Francis Bacon y la política del milagro
Prioridad de la profecía sobre la ironía (III)
Víctor Samuel Rivera
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
Si dejamos de lado el Novum Organum,
la Atlantis Nova resulta ser el texto
de Lord Canciller que resulta el más atractivo de cuantos compuso para nosotros,
los presentes, en gran medida porque reviste un significado histórico profético
que consideramos cumplido en el mundo en que vivimos. El teléfono, los
submarinos, los aviones y los motores son, a efectos de la esencia de nuestro
mundo, no ilusiones cumplidas por accidente, sino realizaciones históricas que
revelan en el utopista una forma de conocimiento anticipado, la realidad
consumada de un pronóstico feliz. Los logros tecnológicos predichos por Bacon
dejan muy sorprendido al lector del siglo XXI, en gran medida, porque sus
anticipaciones han podido lograrse largamente por la realización de ese mismo
movimiento metafísico político que Lord Canciller quiso legislar en la Instauratio Magna. Se trata de la
dimensión dramática y metafísico-mística del autor, con la que se rematará más
adelante este ensayo para hacer honor a su título. Pero ahora interesa un
aspecto peculiar de la Atlantis Nova
que va acompañado de la anterior: ésta se halla atravesada por una clave
irónica, del todo autobiográfica, y que nos devuelve al tema de la tensión
antes anotada entre ironía y metafísica.
En Francis Bacon la ironía no excluye la profecía, que es una aproximación
bastante más dramática de la relación del pensador con el mundo social, pero la
matiza. Ésta es una clave del pensamiento de quien se creyó durante un par de
siglos el diseñador del mundo moderno; de haberlo sido realmente, el mundo del
hombre se habría abstenido de horrores que, desde 1793 en adelante, han
desgraciado la memoria que los presentes tenemos de la era moderna; sus
discutibles promesas metafísicas hoy se precipitan en el mar de la
desesperación, más o menos como les sucede a los osos polares montados en los
varados trozos de hielo flotante del Polo norte.
Nada hacía presagiar a Bacon la transformación social que vendría de la
mano de su imaginaria Atlantis Nova, esa
isla regida por las ideas fuerza de la Instauratio
Magna. Pero vayamos a la ironía. Las páginas que han quedado redactadas
dejan un enorme espacio para tratar sobre la necesidad de la vida familiar, de
lo importante que es tener hijos y cómo una constitución política saludable,
como la que Atlantis Nova representa,
debe fomentarla. Bacon dedica varias páginas a explicar con detalle algo que se
llama la “Fiesta de la Familia”, que es a la vez una solemnidad social y un
premio para los hombres que se dedican a poblar la islilla con su progenie. Se
trata de una fiesta enteramente política, que nada tiene la ciencia que ver con
ella, con la que “se muestra que la nación es toda bondad”. Los detalles sobre
cómo se venera la familia en la obra son abundantes y es innecesario o
redundante señalarlos aquí. Quizá lo más interesante es la dignidad que se
confiere en esa fiesta a la figura del padre, no por su bondad, ni por sus
cualidades morales en su rol paternal, sino por sus logros en el mundo de la
generación, por su productividad sexual, por decirlo de alguna manera. El padre
premiado, que adquiere por ello el título de “Tirsán”, que es una suerte de
reconocimiento nobiliario, al alcanzar un número notable de descendencia recibe
por ley un homenaje por el clan al que pertenece, en presencia de su completa
descendencia en tres generaciones. Es altamente significativo que Bacon, aunque
estuvo felizmente casado, no tuviera él mismo ningún descendiente en su estéril
matrimonio; esto resulta bastante gracioso si se toma en cuenta que se trata de
la realidad del legislador externo que celebra la reproducción como una ley
social necesaria. Pero esto no es todo. El lector sensible a los mensajes
cifrados de lo que hay que leer entre líneas descubre además que todo este
asunto familiar se liga con un tema que no era de tan fácil tratamiento a
inicios del siglo XVII, a saber, el control, administración y goce de la
lujuria. Sin duda, para dedicarse a Tirsán y tener muchos hijos hay pocas
vacaciones en el mundo del sexo.
