Relativismo y nihilismo en el tiempo presente
Víctor Samuel
Rivera
Estamos
acostumbrados a tratar los temas de filosofía como si se tratara siempre de
teorías, de fenómenos que ocurren de preferencia -sino exclusivamente- entre
los filósofos profesionales y los escogidos consumidores de sus obras. Como un
asunto de existencia mental. Nos los representamos como elevadas gigantomaquias
que no nos conciernen directamente, que son cosas de profesores o de
productores de libros. Y creemos estar vacunados contra esas ideas cuando sus
consecuencias resultan incómodas simplemente oponiéndoles un “no” rotundo. “No,
yo no me voy a dejar afectar por eso”. Leo a Sartre, dice algo incómodo. La
solución parece ser cerrar el libro. Pero las cosas no funcionan así. El simple
“no” sirve más para escondernos de lo que las gigantomaquias significan que
para conjurarlas. El caso del relativismo y el nihilismo es un buen ejemplo.
El lema
estandarizado del relativismo es “todo vale”. Cuando uno piensa en la idea así
expresada se da cuenta de que eso no puede ser, que hay que estar un poco fuera
de la realidad para creer seriamente que en la vida moral o en las prácticas
políticas de verdad “todo vale”, pues eso implica que habríamos perdido
distinciones básicas, como el bien y el mal, por ejemplo. Cuando lo pensamos
como una teoría, podemos aceptar que puede ser cosa de filósofos alucinados,
pero no nos imaginamos que la sociedad pueda estar seriamente comprometida con
que no sabemos o no existe la diferencia entre el bien y el mal. Y sí, los
filósofos tienen teorías relativistas pero, además, como una cuestión de hecho,
la sociedad occidental contemporánea está constituida como si fuera posible
omitir de nuestras consideraciones la distinción entre el bien y el mal.
En la década de 1970 el filósofo Paul Feyerabend usó la fórmula “todo vale” para significar una postura anarquista en la epistemología. No hay reglas ni método, todo vale a la hora de llevar a la práctica el conocimiento. Según Feyerabend el chamanismo y la cartomancia, a la hora de progresar en la ciencia, compartían la mesa con iguales derechos que las prácticas institucionales de los científicos. Nada de privilegios ni jerarquía para los científicos sobre los chamanes. No nos detengamos en los enredos de esa teoría. Observemos más bien un fenómeno correlativo muy interesante para quienes vemos la fórmula del relativismo y nos sentimos francamente incómodos. Es un síntoma de lo que significa un problema filosófico en general que tras las posiciones más prósperas de la epistemología del siglo XX haya habido un modelo político. En Feyerabend es el anarquismo. Son conocidas las teorías de T. S. Kuhn sobre los cambios de lenguajes en la ciencia, pero se recuerda escasamente que se basó en el diseño de esa teoría en un fenómeno político: la Revolución Francesa, y cómo la Revolución y sus ideales triunfaron sobre las formas sociales y la cultura religiosa y política del Antiguo Régimen más por la fuerza que por la argumentación. Karl Popper fue un filósofo que criticó el modelo de conocimiento de sus colegas positivistas basado en la concepción de la racionalidad de una sociedad liberal, que funciona por la crítica pública a través de los periódicos. Popper, Kuhn y Feyerabend son puntales de la filosofía de la ciencia del siglo XX, y todos defienden alguna versión de relativismo, de tal manera que el lema “todo vale” cae como una sombra sobre los tres. Lo pensaron seriamente y no se incomodaron como nosotros. Y tuvieron razones para ello. Y es que, lejos de ser sus teorías una mera amenaza conceptual al uso de la distinción de bien y mal, éstas expresan un fenómeno de mayor alcance que incluye la cultura pública de las sociedades liberales, las pretensiones morales del anarquismo y el orgullo con que la Revolución Francesa nos aparece a nosotros mismos como un triunfo de la humanidad.
