Víctor Samuel Rivera
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
Si dejamos de lado el Novum Organum,
la Atlantis Nova resulta ser el texto
de Lord Canciller que resulta el más atractivo de cuantos compuso para nosotros,
los presentes, en gran medida porque reviste un significado histórico profético
que consideramos cumplido en el mundo en que vivimos. El teléfono, los
submarinos, los aviones y los motores son, a efectos de la esencia de nuestro
mundo, no ilusiones cumplidas por accidente, sino realizaciones históricas que
revelan en el utopista una forma de conocimiento anticipado, la realidad
consumada de un pronóstico feliz. Los logros tecnológicos predichos por Bacon
dejan muy sorprendido al lector del siglo XXI, en gran medida, porque sus
anticipaciones han podido lograrse largamente por la realización de ese mismo
movimiento metafísico político que Lord Canciller quiso legislar en la Instauratio Magna. Se trata de la
dimensión dramática y metafísico-mística del autor, con la que se rematará más
adelante este ensayo para hacer honor a su título. Pero ahora interesa un
aspecto peculiar de la Atlantis Nova
que va acompañado de la anterior: ésta se halla atravesada por una clave
irónica, del todo autobiográfica, y que nos devuelve al tema de la tensión
antes anotada entre ironía y metafísica.
Bacon imaginó el futuro social de una sociedad altamente tecnologizada,
esto es, transformada en un entorno tecnológico que es fácil imaginar como el
que habitamos hoy. Puede resultar difícil ver el carácter sorprendente de
nuestro tema. Miramos a través de la ventana; un conjunto de cables de usos
diferentes se entremezclan sombríos y retorcidos sobre un poste de concreto;
aparecen a la vista delante del árbol que Bacon tal vez hubiera visto antes en
su propia ventana. En lugar de una comunidad de metafísicos patéticos y
amargados por un saber que no muy en el fondo no los hace felices, Lord
Canciller puso unos simpáticos y amables criollos del conocimiento como
habitantes de ese mundo futuro sorprendente; para probarlo, hizo lo que hace un
auténtico ironista, es decir, el opuesto del metafísico vengativo que
Riva-Agüero veía como ventaja social de los peruanos; reírse algo de sí mismo,
casi un síntoma de confianza que equivale a recibir al extraño con un cálido
apretón de manos en lugar de hacerlo con un balazo. Bacon dejó su Atlantis Nova, un escrito más bien
tardío, aparentemente sin terminar; la escribió en inglés, aunque tuvo de ella
traducción latina; según su secretario Rawley, con la finalidad de que pudiera
alcanzar mayor lectoría; esto no es nada extraño en una época en que la
humanidad culta occidental, desde Viena hasta Lima, hablaba latín, y los
diplomáticos el español, aunque era posible también hablar inglés, si es que
uno vivía aislado del mundo en la modesta y gélida Inglaterra.
En Francis Bacon la ironía no excluye la profecía, que es una aproximación
bastante más dramática de la relación del pensador con el mundo social, pero la
matiza. Ésta es una clave del pensamiento de quien se creyó durante un par de
siglos el diseñador del mundo moderno; de haberlo sido realmente, el mundo del
hombre se habría abstenido de horrores que, desde 1793 en adelante, han
desgraciado la memoria que los presentes tenemos de la era moderna; sus
discutibles promesas metafísicas hoy se precipitan en el mar de la
desesperación, más o menos como les sucede a los osos polares montados en los
varados trozos de hielo flotante del Polo norte.
