Introducción
El presente trabajo pretende ser una versión alternativa a los estudios más recientes acerca del término “liberalismo” en los parámetros de la historia de los conceptos y –con mayor justicia- de los conceptos políticos. La historia de los conceptos puede considerarse tanto una rama de la hermenéutica filosófica como un rubro de la historia disciplinaria y tiene un énfasis particular en los estudios que ligan estos conceptos con la aparición de la “modernidad”, ésta misma un concepto político, cuyo origen se remite a un periodo que se ha establecido entre 1750 y 1850[1]. Como se sabe, en esta clase de estudios es reconocido el aporte de diversas escuelas, todas de una u otra manera fruto del giro lingüístico, y tienen un abanico tan grande que va desde la hermenéutica de Hans-Georg Gadamer y Reinhardt Koselleck[2] hasta la Escuela relativista de Quentin Skinner, de inspiración en la filosofía analítica[3]. No voy a detenerme en su descripción y aportes, para cuya generalidad remito a un famoso y varias veces reimpreso estudio del historiador mejicano Guillermo Zermeño[4]. La tendencia predominante en los estudios históricos hispanoamericanos se inclina por la versión relativista, que se ciñe a investigar los conceptos históricos a partir del uso social de las palabras, la constatación de ese uso en un registro documentario y su validación en agentes políticos concretos que hacen bandos, partidos o fuerzas de presión específicas dentro del espacio conceptual que llamamos “opinión pública”. Se estudia el “liberalismo” como un término que surge del seno de la opinión pública, como el resultado de una praxis política eficazmente orientada que se vuelca en los criterios de uso de tal o cual término. Especial valor en esta línea es la obra de Javier Fernández, en particular su extenso artículo en el Diccionario político y social del siglo XIX español, impreso en el 2002[5]. Estudios como el antedicho son notables, pero tienen un inconveniente, que hay que resaltar de tan generalizado que es su éxito: Nos permiten un horizonte de pasado que es inevitablemente optimista frente al resultado histórico del objeto estudiado. Aplicado al liberalismo, estamos ante un límite hermenéutico del horizonte que nos corresponde como plano para la crítica, dado que el liberalismo ha acontecido como la dimensión “natural” de la autodescripción del hombre en la sociedad tardomoderna, esto es, como nosotros mismos. Para quienes el pensar debe circular en el límite, la metodología relativista nos aparece como excesivamente “correcta”. Este trabajo surge, pues, como la pretensión de ser el pensar de la diferencia frente al optimismo “natural” y su pensar demasiado optimista.
Una desconfianza saludable nos permite cuestionar las investigaciones de inspiración relativista o analítica; esto pareciera deberse a una apuesta contramoderna; se debe en realidad –principalmente- a que la metodología analítica parte de un presupuesto epistemológico que, por ser positivista, es inaceptable: La idea de que el lector del pasado puede librarse de lo que es conocido desde Gadamer como el “círculo hermenéutico”, esto es, del compromiso del investigador con sus propios presupuestos, ampliamente favorecidos con una simplificación de los conceptos en el mero uso social de palabras éstas o aquéllas[6]. En este sentido, debía ser también inaceptable para el propio optimista que confina los conceptos al uso social de las palabras, con lo que nos libramos de cualquier crítica que pueda acusarnos de no haber comprendido el círculo hermenéutico nosotros tampoco. El enfoque del pensamiento histórico alternativo que aquí nos proponemos frente al nominalismo y el relativismo de las metodologías de Skinner y los analíticos ofrece sus razones morales desde el ángulo del pensar diferenciado. La comprensión del pasado nos exige una cierta benevolencia con él que es imposible desde la autosuficiencia; en la medida en que el positivismo es largamente inaceptable, tanto que es de su refutación que surgen metodologías como la de Skinner, si el autor de estas líneas quiere ir más allá de la naturaleza es porque, en efecto, debe tomarse en serio el reto que el círculo hermenéutico significa. El “liberalismo” más allá de las palabras, o tal vez, en su diferencia.
Vayamos ahora a la historia de los conceptos antes de las palabras, hacia la premodernidad americana donde, pace nuestros límites y nuestra “naturaleza” conceptual tardomoderna, el liberalismo surge como otro, como otro de nosotros (y de ellos, los habitantes premodernos de estos Reinos del Perú). Es otro hermenéutico, esto es, otro que nos pertenece, pero es otro, de todas maneras, otro con quien hay que vincularse y a quien, en lo posible, leemos en el lìmite de su diferencia y no en el nuestra simpatía. En adelante, vamos a seguir un orden expositivo que contempla el paso de la modernidad tal y como la entiende la historia de los conceptos basada en la obra de Reinhart Koselleck, esto es, el periodo comprendido entre 1750 y 1850[7].
El “liberalismo” en 1820
Liberalismo es un concepto cuya historia está marcada por un quiebre semántico radical, por un evento catastrófico. Para comenzar, el término “liberalismo” tiene un significado bastante preciso antes de 1812: Ninguno. Y un buen día, simplemente, apareció y hubo de usarse. La fecha de 1812 ha sido establecida para la monarquía hispánica, aunque para el Perú el uso del concepto en su forma definitiva y moderna no tiene lugar sino hacia la década de 1830. “Liberal” en su sentido político es un término más bien infrecuente antes de la secesión del Imperio y se integra, por tanto, sólo en el horizonte hermenéutico del republicanismo que la sucedió. La palabra “liberal”, sin embargo, es historia aparte; si “liberalismo” se registra por vez primera en 1812, “liberal” resulta ser una antigua herramienta del vocabulario moral premoderno. La interpretación peruana del “liberalismo” y su incorporación impulsan a examinar la evolución del concepto de lo “liberal” en el siglo XVIII y a vincularlo con su antecedente político, el “libertinage” o “libertinismo”. Como veremos, lo que llamamos “liberalismo” alguna vez en nuestro pasado fue “libertinismo” y arrastraba una carga semántica valorativamente nefasta. Su significado simpático y “natural”, pues, era bastante antinatural. Hacia 1820 se habría producido un quiebre semántico que hizo del “libertinage”, una filosofía política “con poco público” se convirtiera de pronto en el pensamiento mismo gestor del Estado. ¿Su supuesto básico?: Una inversión conceptual que hace que los rasgos del libertino se vuelvan normativamente deseables. Un “liberal” del siglo XIX es un libertino del XVIII, pero con buen corazón. El descrédito de una palabra contribuye a su reemplazo por otra, que asume el pasivo introduciendo una significación enaltecedora.
Como las palabras no salen de la nada, y “liberalismo” se asocia a “liberales”, la clave para comprender las diversas dimensiones semánticas del término es atender, no a la palabra “liberalismo”, sino a la evolución de la dupla Liberalismo-Liberal. Ahora bien. Ser “liberal”, en el sentido de significar la adhesión a la ciudadanía en relación con la retórica moderna de la igualdad, la libertad o los derechos, aparece como tal en el Perú hacia la década de 1820. Manuel Lorenzo de Vidaurre, por ejemplo, aunque recién para 1820, utiliza ya con plena soltura la expresión “ideas liberales” para significar un plexo de conceptos políticos que se articulan entre sí y que sin duda corresponden con nuestro “liberalismo”: 1. División de Poderes, contrario de un gobierno “absoluto”, 2. Igualitarismo, “la constitución no los distinguirá” (españoles de americanos), 3. Libertad negativa, esto es, lo opuesto de la tiranía y la opresión, pues “en el año 1812. En Indias, los mandarines continuaron con su despotismo (...), la servidumbre y oposición”. 4. Habría que agregar la noción de primacía de la ley pues “continuaron” (los españoles) en “los tribunales de justicia, en sus antiguos abusos”, y, por último, 5. La concepción contractualista del fundamento político entendida como gobierno constitucional, “Sus ideas liberales y constitucionales se dijo eran peligrosas en aquellos países”[8]. En 1820 identificamos una posición llamada “liberalismo”, así como a los “liberales”, los suscriptores de dicha postura; antes de esa fecha, no hay “liberalismo”, pero sí “liberal”. ¿Y qué significaba “liberal”?: Expresa de manera preferente una virtud de la ética aristotélica. “Dadivoso”, es la escueta definición con que responde el Diccionario Castellano con las voces de Ciencias y Artes (1788). El uso que enlaza “liberal” con “liberalismo” a lo largo del tiempo, desde el punto de vista político, involucra en el interim un concepto en elaboración.
¿Qué ocurre en el periodo posterior a Cádiz, entre 1812 y 1850? “Liberalismo”, término infrecuente aun hacia la década de 1820, va adquiriendo presencia algo más notoria luego de la década siguiente. Con certeza, ya entrada la década de 1830, Liberalismo-Liberales significa una forma específica de pensamiento y práctica política ligada con los rasgos explícitos adjudicados por Vidaurre. ¿Qué tenemos en el lapso de 1820 a1830?: La quiebra política, violenta y relativamente rápida de la unidad del Imperio Español, la secesión peruana y la instauración del republicanismo. Liberal-Liberales es parte del imaginario conceptual político no como resultado de un proceso de pensamiento, sino de un evento histórico impositivo. Las afirmaciones de Vidaurre, aún bastante raras en 1820 se hacen, en un lustro, vocabulario político normal. Ya para 1829, por ejemplo, puede leerse en un periódico que hay un “inicuo medio” por el cual una sotana quiere “tiranizar al pueblo”. ¿Y qué recurso le es útil a la susodicha sotana?: Nada menos que “hablar al pueblo en lenguaje del liberalismo” (La Patria en Duelo, # 1, 07 VI 1829). El periódico no podría haber sido más enfático en su diatriba contra el famoso Padre Luna Pizarro, conocido y perdurable liberal. Y su énfasis demuestra que sus lectores sabían claramente que la palabra “liberalismo” estaba instalada en el vocabulario político, pero esta confusión entre la sotana y la tiranía no habla mucho a favor de la claridad de su significado, no digamos ya nada de su uso social. Como sea, el liberalismo de 1829, pues, era ya “un lenguaje”, esto es, una doctrina política, una ideología, aunque en este caso no quedara claro por completo qué ideología ni qué doctrina. En menos de dos décadas, un inexistente del vocabulario político era ya parte del lenguaje cotidiano. Inexistente.
Como vamos a ver, la historia de “liberalismo” en el Perú, entre 1750 y 1850 es, en términos generales, el relato de la resemantización y el desplazamiento del dominio semántico de la palabra “liberal”, un término propio del ámbito de la moral clásica; “liberal” pasa de la moral al pensamiento político moderno. Este proceso tiene un vínculo de mediación muy importante con el concepto “humanidad”, que cambia también. En un inicio del periodo, “humanidad” y las acciones vinculadas con el término tienen un referente concreto: se trata de un vocabulario en relación con el cultivo de la virtud que, para fines del mismo, pasa a una significación abstracta. En esa medida, está relacionado con las virtudes morales que –para simplificar- podemos atribuir a la racionalifad premoderna o al mundo clásico y se refieren todas focalmente al concepto de justicia, esto es, a la racionalidad moral en el trato con un otro. De acuerdo con esta apreciación, se usa como parte de un abanico de virtudes políticas; no sólo la justicia, sino también la benevolencia, la magnificencia, la fidelidad, etc. Como es notorio, todos estos términos presuponen el universo conceptual de una organización social diferenciada por roles, jerarquías y valoraciones sustantivas (culturales, de educación, honor, status y reciprocidades)[9]. Podemos afirmar de modo enfático que el liberalismo se convierte en un término específicamente político sólo cuando es posible debilitar o suprimir la carga semántica aristotélica. La abstracción de la idea de “humanidad” es clave en este proceso[10]. Esto, sin embargo, no habría llegado a ocurrir aún en 1850. El proceso de resemantización y desplazamiento que lo haría posible no terminaba de llevarse a cabo todavía y debió haberse completado durante el resto del siglo XIX. La existencia del concepto Liberalismo-Liberales está completamente fuera de dudas para el último tercio del siglo XIX.
Para entender el proceso de cambio en Liberalismo-Liberal es necesario acercarse desde lo no dicho, desde lo que está presupuesto más allá del término mismo y le otorga sentido en un horizonte amplio de significaciones políticas. Tenemos al menos 62 años para esa exploración (1750-1812). La palabra “Liberalismo” apareció sin avisar, pero no salió de la nada. No es una creación heroica, sino la consecuencia de una necesidad de indicar con una seña lingüística un proceso efectivo de significación, esto es, una gramática en el sentido de Wittgenstein. En este sentido, el proceso de desplazamiento semántico debe articularse sobre el pensamiento del “liberalismo” antes de que la palabra misma existiera, como el surgimiento, los sucesivos fenómenos de transposición, traslapamiento y fusión de criterios wittgensteinianos, que coinciden aquí con los rasgos que Vidaurre utilizó al inicio de 1820 para caracterizarlo. La pista es un ancestro suyo que la historiografía –celosa de sus compromisos epocales con una imagen impecable de lo liberal- se ocupa de disimular u ocultar: el libertinismo. Y es que los criterios que hacen posible definir el liberalismo en 1820 tienen una pesada carga condenatoria si se los ubica en su origen, un concepto político con connotaciones morales altamente denigratorias que, sin duda, a sus herederos les es cómodo olvidar dentro del “correcto” límite de lo impensado.
