Evento y memoria
70 años de la derrota de Alemania
Víctor Samuel Rivera
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
Hoy, mientras este ensayo se redacta, es 15 de mayo de 2015. Este mes se
conmemoró el 70 aniversario de la rendición incondicional de Alemania ante
Estados Unidos y Rusia, que selló el final de la Segunda Guerra Mundial en
Europa. Los países de la órbita americana celebraron el día 8, mientras Rusia,
China, la India y virtualmente el resto de la humanidad lo hizo el 9, en un
extraordinario desfile en Moscú. Está fuera de discusión que el episodio de
1945 afecta la sensibilidad del universo en un sentido tal que, aunque haya
secciones del planeta que poco o nada hayan tenido que ver en el asunto
original, es manifiesto que nadie puede sustraerse a su interés. Para nosotros,
los posteriores, sin importar condición, posicionamiento político, geografía,
etc., comprender la humanidad no puede separarse del recuerdo de 1945 y, por
supuesto, de lo que este recuerdo significa. La derrota de Alemania en 1945,
para decirlo de otra manera, es un criterio para interpretar el presente del
hombre; lo que el hombre es, lo que en cada caso somos nosotros, los presentes,
no llega a ser comprendido, o estaría incompleto en caso de no hacerlo, si se
excluyese la noticia y la rememoración de lo acontecido en 1945. Tener noticia
y recordar 1945 compromete al que lo sabe, a través del hombre, consigo mismo.
Ignorar 1945, esto es, carecer de memoria en este caso, es reprochable en
cualquier persona. 1945 es, así, del interés del hombre. Una rememoración que
compromete al hombre se ha hecho evento;
el hombre encuentra en la rememoración un mensaje que llega desde el pasado remitido
para él. No importa al respecto aquí la condición particular de cada quién, su
posicionamiento político, geografía, etc. El recuerdo de 1945 interna a cada
uno en su esencia de hombre del mundo presente.
Memoria y rememoración históricas, si seguimos a Kant, tienen hoy con
propiedad una dimensión metafísica. Han llegado a ser un factum metafísico. Pero, como ya se ha anotado, el que la historia haya
devenido una experiencia universal, esto es, propia y constitutiva del hombre,
sugiere también un compromiso universal. En este caso con los vencedores de la
Segunda Guerra Mundial, cuyas diferencias históricas y políticas tan profundas
se hacen irrelevantes en el recuerdo; esto en sí mismo es digno de ser observado:
el recuerdo medio de la Segunda Gran Guerra disuelve la identidad de los
vencedores, que se odiaban entre sí, algo que aún hoy, al celebrar su triunfo
por separado en fechas diferentes, revela la intensidad metafísica de esa misma
diferencia. De otra manera, sin esa distancia benevolente y olvidadiza la
celebración, esto es, la rememoración del evento, no sería posible para la humanidad,
como no lo es en el caso de muchas otras guerras del pasado, inclusive la
Primera Guerra Mundial. A este respecto es muy interesante para la vista del
hermeneuta cómo Alemania celebra hoy la destrucción de sí misma, cómo es capaz
de compartir la alegría por los muertos y dañados que le pertenecen como si
fuera aliada de su propio abatimiento: un hecho reciente que muestra la
radicalidad metafísica de los eventos para la historia del hombre. Acontece
luego lo mismo con el final de la Guerra Fría: un escenario que nos conduce
rápidamente a tópicos como “el fin de la historia” o “el pensamiento único” de
la década de 1990. Pero esta última consecuencia, más cercana en el tiempo,
resulta claramente a los presentes que es o ha devenido algo discutible. No
discutible por razones puramente morales y políticas o filosóficas, sino
fácticas; por eventos que retan y se imponen al pensar del hombre.