Nada hacía presagiar a Bacon la transformación social que vendría de la
mano de su imaginaria Atlantis Nova, esa
isla regida por las ideas fuerza de la Instauratio
Magna. Pero vayamos a la ironía. Las páginas que han quedado redactadas
dejan un enorme espacio para tratar sobre la necesidad de la vida familiar, de
lo importante que es tener hijos y cómo una constitución política saludable,
como la que Atlantis Nova representa,
debe fomentarla. Bacon dedica varias páginas a explicar con detalle algo que se
llama la “Fiesta de la Familia”, que es a la vez una solemnidad social y un
premio para los hombres que se dedican a poblar la islilla con su progenie. Se
trata de una fiesta enteramente política, que nada tiene la ciencia que ver con
ella, con la que “se muestra que la nación es toda bondad”. Los detalles sobre
cómo se venera la familia en la obra son abundantes y es innecesario o
redundante señalarlos aquí. Quizá lo más interesante es la dignidad que se
confiere en esa fiesta a la figura del padre, no por su bondad, ni por sus
cualidades morales en su rol paternal, sino por sus logros en el mundo de la
generación, por su productividad sexual, por decirlo de alguna manera. El padre
premiado, que adquiere por ello el título de “Tirsán”, que es una suerte de
reconocimiento nobiliario, al alcanzar un número notable de descendencia recibe
por ley un homenaje por el clan al que pertenece, en presencia de su completa
descendencia en tres generaciones. Es altamente significativo que Bacon, aunque
estuvo felizmente casado, no tuviera él mismo ningún descendiente en su estéril
matrimonio; esto resulta bastante gracioso si se toma en cuenta que se trata de
la realidad del legislador externo que celebra la reproducción como una ley
social necesaria. Pero esto no es todo. El lector sensible a los mensajes
cifrados de lo que hay que leer entre líneas descubre además que todo este
asunto familiar se liga con un tema que no era de tan fácil tratamiento a
inicios del siglo XVII, a saber, el control, administración y goce de la
lujuria. Sin duda, para dedicarse a Tirsán y tener muchos hijos hay pocas
vacaciones en el mundo del sexo.
Atlantis Nova presenta un largo
acápite ligado al anterior dedicado a explicar la necesidad de promover el
matrimonio y, en cambio, censurar las prácticas sexuales extramatrimoniales,
“las malas prácticas” y “los vicios”, incluida la prostitución, a lo que se une
una denuncia explícita y detallada de la homosexualidad, todo lo cual se
remedia en la isla con un casamiento precoz. La ocasión del acápite ocurre
siete días después (una cifra por lo demás mística, pues se relaciona con la
creación del mundo, los ciclos cósmicos y la perfección espiritual), ante la
aparición extraña de Joabín, un judío al que primero se excusa de los males que
Bacon describe los de su casta tienen en las sociedades cristianas de su
tiempo. Joabín es, pues, en un esquema innegablemente antisemita, el hombre
malo que se ha ennoblecido como consecuencia de vivir sometido bajo una
constitución justa. Bensalén, la capital de la islilla, “se halla libre de
vicios” (sexuales, se entiende) y es “la virgen del mundo” –dice Joabín-. Uno
se sorprende de esto último, que se decía también de Isabel I de Inglaterra, la
Reina buena parte de la vida de Bacon. El matrimonio es exaltado por el judío
simpático para “poner remedio a la concupiscencia ilegal”, a diferencia de las
sociedades reales, una de las cuales tiene al propio Bacon por súbdito y al
sucesor de Isabel por Rey. Es en estas sociedades reales, como la Inglaterra
isabelina pudo serlo, donde hay “multitud de hombres que prefieren ser solteros”
y que llevan así “una vida impura y libertina”; allí son frecuentes “el deleite
en brazos meretricios”, “los lugares de perdición” y también las prácticas
homosexuales, en las que se subraya no poco; Joabín el judío sostiene que en la
Virgen del mundo la pederastia es rara (lo que el lector entiende es en contraste
con Inglaterra, donde se sugiere por lo mismo que no ha de serlo tanto) y, en
cambio, es abundante la “amistad inviolada” (o sea, sin sexo entre hombres). Bacon,
cuyas prácticas sexuales fuera de su matrimonio tardío y estéril se desconocen
y debió deleitarse o no con ellas cuando su vigor adulto lo asoció al joven
conde de Essex, se casó bastante tarde, cuando Essex era cosa pasada; se
aplican a él mismo, por tanto, las denuncias de permisividad y egoísmo de los
hombres que no se casan, de los que en su juventud “disipan vilmente su vigor” en
prostíbulos o con muchachos (o ambas cosas) en lugar de hacer familias y
procrear. Atribuir a la Atlantis Nova
un trasfondo irónico no resulta, como se ve, ninguna exageración. Tal vez explique que su autor esperara a la
muerte para que su fiel secretario procediera a enviarla a la imprenta.