El libertinage durante la Revolución
De hecho, lo que llamamos ahora “liberal” tiene un vínculo valorativo tenso con el pensamiento político de lo que, hasta bien avanzado el siglo XIX peruano, podemos reconocer como “libertinismo”, “anarquía” o “el idioma del libertinage”[11]. Un idioma francés, como basta notar por el último galicismo. Como ya adelantamos, ser “liberal” en el siglo XVIII es positivo, pero ser “libertino” no lo es. Según parece, es algo que merece juicios horrendos: “El sagrado y recomendable nombre de Filósofo” -dice Fray Tomás Méndez y Lachica en 1791- “en nuestro siglo ha sido profanado, atribuyéndolo por un cierto delirio, á libertinos y fanáticos”[12]. Por otra parte, si bien ambos términos se refieren a un espectro amplio de posiciones éticas y políticas, “liberal” es, en principio, un concepto de tipo ético, relativo al carácter, mientras que “libertino” es en el Perú un concepto básicamente político, e involucra una concepción político-filosófica. Sus extremos mantienen un vínculo antagónico, pero un dominio medio de traslapamiento, bastante pequeño, es el que permite la inversión semántica anunciada arriba. Veamos por qué.
“Liberal” tiene la clara significación que corresponde con la ética clásica de las virtudes tal y como ésta se desprende de la tradición de la Ética a Nicómaco de Aristóteles; en el uso corriente del Perú no se distingue de la magnanimidad y va acompañado con la idea de “beneficio” o “beneficencia”, que es el uso político de la virtud aristotélica de la liberalidad. La palabra “libertino”, en cambio, significaba claramente una teoría política. Acudamos por ejemplo al Catecismo del Estado, impreso en Madrid en 1793: “P. Los filósofos libertinos quando dicen que el hombre nació libre, en qué sentido hablan de la libertad? R. No hablan de la libertad esencial del hombre (...) sino de la libertad civil que se opone á la subordinación á la legítima autoridad, y por otro nombre se llama independencia”[13]. El libertino, pues, tiene una teoría sobre “la libertad civil”. Vidaurre, 17 años después, identificará “libertad civil” con “libertad política” para oponer este concepto a “la opresión” pero llamará a esta concepción “liberal” y no ya “libertina”[14]. La “independencia” será parte del nuevo vocabulario virtuoso y no más el sospechoso sustantivo en cursivas del Catecismo de 1793.
Un acápite sobre los conceptos “liberal” e “independencia”. Es evidente que en 1820 “independencia” se refiere a la noción ética de autonomía y al concepto político de ciudadanía, que se aplicaría después para las jurisdicciones que formarían los Estados nacionales latinoamericanos luego de la crisis bonapartista. “Independencia” es sinónimo de “libertad civil”, esto es, “libertad” en sentido político. Es fascinante que para 1825 este concepto se asocie íntegramente al liberalismo doctrinario, que se convierte, así, en el argumento normativo para la secesión política de los restos del Imperio remecido por Bonaparte. Dice Bernardo Monteagudo que “Todos querían la independencia (... y) después de haber oído por el espacio de diez años defender con ardor e impugnar a sangre y fuego la libertad y la igualdad, esperaban con impaciencia el momento de poder rivalizar a los más acalorados defensores del Contrato Social” (Monteagudo, 1916 (1823): 295). El quiebre violento del vocabulario político, iniciado justamente en ocasión de la invasión argentina de la que Monteagudo formaba parte, se justifica con una narrativa emancipatoria autorreferente, post hoc, y que difícilmente podría haber sido pensada de ese modo, por ejemplo, en 1805.
Es interesante notar que, a fines del XVIII, son frecuentes los debates contra las teorías políticas que se considera “libertinas”; éstas se identifican claramente en las posturas del contractualismo, la autonomía de la razón práctica y el reconocimiento igualitario, características del liberalismo tal y como actualmente usamos el término para significar una teoría política[15]. De no conocer la definición del texto madrileño de 1793, los limeños podrían haberla reconocido en este fragmento antirrepublicano publicado en la capital del Virreinato durante el Régimen del Terror. De acuerdo con el artículo, la teoría de los “Sectarios del libertinage” consiste en sostener que “la pública autoridad” es “una usurpación de la libertad de los hombres”[16] (). Sin duda, esta “libertad” de los libertinos es la misma “libertad civil” que Vidaurre defiende y el Catecismo deplora. En este concepto van implícitas las nociones modernas de individuo, autonomía, igualitarismo y contrato social.
En el siglo XIX la “libertad civil” pasa, de ser una quimera de los “falsos filósofos”, a constituir el significado mismo de la concepción política, como quehacer de individuos modernos, en el sentido lato que esa significación tiene en el pensamiento político corriente[17]. En el Perú estas ideas se hacen más explícitas conforme avanza el siglo y acaban de definirse hacia el final. De hecho, ya para 1844 la “libertad civil”, sinónimo de “libertad política”, se identifica con el concepto de ciudadanía. El individuo que no reconoce lazos, libre de la tradición e igual en derechos, el mismo que antes era libertino, se ha trocado en ciudadano. Dice en 1844 José Manuel Valdez y Palacios (1812-1854) que “La libertad civil y política nació en medio de las tormentas de la guerra de la independencia. Los Peruanos fueron hechos ciudadanos, y ciudadanos libres que podían disponer a su buen arbitrio de su persona y su propiedad” además de tener “participación en los gobiernos”[18]. Es interesante notar que Valdez reconoce: 1. Que hay una inversión conceptual, una quiebra de vocabulario rápida e inesperada. 2. Que ésta fue provocada en “las tormentas de la guerra” ya que “las ideas políticas” “entraron con la revolución”[19] y que por ello hubiera espantado “dos o tres años antes al más audaz en sus opiniones”. El propio Vidaurre, que en 1820 hablaba con soltura de las ideas “liberales”, se muestra aún bastante circunspecto en 1814.
En efecto. Hasta antes de 1812, “liberal” y “libertino” expresan una dualidad conceptual de exclusión tensa. Aunque ya hay evidencias después de esa fecha de que lo significado por “libertino” pasa a tener un sentido positivo, antes de llamarse “liberal” se hace necesario aún hacer salvedades. En diciembre de 1814 Manuel Lorenzo de Vidaurre, en su Justificación motivada por las acusaciones en torno a la conducta seguida en Cuzco (diciembre de 1814), se defiende ante el oidor por haber sido acusado, entre otras cosas, de “liberal”. Vidaurre articula su defensa distinguiendo buenos de malos liberales; se ve forzado a ello, sin duda, porque está ya en proceso la inversión semántica con “libertino”. Los malos liberales ya no son “libertinos”, pero comparten con ellos los rasgos detestables de su doctrina: “Si por liberal se recibe el que con sistemas creados quiere introducir el desorden y la anarquía, el que representa ha estado muy distante de pensar de ese modo”. A este carácter “liberal” (=libertino), opone su propio uso de “liberal”, que es ya el concepto moderno y republicanista. Para defenderse de “las imputaciones anteriores” afirma que él es sí es “liberal” “Si por liberal se entiende un hombre que quiere seguridad de las propiedades, de la vida y el honor bajo el amparo de las leyes”[20]. Este testimonio significa que, aparte de la imposición violenta, había ya un uso de “liberal” (=“libertino”) antes de la secesión peruana cuyo significado implicaba, a manera de traslapamiento semántico, la concepción política del liberalismo.
Para que se observe la magnitud del quiebre conceptual que fue anejo a la guerra civil de la secesión peruana, volvamos a fines del siglo XVIII. Entonces “libertinage” se usa para significar el inviable pensamiento de “los así llamados filósofos”, en alusión al lenguaje político normal de la Ilustración francesa. Como es de esperarse, se refiere de manera específica a la propuesta del igualitarismo democrático implícita en este uso traslapado de “liberal” y que es la que da lugar al significado de “ciudadano” que usa Valdez. Necesitamos comprender el argumento central antilibertino usado en el Reino del Perú, que Valdez omite detallar. Lo encontramos expreso en 1792, y en nada difiere del Catecismo de Madrid del año siguiente que ya hemos citado: “La falsa filosofía” hacía imposible la virtud política y, por ende, es una teoría esencialmente injusta que llama “tiranía al beneficio”[21]. ¿En qué consiste la virtud política del siglo XVIII, ya que es incompatible con el igualitarismo atribuido a los libertinos? La justicia, en particular la justicia política, se entiende en términos de “beneficencia”. Ésta, a su vez, es la reina del cuadro de virtudes que manejaba el imaginario conceptual de los peruanos de la época. De esta manera –afirma Fray Jerónimo de Calatayud- así como “En el Empíreo los espíritus celestes forman diversas gerarquías”, del mismo modo “en el Mundo unos son Monarcas, otros vasallos: unos nobles, otros plebeyos: unos ricos, otros pobres”[22]. En ese mundo donde la diferencia vertical es un rasgo de la racionalidad práctica, el catálogo de las virtudes se centra en la liberalidad o beneficencia pues “si la liberalidad christiana no le regalase al uso, la desdicha oprimiría al Pobre”[23]. Es obvio que el catálogo de virtudes políticas premodernas podría haber tenido otro orden y no vamos a ingresar aquí en una polémica acerca del carácter temporal de su vigencia. Con todo, es significativo que la idea de liberalidad o beneficencia haya sido tan central para la cultura política durante la monarquía; esto implicaba que para un peruano de fines del siglo XVIII cualquier concepción de la política que obstaculizara el ser de la benevolencia era, sin más, tanto irracional como inmoral, esto es, ambos.
En la concepción aristotélica clásica de la virtudes, que es el origen manifiesto de “liberal”, el término designa a quien es generoso, el que no se apega a sus bienes y los prodiga con prudencia a los necesitados; se trata de un sentido de “liberal” que hoy está en desuso, pero que continuaba siendo vigente en 1850, como claramente lo expresa el Gran Diccionario de 1847, “Dícese del que obra con liberalidad, o de la cosa echa con ella”. Agrega en carácter de sinónimos justamente las virtudes aristotélicas relativas a la justicia diferenciada por roles y status: “Espléndido, generoso, dadivoso, desprendido”. El “libertino” es suscriptor de un tipo de filosofía política que es la directa negación del universo conceptual de la ética de las virtudes. Cualquier componenda que haga del libertino del siglo XVIII un liberal del XIX deberá arreglárselas: 1. Con la liberalidad, cuyo dominio habrá de apropiarse, desplazar o traslapar. 2. Con las virtudes políticas, cuyo catálogo deberá redefinir. Sin duda, tanto lo primero como lo segundo ocurrió, primero como un traslapamiento semántico con “liberal” y luego, de manera más o menos violenta, como producto de una imposición dramática de vocabulario. Preguntamos. ¿Habrá ocurrido algún proceso social de elaboración racional que involucrara estas transformaciones? Es una sugerencia que los historiadores deben resolver.
Es un hecho fáctico que se operaron los cambios en la semántica política; no lo es, en cambio, que ese cambio se haya producido por un proceso de reflexión racional de los agentes sociales que resultaron los usuarios de los términos nuevos cuando aparecieron, digamos, en 1820. Las bayonetas argentinas o colombianas pueden ser estupendos argumentos para sustituir las razones que faltan. Como sea, para los peruanos del siglo XVIII, el libertinismo es aún el “filosofar de la inhumanidad”, esto es, la concepción política incompatible por antonomasia con la liberalidad. A riesgo de ser insistentes, subrayemos que del texto del Padre Jerónimo de Calatayud se desprende dos características de ese mismo libertinismo que habría de resemantizarse como la ideología de la libertad tan pocos años después de redactado. Es antipolítico e inmoral. Antipolítico porque hace inviable el gobierno[24]. Inmoral porque niega las virtudes[25]. Como opuesto a “liberal” en sentido aristotélico, “libertino” significa ser egoísta e individualista y alude a la carencia de criterios de racionalidad moral[26]. El libertino, además, reemplaza la beneficencia (esto es, la virtud moral correlativa a “ser liberal” en el sentido aristotélico) por la filantropía, que se denuncia como una forma hipócrita de disimular la mezquindad, cosa de “fariseos políticos”[27].
1830: Los libertinos se extinguen
El término “libertino” virtualmente se extingue como expresión de ideas políticas luego de la guerra civil y las invasiones argentina y colombiana, esto es, entre 1820 y 1825. Los rasgos distintivos, los criterios wittgensteinianos de su interpretación valorativamente negativa permanecen, sin embargo, confundidos con “liberal”; esto ya venía ocurriendo en el Vidaurre de 1814. Vayamos a ciertas ocurrencias de prensa. Un buen “liberal” de 1832 –por ejemplo- deberá “demostrar” a quien lo dude que “la libertad” “y todos los bienes que de ella emanan, no puede ecsistir sin fuerza”[28]. Por otra parte, aunque la palabra “libertinismo” ha sido desplazada, los liberales enfrentan los mismos cargos pues “abusan de las libertades. Estos conocen los derechos y no obligaciones” (El Conciliador # 74, 19 VIII 1832). Los liberales son sospechosos de anarquismo, antipolítica e inmoralidad hasta bien avanzado el siglo XIX. Son “libertinos” soterrados. Si a inicios de la década de 1820 tenemos aún necesidad de diferenciar dos versiones de liberalismo, es porque los campos semánticos de “liberal” se traslapaban aún; el “liberal” político es tomado por un hombre “generoso” con la “humanidad”. Un caso ostensible de lo anterior lo tenemos en una carta del poeta guayaquileño José Olmedo, redactada en 1826. “El establecimiento en Portugal de una constitución bajo principios bastante liberales ha dado un impulso extraordinario a la revolución que había hecho en la política europea la total y gloriosa independencia de América”[29]. Es manifiesto que “liberal” puede ser interpretado como “generoso”, en este caso opuesto a “opresivo”, pero por el vínculo revolucionario, alude sin duda a los principios del republicanismo que el siglo XVIII daba por “libertino”.
Hay que anotar que la bibliografía académica de uso hacia el final del periodo registra el ingreso oficial de ideas para la educación pública orientada a desidentificar la carga semántica “libertina” del liberalismo político. En este sentido, el Curso de Derecho de Heinrich Ahrens fue introducido para reemplazar a Heinecio en el Convictorio de San Carlos a inicios de la década de 1840[30]. Sin duda, el proyecto intentaba sustituir el jusnaturalismo democrático por visiones más viables[31], algo de especial importancia en un Perú que no salía del caos político desde la ocupación colombiana de 1824[32]. Los peruanos tenían dos liberalismos traslapados, e iban en busca de una fuente conceptual que lograra escindirlos. Ahrens encajaba bien en estre esquema.