Atlantis Nova presenta un largo
acápite ligado al anterior dedicado a explicar la necesidad de promover el
matrimonio y, en cambio, censurar las prácticas sexuales extramatrimoniales,
“las malas prácticas” y “los vicios”, incluida la prostitución, a lo que se une
una denuncia explícita y detallada de la homosexualidad, todo lo cual se
remedia en la isla con un casamiento precoz. La ocasión del acápite ocurre
siete días después (una cifra por lo demás mística, pues se relaciona con la
creación del mundo, los ciclos cósmicos y la perfección espiritual), ante la
aparición extraña de Joabín, un judío al que primero se excusa de los males que
Bacon describe los de su casta tienen en las sociedades cristianas de su
tiempo. Joabín es, pues, en un esquema innegablemente antisemita, el hombre
malo que se ha ennoblecido como consecuencia de vivir sometido bajo una
constitución justa. Bensalén, la capital de la islilla, “se halla libre de
vicios” (sexuales, se entiende) y es “la virgen del mundo” –dice Joabín-. Uno
se sorprende de esto último, que se decía también de Isabel I de Inglaterra, la
Reina buena parte de la vida de Bacon. El matrimonio es exaltado por el judío
simpático para “poner remedio a la concupiscencia ilegal”, a diferencia de las
sociedades reales, una de las cuales tiene al propio Bacon por súbdito y al
sucesor de Isabel por Rey. Es en estas sociedades reales, como la Inglaterra
isabelina pudo serlo, donde hay “multitud de hombres que prefieren ser solteros”
y que llevan así “una vida impura y libertina”; allí son frecuentes “el deleite
en brazos meretricios”, “los lugares de perdición” y también las prácticas
homosexuales, en las que se subraya no poco; Joabín el judío sostiene que en la
Virgen del mundo la pederastia es rara (lo que el lector entiende es en contraste
con Inglaterra, donde se sugiere por lo mismo que no ha de serlo tanto) y, en
cambio, es abundante la “amistad inviolada” (o sea, sin sexo entre hombres). Bacon,
cuyas prácticas sexuales fuera de su matrimonio tardío y estéril se desconocen
y debió deleitarse o no con ellas cuando su vigor adulto lo asoció al joven
conde de Essex, se casó bastante tarde, cuando Essex era cosa pasada; se
aplican a él mismo, por tanto, las denuncias de permisividad y egoísmo de los
hombres que no se casan, de los que en su juventud “disipan vilmente su vigor” en
prostíbulos o con muchachos (o ambas cosas) en lugar de hacer familias y
procrear. Atribuir a la Atlantis Nova
un trasfondo irónico no resulta, como se ve, ninguna exageración. Tal vez explique que su autor esperara a la
muerte para que su fiel secretario procediera a enviarla a la imprenta.
El ironista, a diferencia del metafísico vengativo, se reserva un lugar
amplio para la autocrítica y, si propone prácticas serias, no es al menos con
la cólera de un metafísico, resentido con lo que los demás hagan o no, en
último término, con su existencia limitada y pasajera.