El ironista, a diferencia del metafísico vengativo, se reserva un lugar
amplio para la autocrítica y, si propone prácticas serias, no es al menos con
la cólera de un metafísico, resentido con lo que los demás hagan o no, en
último término, con su existencia limitada y pasajera.
Es extraño que aparezca en la Atlantis
Nova un personaje especial cuya función narrativa sea dar explicación a los
usos sexuales en Bensalén, y más cuando se hace de ese personaje un judío. En
un contexto antisemita (como lo es el del texto) lo que permite inferir esto es
que, en cualquier caso, no hay que tomarse demasiado en serio las afirmaciones
del buen personaje. Hay algo de picaresco en medio de toda esta santurronería
matrimonial. En cualquier caso William Rawley, no sólo secretario, sino también
biógrafo de Lord Canciller, enfatiza que Bacon, aunque siendo mayor en edad ya para
casarse, encontró la manera de hacer gozar sexualmente a su mujer y que ésta se
hallara por ello felizmente casada con su esposo viejo, al que sucedió en la
muerte décadas después tan satisfecha que se quedó completamente sola y sin
hijos; esto parece ser una velada excus
a para quien de joven debe haberse
servido de su vigor juvenil con prácticas riesgosas o experimentales; la
castidad, así, a secas, en la Inglaterra protestante que Bacon dibuja,
pareciera reservada a dos posibles candidatos: la hipocresía y la Reina. El
lector contemporáneo de la obra, quien no debía ignorar la biografía a voces de
Bacon, debe haber ubicado las ironías señaladas arriba sin mayor dificultad.
En las primeras páginas de Atlantis
Nova se presenta un sutil chiste en medio de la visita inglesa a la isla.
Un funcionario de Bensalén, la capital de la utópica islilla del Mar del Sur,
se aparece de pronto ante los asombrados marinos. Les anuncia la acogida y el
buen trato que el reino prodiga a los viajeros, a los que casi se conminaba a
quedarse para siempre con atractivas ventajas luego de haberlos amenazado con
la expulsión. Todos serían debidamente alimentados y albergados; los heridos y
enfermos reciben trato inmejorable en lo que se denomina la Casa de la Salud
que, por cierto, da ocasión para referirse a las expectativas sociales de un
mundo regido metafísicamente por una constitución móvil, pegada más al cambio
que a la permanencia. Entonces sucede un episodio que muy fácilmente puede, al
lector del siglo XXI, pasar desapercibido, pero que debió causar más de una
sonrisa en el siglo XVII. El representante de la expedición, largamente cargado
de doblones, ofrece al funcionario una compensación por su gentileza, una
recompensa por ofrecimientos tan atractivos para marinos enfermos, perdidos y
cansados. “¡Doble sueldo!” –replica el funcionario de Bensalén- y abandona la
sala, con los doblones allí son tocar. Esto, que deja perplejos a los viajeros,
ocurre no una vez, sino dos, lo que da lugar a una explicación (esto es
equivalente a otro Joabín saliendo de la nada en el escenario); es obvio que
esta actitud de rechazo de recompensa material parece insólita a los marinos a
quienes, por el contrario, les resulta natural ofrecer homenaje en dinero a
quien los atiende. Entonces se les contesta que una ley muy importante del reino
en el que han ido a parar indica que los funcionarios públicos no deben aceptar
dádivas en el cumplimiento de sus funciones. Esto asombra a los ingleses, que
sin duda estaban acostumbrados a prácticas contrarias, como en el caso del sexo
en los hombres que se casan por cumplir cuando se han hecho largamente
incapaces para engendrar, y posiblemente para prodigar cualquier clase de ternura
física, sea a hombre o a mujer.
En Bensalén se ve muy mal –incluso moralmente mal- que quien goza ya de un
salario estatal como funcionario reciba cualquier retribución extraordinaria,
una mala práctica entonces, que se conoce en la ciudad como “doble sueldo”.