Pues bien, Ahrens consolida la posición de que no hay uno, sino dos liberalismos: “Hay dos especies de liberalismo; un liberalismo negativo (...) y un liberalismo organizador”[33]. Es fascinante reconocer que la primera especie de “liberalismo” de Ahrens ha contado según el alemán con “primeros ensayos” que “no han sido felices” pues, “en vez de apoyarse sobre el conocimiento profundo de la naturaleza y el destino individual y social del hombre, han sido sugeridos por el conocimiento superficial de algunos defectos y lagunas de la organización social”[34]. Esta argumentación sería recogida un lustro después por el Padre Bartolomé Herrera, figura intelectual de la reacción restauradora en el Perú[35] y quien había, precisamente, traído al contexto peruano las ideas de Arhens. Los dos liberalismos ingresarían pronto por su causa en pugna, y es razonable creer que Herrera, un autor de tendencia reaccionaria, se viera a sí mismo como un pensador (o, mejor, un repensador) del liberalismo bajo presupuestos no “libertinos”. Es muy probable que estuviera influenciado por Agustín Barruel[36], uno de los más arduos detractores del libertinismo y su completa identidad con la modernidad liberal[37]. De hecho, un sector de la prensa asumió las posturas de Herrera como “liberales”. Literalmente dice un editorial de El Republicano de Arequipa que, gracias a Herrera, entonces Rector del Convictorio de San Carlos, “Se está formando una juventud imbuida en principios liberales, mui distintos de los que extraviaban la razon de nuestros padres” (El Republicano, 27 I 1847). Lo que esaba en pugna, sin embargo, era el meollo de la teoría liberal; no sólo lo percibía su contrincante, el liberal Benito Laso[38], sino también el propio Herrera, quien recusa el contractualismo, la autonomía de la voluntad y el individualismo metodológico propios del liberalismo[39]. El Padre Herrera combate a Rousseau, los sensualistas franceses y a Kant como “la caduca filosofia del siglo pasado”. Más claro no canta el gallo. A pesar de todo, la opinión pública podía tomarlo por “fomentar principios liberales”. El traslapamiento de “generoso” con “demócrata” influye aún en el imaginario político.
El significado de “liberal” como opuesto a la opresión, por lo demás, ya era aceptado por el Nuevo Diccionario de la Real Academia Española de 1847: “El que tiene ideas favorables a la justa libertad del pueblo”. Sin duda, hay una oposición semántica entre libertad y “tiranía”. Desde el punto de vista de la teoría política, volvemos aquí a una definición de la filosofía de los “libertinos”. Curiosamente, un poema copiado (y anónimo) publicado en Lima en 1794 coloca en la voz de un Mirabeau inspirado por Voltaire exaltando a las masas de Francia alegando que “un inmenso número de Filósofos” no permite “mirar sin triste llanto gemir la libertad” bajo “la injusta tiranía”[40]. Esta descripción no es en absoluto un intento por exaltar la teoría revolucionaria, sino que intenta ridiculizarla como cosa de “Filósofos”, esos “libertinos y fanáticos” a los que el Padre Méndez dedica sus insultos en 1791, como hemos visto. El poema, sin embargo, coincide casi palmo con palmo con la definición que da José Joaquín Olmedo de la “libertad” como opuesta a la “Tiranía y opresión”, tanto en su Alfabeto para un niño [41]como en su Victoria de Junín de 1824[42]. La libertad libertina es también la libertad emancipadora. Los términos, los mismos; su valoración, invertida.
¿Cómo pasamos de la mutua exclusión de liberal y libertino a los liberalismos bueno y malo que constatamos en 1814 y son ya educación pública desde 1843? Vidaurre debe encontrarse entre los primeros que utilizan expresamente la palabra “liberal”, y es notorio que la urgencia por hacer la distinción de su parte es anterior al traslapamiento entre el dominio de la liberalidad (moral) y el del libertinismo (político). Curiosamente, puede constatarse de que los intelectuales de fines del XVIII trataron ya de deslindar la posición del liberal frente a la de los libertinos como si se tratara, no de dos incompatibles, sino de una mera oposición (o sea, no contradictoria); esto puede observarse en reiteradas ocasiones a lo largo de los cinco años de circulación del Mercurio Peruano (1791-1795). Para el Mercurio, tanto la liberalidad como el libertinismo eran parte de un mismo paquete: Una concepción “moderna” e “ilustrada” de ética y la política, lo que se denomina hoy –en parte gracias a Alasdair MacIntyre- “racionalidad práctica”. Libertinos y liberales aristotélicos estaban unidos por la Ilustración, pero separados por la magnanimidad. Aunque los mercuristas del siglo XVIII usaban un catálogo de virtudes políticas aristotélicas, asociaban la liberalidad como un efecto de la Ilustración y, en los juegos de lenguaje asociados a “liberal”, hay todo un vocabulario acerca del mejoramiento de las condiciones de vida, la higiene, la educación o el comercio, esto es, la vida política, pero entendida ésta en el sentido de la administración y distribución de bienes sociales.
Reflexiones desde el templo del saber
Es interesante observar que en el siglo XVIII era posible ser generoso (“liberal” a la manera aristotélica), pero ser a la vez ilustrado, esto es, simpatizante genérico de algunas de las ideas cuya procedencia francesa que se traslaparían con el “liberal” de 1820, el liberal jacobino de Herrera. Esto es manifiesto, por ejemplo, en el discurso Decadencia y Restauración del Perú (1793) de Hipólito Unanue, dictado para inaugurar el Anfiteatro Anatómico de Lima. “Absorto en la incomparable beneficencia, y en el esplendor del sabio Gobierno”, Unanue celebra el “Templo” de la “diosa conservadora de la Humanidad”[43]. ¿Y qué ocurre en ese “Templo”? Nada menos que el cultivo de las “Artes y las Ciencias”, florecimiento de “la Mineralogía, Mecánica, Arquitectura, Física y Quimia”[44]. La “Humanidad” y la “Ciencia” son, pues, conceptos políticamente conexos. Exaltado, Unanue celebra entonces la sensatez de la “Política”, la “Ciencia del Gobierno”[45]. Está claro que un “liberal” del siglo XVIII no era, pues, sólo un buen hombre generoso aristotélico, sino que era algo más; era también un moderno baconiano interesado en el bienestar de sus semejantes. Instaurada la República, Unanue trasladaría los halagos a sus nuevos superiores. Esta entrada que asocia Ilustración y liberalidad permanecería en el siglo siguiente y es el factor decisivo que establece el nexo entre la liberalidad aristotélica y el liberalismo político. Se trata de un punto relevante, pues es un genuino puente de semántica política, un criterio de “liberal” que de facto sí compartían los peruanos del s. XVIII y sus agentes políticos sucesores.
Volvamos a la percepción “libertina” del liberalismo, así como al doble registro traslapado que hemos encontrado en Vidaurre. Ésta se extiende bastante en el tiempo; puede hallársela incluso en textos ya bastante tardíos y militantemente republicanistas, como el Manual de Derecho de Internacional de Andrés Bello de 1844[46] o el Diccionario para el Pueblo (1855), de Juan Espinosa[47]. En éste último se precisa una primera entrada negativa de la “libertad”: “La libertad no consiste, civil o socialmente hablando, en hacer cada uno lo que le dé la gana”[48]. Se da por sentado que la interpretación “libertina” del liberalismo es falsa y se emplea el tipo de distinción de “liberalismos” que hemos registrado en Ahrens y que ya tenía en 1855 doce años de uso escolar. Ahora bien, como ha notado MacIntyre, toda redescripción de una ética de virtudes requiere de un catálogo alternativo al aristotélico[49]. N o puede haber ética sin virtudes. En este sentido, es interesante observar en Espinosa una reclasificación de las virtudes políticas. Las de la Ética a Nicómaco son reemplazadas por las de la Revolución Francesa. Curiosamente, el catálogo de virtudes incluye, de manera peculiar, la “filantropía”, un pariente ilustrado de la beneficencia o la magnanimidad. En lugar de ir acompañada ésta, sin embargo, de virtudes relativas a un todo político orgánico, que implica nociones de dignidad diferenciada (como lealtad, sumisión, etc.), se vincula con “ideas de libertad, igualdad, fraternidad” y “rectitud”[50]. El traslapamiento entre “liberal” y la liberalidad del siglo XVIII subsiste aún; ser “liberal” es todavía ser un hombre generoso, pero se coimplica ya con rasgos morales propios del republicanismo, esto es, el reconocimiento igualitario, la autonomía del individuo o la soberanía de la ley. Como es de esperarse, la connotación moral de la liberalidad es transferida al paquete revolucionario, de tal modo que se opera una inversión semántica: Ser “generoso” se convierte en la virtud política de ser “liberal”; no ser “liberal” va a terminar significando ser mezquino y egoísta, carecer de “humanidad”.
Es un hecho notorio que los textos que se asocian en el siglo XVIII a la condición de “liberal” se relacionan con el tema de la “humanidad”, que es objeto de la liberalidad, de tal manera que no podemos comprender el primer concepto si no es en relación con el segundo. Este último término designa en algunos contextos el objeto de la liberalidad o beneficencia, y es un equivalente laico de “prójimo”; designa el sentimiento de compromiso moral con otro, que es fácil rastrear en la concepción religiosa de la caridad cristiana. En Aristóteles es de la familia de la justicia, del que se desprende un sentido laico de comunalidad asociado a la justicia como compasión o misericordia[51]; por otra parte, sin embargo, está también presente una segunda acepción de “humanidad” como un colectivo histórico político. Los ilustrados del siglo XVIII no distinguieron las fronteras entre uno y otro; es de presumirse que el segundo procede de la Ilustración, en particular de las doctrinas del Ensayo sobre la desigualdad de Rousseau, que toma la compasión como un sentimiento primitivo[52], aunque también de La moral universal, del Barón d’Holbach, ambos autores frecuentados desde los cambios de currícula universitaria, resultado de las reformas borbónicas de Carlos III[53].
En Holbach, en una versión castellana circulante en Lima durante la guerra civil, encontramos una definición de “beneficencia” en sentido político que corresponde con la idea de liberalidad[54]; ésta es, casi palabra por palabra, la usada por los mercuristas para significar ser “liberales” y tener “humanidad” en sentido ilustrado, esto es, de manera laica, con “una razón libre de los prejuicios de la incredulidad” [55]. Dice Holbach que “Lo que se llama espíritu público es la beneficencia aplicada a la sociedad en general” aunque -paradójicamente- se lleva a la práctica con “las personas que tienen relaciones íntimas con nosotros”[56]. La humanidad como objeto y como disposición moral está a medio camino entre la generosidad aristotélica y el bien “de la sociedad en general”. Hay artículos sobre beneficencia pública impresos en el Mercurio que tienen la misma orientación y, debemos agregar, la misma ambigüedad. El peso específico de la caridad cristiana es notable, pues se trata de proponer el fomento de asilos regidos por religiosos, por ejemplo, pero las razones se vinculan a una ética ilustrada. Se contraría el “egoísmo” de “los libertinos” afirmando que tenemos “la obligacion” “de amarnos y compadecernos mutuamente”, lo que se prueba “por nuestra Fe” y también por “Una razón libre de prejuicios”[57]. La liberalidad deja de ser aristotélica cuando su objeto no es ya más el prójimo (el vecino, un ser humano concreto); si su objeto es la humanidad o “la sociedad en general”, resulta que la beneficencia se convierte en la amistad universal, y deja de tener exigencias concretas. Ésta es la razón principal de los ilustrados peruanos del XVIII para rechazar el libertinismo. Cuando el libertinismo se hace “liberal”, sea por grado o por fuerza, a partir de 1820, es evidente que hay un desplazamiento semántico de la “beneficencia” de tiempos de la monarquía a una virtud centrada en el sentimiento de compasión universal del que habla Rousseau en su Ensayo sobre la desigualdad.
El eventual parentesco conceptual entre los usos de Liberalismo-Liberales permite que, conforme avanza el siglo XIX, vaya quedando claro que el liberalismo (ya con su nombre) no es una virtud política, sino –como vimos en un inicio- un “lenguaje” o una retórica y –conforme avanza el siglo XIX, ya más claramente una concepción política que, por lo mismo, puede ser aceptada o rechazada. Un fenómeno tardío, sin embargo. Aún en Bernardo Monteagudo, consejero de José de San Martín, lo “liberal” se identifica con la Ilustración, y ésta “con el espíritu del tiempo”. Interesante, pues Monteagudo es un invasor extranjero y funcionario de las fuerzas liberales de ocupación del Reino del Perú en 1821. En términos generales, este argentino no se diferencia mucho del Unanue del siglo XVIII. Aun cuando no haya referencias explícitas al respecto en textos anteriores, es evidente que el concepto de lo liberal que se gesta entre fines del siglo XVIII y las Cortes de Cádiz es inseparable de lo “ilustrado”. Aun en Monteagudo “el mejor modo de ser liberal y el único que puede servir de garantía a las nuevas instituciones” -argumenta- “es colocar la presente generación a nivel con su siglo”[58]. ¿Cómo se logra esto? De acuerdo al consejero del General argentino, uniéndose “al mundo ilustrado por medio de las ideas y pensamientos”[59]. Ser “liberal”, pues, es ser ilustrado. Pocos años después de estas declaraciones, está bastante claro para la opinión pública que ser “liberal” es adoptar un tipo de creencias políticas. En otros términos, que no es mandatorio ser liberal con el pretexto del “espíritu del tiempo”. Dice en este sentido un editorial de 1832 del periódico La Verdad que “El liberalismo es una opinión, la Patria es todo” (# 6, 29 XII 1832). Aquí el liberalismo es, sin duda, reconocido como una ideología o una facción. Lo mismo puede comprobarse en este extracto de un editorial de La Miscelánea en que se critica al editor de El Convencional por “liberal esaltado e idolatra de los que el llama principios” (La Miscelánea, # 704, 13 XI 1832). Liberalismo-Liberales corresponde aquí con un ideario contingente y carece de toda referencia normativa. Sin duda, esto tiene vinculación con un proceso de escisión entre el “liberalismo” bueno y malo de Ahrens.
