Un acápite: Como puede observarse, el término “revolución” en el siglo XVIII aparece vinculado con la noción de “suceso”, cuyo equivalente en alemán es “Ereignis”, el “evento”. Curiosamente, este término es vital para la ontología de la actualidad, esto es, para la aproximación hermenéutica del mundo en las claves de Gianni Vattimo. “Evento” es para la hermenéutica ya un término técnico, procedente de la interpretación vattimiana de Heidegger que se da en textos como Más allá del sujeto o la Ética de la interpretación. Parece, sin embargo, que es también la herencia de un vocabulario social anterior a la modernidad política, en el que el “evento” iba de la mano con la experiencia de revoluciones no modernas, en que la revolución es una experiencia relativa a “sucesos” “extraordinarios”, a milagros, para usar la nomenclatura maistriana.
Vimos ya someramente que hay “revoluciones” premodernas; esto es, hay un uso social de “revolución” para significar un acontecer que no está inscrito en historias como totalidad propias de la modernidad política. Antes de continuar, vayamos ahora a su “suceso”, que, como hemos visto, es el acontecer de la revolución y es por ello también su marco conceptual. Es fácil observar los caracteres del evento a partir de la cita que hemos extraído sobre el asesinato de Pedro III y el subsiguiente reinado de Catalina la Grande. “Evento” es el acaecer de lo que acaece, esto es, lo que sucede, lo que pasa y llama la atención, lo que sostiene además atenta la mirada y en la mirada se sostiene a sí mismo. El evento es, para la mirada humana, autónomo. No es el mero pasar. El “acontecer” se define fundamentalmente porque es un hecho cuya esencia es de exigir ser interpretado; el evento interpela y tiene los elementos seductores que Rudolph Otto otorgaba a “lo santo”: Es tremens et fascinans. A diferencia de la visión religiosa, el evento es siempre un darse histórico, como sea que uno defina la “historia”; quiere decir que se da narrativamente, en un relato que lo incluye, en un horizonte previo en el cual se fusiona y adquiere significado. Por otra parte, el evento es lo que se impone, pues no consulta para ser, aunque también es lo que se logra, pues se cumple, y es lo logrado, pues es autosuficiente. Es notorio que el pariente francés de “suceso” es una palabra que significa “éxito” o “logro”. La muerte de Pedro III dice algo en sí misma. Muchos pudieron haber muerto el día en que Pedro III fue asesinado; por alguna razón, sin embargo, la muerte de Pedro III se impone sobre la noticia de otras muertes, que pasan sin ser notificadas. Nada nos dice La Gaceta de Lima de otros muertos, que podían descender en multitud. Muere Pedro III y Catalina la Grande logra algo; se logra algo en Catalina la Grande, que es su éxito “extraordinario”. Es así como la muerte de Pedro III fue un evento en 1763, un evento que dio lugar a una revolución premoderna.
El concepto de “revolución” parece más fácil de asociar con una metáfora astronómica, como un ciclo, en referencia a la vuelta completa de un gran viaje, el que realizan los planetas en el cosmos, por ejemplo. Éste es el uso kantiano para referirse a las revoluciones en el Segundo Prefacio a la Crítica de la Razón Pura, por ejemplo, tomado manifiestamente del título del Padre Copérnico De Revolutionibus Corpus Coelestium (1551). La revolución es un viaje extraordinario, por su magnitud o su significado, y se dice de los viajes de las estrellas, y en este sentido, aplicado a la realidad humana –por ejemplo, a las revoluciones del conocimiento, como hace Kant- involucran una totalidad histórica; constituyen un “ciclo”, una vuelta completa. Es un hecho singular que el uso social premoderno de “revolución” en La Gaceta de Lima sugiera más bien una realidad sin ciclos, donde exprofesamente está excluida la idea de totalidad histórica (como no podría ser de otro modo, pues –como notó Koselleck- la totalidad histórica recién fue inventada a fines del siglo XVIII). Como vemos en el texto citado, la revolución es evento, y trae un mensaje que transforma la realidad; convierte la misma realidad en otra realidad. Veamos cómo es la nueva realidad que tiene lugar y se logra con la revolución.