Es extraño que aparezca en la Atlantis
Nova un personaje especial cuya función narrativa sea dar explicación a los
usos sexuales en Bensalén, y más cuando se hace de ese personaje un judío. En
un contexto antisemita (como lo es el del texto) lo que permite inferir esto es
que, en cualquier caso, no hay que tomarse demasiado en serio las afirmaciones
del buen personaje. Hay algo de picaresco en medio de toda esta santurronería
matrimonial. En cualquier caso William Rawley, no sólo secretario, sino también
biógrafo de Lord Canciller, enfatiza que Bacon, aunque siendo mayor en edad ya para
casarse, encontró la manera de hacer gozar sexualmente a su mujer y que ésta se
hallara por ello felizmente casada con su esposo viejo, al que sucedió en la
muerte décadas después tan satisfecha que se quedó completamente sola y sin
hijos; esto parece ser una velada excus
a para quien de joven debe haberse
servido de su vigor juvenil con prácticas riesgosas o experimentales; la
castidad, así, a secas, en la Inglaterra protestante que Bacon dibuja,
pareciera reservada a dos posibles candidatos: la hipocresía y la Reina. El
lector contemporáneo de la obra, quien no debía ignorar la biografía a voces de
Bacon, debe haber ubicado las ironías señaladas arriba sin mayor dificultad.
En las primeras páginas de Atlantis
Nova se presenta un sutil chiste en medio de la visita inglesa a la isla.
Un funcionario de Bensalén, la capital de la utópica islilla del Mar del Sur,
se aparece de pronto ante los asombrados marinos. Les anuncia la acogida y el
buen trato que el reino prodiga a los viajeros, a los que casi se conminaba a
quedarse para siempre con atractivas ventajas luego de haberlos amenazado con
la expulsión. Todos serían debidamente alimentados y albergados; los heridos y
enfermos reciben trato inmejorable en lo que se denomina la Casa de la Salud
que, por cierto, da ocasión para referirse a las expectativas sociales de un
mundo regido metafísicamente por una constitución móvil, pegada más al cambio
que a la permanencia. Entonces sucede un episodio que muy fácilmente puede, al
lector del siglo XXI, pasar desapercibido, pero que debió causar más de una
sonrisa en el siglo XVII. El representante de la expedición, largamente cargado
de doblones, ofrece al funcionario una compensación por su gentileza, una
recompensa por ofrecimientos tan atractivos para marinos enfermos, perdidos y
cansados. “¡Doble sueldo!” –replica el funcionario de Bensalén- y abandona la
sala, con los doblones allí son tocar. Esto, que deja perplejos a los viajeros,
ocurre no una vez, sino dos, lo que da lugar a una explicación (esto es
equivalente a otro Joabín saliendo de la nada en el escenario); es obvio que
esta actitud de rechazo de recompensa material parece insólita a los marinos a
quienes, por el contrario, les resulta natural ofrecer homenaje en dinero a
quien los atiende. Entonces se les contesta que una ley muy importante del reino
en el que han ido a parar indica que los funcionarios públicos no deben aceptar
dádivas en el cumplimiento de sus funciones. Esto asombra a los ingleses, que
sin duda estaban acostumbrados a prácticas contrarias, como en el caso del sexo
en los hombres que se casan por cumplir cuando se han hecho largamente
incapaces para engendrar, y posiblemente para prodigar cualquier clase de ternura
física, sea a hombre o a mujer.
En Bensalén se ve muy mal –incluso moralmente mal- que quien goza ya de un
salario estatal como funcionario reciba cualquier retribución extraordinaria,
una mala práctica entonces, que se conoce en la ciudad como “doble sueldo”.
Esto, que no es sino un gigantesco chiste, no ha sido muy subrayado que digamos,
ya que los historiadores suelen ser más metafísicos que irónicos cuando
recuerdan a los filósofos. Los marinos –habría que escribir “los ingleses”-
varados en Bensalén insisten en prodigar doblones a quienes los atienden, cada
vez con mayor motivo, pues los favores recibidos son cada vez más grandes.
“¿Doble sueldo?”. Eso no puede ser, al menos no en Bensalén. Pero, por
supuesto, es regla que vale sólo en una isla que sólo existe para la literatura
utópica del siglo XVII. Está presupuesto que es una norma más o menos
irrazonable, utópica en un sentido bastante picaresco, y Bacon se cuida de no
halagarla demasiado. La insistencia en algo tan pueril, sin embargo, dice mucho
de la empresa general a la que Bacon se ha consagrado: la ciencia moderna
resulta ser menos metafísica, en sentido rortyano, que la nueva. Es escéptica,
como lo era la ciencia experimental de inicios del siglo XVII, pero no en nada
vengativa ni amargada.