Hacia fines del periodo, el concepto Liberal-Liberalismo es parte de un plexo semántico doble, uno político y otro moral, que a su vez se traslapan entre sí. De un lado, como expresión política, Liberal-Liberalismo se vincula con la cuestión del régimen político o lo que, en términos de Strauss, se denomina la “forma” de gobierno, como opuesto a la “materia” -el pueblo-[60]. Como tal, se traslapa con “republicanismo” y sus derivados y significa una variedad de concepciones enfocadas en torno al utilitarismo de la Escuela de Bentham, el contractualismo (en especial en la versión de Rousseau); en esta última medida se asocia con la retórica relativa a la ciudadanía y el igualitarismo abstracto propio de los sistemas “liberales” tal y como entendemos ese término en la actualidad. Al margen de otros detalles, el aspecto utilitarista es poco problemático; lo encontramos presente desde el siglo XVIII como parte del paquete “ilustrado”, como en el Discurso de Unanue de 1794 y es determinante aún en el Bosquejo de 1844 de Valdez[61].
Para terminar
Hemos intentado recorrer la historia de la pareja conceptual Liberal-Liberalismo a lo largo del arco abierto por los estudios de Koselleck para el ingreso de la modernidad política y su pensamiento en el Occidente, en lo que para nosotros ha terminado significando la identidad de nuestro horizonte hermenéutico como deudores de la empresa europea de la historia, unos deudores para quienes la liberalidad del liberalismo está rodeada de un aura intrínseca de prestigio y moralidad llana y –a veces- bastante sensible. El pensar propiamente filosófico del evento en la historia, sin embargo, nos fuerza a adentrarnos al carácter otro del pasado nuestro, que se desintegra conforme retrocedemos al límite de loi que resulta nuestro origen correcto, ese origen que nos sume y nos hunde en el carácter destinal de la modernidad europea, nos inviste de sus glorias y nos compromete con su eficacia. La filosofía, por desgracia, nos fuerza al llamado del otro como otro, como voz alterna que se estrella en nuestro asombro. Y allí, en el límite, allí donde se hace tan incómodo pensar, resulta que los conformes de hoy somos los libertinos de ayer. Y los libertinos de ayer, ¿no son responsables acaso del libertinismo de hoy? De ninguna manera, parece decir el positivismo. Dejemos que hable, con tal que sea su hablar una conversación con el pasado, esto es, un pensar. Ningún lector de Wittgenstein nos reñirá por eso.
[1] Cfr. Koselleck, Reinhart; historia/Historia (traducción e introducción de Antonio Gómez Ramos). Madrid: Trotta, 2004 (1975), 156 pp.
[2] Como referencia inicial cfr. el texto conjunto de ambos Reinhart Koselleck y Hans-Georg Gadamer, Historia y Hermenéutica, Barcelona, Paidós, 1997.
[3] Cfr. especialmente el célebre Tully, James and Quentin Skinner; Meaning and Context. Quentin Skinner and his Critics. Cambridge: Polity Press, 1988.
[4] Zermeño, Guillermo; La cultura moderna de la historia. Una aproximación teórica e historiográfica. México: El Colegio de México, 2004 (2002), especialmente cap. 4.
[5] Fernández, Javier y Juan Francisco Fuentes; “Liberalismo”. En: Fernández, Javier y Juan Francisco Fuentes; Diccionario político y social del siglo XIX español. Madrid: Alianza, 2002, pp. 428-438.
[6] Como consulta sobre la propuesta de Gadamer puede acudirse al artículo “El círculo de la comprensión” (1959). En Verdad y Método II. Salamanca: Sígueme, 1992, pp. 63 y ss.
[7] Cfr. Koselleck, Reinhart; Futuro Pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, Barcelona, Paidós, 1993.
[8] Cfr. Vidaurre, Manuel Lorenzo; “Manifiesto sobre los representantes que corresponden a los americanos en las inmediatas Cortes” (1820). En: Colección Documental de la Independencia del Perú. Los Ideólogos. Tomo I Volumen 5. Manuel Lorenzo de Vidaurre. Plan del Perú y otros escritos (Edición y prólogo de Alberto Tauro). Lima: Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, 1974, pp. 346 y ss.
[9] Cfr. Spaemann, Robert; Felicidad y Benevolencia. Madrid: Rialp, 1991 (1989), pp. 255 y ss.; MacIntyre, 1988: Cap. VII.
[10] Cfr. Wolker, Robert; “Projecting the Enlightment”. En: Horton, John y Susan Mendus (eds.); After MacIntyre, Critical Perspectives on the Work of Alasdair MacIntyre. Cambridge: Polity Press, 1994, pp. 108-126.
[11] Bermúdez, José; “Noticia histórica de la fundación, progresos y actual estado de la Real Casa Hospital de Niños Expósitos de Nuestra Señora de Atocha”. En: Mercurio Peruano. Lima: Biblioteca Nacional del Perú (edición facsimilar), 1974 (1791), t. II, p. 203.
[12] Méndez y Lachica, Fray Tomás; 1964 (1791). “Progresos del papel periódico que se publica en Santa-Fe de Bogotá, anunciado en el Mercurio Peruano. Tomo I. pag. 306”. En: Mercurio Peruano. Lima: Biblioteca Nacional del Perú (edición facsimilar), t. III, p. 164.
[13] Villanueva, R.P. Joaquín Lorenzo; Catecismo del Estado, según los principios de la religión. Madrid: Imprenta Real, 1793, p. 23.
[14] Cfr. Vidaurre, op. cit., p. 347.
[15] Cfr. En términos generales Larmore, Charles; Patterns of Moral Complexity. Cambridge: Cambridge University Press, 1989.
[16] Cfr. Mercurio Peruano, 01 XI 1793: 1966: t. IX, pp. 159-158
[17] Cfr. Sobre el punto de la evolución del pensamiento al respecto en el siglo XIX el conocido texto de Taylor, Charles; Sources of the Self. The Making of the Modern Identity. Cambridge: Harvard University Press, 1989, 601 pp., especialmente cap. 8.
[18] Valdez y Palacios, José Manuel; Bosquejo sobre el estado político, moral y literario del Perú en sus tres grandes épocas (Estudio preliminar por Estuardo Núñez). Lima: Biblioteca Nacional del Perú, 1971 (1844), p. 81.
[19] Ibid.
[20] Cfr. Vidaurre, Manuel Lorenzo; “Manifiesto sobre los representantes que corresponden a los americanos en las inmediatas Cortes” (1820). En: Colección Documental de la Independencia del Perú. Los Ideólogos. Tomo I Volumen 5. Manuel Lorenzo de Vidaurre. Plan del Perú y otros escritos (Edición y prólogo de Alberto Tauro). Lima: Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, 1974, p. 262.
[21] Calatatud, Fray Jerónimo de; “Disertación histórico-ética sobre el Real Hospicio general de Pobres de esta Ciudad, y la necesidad de sus socorros”. En: Mercurio Peruano. Lima: Biblioteca Nacional del Perú (edición facsimilar), 1974, t. IV, pp. 124 y ss.
[22] Ibid, p. 126.
[23] Ibidem.
[24] Cfr. ibid. pp. 127, 134; Villanueva, op. cit. P. 8.
[25] Cfr. Calatayud, op. cit., pp. 124, 148-153.
[26] Cfr. ibid., p. 134.
[27] Cfr. Rossi y Rubí, Joseph; “Nota de la Sociedad” (1791). En: Mercurio Peruano. Lima: Biblioteca Nacional del Perú (edición facsimilar), 1974, t. II, pp. 295.
[28] La Verdad, # 3, XII 1832.
[29] Cfr. Pando, José María de; “Carta al Sr. Ministro de Estado y Relaciones Exteriores del Perú” (01 X 1826). En: Colección Documental de la Independencia del Perú. Tomo I. Los Ideólogos. Volumen 11. José María de Pando (Recopilación, investigación y prólogo de Carlos Ortiz de Zevallos Paz Soldán). Lima: Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, 1974, p. 209.
[30] Cfr. De Trazegnies, Fernando; La idea del Derecho en el Perú republicano del siglo XIX. Lima: PUCP, 1992, cap. 2.
[31] Cfr. Alzamora Valdez, Mario; La filosofía del Derecho en el Perú. Lima: Minerva, 1968, pp. 65 y ss.
[32] Sobre la situación política del periodo y sus discursos políticos cfr. Aljovín, Cristóbal; Caudillos y constituciones. Lima: FCE, 2000, cap. I.
[33] Ahrens, Heinrich; Curso de Derecho natural ó filosofía del Derecho con arreglo al estado de esta ciencia en Alemania. Madrid: Boix, 1842, t. II, p. 11.
[34] Cfr. Ibid. t. II, p. 27.
[35] Cfr. Herrera, Bartolomé; Escritos y Discursos I (Con introducción de Jorge Guillermo Leguía y biografía de Gonzalo Herrera). Lima: E. Rosay, 1929, 248 pp. Continúa siendo texto obligado de consulta Asís, Agustín de; Bartolomé Herrera, pensador político. Sevilla: Mar Adentro, 146 pp.
[36] Barruel, Mr. L’Abbé; 1798 (1797). Abrégé des Mémoires pour servir á l’Historire du Jacobinisme. Londres: Oh. Le Boussonnier & Co., 456 pp.
[37] Cfr. mi “Quanta cura. El pensamiento reaccionario en Bartolomé Herrera”. En: Anales de la Fundación Francisco Elías de Tejada (Madrid), # XIII, 2007.
[38] Cfr. Herrera, op. cit., pp. 13 y ss.
[39] Cfr. ibid. pp. 98 y ss.
[40] Cfr. el texto anónimo sobre las tragedias de la Francia revolucionaria “La Galiada ó la Francia Revuelta. Poema”. En: Mercurio Peruano. Lima: Biblioteca Nacional del Perú (edición facsimilar), t. XI # 353-354, 18 V 1794/22 V 1794, p. 52.
[41] Cfr. Olmedo, Joaquín; La victoria de Junín y otros poemas. Quito: Ecuador, 1994 (1824), pp. 108-109.
[42] Cfr. ibid. p. 91.
[43] “Decadencia y restauración del Perú. oración inaugural, que para la estrena y abertura del Anfiteatro Anatómico, dixo en la real universidad de san marcos el día 21 de noviembre de 1792, el doctor don Joseph Hipólito Unanue, catedrático de anatomía, y secretario de la Sociedad”. En: Mercurio Peruano. Lima: Biblioteca Nacional del Perú (Edición facsimilar), 1964, t. VII, p. 82.
[44] Ibid., p. 84.
[45] Ibid., p. 83.
[46] Bello; Andrés; Principios de Derecho internacional. Segunda edición correjida y aumentada por Andrés Bello. Lima: Librería de Moreno, 1844, 284 pp.
[47] Espinosa, Juan; Diccionario para el Pueblo. Lima: PUCP-University of The South-Sewanee, 2001 (1955).
[48] Cfr. Ibid. p. 523.
[49] Cfr. el ya clásico MacIntyre, Alasdair; Tras la virtud. Madrid: Cátedra, 1984 (1981).
[50] Cfr. Espinosa, op. cit., p. 523.
[51] Permítaseme aludir a mi posición al respecto en la hermenéutica de la justicia y la miseriacordia publicada como “Custodia de la justicia. Descartes y Aristóteles”. En: Volubilis (Melilla, España), # 5, 2006.
[52] Cfr. Rousseau, Jean-Jacques; “Discours sur l’inégalité des conditions”. En: Oeuvres de J.J. Rousseau, Citoyen de Geneve. Paris: Imprimerie de P. Didot l’ainé, 1801, t. I, p. 67.
[53] Cfr. Sobre la literatura del periodo Rivara, Maria Luisa; Pensamiento prehispánico y filosofía colonial en el Perú. Lima: FCE, 2000, pp. 254 y ss.
[54] Cfr. D’Holbach, Barón de; La moral universal ó los deberes del hombre fundados en su naturaleza. Valladolid: Pedro Cifuentes, 1821, t. I, p. 189.
[55] Cfr. Rossi y Rubí, op. cit., p. 295.
[56] Cfr. Ibid., pp. 118, 120.
[57] Cfr. Rossi y Rubí, op. cit., p. 296.
[58] Monteagudo, Bernardo; “Memoria de los principios políticos que seguí en la administración del Perú y acontecimientos posteriores a mi separación” (1823). En: Escritos políticos (con una introducción de Álvaro Melián Lafinur). Buenos Aires: Talleres Gráficos Argentinos L. J. Rosso, 1916, p. 296.
[59] Cfr. ibid.
[60] Cfr. El célebre texto de Strauss, Leo; “¿Qué es filosofía política?”. En: ¿Qué es filosofía política? y otros escritos. Madrid: Guadarrama, 1970.
[61] Cfr. Valdez, op. cit., pp. 80-81.