El relativismo,
tomado como un fenómeno social, se llama también “nihilismo”. Es necesario
conceder que el nihilismo no es una teoría a la que podamos resistirnos en
nuestras casas, enfrentándole buenas prácticas de una vida recta y virtuosa
(aunque queda fuera de duda que, en algún sentido, no debería importarnos tanto
el nihilismo, no para efectos de la clase de vida que debemos llevar). Las
analogías políticas de Popper, Kuhn y Feyerabend aluden a unas realidades
sociales exitosas que se instalan como medida de credibilidad para sus
postulados teóricos. Hay un relativismo-nihilismo que precede sus teorías y las funda. Si ellos defienden alguna versión
de relativismo y nihilismo es en la conciencia de que el relativismo y el
nihilismo preexisten como una
realidad, y como una realidad que tiene el poder de convalidad y justificar sus
teorías. Esto quiere decir que nuestro temor a que se suspendan distinciones
básicas para la vida humana, como la que se establece entre el bien y el mal,
por causa del relativismo, mal hace en dirigirse a los filósofos. En realidad el nihilismo actúa incluso dentro
de nosotros mismos.
La filosofía en
general no parece ser un conjunto de teorías más o menos divorciadas de la
realidad sino que, como hemos visto en el caso del “todo vale”, es la realidad
misma que actúa a través de ella. Si el relativismo nos amenaza no es a causa
de los filósofos, sino porque está ya instalado como un horizonte originario
para la comprensión humana; así es fundamento de otros fenómenos, como las
teorías de la ciencia, por ejemplo, que se basan en el nihilismo, en un
nihilismo activo y eficaz socialmente. El nihilismo y el relativismo vienen primero,
las teorías relativistas después.
Si es una
perspectiva el oponerse al relativismo y al nihilismo, éstos deben ser
aceptados primero. Hay que aceptarlos, no para afirmarlos (que es bien otra
cosa), sino para comprenderlos. Con
el relativismo-nihilismo hay que adoptar una actitud razonable, pues está
comprometido con realidades sociales que muchos de nosotros los incómodos aceptamos
como bienes, incluso como ideales de excelencia humana, cual la sociedad
pública liberal o la Revolución Francesa. La mayor parte de nosotros, los
incómodos, difícilmente relacionamos la cultura pública o los ideales de la
Revolución Francesa con el nihilismo al que están adheridos. Es mi opinión que
quien desee militar en su incomodidad contra el nihilismo deberá empezar por
cuestionar seriamente su adhesión al trasfondo cultural y político de la
cultura occidental tal y como la encontraron Popper, Kuhn y Feyerabend y la
encontramos con ella nosotros, aunque no seamos sus lectores. Hay un cierto
sentido en que pertenecemos al nihilismo. El nihilismo es tanto nuestro
“cuadro” como lo fue para los filósofos mentados. Ser conscientes de ello
apunta en la dirección correcta.
Decirle sólo
“no” al nihilismo es limitarse a un acto estético. Es hacerse de la vista
gorda. Es un “no quiero” que no aporta
nada. Es estético porque equivale a cerrar los ojos ante una tragedia, a
taparse la cara en un accidente, como si eso nos librara de sus consecuencias.
Para enfrentar al nihilismo debemos buscar, dentro de nuestro mundo circundante,
realidades sociales y simbólicas que puedan servir ellas mismas como contrapeso
y actuar en ellas. El contrapeso es eficaz si es social y simbólico, como lo es
el nihilismo, es decir, no es tanto hacer teoría o adoptar una postura sino que
debe hallarse activamente en los restos de cultura que presupongan una
alternativa de prácticas y creencias no nihilistas. Esta observación alcanza a
restos de cultura de todo tipo. Puede que el relativismo sea el fundamento de
la existencia social del mundo occidental, pero eso no quiere decir que todo lo
que nos rodea, pero sobre todo lo que hagamos sea nihilista y que estemos
condenados nosotros, nosotros personalmente, al nihilismo.
Una atingencia
final: Sería de utilidad pensar si el lema “todo vale” no podría revertirse
contra el nihilismo mismo.