Aunque en el mundo presente la prensa y el acceso universal al conocimiento
y la comunicación sugieren lo contrario, la experiencia de la historia como un
compromiso del hombre como tal es en sí misma algo digno de interés filosófico,
en particular para el hermeneuta. Es el diagnóstico de una singularidad
histórica. Si la comprensión de la historia, al menos de algunos
acontecimientos en ella, compromete al hombre como tal, es porque ha adquirido
una dimensión metafísica: aunque contingente, universal y propia del hombre. La
universalidad de la rememoración y, por lo mismo, del sentido histórico, es
patrimonio fáctico del hombre. Se trata de un hecho tan extraordinario como
reciente. Parafraseando al Conde Joseph de Maistre en Considérations sur la France (1796): antes conocíamos la historia
de los italianos, de los franceses o de los rusos, pero no conocíamos la
historia del hombre. En los siglos
XVIII y XIX un mundo que rememorara eventos como recepción y noticia de un mensaje
universal aparecía como un sueño de la Ilustración; nunca como un dato fáctico.
Se trataba quizá de un compromiso de muchos hombres, pero no de una realidad
histórico-social. Curiosamente, cuando Inmanuel Kant tomó en serio el programa
de la Ilustración como una guía en la historia, lo diagnosticó como una
orientación infinita para el logro de algo imposible. La realidad del valor
metafísico de la historia sólo alcanzaba lugar en una experiencia más bien
trágica. Kant comprendió que un mundo universal podía ser pensado, pues la (su)
metafísica lo hacía, pero que la fuente de ese pensamiento era un interés de la
razón, no una realidad. Y quiso decir con ello que la esencia del mundo
histórico del hombre era pensable aun cuando no era posible transformarla en
una realidad. Pero esa realidad, que Kant consideraba “metafísica”, hoy es la
experiencia histórica acontecida de nosotros, los presentes. No es “metafísica”
como lo era un ideal de la razón ilustrada, sino como un evento, es decir, como una realidad que se ha impuesto finalmente
en un mundo histórico-social en el cual el hombre se reconoce asombrado; prueba de que en algún
sentido no es el autor.
Memoria y rememoración históricas, si seguimos a Kant, tienen hoy con
propiedad una dimensión metafísica. Han llegado a ser un factum metafísico. Pero, como ya se ha anotado, el que la historia haya
devenido una experiencia universal, esto es, propia y constitutiva del hombre,
sugiere también un compromiso universal. En este caso con los vencedores de la
Segunda Guerra Mundial, cuyas diferencias históricas y políticas tan profundas
se hacen irrelevantes en el recuerdo; esto en sí mismo es digno de ser observado:
el recuerdo medio de la Segunda Gran Guerra disuelve la identidad de los
vencedores, que se odiaban entre sí, algo que aún hoy, al celebrar su triunfo
por separado en fechas diferentes, revela la intensidad metafísica de esa misma
diferencia. De otra manera, sin esa distancia benevolente y olvidadiza la
celebración, esto es, la rememoración del evento, no sería posible para la
humanidad, como no lo es en el caso de muchas otras guerras del pasado,
inclusive la Primera Guerra Mundial. A este respecto es muy interesante para la
vista del hermeneuta cómo Alemania celebra hoy la destrucción de sí misma, cómo
es capaz de compartir la alegría por los muertos y dañados que le pertenecen como
si fuera aliada de su propio abatimiento: un hecho reciente que muestra la
radicalidad metafísica de los eventos para la historia del hombre. Acontece
luego lo mismo con el final de la Guerra Fría: un escenario que nos conduce
rápidamente a tópicos como “el fin de la historia” o “el pensamiento único” de
la década de 1990. Pero esta última consecuencia, más cercana en el tiempo,
resulta claramente a los presentes que es o ha devenido algo discutible. No
discutible por razones puramente morales y políticas o filosóficas, sino
fácticas; por eventos que retan y se imponen al pensar del hombre.
Hoy es ya difícil que alguien crea seriamente que la historia ha terminado.