El presente trabajo pretende ser una versión alternativa a los estudios más recientes acerca del término “liberalismo” en los parámetros de la historia de los conceptos y –con mayor justicia- de los conceptos políticos. La historia de los conceptos puede considerarse tanto una rama de la hermenéutica filosófica como un rubro de la historia disciplinaria y tiene un énfasis particular en los estudios que ligan estos conceptos con la aparición de la “modernidad”, ésta misma un concepto político, cuyo origen se remite a un periodo que se ha establecido entre 1750 y 1850[1]. Como se sabe, en esta clase de estudios es reconocido el aporte de diversas escuelas, todas de una u otra manera fruto del giro lingüístico, y tienen un abanico tan grande que va desde la hermenéutica de Hans-Georg Gadamer y Reinhardt Koselleck[2] hasta la Escuela relativista de Quentin Skinner, de inspiración en la filosofía analítica[3]. No voy a detenerme en su descripción y aportes, para cuya generalidad remito a un famoso y varias veces reimpreso estudio del historiador mejicano Guillermo Zermeño[4]. La tendencia predominante en los estudios históricos hispanoamericanos se inclina por la versión relativista, que se ciñe a investigar los conceptos históricos a partir del uso social de las palabras, la constatación de ese uso en un registro documentario y su validación en agentes políticos concretos que hacen bandos, partidos o fuerzas de presión específicas dentro del espacio conceptual que llamamos “opinión pública”. Se estudia el “liberalismo” como un término que surge del seno de la opinión pública, como el resultado de una praxis política eficazmente orientada que se vuelca en los criterios de uso de tal o cual término. Especial valor en esta línea es la obra de Javier Fernández, en particular su extenso artículo en el Diccionario político y social del siglo XIX español, impreso en el 2002[5]. Estudios como el antedicho son notables, pero tienen un inconveniente, que hay que resaltar de tan generalizado que es su éxito: Nos permiten un horizonte de pasado que es inevitablemente optimista frente al resultado histórico del objeto estudiado. Aplicado al liberalismo, estamos ante un límite hermenéutico del horizonte que nos corresponde como plano para la crítica, dado que el liberalismo ha acontecido como la dimensión “natural” de la autodescripción del hombre en la sociedad tardomoderna, esto es, como nosotros mismos. Para quienes el pensar debe circular en el límite, la metodología relativista nos aparece como excesivamente “correcta”. Este trabajo surge, pues, como la pretensión de ser el pensar de la diferencia frente al optimismo “natural” y su pensar demasiado optimista.
Una desconfianza saludable nos permite cuestionar las investigaciones de inspiración relativista o analítica; esto pareciera deberse a una apuesta contramoderna; se debe en realidad –principalmente- a que la metodología analítica parte de un presupuesto epistemológico que, por ser positivista, es inaceptable: La idea de que el lector del pasado puede librarse de lo que es conocido desde Gadamer como el “círculo hermenéutico”, esto es, del compromiso del investigador con sus propios presupuestos, ampliamente favorecidos con una simplificación de los conceptos en el mero uso social de palabras éstas o aquéllas[6]. En este sentido, debía ser también inaceptable para el propio optimista que confina los conceptos al uso social de las palabras, con lo que nos libramos de cualquier crítica que pueda acusarnos de no haber comprendido el círculo hermenéutico nosotros tampoco. El enfoque del pensamiento histórico alternativo que aquí nos proponemos frente al nominalismo y el relativismo de las metodologías de Skinner y los analíticos ofrece sus razones morales desde el ángulo del pensar diferenciado. La comprensión del pasado nos exige una cierta benevolencia con él que es imposible desde la autosuficiencia; en la medida en que el positivismo es largamente inaceptable, tanto que es de su refutación que surgen metodologías como la de Skinner, si el autor de estas líneas quiere ir más allá de la naturaleza es porque, en efecto, debe tomarse en serio el reto que el círculo hermenéutico significa. El “liberalismo” más allá de las palabras, o tal vez, en su diferencia.
Vayamos ahora a la historia de los conceptos antes de las palabras, hacia la premodernidad americana donde, pace nuestros límites y nuestra “naturaleza” conceptual tardomoderna, el liberalismo surge como otro, como otro de nosotros (y de ellos, los habitantes premodernos de estos Reinos del Perú). Es otro hermenéutico, esto es, otro que nos pertenece, pero es otro, de todas maneras, otro con quien hay que vincularse y a quien, en lo posible, leemos en el lìmite de su diferencia y no en el nuestra simpatía. En adelante, vamos a seguir un orden expositivo que contempla el paso de la modernidad tal y como la entiende la historia de los conceptos basada en la obra de Reinhart Koselleck, esto es, el periodo comprendido entre 1750 y 1850[7].
El “liberalismo” en 1820
Liberalismo es un concepto cuya historia está marcada por un quiebre semántico radical, por un evento catastrófico. Para comenzar, el término “liberalismo” tiene un significado bastante preciso antes de 1812: Ninguno. Y un buen día, simplemente, apareció y hubo de usarse. La fecha de 1812 ha sido establecida para la monarquía hispánica, aunque para el Perú el uso del concepto en su forma definitiva y moderna no tiene lugar sino hacia la década de 1830. “Liberal” en su sentido político es un término más bien infrecuente antes de la secesión del Imperio y se integra, por tanto, sólo en el horizonte hermenéutico del republicanismo que la sucedió. La palabra “liberal”, sin embargo, es historia aparte; si “liberalismo” se registra por vez primera en 1812, “liberal” resulta ser una antigua herramienta del vocabulario moral premoderno. La interpretación peruana del “liberalismo” y su incorporación impulsan a examinar la evolución del concepto de lo “liberal” en el siglo XVIII y a vincularlo con su antecedente político, el “libertinage” o “libertinismo”. Como veremos, lo que llamamos “liberalismo” alguna vez en nuestro pasado fue “libertinismo” y arrastraba una carga semántica valorativamente nefasta. Su significado simpático y “natural”, pues, era bastante antinatural. Hacia 1820 se habría producido un quiebre semántico que hizo del “libertinage”, una filosofía política “con poco público” se convirtiera de pronto en el pensamiento mismo gestor del Estado. ¿Su supuesto básico?: Una inversión conceptual que hace que los rasgos del libertino se vuelvan normativamente deseables. Un “liberal” del siglo XIX es un libertino del XVIII, pero con buen corazón. El descrédito de una palabra contribuye a su reemplazo por otra, que asume el pasivo introduciendo una significación enaltecedora.
Como las palabras no salen de la nada, y “liberalismo” se asocia a “liberales”, la clave para comprender las diversas dimensiones semánticas del término es atender, no a la palabra “liberalismo”, sino a la evolución de la dupla Liberalismo-Liberal. Ahora bien. Ser “liberal”, en el sentido de significar la adhesión a la ciudadanía en relación con la retórica moderna de la igualdad, la libertad o los derechos, aparece como tal en el Perú hacia la década de 1820. Manuel Lorenzo de Vidaurre, por ejemplo, aunque recién para 1820, utiliza ya con plena soltura la expresión “ideas liberales” para significar un plexo de conceptos políticos que se articulan entre sí y que sin duda corresponden con nuestro “liberalismo”: 1. División de Poderes, contrario de un gobierno “absoluto”, 2. Igualitarismo, “la constitución no los distinguirá” (españoles de americanos), 3. Libertad negativa, esto es, lo opuesto de la tiranía y la opresión, pues “en el año 1812. En Indias, los mandarines continuaron con su despotismo (...), la servidumbre y oposición”. 4. Habría que agregar la noción de primacía de la ley pues “continuaron” (los españoles) en “los tribunales de justicia, en sus antiguos abusos”, y, por último, 5. La concepción contractualista del fundamento político entendida como gobierno constitucional, “Sus ideas liberales y constitucionales se dijo eran peligrosas en aquellos países”[8]. En 1820 identificamos una posición llamada “liberalismo”, así como a los “liberales”, los suscriptores de dicha postura; antes de esa fecha, no hay “liberalismo”, pero sí “liberal”. ¿Y qué significaba “liberal”?: Expresa de manera preferente una virtud de la ética aristotélica. “Dadivoso”, es la escueta definición con que responde el Diccionario Castellano con las voces de Ciencias y Artes (1788). El uso que enlaza “liberal” con “liberalismo” a lo largo del tiempo, desde el punto de vista político, involucra en el interim un concepto en elaboración.
¿Qué ocurre en el periodo posterior a Cádiz, entre 1812 y 1850? “Liberalismo”, término infrecuente aun hacia la década de 1820, va adquiriendo presencia algo más notoria luego de la década siguiente. Con certeza, ya entrada la década de 1830, Liberalismo-Liberales significa una forma específica de pensamiento y práctica política ligada con los rasgos explícitos adjudicados por Vidaurre. ¿Qué tenemos en el lapso de 1820 a1830?: La quiebra política, violenta y relativamente rápida de la unidad del Imperio Español, la secesión peruana y la instauración del republicanismo. Liberal-Liberales es parte del imaginario conceptual político no como resultado de un proceso de pensamiento, sino de un evento histórico impositivo. Las afirmaciones de Vidaurre, aún bastante raras en 1820 se hacen, en un lustro, vocabulario político normal. Ya para 1829, por ejemplo, puede leerse en un periódico que hay un “inicuo medio” por el cual una sotana quiere “tiranizar al pueblo”. ¿Y qué recurso le es útil a la susodicha sotana?: Nada menos que “hablar al pueblo en lenguaje del liberalismo” (La Patria en Duelo, # 1, 07 VI 1829). El periódico no podría haber sido más enfático en su diatriba contra el famoso Padre Luna Pizarro, conocido y perdurable liberal. Y su énfasis demuestra que sus lectores sabían claramente que la palabra “liberalismo” estaba instalada en el vocabulario político, pero esta confusión entre la sotana y la tiranía no habla mucho a favor de la claridad de su significado, no digamos ya nada de su uso social. Como sea, el liberalismo de 1829, pues, era ya “un lenguaje”, esto es, una doctrina política, una ideología, aunque en este caso no quedara claro por completo qué ideología ni qué doctrina. En menos de dos décadas, un inexistente del vocabulario político era ya parte del lenguaje cotidiano. Inexistente.
Como vamos a ver, la historia de “liberalismo” en el Perú, entre 1750 y 1850 es, en términos generales, el relato de la resemantización y el desplazamiento del dominio semántico de la palabra “liberal”, un término propio del ámbito de la moral clásica; “liberal” pasa de la moral al pensamiento político moderno. Este proceso tiene un vínculo de mediación muy importante con el concepto “humanidad”, que cambia también. En un inicio del periodo, “humanidad” y las acciones vinculadas con el término tienen un referente concreto: se trata de un vocabulario en relación con el cultivo de la virtud que, para fines del mismo, pasa a una significación abstracta. En esa medida, está relacionado con las virtudes morales que –para simplificar- podemos atribuir a la racionalifad premoderna o al mundo clásico y se refieren todas focalmente al concepto de justicia, esto es, a la racionalidad moral en el trato con un otro. De acuerdo con esta apreciación, se usa como parte de un abanico de virtudes políticas; no sólo la justicia, sino también la benevolencia, la magnificencia, la fidelidad, etc. Como es notorio, todos estos términos presuponen el universo conceptual de una organización social diferenciada por roles, jerarquías y valoraciones sustantivas (culturales, de educación, honor, status y reciprocidades)[9]. Podemos afirmar de modo enfático que el liberalismo se convierte en un término específicamente político sólo cuando es posible debilitar o suprimir la carga semántica aristotélica. La abstracción de la idea de “humanidad” es clave en este proceso[10]. Esto, sin embargo, no habría llegado a ocurrir aún en 1850. El proceso de resemantización y desplazamiento que lo haría posible no terminaba de llevarse a cabo todavía y debió haberse completado durante el resto del siglo XIX. La existencia del concepto Liberalismo-Liberales está completamente fuera de dudas para el último tercio del siglo XIX.
Para entender el proceso de cambio en Liberalismo-Liberal es necesario acercarse desde lo no dicho, desde lo que está presupuesto más allá del término mismo y le otorga sentido en un horizonte amplio de significaciones políticas. Tenemos al menos 62 años para esa exploración (1750-1812). La palabra “Liberalismo” apareció sin avisar, pero no salió de la nada. No es una creación heroica, sino la consecuencia de una necesidad de indicar con una seña lingüística un proceso efectivo de significación, esto es, una gramática en el sentido de Wittgenstein. En este sentido, el proceso de desplazamiento semántico debe articularse sobre el pensamiento del “liberalismo” antes de que la palabra misma existiera, como el surgimiento, los sucesivos fenómenos de transposición, traslapamiento y fusión de criterios wittgensteinianos, que coinciden aquí con los rasgos que Vidaurre utilizó al inicio de 1820 para caracterizarlo. La pista es un ancestro suyo que la historiografía –celosa de sus compromisos epocales con una imagen impecable de lo liberal- se ocupa de disimular u ocultar: el libertinismo. Y es que los criterios que hacen posible definir el liberalismo en 1820 tienen una pesada carga condenatoria si se los ubica en su origen, un concepto político con connotaciones morales altamente denigratorias que, sin duda, a sus herederos les es cómodo olvidar dentro del “correcto” límite de lo impensado.
El libertinage durante la Revolución
De hecho, lo que llamamos ahora “liberal” tiene un vínculo valorativo tenso con el pensamiento político de lo que, hasta bien avanzado el siglo XIX peruano, podemos reconocer como “libertinismo”, “anarquía” o “el idioma del libertinage”[11]. Un idioma francés, como basta notar por el último galicismo. Como ya adelantamos, ser “liberal” en el siglo XVIII es positivo, pero ser “libertino” no lo es. Según parece, es algo que merece juicios horrendos: “El sagrado y recomendable nombre de Filósofo” -dice Fray Tomás Méndez y Lachica en 1791- “en nuestro siglo ha sido profanado, atribuyéndolo por un cierto delirio, á libertinos y fanáticos”[12]. Por otra parte, si bien ambos términos se refieren a un espectro amplio de posiciones éticas y políticas, “liberal” es, en principio, un concepto de tipo ético, relativo al carácter, mientras que “libertino” es en el Perú un concepto básicamente político, e involucra una concepción político-filosófica. Sus extremos mantienen un vínculo antagónico, pero un dominio medio de traslapamiento, bastante pequeño, es el que permite la inversión semántica anunciada arriba. Veamos por qué.