Para comprender la ironía del doble sueldo (tipo de efecto que tanto Rorty,
Nietzsche y Riva-Agüero practicaron no poco en sus textos) hay que adentrarse
algo en la biografía del Lord Canciller, que el auditorio original sin duda, a
diferencia de nosotros, tenía muy presente. De este hombre, a quien se reconoció
en especial en los siglos XVIII y XIX por su supuesto rol decisivo en la
historia de la filosofía moderna y la ciencia experimental, un lugar que –por
razones que ahora debe desestimarse- el siglo XX ha preferido regalar a
Descartes, debe recordársele las prácticas que le fueron más familiares a Bacon
en vida realmente, que no la ciencia.
Los enemigos de Bacon, quizá envidiosos de los títulos nuevos recogidos
bajo Jacobo I y sus extrañas intrigas cortesanas, no muchas semanas después de
que el Rey le concediera el título de Vizconde de San Albano, lo acusaron públicamente
nada menos que por el cargo de “doble sueldo”. Y la gracia le costó al buen
Bacon unos días en las mazmorras de la Torre de Londres, algo bastante lejano
de haber sido un chiste.
Bacon se hubo desempeñado como juez durante años, ya desde el reinado de
Isabel quien, aunque se abstuvo de tenerlo muy cerca, lo hizo nombrar
Canciller, una dignidad única nunca antes concedida a nadie. Para 1621, que
marca su estadía en pris
ión, los rivales de Bacon encontraron que la
legislación de la época condenaba –al menos de nombre- el recibo de “doblones”
por parte de alguna de las partes en un proceso judicial, en particular de la
parte que resultaría beneficiada finalmente de la prudencia del juez. Esta
conducta en la actualidad se llama cohecho, y su consideración como delito en
la función judicial se halla fuera de discusión.
“¿Doble pago?”. En Inglaterra el doble pago le costó a Bacon no sólo la
cárcel, sino también una multa más que considerable, en especial si uno se
acerca a las cuentas privadas de Lord Canciller, un castigo bastante cruel para
quien no se consideraba ya nada bien pagado y, quizá lo peor de todo para un
intrigante cortesano que amaba la política y era cercano de Jacobo I, la
prohibición de aparecerse un tiempo por el palacio real, al que debía ver nostálgico
y pobre desde larga distancia.
En el segundo prólogo a la Crítica,
de 1787, Kant expresaba angustia al representarse qué sucedería en el mundo
político si, no sólo se hubiera descartado socialmente la lógica antigua y la
filosofía escolástica, como había hecho la ciencia moderna, sino si hubiera
caducado también la metafísica como tal. La metafísica no sólo pretendía haber
sido o había sido principalmente una actitud, sino que –al margen de toda
actitud- cumplía funciones sociales en relación con el sentido de las
instituciones; razonablemente, Kant pensaba que estas funciones serían
requeridas siempre y, terminada su práctica como un saber institucional, sus
funciones sociales pasarían a ser el trabajo de los detractores de la
metafísica, de ateístas, librepensadores, socinianos o libertinos -para utilizar
palabras de Kant-, esto es, de anti-metafísicos no ironistas ni simpáticos,
sino amargados y resentidos que, en su afán contra la metafísica, eliminarían
de ella el saber para quedarse con lo más nefasto de ella, algo que Kant
denominaba “dogmatismo”, esto es, su apuesta por la permanencia en lugar del movimiento
social. En esto serían tan conservadores como los antiguos cultivadores
teleológicos del saber, pero desde un punto de vista que hoy llamaríamos nihilista.