Esto, que no es sino un gigantesco chiste, no ha sido muy subrayado que digamos,
ya que los historiadores suelen ser más metafísicos que irónicos cuando
recuerdan a los filósofos. Los marinos –habría que escribir “los ingleses”-
varados en Bensalén insisten en prodigar doblones a quienes los atienden, cada
vez con mayor motivo, pues los favores recibidos son cada vez más grandes.
“¿Doble sueldo?”. Eso no puede ser, al menos no en Bensalén. Pero, por
supuesto, es regla que vale sólo en una isla que sólo existe para la literatura
utópica del siglo XVII. Está presupuesto que es una norma más o menos
irrazonable, utópica en un sentido bastante picaresco, y Bacon se cuida de no
halagarla demasiado. La insistencia en algo tan pueril, sin embargo, dice mucho
de la empresa general a la que Bacon se ha consagrado: la ciencia moderna
resulta ser menos metafísica, en sentido rortyano, que la nueva. Es escéptica,
como lo era la ciencia experimental de inicios del siglo XVII, pero no en nada
vengativa ni amargada.
Para comprender la ironía del doble sueldo (tipo de efecto que tanto Rorty,
Nietzsche y Riva-Agüero practicaron no poco en sus textos) hay que adentrarse
algo en la biografía del Lord Canciller, que el auditorio original sin duda, a
diferencia de nosotros, tenía muy presente. De este hombre, a quien se reconoció
en especial en los siglos XVIII y XIX por su supuesto rol decisivo en la
historia de la filosofía moderna y la ciencia experimental, un lugar que –por
razones que ahora debe desestimarse- el siglo XX ha preferido regalar a
Descartes, debe recordársele las prácticas que le fueron más familiares a Bacon
en vida realmente, que no la ciencia.
Lord Canciller se dedicó durante décadas a la carrera judicial y la
política, en las que concentró su interés principal y, valgan verdades, la
mayor parte de su tiempo útil. En vida fue un político práctico, un cortesano
ansioso que requería de dinero para conservar el ritmo de vida que su familia
le había prodigado, un político para nada extraño en la ruta de los favores de
la Corte, dúctil y permeable según las circunstancias. Bajo el reinado de
Isabel I ejerció de Guardasellos Real, como había hecho antes su padre, e hizo
de asesor del desdichado conde de Essex; el joven Essex a quien tanto tiempo
consagrara es famoso en la historia de Inglaterra por un fallido golpe de
Estado contra la soberana (algo ya bastante irónico por sí mismo, por cierto).
Bacon, su consejero, su amigo, se libró de la pena de traición que recayó sobre
Essex traicionándolo a su vez a él mismo, participando en su contra en el
juicio que por esa causa se le hiciera a su (ex) protector. Luego, una vez
libre de Isabel, que por algún motivo no se esmeró gran cosa en promoverlo en
el mundo político que él asediaba, se las arregló por su proximidad en la Corte
de Jacobo I, su sucesor, para ganarse el favor del monarca; no le fue nada mal:
hacia 1620 recibió rápidamente del soberano los títulos de Barón de Verulamio y
luego de Vizconde de San Albano, honores nobiliarios que sin duda merecía en gran
medida por sus libros, en especial sus libros de historia política dedicados a la
Casa Real, que ahora ya no resultan tan meritorios, pero que lo eran y mucho en
el mundo social de la Inglaterra del siglo XVII, así como por su larga carrera
administrativa, que tan poco tiempo le dejaba para la ciencia experimental que
la posteridad le haría fundar. Pero lo que interesa aquí, aparte de la política,
es la labor fundamental de Bacon, que fue durante décadas el sustento de su no
tan opulenta casa: la práctica del Derecho. Pronto el juez cuyo trabajo
auspiciaba su a veces escasa mesa habría de pagar el precio de sus aventuras en
la Corte.
Los enemigos de Bacon, quizá envidiosos de los títulos nuevos recogidos
bajo Jacobo I y sus extrañas intrigas cortesanas, no muchas semanas después de
que el Rey le concediera el título de Vizconde de San Albano, lo acusaron públicamente
nada menos que por el cargo de “doble sueldo”. Y la gracia le costó al buen
Bacon unos días en las mazmorras de la Torre de Londres, algo bastante lejano
de haber sido un chiste.