“Liberal” tiene la clara significación que corresponde con la ética clásica de las virtudes tal y como ésta se desprende de la tradición de la Ética a Nicómaco de Aristóteles; en el uso corriente del Perú no se distingue de la magnanimidad y va acompañado con la idea de “beneficio” o “beneficencia”, que es el uso político de la virtud aristotélica de la liberalidad. La palabra “libertino”, en cambio, significaba claramente una teoría política. Acudamos por ejemplo al Catecismo del Estado, impreso en Madrid en 1793: “P. Los filósofos libertinos quando dicen que el hombre nació libre, en qué sentido hablan de la libertad? R. No hablan de la libertad esencial del hombre (...) sino de la libertad civil que se opone á la subordinación á la legítima autoridad, y por otro nombre se llama independencia”[13]. El libertino, pues, tiene una teoría sobre “la libertad civil”. Vidaurre, 17 años después, identificará “libertad civil” con “libertad política” para oponer este concepto a “la opresión” pero llamará a esta concepción “liberal” y no ya “libertina”[14]. La “independencia” será parte del nuevo vocabulario virtuoso y no más el sospechoso sustantivo en cursivas del Catecismo de 1793.
Un acápite sobre los conceptos “liberal” e “independencia”. Es evidente que en 1820 “independencia” se refiere a la noción ética de autonomía y al concepto político de ciudadanía, que se aplicaría después para las jurisdicciones que formarían los Estados nacionales latinoamericanos luego de la crisis bonapartista. “Independencia” es sinónimo de “libertad civil”, esto es, “libertad” en sentido político. Es fascinante que para 1825 este concepto se asocie íntegramente al liberalismo doctrinario, que se convierte, así, en el argumento normativo para la secesión política de los restos del Imperio remecido por Bonaparte. Dice Bernardo Monteagudo que “Todos querían la independencia (... y) después de haber oído por el espacio de diez años defender con ardor e impugnar a sangre y fuego la libertad y la igualdad, esperaban con impaciencia el momento de poder rivalizar a los más acalorados defensores del Contrato Social” (Monteagudo, 1916 (1823): 295). El quiebre violento del vocabulario político, iniciado justamente en ocasión de la invasión argentina de la que Monteagudo formaba parte, se justifica con una narrativa emancipatoria autorreferente, post hoc, y que difícilmente podría haber sido pensada de ese modo, por ejemplo, en 1805.
Es interesante notar que, a fines del XVIII, son frecuentes los debates contra las teorías políticas que se considera “libertinas”; éstas se identifican claramente en las posturas del contractualismo, la autonomía de la razón práctica y el reconocimiento igualitario, características del liberalismo tal y como actualmente usamos el término para significar una teoría política[15]. De no conocer la definición del texto madrileño de 1793, los limeños podrían haberla reconocido en este fragmento antirrepublicano publicado en la capital del Virreinato durante el Régimen del Terror. De acuerdo con el artículo, la teoría de los “Sectarios del libertinage” consiste en sostener que “la pública autoridad” es “una usurpación de la libertad de los hombres”[16] (). Sin duda, esta “libertad” de los libertinos es la misma “libertad civil” que Vidaurre defiende y el Catecismo deplora. En este concepto van implícitas las nociones modernas de individuo, autonomía, igualitarismo y contrato social.
En el siglo XIX la “libertad civil” pasa, de ser una quimera de los “falsos filósofos”, a constituir el significado mismo de la concepción política, como quehacer de individuos modernos, en el sentido lato que esa significación tiene en el pensamiento político corriente[17]. En el Perú estas ideas se hacen más explícitas conforme avanza el siglo y acaban de definirse hacia el final. De hecho, ya para 1844 la “libertad civil”, sinónimo de “libertad política”, se identifica con el concepto de ciudadanía. El individuo que no reconoce lazos, libre de la tradición e igual en derechos, el mismo que antes era libertino, se ha trocado en ciudadano. Dice en 1844 José Manuel Valdez y Palacios (1812-1854) que “La libertad civil y política nació en medio de las tormentas de la guerra de la independencia. Los Peruanos fueron hechos ciudadanos, y ciudadanos libres que podían disponer a su buen arbitrio de su persona y su propiedad” además de tener “participación en los gobiernos”[18]. Es interesante notar que Valdez reconoce: 1. Que hay una inversión conceptual, una quiebra de vocabulario rápida e inesperada. 2. Que ésta fue provocada en “las tormentas de la guerra” ya que “las ideas políticas” “entraron con la revolución”[19] y que por ello hubiera espantado “dos o tres años antes al más audaz en sus opiniones”. El propio Vidaurre, que en 1820 hablaba con soltura de las ideas “liberales”, se muestra aún bastante circunspecto en 1814.
En efecto. Hasta antes de 1812, “liberal” y “libertino” expresan una dualidad conceptual de exclusión tensa. Aunque ya hay evidencias después de esa fecha de que lo significado por “libertino” pasa a tener un sentido positivo, antes de llamarse “liberal” se hace necesario aún hacer salvedades. En diciembre de 1814 Manuel Lorenzo de Vidaurre, en su Justificación motivada por las acusaciones en torno a la conducta seguida en Cuzco (diciembre de 1814), se defiende ante el oidor por haber sido acusado, entre otras cosas, de “liberal”. Vidaurre articula su defensa distinguiendo buenos de malos liberales; se ve forzado a ello, sin duda, porque está ya en proceso la inversión semántica con “libertino”. Los malos liberales ya no son “libertinos”, pero comparten con ellos los rasgos detestables de su doctrina: “Si por liberal se recibe el que con sistemas creados quiere introducir el desorden y la anarquía, el que representa ha estado muy distante de pensar de ese modo”. A este carácter “liberal” (=libertino), opone su propio uso de “liberal”, que es ya el concepto moderno y republicanista. Para defenderse de “las imputaciones anteriores” afirma que él es sí es “liberal” “Si por liberal se entiende un hombre que quiere seguridad de las propiedades, de la vida y el honor bajo el amparo de las leyes”[20]. Este testimonio significa que, aparte de la imposición violenta, había ya un uso de “liberal” (=“libertino”) antes de la secesión peruana cuyo significado implicaba, a manera de traslapamiento semántico, la concepción política del liberalismo.
Para que se observe la magnitud del quiebre conceptual que fue anejo a la guerra civil de la secesión peruana, volvamos a fines del siglo XVIII. Entonces “libertinage” se usa para significar el inviable pensamiento de “los así llamados filósofos”, en alusión al lenguaje político normal de la Ilustración francesa. Como es de esperarse, se refiere de manera específica a la propuesta del igualitarismo democrático implícita en este uso traslapado de “liberal” y que es la que da lugar al significado de “ciudadano” que usa Valdez. Necesitamos comprender el argumento central antilibertino usado en el Reino del Perú, que Valdez omite detallar. Lo encontramos expreso en 1792, y en nada difiere del Catecismo de Madrid del año siguiente que ya hemos citado: “La falsa filosofía” hacía imposible la virtud política y, por ende, es una teoría esencialmente injusta que llama “tiranía al beneficio”[21]. ¿En qué consiste la virtud política del siglo XVIII, ya que es incompatible con el igualitarismo atribuido a los libertinos? La justicia, en particular la justicia política, se entiende en términos de “beneficencia”. Ésta, a su vez, es la reina del cuadro de virtudes que manejaba el imaginario conceptual de los peruanos de la época. De esta manera –afirma Fray Jerónimo de Calatayud- así como “En el Empíreo los espíritus celestes forman diversas gerarquías”, del mismo modo “en el Mundo unos son Monarcas, otros vasallos: unos nobles, otros plebeyos: unos ricos, otros pobres”[22]. En ese mundo donde la diferencia vertical es un rasgo de la racionalidad práctica, el catálogo de las virtudes se centra en la liberalidad o beneficencia pues “si la liberalidad christiana no le regalase al uso, la desdicha oprimiría al Pobre”[23]. Es obvio que el catálogo de virtudes políticas premodernas podría haber tenido otro orden y no vamos a ingresar aquí en una polémica acerca del carácter temporal de su vigencia. Con todo, es significativo que la idea de liberalidad o beneficencia haya sido tan central para la cultura política durante la monarquía; esto implicaba que para un peruano de fines del siglo XVIII cualquier concepción de la política que obstaculizara el ser de la benevolencia era, sin más, tanto irracional como inmoral, esto es, ambos.
En la concepción aristotélica clásica de la virtudes, que es el origen manifiesto de “liberal”, el término designa a quien es generoso, el que no se apega a sus bienes y los prodiga con prudencia a los necesitados; se trata de un sentido de “liberal” que hoy está en desuso, pero que continuaba siendo vigente en 1850, como claramente lo expresa el Gran Diccionario de 1847, “Dícese del que obra con liberalidad, o de la cosa echa con ella”. Agrega en carácter de sinónimos justamente las virtudes aristotélicas relativas a la justicia diferenciada por roles y status: “Espléndido, generoso, dadivoso, desprendido”. El “libertino” es suscriptor de un tipo de filosofía política que es la directa negación del universo conceptual de la ética de las virtudes. Cualquier componenda que haga del libertino del siglo XVIII un liberal del XIX deberá arreglárselas: 1. Con la liberalidad, cuyo dominio habrá de apropiarse, desplazar o traslapar. 2. Con las virtudes políticas, cuyo catálogo deberá redefinir. Sin duda, tanto lo primero como lo segundo ocurrió, primero como un traslapamiento semántico con “liberal” y luego, de manera más o menos violenta, como producto de una imposición dramática de vocabulario. Preguntamos. ¿Habrá ocurrido algún proceso social de elaboración racional que involucrara estas transformaciones? Es una sugerencia que los historiadores deben resolver.
Es un hecho fáctico que se operaron los cambios en la semántica política; no lo es, en cambio, que ese cambio se haya producido por un proceso de reflexión racional de los agentes sociales que resultaron los usuarios de los términos nuevos cuando aparecieron, digamos, en 1820. Las bayonetas argentinas o colombianas pueden ser estupendos argumentos para sustituir las razones que faltan. Como sea, para los peruanos del siglo XVIII, el libertinismo es aún el “filosofar de la inhumanidad”, esto es, la concepción política incompatible por antonomasia con la liberalidad. A riesgo de ser insistentes, subrayemos que del texto del Padre Jerónimo de Calatayud se desprende dos características de ese mismo libertinismo que habría de resemantizarse como la ideología de la libertad tan pocos años después de redactado. Es antipolítico e inmoral. Antipolítico porque hace inviable el gobierno[24]. Inmoral porque niega las virtudes[25]. Como opuesto a “liberal” en sentido aristotélico, “libertino” significa ser egoísta e individualista y alude a la carencia de criterios de racionalidad moral[26]. El libertino, además, reemplaza la beneficencia (esto es, la virtud moral correlativa a “ser liberal” en el sentido aristotélico) por la filantropía, que se denuncia como una forma hipócrita de disimular la mezquindad, cosa de “fariseos políticos”[27].
1830: Los libertinos se extinguen
El término “libertino” virtualmente se extingue como expresión de ideas políticas luego de la guerra civil y las invasiones argentina y colombiana, esto es, entre 1820 y 1825. Los rasgos distintivos, los criterios wittgensteinianos de su interpretación valorativamente negativa permanecen, sin embargo, confundidos con “liberal”; esto ya venía ocurriendo en el Vidaurre de 1814. Vayamos a ciertas ocurrencias de prensa. Un buen “liberal” de 1832 –por ejemplo- deberá “demostrar” a quien lo dude que “la libertad” “y todos los bienes que de ella emanan, no puede ecsistir sin fuerza”[28]. Por otra parte, aunque la palabra “libertinismo” ha sido desplazada, los liberales enfrentan los mismos cargos pues “abusan de las libertades. Estos conocen los derechos y no obligaciones” (El Conciliador # 74, 19 VIII 1832). Los liberales son sospechosos de anarquismo, antipolítica e inmoralidad hasta bien avanzado el siglo XIX. Son “libertinos” soterrados. Si a inicios de la década de 1820 tenemos aún necesidad de diferenciar dos versiones de liberalismo, es porque los campos semánticos de “liberal” se traslapaban aún; el “liberal” político es tomado por un hombre “generoso” con la “humanidad”. Un caso ostensible de lo anterior lo tenemos en una carta del poeta guayaquileño José Olmedo, redactada en 1826. “El establecimiento en Portugal de una constitución bajo principios bastante liberales ha dado un impulso extraordinario a la revolución que había hecho en la política europea la total y gloriosa independencia de América”[29]. Es manifiesto que “liberal” puede ser interpretado como “generoso”, en este caso opuesto a “opresivo”, pero por el vínculo revolucionario, alude sin duda a los principios del republicanismo que el siglo XVIII daba por “libertino”.
Hay que anotar que la bibliografía académica de uso hacia el final del periodo registra el ingreso oficial de ideas para la educación pública orientada a desidentificar la carga semántica “libertina” del liberalismo político. En este sentido, el Curso de Derecho de Heinrich Ahrens fue introducido para reemplazar a Heinecio en el Convictorio de San Carlos a inicios de la década de 1840[30]. Sin duda, el proyecto intentaba sustituir el jusnaturalismo democrático por visiones más viables[31], algo de especial importancia en un Perú que no salía del caos político desde la ocupación colombiana de 1824[32]. Los peruanos tenían dos liberalismos traslapados, e iban en busca de una fuente conceptual que lograra escindirlos. Ahrens encajaba bien en estre esquema.