Ateístas, socinianos y libertinos se complacerían luego del fin de la
metafísica en destruir nihilistamente las instituciones sociales, sin comprender
que sin ellas no es posible la constitución metapolítica basada en la ciencia
que desea reemplazar la antigua metafísica y que, finalmente, constituía el
mundo político mismo en que estos ateístas, etc. querrían vivir.
Es muy curioso que ateístas, socinianos, libertinos y liberales de
izquierda casi nunca (o nunca) esclarezcan qué debe hacer la filosofía después
de la metafísica en relación con las instituciones de las que ahora ya no se
ocupan aparte, naturalmente, de contribuir a su destrucción. El lector pudiera
sentirse algo desilusionado ante una historia de la ciencia moderna en que la
verdad de la ciencia, y no la ironía, ha jugado un rol importante –y muchas
veces nefasto- en los efectos históricos de su éxito y predominio. La verdad
goza del prestigio de ofrecer seguridad y estabilidad, frente a las ofertas de
una metafísica política del movimiento
y la revolución, pero goza de ese prestigio acompañada con el odio y el
resentimiento nihilistas que ellos mismos atribuyen a la metafísica que
combaten. Kant en gran medida transfirió las funciones sociales de la
metafísica al pensar del futuro, es decir, a la profecía, algo que hizo
peculiarmente en sus textos de filosofía de la historia; eliminó el saber
metafísico, creyó desechar la amargura y el afán de venganza que trae consigo y
conservó el rol de llenar de ilusiones al hombre en su visión del futuro. En
cierta forma compartía ideas comunes con ateístas, libertinos, etc. respecto de
la revolución liberal que esos pensadores llevaron a cabo en 1793, pero creía
que la metafísica podía convertirse en profecía, en un discurso para pensar el
futuro como una promesa y una esperanza que se podía pronosticar. Kant, lector consumado
de Bacon, puedo haberse sentido inspirado por él.
No sería una imagen adecuada la que aquí se ha dado de Bacon si se ignorara que el espíritu irónico de Lord Canciller iba revestido por alguna clase de garantía de estabilidad para las instituciones que no quería fundar con la metafísica, en el sentido teleológico que el saber cumplía en la visión premoderna. El lector que lea con calma la Atlantis Nova descubrirá que Bensalén, y el reino del que era capital, no son realidades socialmente revolucionarias; aunque las inspira una metapolítica, una idea metafísica del mundo social y es, por tanto, un pensamiento del cambio político e histórico, el libro describe el modelo de una sociedad políticamente estable. El Descartes de 1637, que tan cerca se halla de Bacon en su concepción política de la ciencia, se cuida de observar que, aunque considera que la sociedad debe inspirarse en una metafísica del movimiento social, eso de ninguna manera debe interpretarse como el programa de una transformación violenta de las instituciones humanas. La violencia, parecen haber pensado Bacon y Descartes, debe ser separada de la metafísica política. El reino ideado por Bacon existe casi desde el inicio del mundo y se ha adaptado en el tiempo a toda clase de cambios (ya que lo rige una constitución del movimiento) sin haberse sumergido nunca en una revolución semejante a la inspirada en Francia por esos mismos socinianos, ateístas, libertinos (y cafeterías para liberales de izquierda) cuya obra Kant había advertido en la Crítica de la Razón Pura como una amenaza digna de ser detenida.
El reino de Bacon desconoce el cambio violento de régimen y su
constitución, por tanto, es a la vez inveterada y pacífica. No hay nada en
Bacon que, como sí en Kant, estimule e impulse el cambio revolucionario de
régimen político. Pero no es precisamente la ironía el factor que le confería
esa estabilidad a sus instituciones, sino otro elemento que Bacon asoció con la
ironía y que resulta sorprendente encontrar en quien durante dos siglos se tuvo
como fundador de la ciencia experimental y el mundo moderno que vino aparejado
en la realidad con ella.
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