Aunque se concede que haya muchas personas que se adscriban al pensamiento
único, es evidente también que ese pensamiento no es del hombre en el sentido
en que lo es el evento de 1945. Los celebrantes de día 9, por su propia
presencia en el desfile de Moscú, como los ausentes, por su sola ausencia,
acuerdan el gran acontecimiento: no hay más un pensamiento único, si alguna vez
lo hubo fuera de la distancia histórica que todo lo enturbia y oculta. En las
celebraciones divididas no se revela un desacuerdo crítico, pues nadie dialoga,
sino la imposición de una realidad hermenéutica, quizá algo impredecible al
inicio del siglo de los presentes y que, hasta donde alcanza el hermeneuta,
escapa a la comprensión media de los actores mismos. Esta última realidad aún
tiene una dimensión metafísica, por lo que el compromiso del hombre se halla
involucrado en ella, pero lo que en cada caso somos, la condición de cada cual,
su condición, posicionamiento político, geografía, etc. de pronto se convierten
en factores fundamentales para ese comprender; definir qué memoria debe uno
albergar, qué es reprochable ignorar, cuál es el sentido de lo que se debe
comprender. Y ese sentido que nos involucra sigue siendo metafísico.
En todas las circunstancias históricas hace sentido ver el pasado como en
dirección hacia el que recuerda, que se encuentra siempre ante una totalidad. Resulta
fructífero interpretar de este modo la reflexión de Martin Heidegger sobre el
hombre y la realidad como un ser-ahí, un Dasein.
En la rememoración pensada desde el Dasein
la experiencia del pasado aparece significada en el presente, incorporada a él,
y hace sentido porque tiene un efecto comprometedor con el hombre; aparece
constituyendo su mundo, no como un mero recuerdo, sino como una tarea de mundo,
como un mundo cuya esencia exige y demanda atención, una atención que debe ser
realizada por quien ha comprendido lo que el recuerdo histórico significa; no
comprender puede resultar así algo culposo y digno de reproche, lo que hace
comprensible las compulsivas celebraciones de los alemanes y de las que son
incapaces los rusos postsoviéticos o los perdedores en general en las guerras.
Alemania parece querer demostrar que ha comprendido. Esto se expresa diciendo
que el mundo que es propio en cada caso se relaciona con tener una condición
allí, un posicionamiento político, una geografía, etc. y, de esa manera, comprender
es también un realizar, cuyo olvido o ignorancia, como ya se ha insistido, son
reprochables.
Recapitulando, habría que decir que toda experiencia histórica aparece como
un sentido, y que ese sentido es comprometedor con un mundo cuya esencia es
reconocible en la rememoración. Pero está presupuesto que el sentido tiene unos
límites de referencia; no es “el mundo” sin más, incluso. Decir “ése es mi
compromiso (histórico)” es también comprender que “ése es mi mundo”, un mundo
histórico con una circunscripción frente a otros mundos históricos que no son
el mío, bajo cuyo horizonte el mío se instala. Está presupuesto que hay mundos
anteriores y que los habrá posteriores. Es más decisivo a nivel metafísico
reconocer que hay una geografía
hermenéutica, un alcance que se relaciona de modo primero con tener una
condición, un posicionamiento, etc. Y esta geografía no es necesariamente
espacial, en el sentido de significar el alcance político institucional de la
posesión de un territorio. Es una geografía de sentido, donde hay un adentro y
un afuera. Como el sentido es geográfico, el compromiso tiene los límites del
mundo histórico al que se pertenece. Los presentes, en el recuerdo, se
reconocen en un horizonte de pertenencia cuyos bordes son imprescindibles e
inevitables. Se debe notar que este esquema, que aquí se ha relacionado con el Dasein de Heidegger, elude la idea de
una universalidad histórica. Es interesante y paradójico encontrarse con ella
como un factum de sentido, pues da la
impresión de que con ese factum
adviene un mundo que carece de bordes. Y es justamente por esa razón que se
pregunta aquí por la memoria, pues juega un rol fundamental para establecer
límites hermenéuticos: indica y orienta sobre lo que compromete frente a lo que
no lo hace. La memoria y los límites del sentido histórico vienen juntos.