Pues bien, Ahrens consolida la posición de que no hay uno, sino dos liberalismos: “Hay dos especies de liberalismo; un liberalismo negativo (...) y un liberalismo organizador”[33]. Es fascinante reconocer que la primera especie de “liberalismo” de Ahrens ha contado según el alemán con “primeros ensayos” que “no han sido felices” pues, “en vez de apoyarse sobre el conocimiento profundo de la naturaleza y el destino individual y social del hombre, han sido sugeridos por el conocimiento superficial de algunos defectos y lagunas de la organización social”[34]. Esta argumentación sería recogida un lustro después por el Padre Bartolomé Herrera, figura intelectual de la reacción restauradora en el Perú[35] y quien había, precisamente, traído al contexto peruano las ideas de Arhens. Los dos liberalismos ingresarían pronto por su causa en pugna, y es razonable creer que Herrera, un autor de tendencia reaccionaria, se viera a sí mismo como un pensador (o, mejor, un repensador) del liberalismo bajo presupuestos no “libertinos”. Es muy probable que estuviera influenciado por Agustín Barruel[36], uno de los más arduos detractores del libertinismo y su completa identidad con la modernidad liberal[37]. De hecho, un sector de la prensa asumió las posturas de Herrera como “liberales”. Literalmente dice un editorial de El Republicano de Arequipa que, gracias a Herrera, entonces Rector del Convictorio de San Carlos, “Se está formando una juventud imbuida en principios liberales, mui distintos de los que extraviaban la razon de nuestros padres” (El Republicano, 27 I 1847). Lo que esaba en pugna, sin embargo, era el meollo de la teoría liberal; no sólo lo percibía su contrincante, el liberal Benito Laso[38], sino también el propio Herrera, quien recusa el contractualismo, la autonomía de la voluntad y el individualismo metodológico propios del liberalismo[39]. El Padre Herrera combate a Rousseau, los sensualistas franceses y a Kant como “la caduca filosofia del siglo pasado”. Más claro no canta el gallo. A pesar de todo, la opinión pública podía tomarlo por “fomentar principios liberales”. El traslapamiento de “generoso” con “demócrata” influye aún en el imaginario político.
El significado de “liberal” como opuesto a la opresión, por lo demás, ya era aceptado por el Nuevo Diccionario de la Real Academia Española de 1847: “El que tiene ideas favorables a la justa libertad del pueblo”. Sin duda, hay una oposición semántica entre libertad y “tiranía”. Desde el punto de vista de la teoría política, volvemos aquí a una definición de la filosofía de los “libertinos”. Curiosamente, un poema copiado (y anónimo) publicado en Lima en 1794 coloca en la voz de un Mirabeau inspirado por Voltaire exaltando a las masas de Francia alegando que “un inmenso número de Filósofos” no permite “mirar sin triste llanto gemir la libertad” bajo “la injusta tiranía”[40]. Esta descripción no es en absoluto un intento por exaltar la teoría revolucionaria, sino que intenta ridiculizarla como cosa de “Filósofos”, esos “libertinos y fanáticos” a los que el Padre Méndez dedica sus insultos en 1791, como hemos visto. El poema, sin embargo, coincide casi palmo con palmo con la definición que da José Joaquín Olmedo de la “libertad” como opuesta a la “Tiranía y opresión”, tanto en su Alfabeto para un niño [41]como en su Victoria de Junín de 1824[42]. La libertad libertina es también la libertad emancipadora. Los términos, los mismos; su valoración, invertida.
¿Cómo pasamos de la mutua exclusión de liberal y libertino a los liberalismos bueno y malo que constatamos en 1814 y son ya educación pública desde 1843? Vidaurre debe encontrarse entre los primeros que utilizan expresamente la palabra “liberal”, y es notorio que la urgencia por hacer la distinción de su parte es anterior al traslapamiento entre el dominio de la liberalidad (moral) y el del libertinismo (político). Curiosamente, puede constatarse de que los intelectuales de fines del XVIII trataron ya de deslindar la posición del liberal frente a la de los libertinos como si se tratara, no de dos incompatibles, sino de una mera oposición (o sea, no contradictoria); esto puede observarse en reiteradas ocasiones a lo largo de los cinco años de circulación del Mercurio Peruano (1791-1795). Para el Mercurio, tanto la liberalidad como el libertinismo eran parte de un mismo paquete: Una concepción “moderna” e “ilustrada” de ética y la política, lo que se denomina hoy –en parte gracias a Alasdair MacIntyre- “racionalidad práctica”. Libertinos y liberales aristotélicos estaban unidos por la Ilustración, pero separados por la magnanimidad. Aunque los mercuristas del siglo XVIII usaban un catálogo de virtudes políticas aristotélicas, asociaban la liberalidad como un efecto de la Ilustración y, en los juegos de lenguaje asociados a “liberal”, hay todo un vocabulario acerca del mejoramiento de las condiciones de vida, la higiene, la educación o el comercio, esto es, la vida política, pero entendida ésta en el sentido de la administración y distribución de bienes sociales.
Reflexiones desde el templo del saber
Es interesante observar que en el siglo XVIII era posible ser generoso (“liberal” a la manera aristotélica), pero ser a la vez ilustrado, esto es, simpatizante genérico de algunas de las ideas cuya procedencia francesa que se traslaparían con el “liberal” de 1820, el liberal jacobino de Herrera. Esto es manifiesto, por ejemplo, en el discurso Decadencia y Restauración del Perú (1793) de Hipólito Unanue, dictado para inaugurar el Anfiteatro Anatómico de Lima. “Absorto en la incomparable beneficencia, y en el esplendor del sabio Gobierno”, Unanue celebra el “Templo” de la “diosa conservadora de la Humanidad”[43]. ¿Y qué ocurre en ese “Templo”? Nada menos que el cultivo de las “Artes y las Ciencias”, florecimiento de “la Mineralogía, Mecánica, Arquitectura, Física y Quimia”[44]. La “Humanidad” y la “Ciencia” son, pues, conceptos políticamente conexos. Exaltado, Unanue celebra entonces la sensatez de la “Política”, la “Ciencia del Gobierno”[45]. Está claro que un “liberal” del siglo XVIII no era, pues, sólo un buen hombre generoso aristotélico, sino que era algo más; era también un moderno baconiano interesado en el bienestar de sus semejantes. Instaurada la República, Unanue trasladaría los halagos a sus nuevos superiores. Esta entrada que asocia Ilustración y liberalidad permanecería en el siglo siguiente y es el factor decisivo que establece el nexo entre la liberalidad aristotélica y el liberalismo político. Se trata de un punto relevante, pues es un genuino puente de semántica política, un criterio de “liberal” que de facto sí compartían los peruanos del s. XVIII y sus agentes políticos sucesores.
Volvamos a la percepción “libertina” del liberalismo, así como al doble registro traslapado que hemos encontrado en Vidaurre. Ésta se extiende bastante en el tiempo; puede hallársela incluso en textos ya bastante tardíos y militantemente republicanistas, como el Manual de Derecho de Internacional de Andrés Bello de 1844[46] o el Diccionario para el Pueblo (1855), de Juan Espinosa[47]. En éste último se precisa una primera entrada negativa de la “libertad”: “La libertad no consiste, civil o socialmente hablando, en hacer cada uno lo que le dé la gana”[48]. Se da por sentado que la interpretación “libertina” del liberalismo es falsa y se emplea el tipo de distinción de “liberalismos” que hemos registrado en Ahrens y que ya tenía en 1855 doce años de uso escolar. Ahora bien, como ha notado MacIntyre, toda redescripción de una ética de virtudes requiere de un catálogo alternativo al aristotélico[49]. N o puede haber ética sin virtudes. En este sentido, es interesante observar en Espinosa una reclasificación de las virtudes políticas. Las de la Ética a Nicómaco son reemplazadas por las de la Revolución Francesa. Curiosamente, el catálogo de virtudes incluye, de manera peculiar, la “filantropía”, un pariente ilustrado de la beneficencia o la magnanimidad. En lugar de ir acompañada ésta, sin embargo, de virtudes relativas a un todo político orgánico, que implica nociones de dignidad diferenciada (como lealtad, sumisión, etc.), se vincula con “ideas de libertad, igualdad, fraternidad” y “rectitud”[50]. El traslapamiento entre “liberal” y la liberalidad del siglo XVIII subsiste aún; ser “liberal” es todavía ser un hombre generoso, pero se coimplica ya con rasgos morales propios del republicanismo, esto es, el reconocimiento igualitario, la autonomía del individuo o la soberanía de la ley. Como es de esperarse, la connotación moral de la liberalidad es transferida al paquete revolucionario, de tal modo que se opera una inversión semántica: Ser “generoso” se convierte en la virtud política de ser “liberal”; no ser “liberal” va a terminar significando ser mezquino y egoísta, carecer de “humanidad”.
Es un hecho notorio que los textos que se asocian en el siglo XVIII a la condición de “liberal” se relacionan con el tema de la “humanidad”, que es objeto de la liberalidad, de tal manera que no podemos comprender el primer concepto si no es en relación con el segundo. Este último término designa en algunos contextos el objeto de la liberalidad o beneficencia, y es un equivalente laico de “prójimo”; designa el sentimiento de compromiso moral con otro, que es fácil rastrear en la concepción religiosa de la caridad cristiana. En Aristóteles es de la familia de la justicia, del que se desprende un sentido laico de comunalidad asociado a la justicia como compasión o misericordia[51]; por otra parte, sin embargo, está también presente una segunda acepción de “humanidad” como un colectivo histórico político. Los ilustrados del siglo XVIII no distinguieron las fronteras entre uno y otro; es de presumirse que el segundo procede de la Ilustración, en particular de las doctrinas del Ensayo sobre la desigualdad de Rousseau, que toma la compasión como un sentimiento primitivo[52], aunque también de La moral universal, del Barón d’Holbach, ambos autores frecuentados desde los cambios de currícula universitaria, resultado de las reformas borbónicas de Carlos III[53].
En Holbach, en una versión castellana circulante en Lima durante la guerra civil, encontramos una definición de “beneficencia” en sentido político que corresponde con la idea de liberalidad[54]; ésta es, casi palabra por palabra, la usada por los mercuristas para significar ser “liberales” y tener “humanidad” en sentido ilustrado, esto es, de manera laica, con “una razón libre de los prejuicios de la incredulidad” [55]. Dice Holbach que “Lo que se llama espíritu público es la beneficencia aplicada a la sociedad en general” aunque -paradójicamente- se lleva a la práctica con “las personas que tienen relaciones íntimas con nosotros”[56]. La humanidad como objeto y como disposición moral está a medio camino entre la generosidad aristotélica y el bien “de la sociedad en general”. Hay artículos sobre beneficencia pública impresos en el Mercurio que tienen la misma orientación y, debemos agregar, la misma ambigüedad. El peso específico de la caridad cristiana es notable, pues se trata de proponer el fomento de asilos regidos por religiosos, por ejemplo, pero las razones se vinculan a una ética ilustrada. Se contraría el “egoísmo” de “los libertinos” afirmando que tenemos “la obligacion” “de amarnos y compadecernos mutuamente”, lo que se prueba “por nuestra Fe” y también por “Una razón libre de prejuicios”[57]. La liberalidad deja de ser aristotélica cuando su objeto no es ya más el prójimo (el vecino, un ser humano concreto); si su objeto es la humanidad o “la sociedad en general”, resulta que la beneficencia se convierte en la amistad universal, y deja de tener exigencias concretas. Ésta es la razón principal de los ilustrados peruanos del XVIII para rechazar el libertinismo. Cuando el libertinismo se hace “liberal”, sea por grado o por fuerza, a partir de 1820, es evidente que hay un desplazamiento semántico de la “beneficencia” de tiempos de la monarquía a una virtud centrada en el sentimiento de compasión universal del que habla Rousseau en su Ensayo sobre la desigualdad.
El eventual parentesco conceptual entre los usos de Liberalismo-Liberales permite que, conforme avanza el siglo XIX, vaya quedando claro que el liberalismo (ya con su nombre) no es una virtud política, sino –como vimos en un inicio- un “lenguaje” o una retórica y –conforme avanza el siglo XIX, ya más claramente una concepción política que, por lo mismo, puede ser aceptada o rechazada. Un fenómeno tardío, sin embargo. Aún en Bernardo Monteagudo, consejero de José de San Martín, lo “liberal” se identifica con la Ilustración, y ésta “con el espíritu del tiempo”. Interesante, pues Monteagudo es un invasor extranjero y funcionario de las fuerzas liberales de ocupación del Reino del Perú en 1821. En términos generales, este argentino no se diferencia mucho del Unanue del siglo XVIII. Aun cuando no haya referencias explícitas al respecto en textos anteriores, es evidente que el concepto de lo liberal que se gesta entre fines del siglo XVIII y las Cortes de Cádiz es inseparable de lo “ilustrado”. Aun en Monteagudo “el mejor modo de ser liberal y el único que puede servir de garantía a las nuevas instituciones” -argumenta- “es colocar la presente generación a nivel con su siglo”[58]. ¿Cómo se logra esto? De acuerdo al consejero del General argentino, uniéndose “al mundo ilustrado por medio de las ideas y pensamientos”[59]. Ser “liberal”, pues, es ser ilustrado. Pocos años después de estas declaraciones, está bastante claro para la opinión pública que ser “liberal” es adoptar un tipo de creencias políticas. En otros términos, que no es mandatorio ser liberal con el pretexto del “espíritu del tiempo”. Dice en este sentido un editorial de 1832 del periódico La Verdad que “El liberalismo es una opinión, la Patria es todo” (# 6, 29 XII 1832). Aquí el liberalismo es, sin duda, reconocido como una ideología o una facción. Lo mismo puede comprobarse en este extracto de un editorial de La Miscelánea en que se critica al editor de El Convencional por “liberal esaltado e idolatra de los que el llama principios” (La Miscelánea, # 704, 13 XI 1832). Liberalismo-Liberales corresponde aquí con un ideario contingente y carece de toda referencia normativa. Sin duda, esto tiene vinculación con un proceso de escisión entre el “liberalismo” bueno y malo de Ahrens.