Bacon se hubo desempeñado como juez durante años, ya desde el reinado de
Isabel quien, aunque se abstuvo de tenerlo muy cerca, lo hizo nombrar
Canciller, una dignidad única nunca antes concedida a nadie. Para 1621, que
marca su estadía en pris
ión, los rivales de Bacon encontraron que la
legislación de la época condenaba –al menos de nombre- el recibo de “doblones”
por parte de alguna de las partes en un proceso judicial, en particular de la
parte que resultaría beneficiada finalmente de la prudencia del juez. Esta
conducta en la actualidad se llama cohecho, y su consideración como delito en
la función judicial se halla fuera de discusión.
Como resulta notorio, Bacon fue denunciado y condenado por sus enemigos
políticos por el delito de cohecho, que es una variedad de corrupción de
funcionarios públicos; como juez, esto es, como funcionario de la monarquía
inglesa, Lord Canciller cobraba ya un sueldo; los “doblones” que le fueron
regalados por la parte ganadora del litigio mientras el proceso se hallaba en
curso contaban, pues, como un sueldo aparte. Estamos ante un caso que en
Bensalén se hubiera considerado de “doble sueldo”. Aunque se sabe que Bacon
negó que la dádiva recibida hubiera influenciado en lo más mínimo en el
resultado del litigio del que él se desempañaba como juez, esta defensa está muy
lejos de ser creíble y parece, a la luz de la distancia, que los litigantes
generosos recibieron al final del proceso judicial un trato largamente esperado
del juez al que apoyaron con su dinero. Debe subrayarse aquí que la práctica
del cohecho en el ambiente judicial inglés de 1621 no podía revestir la
gravedad que ahora sería común atribuirle. Una prueba de ello es que los
personajes que llegan de visita a la islilla de Atlantis Nova consideraran normal pagar unos doblones de más al
funcionario que cumplía debidamente con su trabajo, justamente por lo bien que
lo hacía; esto sugiere que debía ser normal que los funcionarios públicos
ingleses no fueran muy eficientes que digamos en su trabajo sin una ayuda extra,
por lo que pasaba por razonable recompensarlos si hacían bien las cosas, o bien
servía para estimularlos en poner esmero en los resultados. Esto sugiere además
una velada queja por bajos estipendios laborales de los jueces, que la sociedad
compensaba con dádivas, como es costumbre hoy con los policías peruanos y otros
funcionarios ligados a la práctica jurídica. No extraña nada que los marinos se
admiraran, como una práctica exótica propia de desconocidos parajes del Mar del
Sur, que se considerara esta acción generosa más allá de los límites de la
moral.
“¿Doble pago?”. En Inglaterra el doble pago le costó a Bacon no sólo la
cárcel, sino también una multa más que considerable, en especial si uno se
acerca a las cuentas privadas de Lord Canciller, un castigo bastante cruel para
quien no se consideraba ya nada bien pagado y, quizá lo peor de todo para un
intrigante cortesano que amaba la política y era cercano de Jacobo I, la
prohibición de aparecerse un tiempo por el palacio real, al que debía ver nostálgico
y pobre desde larga distancia.