Tal vez la reflexión anterior puede ayudar a comprender por qué un mundo
universal puede ser rememorado al menos de dos maneras diferentes, una el 8 de
mayo y otra el 9, por potencias humanas diferentes. No importa aquí mucho si
Alemania se halla contenta siempre y se celebra en todas las fechas y relieves.
Es posible que esto sea así porque, desde 1945, Alemania carece esencialmente
de bordes que le sean propios. Es por ello un país sin esencia. Le restan, sin
embargo, los bordes de los demás. No es el único país cuya experiencia de
sentido histórico político viene afirmada de esa manera. Una experiencia
histórica puede siempre encontrar su sentido en la historia de su vencedor, o
de un proyecto histórico cuya éxito da por suyo, y éste es el caso de los
pueblos que se entregan al poder de un imperio que les ofrece protección, es el
más rico o es muy activo bélicamente, es una amenaza social inevitable con la
que se debe transar, etc. Puede pensarse en la historia social de la América
Latina del siglo XX y su relación con los Estados Unidos. O de la izquierda
latinoamericana burguesa en relación con la Unión Soviética, así como su
pliegue súbito y masivo a los intereses políticos, económicos y metafísicos de
los Estados Unidos cuando la Unión Soviética dejó de existir. Necesitaba ser
mantenida. Pasó de un lustro al otro de la lucha de clases, la violencia como
partera de la historia y la dictadura del proletariado a los derechos humanos,
el diálogo como única instancia para resolver conflictos sociales y la lucha
tenaz por lo más importante en la vida burguesa: el sexo. No podía y no puede
por sí misma. Carece, pues, de esencia.
Hacia 1990, cuando la comprensión media de la universalidad histórica
prestaba credulidad al lenguaje sobre “el fin de la historia” y el pensamiento
único”, parecía que “mi mundo” podía ser interpretado por todos y cada uno como
el mundo del hombre en una historia del
hombre. Pero esto era al precio de opacar u omitir de la narrativa
consecuente de esa historia las condiciones que hacen posible el pensamiento
histórico social, que implican bordes y límites. Una narrativa, contar una
historia, aunque sea la de la humanidad, involucra instituciones e intereses. Y
aunque haya una narrativa universal, no todas las instituciones e intereses son
iguales. Y en esto el pensamiento ontológico social de Joseph de Maistre, que
él llamaba “metapolítica”, reviste de una insospechada actualidad. Aun cuando
pueda haber una dimensión hermenéutica universal, no hay tal cosa como “el
hombre”. Eso quiere decir: aun cuando sólo pueda pensarse en eventos de
recuerdo como 1945 como eventos del
hombre, el hombre que comprendemos es en cada caso siempre italiano,
francés o ruso. Es un hombre con intereses de diverso tipo, económicos, pero
también culturales, religiosos, étnicos, familiares, etc. que, al menos en
principio, sólo hacen sentido cuando se ha mapeado el relieve y los bordes de
su geografía hermenéutica. Su
compromiso, a pesar del factum de la
universalidad del horizonte de interpretación, es no disponible para el hombre
en cuanto tal. El sentido como algo para realizar es impensable sin una
geografía y unos límites
Nadie puede ser indiferente a 1945, y en ese sentido 1945 es evento, mensaje orientador y criterio de la compresión humana. Si un meteorito se estrellara contra la Tierra la
conmoción sería universal en un sentido análogo. Pero la idea de “borde” no
puede ser omitida. Hacerlo afrenta la misma memoria que conmemora 1945 como
evento, esto es, como llamado a un compromiso. Aun cuando hay un horizonte del
hombre, su traducción histórico social retorna desde la benévola distancia a la
cercanía. Esto de dos maneras: en relación al pasado y en relación al presente.