Hacia fines del periodo, el concepto Liberal-Liberalismo es parte de un plexo semántico doble, uno político y otro moral, que a su vez se traslapan entre sí. De un lado, como expresión política, Liberal-Liberalismo se vincula con la cuestión del régimen político o lo que, en términos de Strauss, se denomina la “forma” de gobierno, como opuesto a la “materia” -el pueblo-[60]. Como tal, se traslapa con “republicanismo” y sus derivados y significa una variedad de concepciones enfocadas en torno al utilitarismo de la Escuela de Bentham, el contractualismo (en especial en la versión de Rousseau); en esta última medida se asocia con la retórica relativa a la ciudadanía y el igualitarismo abstracto propio de los sistemas “liberales” tal y como entendemos ese término en la actualidad. Al margen de otros detalles, el aspecto utilitarista es poco problemático; lo encontramos presente desde el siglo XVIII como parte del paquete “ilustrado”, como en el Discurso de Unanue de 1794 y es determinante aún en el Bosquejo de 1844 de Valdez[61].
Para terminar
Hemos intentado recorrer la historia de la pareja conceptual Liberal-Liberalismo a lo largo del arco abierto por los estudios de Koselleck para el ingreso de la modernidad política y su pensamiento en el Occidente, en lo que para nosotros ha terminado significando la identidad de nuestro horizonte hermenéutico como deudores de la empresa europea de la historia, unos deudores para quienes la liberalidad del liberalismo está rodeada de un aura intrínseca de prestigio y moralidad llana y –a veces- bastante sensible. El pensar propiamente filosófico del evento en la historia, sin embargo, nos fuerza a adentrarnos al carácter otro del pasado nuestro, que se desintegra conforme retrocedemos al límite de loi que resulta nuestro origen correcto, ese origen que nos sume y nos hunde en el carácter destinal de la modernidad europea, nos inviste de sus glorias y nos compromete con su eficacia. La filosofía, por desgracia, nos fuerza al llamado del otro como otro, como voz alterna que se estrella en nuestro asombro. Y allí, en el límite, allí donde se hace tan incómodo pensar, resulta que los conformes de hoy somos los libertinos de ayer. Y los libertinos de ayer, ¿no son responsables acaso del libertinismo de hoy? De ninguna manera, parece decir el positivismo. Dejemos que hable, con tal que sea su hablar una conversación con el pasado, esto es, un pensar. Ningún lector de Wittgenstein nos reñirá por eso.
[1] Cfr. Koselleck, Reinhart; historia/Historia (traducción e introducción de Antonio Gómez Ramos). Madrid: Trotta, 2004 (1975), 156 pp.
[2] Como referencia inicial cfr. el texto conjunto de ambos Reinhart Koselleck y Hans-Georg Gadamer, Historia y Hermenéutica, Barcelona, Paidós, 1997.
[3] Cfr. especialmente el célebre Tully, James and Quentin Skinner; Meaning and Context. Quentin Skinner and his Critics. Cambridge: Polity Press, 1988.
[4] Zermeño, Guillermo; La cultura moderna de la historia. Una aproximación teórica e historiográfica. México: El Colegio de México, 2004 (2002), especialmente cap. 4.
[5] Fernández, Javier y Juan Francisco Fuentes; “Liberalismo”. En: Fernández, Javier y Juan Francisco Fuentes; Diccionario político y social del siglo XIX español. Madrid: Alianza, 2002, pp. 428-438.
[6] Como consulta sobre la propuesta de Gadamer puede acudirse al artículo “El círculo de la comprensión” (1959). En Verdad y Método II. Salamanca: Sígueme, 1992, pp. 63 y ss.
[7] Cfr. Koselleck, Reinhart; Futuro Pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, Barcelona, Paidós, 1993.
[8] Cfr. Vidaurre, Manuel Lorenzo; “Manifiesto sobre los representantes que corresponden a los americanos en las inmediatas Cortes” (1820). En: Colección Documental de la Independencia del Perú. Los Ideólogos. Tomo I Volumen 5. Manuel Lorenzo de Vidaurre. Plan del Perú y otros escritos (Edición y prólogo de Alberto Tauro). Lima: Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, 1974, pp. 346 y ss.
[9] Cfr. Spaemann, Robert; Felicidad y Benevolencia. Madrid: Rialp, 1991 (1989), pp. 255 y ss.; MacIntyre, 1988: Cap. VII.
[10] Cfr. Wolker, Robert; “Projecting the Enlightment”. En: Horton, John y Susan Mendus (eds.); After MacIntyre, Critical Perspectives on the Work of Alasdair MacIntyre. Cambridge: Polity Press, 1994, pp. 108-126.
[11] Bermúdez, José; “Noticia histórica de la fundación, progresos y actual estado de la Real Casa Hospital de Niños Expósitos de Nuestra Señora de Atocha”. En: Mercurio Peruano. Lima: Biblioteca Nacional del Perú (edición facsimilar), 1974 (1791), t. II, p. 203.
[12] Méndez y Lachica, Fray Tomás; 1964 (1791). “Progresos del papel periódico que se publica en Santa-Fe de Bogotá, anunciado en el Mercurio Peruano. Tomo I. pag. 306”. En: Mercurio Peruano. Lima: Biblioteca Nacional del Perú (edición facsimilar), t. III, p. 164.
[13] Villanueva, R.P. Joaquín Lorenzo; Catecismo del Estado, según los principios de la religión. Madrid: Imprenta Real, 1793, p. 23.
[14] Cfr. Vidaurre, op. cit., p. 347.
[15] Cfr. En términos generales Larmore, Charles; Patterns of Moral Complexity. Cambridge: Cambridge University Press, 1989.
[16] Cfr. Mercurio Peruano, 01 XI 1793: 1966: t. IX, pp. 159-158
[17] Cfr. Sobre el punto de la evolución del pensamiento al respecto en el siglo XIX el conocido texto de Taylor, Charles; Sources of the Self. The Making of the Modern Identity. Cambridge: Harvard University Press, 1989, 601 pp., especialmente cap. 8.
[18] Valdez y Palacios, José Manuel; Bosquejo sobre el estado político, moral y literario del Perú en sus tres grandes épocas (Estudio preliminar por Estuardo Núñez). Lima: Biblioteca Nacional del Perú, 1971 (1844), p. 81.
[19] Ibid.
[20] Cfr. Vidaurre, Manuel Lorenzo; “Manifiesto sobre los representantes que corresponden a los americanos en las inmediatas Cortes” (1820). En: Colección Documental de la Independencia del Perú. Los Ideólogos. Tomo I Volumen 5. Manuel Lorenzo de Vidaurre. Plan del Perú y otros escritos (Edición y prólogo de Alberto Tauro). Lima: Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, 1974, p. 262.
[21] Calatatud, Fray Jerónimo de; “Disertación histórico-ética sobre el Real Hospicio general de Pobres de esta Ciudad, y la necesidad de sus socorros”. En: Mercurio Peruano. Lima: Biblioteca Nacional del Perú (edición facsimilar), 1974, t. IV, pp. 124 y ss.
[22] Ibid, p. 126.
[23] Ibidem.
[24] Cfr. ibid. pp. 127, 134; Villanueva, op. cit. P. 8.
[25] Cfr. Calatayud, op. cit., pp. 124, 148-153.
[26] Cfr. ibid., p. 134.
[27] Cfr. Rossi y Rubí, Joseph; “Nota de la Sociedad” (1791). En: Mercurio Peruano. Lima: Biblioteca Nacional del Perú (edición facsimilar), 1974, t. II, pp. 295.
[28] La Verdad, # 3, XII 1832.
[29] Cfr. Pando, José María de; “Carta al Sr. Ministro de Estado y Relaciones Exteriores del Perú” (01 X 1826). En: Colección Documental de la Independencia del Perú. Tomo I. Los Ideólogos. Volumen 11. José María de Pando (Recopilación, investigación y prólogo de Carlos Ortiz de Zevallos Paz Soldán). Lima: Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, 1974, p. 209.
[30] Cfr. De Trazegnies, Fernando; La idea del Derecho en el Perú republicano del siglo XIX. Lima: PUCP, 1992, cap. 2.
[31] Cfr. Alzamora Valdez, Mario; La filosofía del Derecho en el Perú. Lima: Minerva, 1968, pp. 65 y ss.
[32] Sobre la situación política del periodo y sus discursos políticos cfr. Aljovín, Cristóbal; Caudillos y constituciones. Lima: FCE, 2000, cap. I.
[33] Ahrens, Heinrich; Curso de Derecho natural ó filosofía del Derecho con arreglo al estado de esta ciencia en Alemania. Madrid: Boix, 1842, t. II, p. 11.
[34] Cfr. Ibid. t. II, p. 27.
[35] Cfr. Herrera, Bartolomé; Escritos y Discursos I (Con introducción de Jorge Guillermo Leguía y biografía de Gonzalo Herrera). Lima: E. Rosay, 1929, 248 pp. Continúa siendo texto obligado de consulta Asís, Agustín de; Bartolomé Herrera, pensador político. Sevilla: Mar Adentro, 146 pp.
[36] Barruel, Mr. L’Abbé; 1798 (1797). Abrégé des Mémoires pour servir á l’Historire du Jacobinisme. Londres: Oh. Le Boussonnier & Co., 456 pp.
[37] Cfr. mi “Quanta cura. El pensamiento reaccionario en Bartolomé Herrera”. En: Anales de la Fundación Francisco Elías de Tejada (Madrid), # XIII, 2007.
[38] Cfr. Herrera, op. cit., pp. 13 y ss.
[39] Cfr. ibid. pp. 98 y ss.
[40] Cfr. el texto anónimo sobre las tragedias de la Francia revolucionaria “La Galiada ó la Francia Revuelta. Poema”. En: Mercurio Peruano. Lima: Biblioteca Nacional del Perú (edición facsimilar), t. XI # 353-354, 18 V 1794/22 V 1794, p. 52.
[41] Cfr. Olmedo, Joaquín; La victoria de Junín y otros poemas. Quito: Ecuador, 1994 (1824), pp. 108-109.
[42] Cfr. ibid. p. 91.
[43] “Decadencia y restauración del Perú. oración inaugural, que para la estrena y abertura del Anfiteatro Anatómico, dixo en la real universidad de san marcos el día 21 de noviembre de 1792, el doctor don Joseph Hipólito Unanue, catedrático de anatomía, y secretario de la Sociedad”. En: Mercurio Peruano. Lima: Biblioteca Nacional del Perú (Edición facsimilar), 1964, t. VII, p. 82.
[44] Ibid., p. 84.
[45] Ibid., p. 83.
[46] Bello; Andrés; Principios de Derecho internacional. Segunda edición correjida y aumentada por Andrés Bello. Lima: Librería de Moreno, 1844, 284 pp.
[47] Espinosa, Juan; Diccionario para el Pueblo. Lima: PUCP-University of The South-Sewanee, 2001 (1955).
[48] Cfr. Ibid. p. 523.
[49] Cfr. el ya clásico MacIntyre, Alasdair; Tras la virtud. Madrid: Cátedra, 1984 (1981).
[50] Cfr. Espinosa, op. cit., p. 523.
[51] Permítaseme aludir a mi posición al respecto en la hermenéutica de la justicia y la miseriacordia publicada como “Custodia de la justicia. Descartes y Aristóteles”. En: Volubilis (Melilla, España), # 5, 2006.
[52] Cfr. Rousseau, Jean-Jacques; “Discours sur l’inégalité des conditions”. En: Oeuvres de J.J. Rousseau, Citoyen de Geneve. Paris: Imprimerie de P. Didot l’ainé, 1801, t. I, p. 67.
[53] Cfr. Sobre la literatura del periodo Rivara, Maria Luisa; Pensamiento prehispánico y filosofía colonial en el Perú. Lima: FCE, 2000, pp. 254 y ss.
[54] Cfr. D’Holbach, Barón de; La moral universal ó los deberes del hombre fundados en su naturaleza. Valladolid: Pedro Cifuentes, 1821, t. I, p. 189.
[55] Cfr. Rossi y Rubí, op. cit., p. 295.
[56] Cfr. Ibid., pp. 118, 120.
[57] Cfr. Rossi y Rubí, op. cit., p. 296.
[58] Monteagudo, Bernardo; “Memoria de los principios políticos que seguí en la administración del Perú y acontecimientos posteriores a mi separación” (1823). En: Escritos políticos (con una introducción de Álvaro Melián Lafinur). Buenos Aires: Talleres Gráficos Argentinos L. J. Rosso, 1916, p. 296.
[59] Cfr. ibid.
[60] Cfr. El célebre texto de Strauss, Leo; “¿Qué es filosofía política?”. En: ¿Qué es filosofía política? y otros escritos. Madrid: Guadarrama, 1970.
[61] Cfr. Valdez, op. cit., pp. 80-81.
2 comentarios:
Querdi Victor, de todos tus trabajos, los cuales me ha tocado leer y algunos de ellos me han valido mucho
pienso que este es el mejor trabajo que tehe leido
la información proporsionada es exquisita, abundante
quizas sea tu mejor trabajo
o almenos el segundo mejor de tu carrera
no sé si ya te lo han dicho
anteriormente
Estimado Samuel:
Este era otro tipo de blog. Este artículo es muy, pero muy bueno. Tiene un valor historiográfico increíble. Ahora tu blog está mucho mejor y es una alaegría.
Saludos.
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