Es interesante notar que en el vocabulario de 1763 una “revolución” es un hecho político con ciertas características: 1. Es imprevisible y 2. Tiene lugar de manera violenta. Entiendo por “violencia” el riesgo del límite por antonomasia, que es la muerte; en el caso que nos ocupa, la muerte del Zar Pedro III. Como se observa, la revolución no da la vuelta para cerrar un ciclo de algo que es lo mismo, sino que es una ruptura violenta que se “tremenda” y “fascinante” porque adquiere la realidad de la imposición. No es un comenzar de nuevo lo mismo, como en una vuelta o un ciclo, sino que es la singularidad del aparecer de otro, por ejemplo, Catalina de Rusia. Si leemos las crónicas completas nos sorprenderemos de que el régimen de Catalina, la famosa Zarina Catalina, resultaba imprevisible para los lectores peruanos, era tremens et facinans. Con ella una ruptura se instala y adquiere significado en un relato determinado que, a su turno, se impone como horizonte de significado para lo que acontece.
Un punto fundamental de nuestra reflexión es un término de contraste para “revolución” que es notorio en La Gaceta de Lima. En este periódico, entendemos lo que es una revolución en contraste con un término que aparece afín, “evolución”. En términos de La Gaceta, decimos, por ejemplo, que “evolucionan” los jinetes, cuando manejan a sus caballos y dan una vuelta en una demostración ecuestre, o lo decimos de las procesiones de la nobleza y el clero, por poner otro ejemplo, cuando doblan la esquina con el Santísimo Sacramento: Pasan de un lugar a otro, pero este nuevo lugar es previsible en una secuencia que es conocida. Es conveniente recordar aquí que la evolución que hace contraste con la revolución es también y fundamentalmente un movimiento humano. También es un movimiento que atiende a una interpretación social de criterios acerca de lo “logrado”, lo “pertinente” de lo que se mueve, pues es un movimiento con significado; es, pues, también un evento. Nosotros ya no hablamos en términos de movimientos sociales que evolucionan en el sentido anterior. Posiblemente hemos sido excesivamente visitados por Charles Darwin para leer esto sin admirarnos, ya que pensamos en evoluciones que ocurren entre las especies animales o en cambios en periodos de tiempo que exceden el horizonte histórico. En una “evolución”, el “suceso” es que sean lo que tienen que ser; en una revolución, el “suceso” es que sea lo que no tiene que ser, en el sentido ambiguo de lo que está prohibido (matar a Pedro III, pues es indudable que asesinar a un Emperador es criminal) y de que no es esperado que sea e incluso que es indeseable. Revolución y evolución son contingentes, pero para el segundo estamos prevenidos. Para el primero, en cambio, no lo estamos. El contraste entre “evolución” y “revolución” ha sido perdido, pero recordarlo como aparece en La Gaceta de Lima permite repensar la revolución nuevamente en contraste con lo que evoluciona. Evolucionan la secularización, el pensamiento único, los debates en torno de derechos. Las alianzas del Papa y los Castro, de Irán y Rusia, en cambio, son revoluciones, pues dan lugar a lo imprevisto y se imponen con una cierta violencia. No son un mero acontecer: Son un acaecer que significa una revolución.
1763. El opulento Reino del Perú, parte entonces privilegiada de un Imperio que habría de colapsar pronto –gracias a una revolución imprevisible y violenta- expresa la hermenéutica de la política de su tiempo con conceptos no filosóficos, tomados, por tanto, de un acercamiento natural de la proximidad de lo que es para nosotros una transmisión desde lo más originario, antes de que el pensar de la política fuese incorporado a las historias totales modernas que ahora llamamos “metarrelatos”. De una fuente originaria, anterior a la irrupción de la modernidad política, encontramos un vocabulario que nos alcanza en la ontología de la actualidad, que nos hace patente el sentido del acontecer, que nos auxilia en la aceptación de que hay algo que ocurre en la historia del mundo, y que eso que ocurre no es del orden de lo que meramente cambia, que no es del orden de lo mismo, sino del orden de lo que es otra realidad. Y esa otra realidad, esa realidad terrible y fascinante espera, con Pedro III, el trono de Catalina la Grande.
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