Si bien la historia del doble pago y las intrincadas referencias a la vida
sexual que Bacon pudo haber razonablemente tenido no son ni con mucho las únicas
ironías encerradas en la Atlantis Nova,
sí bastan para este texto como ejemplos lo suficientemente elocuentes de la
clave irónica que atraviesa transversalmente la obra; esto permite inferir una
lectura entre líneas como una propuesta elaborada desde un estado de ánimo
ironista, y tal vez no sólo en Atlantis
Nova, sino incluso de la obra entera de Bacon. Volviendo a la distinción
entre amargados metafísicos, sedientos de deseo de venganza e incapaces para el
otro, frente a los pastueños, simpáticos y abiertos que Rorty supuso debían ser
los ironistas, hay detrás más que sólo una actitud de mayor o menor control del
carácter, que de otro modo sería mera anécdota y psicología superficial. Para
Lord Canciller la exploración científica moderna, incluso por su propia
definición, era una actividad social, lo cual en gran medida involucra una
concepción diferente del rol de la filosofía (e incluso de la metafísica)
respecto de las instituciones sociales. Un texto que plantea la transferencia
del programa metafísico de la Instauratio
Magna a un mundo social orientado por una metapolítica del movimiento involucra una concepción, un
estado de ánimo sería mejor decir, irónico, frente a uno metafísico,
obsesionado por la verdad, que Bacon tomaba también como quietud, esto es,
falta de cambios y transformaciones constitucionales a lo largo del tiempo. Con
el antecedente manifiesto del escepticismo de Sextus y sus contemporáneos
Montaigne o Sánchez, que él mismo resumió en su teoría de los ídolos, descansa
una metafísica política, una metapolítica,
que se opone a la metafísica del resentimiento y la venganza, que aparentemente
Bacon atribuyó a la concepción social del conocimiento heredada del mundo
antiguo, las universidades y, sobre todo, de la demoniaca escolástica
aristotélica.
No es éste el momento de indicar la concepción histórica que Bacon tenía de
la metafísica, disciplina que se hallaba cuidadosamente excluida de la tabla de
conocimientos que se halla en De
Dignitate et Augmentis Scientiarum (lo cual va bien en un relato ironista
de cómo entender la ciencia). Es conveniente recordar aquí sin embargo cómo
hemos tomado el término “metafísica”. De un lado, lo hemos referido como
sinónimo de metapolítica, para
sugerir un concepción general de la política en una constitución orientada al
movimiento social a través del conocimiento; de otro, sin embargo, con base en
Rorty y Nietzsche, hemos tomado el término como el estigma de un ironista que
se siente más estimulado en el conocimiento como un resultado antes que como
una verdad. Esto último es un lugar común del discurso filosófico desde la
recepción de Heidegger por la izquierda francesa y europea en general de las
últimas décadas que, de ese modo, ha incorporado también la versión más nefasta
que Nietzsche tuvo de ella y con la que finalmente se ha terminado soldando. En
la actualidad la academia al uso describe la metafísica como ese saber amargado
frente al cual se alza el gay saber
de posnietzscheanos, neoheideggerianos, posestructuralistas, pragmatistas,
posmodernos y hermeneutas; todos se definen a sí mismos contra la metafísica
así entendida como anti-metafísicos o posmetafísicos, gentes felices que han
superado la metafísica o se dedican a deconstruirla, esto es, a destruirla, a hacer
cosas estéticas y no conflictivas con ella. Pero esto que podemos llamar
anti-metafísica tiene detrás de sí una agenda que se refiere al rol que la
metafísica ha cumplido en el pasado respecto de las instituciones sociales y
que casi nunca se menciona. En todos los casos el punto común de los
anti-metafísicos es negar la función que tuvo otrora la metafísica, incluso
hasta la Crítica de la razón pura de
Kant (1781), como rectora y garante de los intereses sociales y sus
instituciones.
En el segundo prólogo a la Crítica,
de 1787, Kant expresaba angustia al representarse qué sucedería en el mundo
político si, no sólo se hubiera descartado socialmente la lógica antigua y la
filosofía escolástica, como había hecho la ciencia moderna, sino si hubiera
caducado también la metafísica como tal. La metafísica no sólo pretendía haber
sido o había sido principalmente una actitud, sino que –al margen de toda
actitud- cumplía funciones sociales en relación con el sentido de las
instituciones; razonablemente, Kant pensaba que estas funciones serían
requeridas siempre y, terminada su práctica como un saber institucional, sus
funciones sociales pasarían a ser el trabajo de los detractores de la
metafísica, de ateístas, librepensadores, socinianos o libertinos -para utilizar
palabras de Kant-, esto es, de anti-metafísicos no ironistas ni simpáticos,
sino amargados y resentidos que, en su afán contra la metafísica, eliminarían
de ella el saber para quedarse con lo más nefasto de ella, algo que Kant
denominaba “dogmatismo”, esto es, su apuesta por la permanencia en lugar del movimiento
social. En esto serían tan conservadores como los antiguos cultivadores
teleológicos del saber, pero desde un punto de vista que hoy llamaríamos nihilista.