De un lado, puede pensarse en la pluralidad de posibilidades que subsisten
desde el pasado, que habla de lo que fue, pero también de lo que pudo haber
sido, y de lo que no habría sido después, cuyo significado se enhebra con la
condición de cada uno, su posicionamiento político, su geografía, etc. Y de lo
que aún de ese pasado puede ser o es.
Los pasados nunca son completamente abolidos, y extienden sus límites de
memoria más allá de su existencia fáctica. Siempre que esos pasados conservan
una existencia institucional, constituyen aún un sentido; tienen límites y
pueden extenderlos. Eso ocurre hoy con el Estado Islámico, sus creencias,
prácticas e instituciones. Hacer de cuenta que un pasado cuyas instituciones
existen, aunque sean reducidas, ha muerto, es una ficción hermenéutica; es
apretar los ojos para ver mejor. La comprensión del sentido es ante todo
comprensión de la facticidad, que no depende sólo del hombre, y no puede, una
vez acontecida, ser considerada un “proyecto” del hombre. Abubakar Al-Bagdadi,
el rey fundador del Estado Islámico, no pudo saber que sería proclamado Califa
cuando recibió su primera partida económica de los Estados Unidos como
cabecilla terrorista a su servicio. Curiosamente, el recuerdo que es generoso
con la facticidad puede maniobrar mejor y no peor con sus propias posibilidades
de éxito y de continuidad en tanto mundo humano. El que cierra los ojos a estos
pasados remanentes se hace incapaz de elaborar su expansión o su transformación
posteriores o su imponerse como evento.
Por otro lado, nunca es más interesante la pluralidad de nosotros, los
presentes, que cuando revaloramos la perspectiva por la que se canceló la
diferencia en el recuerdo del pasado, como ha ocurrido con 1945. Rememorar esa
historia como una solución de continuidad de las creencias e instituciones de
los vencedores oblitera de peligrosa manera algo que siempre ha sido real: que
el mundo humano tiene límites para que alguien pueda decir seriamente “es mi
mundo”. Los soviéticos comunistas y sus socios liberales se hallaron en el
mismo horizonte, del hombre de su futuro, pero ambos dieron lugar a presentes
divergentes. Y eso siempre fue visible; bastaba con aproximar la mirada en
lugar de alejarla.
Comprender el carácter metafísico de una rememoración histórica no debe ser
demasiado arduo. Hay que asociar “metafísica” con una preocupación humana
ineludible y, en un sentido muy claro, la Segunda Guerra Mundial es una
realidad metafísica. Decimos por ello que hay allí un mensaje del Ser, que es
una manera de expresar que una realidad metafísica ha acontecido para el
hombre. Pero ésta no significa ni se traduce en un único compromiso, aunque sus
consecuencias, y la geografía que éstas despliegan, son y deben ser de interés
para todos y cada uno. Esta realidad puede ser y está revestida por una cierta
fragilidad. Un acontecimiento histórico que es metafísico, a diferencia de lo
que los divulgadores de “el fin de la historia” y “el pensamiento único”
pensaban en la década de 1990, puede ser y es frágil. Se halla suspendido en el
recuerdo, que en gran medida es un espacio para la intervención humana. Resulta
notorio que el interés por el pasado, que constituye en este caso el espacio
para comprender al hombre, es despertado por algo no humano. Justamente y en la
medida en que es así es que reconocemos en ese interés una realidad metafísica,
esto es, más allá de nuestro alcance, razón por la cual el pasado concebido de
esta manera, no puede ser olvidado, y exige rememoración y cuidado. Pero la
memoria de lo inolvidable es una tarea dejada a los hombres, que pueden ser
descuidados o irresponsables. Algo no humano, pues, es dejado al cuidado del
hombre. Ignoramos qué puede salir de un recuerdo, de una rememoración
metafísica que, siendo ella misma acción, puede desembocar en lo más estupendo,
como también en lo más espantoso, en cuyo caso, se dejará el cuidado humano más
allá del hombre, a la atención de los dioses, o bien, de los demonios.
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