Ateístas, socinianos y libertinos se complacerían luego del fin de la
metafísica en destruir nihilistamente las instituciones sociales, sin comprender
que sin ellas no es posible la constitución metapolítica basada en la ciencia
que desea reemplazar la antigua metafísica y que, finalmente, constituía el
mundo político mismo en que estos ateístas, etc. querrían vivir.
Es muy curioso que ateístas, socinianos, libertinos y liberales de
izquierda casi nunca (o nunca) esclarezcan qué debe hacer la filosofía después
de la metafísica en relación con las instituciones de las que ahora ya no se
ocupan aparte, naturalmente, de contribuir a su destrucción. El lector pudiera
sentirse algo desilusionado ante una historia de la ciencia moderna en que la
verdad de la ciencia, y no la ironía, ha jugado un rol importante –y muchas
veces nefasto- en los efectos históricos de su éxito y predominio. La verdad
goza del prestigio de ofrecer seguridad y estabilidad, frente a las ofertas de
una metafísica política del movimiento
y la revolución, pero goza de ese prestigio acompañada con el odio y el
resentimiento nihilistas que ellos mismos atribuyen a la metafísica que
combaten. Kant en gran medida transfirió las funciones sociales de la
metafísica al pensar del futuro, es decir, a la profecía, algo que hizo
peculiarmente en sus textos de filosofía de la historia; eliminó el saber
metafísico, creyó desechar la amargura y el afán de venganza que trae consigo y
conservó el rol de llenar de ilusiones al hombre en su visión del futuro. En
cierta forma compartía ideas comunes con ateístas, libertinos, etc. respecto de
la revolución liberal que esos pensadores llevaron a cabo en 1793, pero creía
que la metafísica podía convertirse en profecía, en un discurso para pensar el
futuro como una promesa y una esperanza que se podía pronosticar. Kant, lector consumado
de Bacon, puedo haberse sentido inspirado por él.
No sería una imagen adecuada la que aquí se ha dado de Bacon si se ignorara
que el espíritu irónico de Lord Canciller iba revestido por alguna clase de
garantía de estabilidad para las instituciones que no quería fundar con la
metafísica, en el sentido teleológico que el saber cumplía en la visión
premoderna. El lector que lea con calma la Atlantis
Nova descubrirá que Bensalén, y el reino del que era capital, no son
realidades socialmente revolucionarias; aunque las inspira una metapolítica,
una idea metafísica del mundo social y es, por tanto, un pensamiento del cambio
político e histórico, el libro describe el modelo de una sociedad políticamente
estable. El Descartes de 1637, que tan cerca se halla de Bacon en su concepción
política de la ciencia, se cuida de observar que, aunque considera que la
sociedad debe inspirarse en una metafísica del movimiento social, eso de
ninguna manera debe interpretarse como el programa de una transformación
violenta de las instituciones humanas. La violencia, parecen haber pensado
Bacon y Descartes, debe ser separada de la metafísica política. El reino ideado
por Bacon existe casi desde el inicio del mundo y se ha adaptado en el tiempo a
toda clase de cambios (ya que lo rige una constitución del movimiento) sin haberse sumergido nunca en una revolución semejante
a la inspirada en Francia por esos mismos socinianos, ateístas, libertinos (y
cafeterías para liberales de izquierda) cuya obra Kant había advertido en la Crítica de la Razón Pura como una
amenaza digna de ser detenida.
El reino de Bacon desconoce el cambio violento de régimen y su
constitución, por tanto, es a la vez inveterada y pacífica. No hay nada en
Bacon que, como sí en Kant, estimule e impulse el cambio revolucionario de
régimen político. Pero no es precisamente la ironía el factor que le confería
esa estabilidad a sus instituciones, sino otro elemento que Bacon asoció con la
ironía y que resulta sorprendente encontrar en quien durante dos siglos se tuvo
como fundador de la ciencia experimental y el mundo moderno que vino aparejado
en la realidad con ella.