Datos personales
- Doctor en filosofía. Magíster en Historia de la Filosofía. Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía desde 1992. Crío tortugas peruanas Motelo y me enorgullezco de mi biblioteca especializada. Como filósofo y profesor de hermenéutica, me defino como cercano a lo que se llama "hermenéutica crítica y analógica". En Lima aplico la hermenéutica filosófica al estudio del pensamiento peruano y filosofía moderna. Trabajo como profesor de filosofía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos; he trabajado en Universidad Nacional Federico Villarreal desde 2005. He sido profesor en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima hasta 2014. He escrito unos sesenta textos filosóficos, de historia de los conceptos, filosofia política e historia moderna. Tengo fascinación por el pensamiento antisistema y me entusiasma la recuperación de la política desde el pensamiento filosófico. Mi blog, Anamnesis, es un esfuerzo por hacer una bitácora de filosofía política. No hago aquí periodismo, no hago tampoco análisis político de la vida cotidiana- De hecho, la vida cotidiana y sus asuntos no son nunca materia del pensamiento.
domingo, 30 de noviembre de 2008
Joseph de Maistre, hermeneuta político
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El Conde de Maistre
Hermeneuta político
VATTIMO Y DE MAISTRE
Víctor Samuel Rivera
Joseph de Maistre
Joseph de Maistre, como Gianni Vattimo, es el terror de los liberales. Mejor dicho: es el terror de los liberales puesto al descubierto. Ultramontano, profesó que la religión es un principio político, como es el caso en la filosofía tradicionalista en general. Esta posición enfrentaba el dogma de la filosofía política liberal de que la religión debe ser suprimida de la vida pública y reservada a la cosmética o la psiquiatría. Es el más relevante de los autores del tradicionalismo católico, junto al Vizconde Louis de Bonald y Juan Donoso Cortés y es el autor más significativo de lo que en el siglo XIX se denominaba École Theologique (“escuela teológica” o “teocrática”). Pero no es por eso que lo recordamos aquí, sino porque, por paradójico que suene, su filosofía política coincide con las premisas principales que la hermenéutica tiene de la racionalidad, la verdad y la historia. Aunque parece lo más opuesto posible al pensamiento de Gianni Vattimo, que es un nihilista que predica la muerte de Dios, el teólogo comparte con él la denuncia del concepto violento de verdad de la metafísica liberal y, más aún, su concepción del ser no como una esencia eterna, sino como evento temporal que hay que interpretar. De Maistre es en realidad, no un “teólogo” como Santo Tomás, sino un hermeneuta religioso deslumbrado por la Revolución Francesa, a la que admiraba como a un “milagro”.
Tal vez Joseph de Maistre (1753-1821) es un filósofo político demasiado famoso en su calidad de “teólogo”, tanto que su fama puede no serle al final muy conveniente. A de Maistre se lo recuerda fundamentalmente por dos libros, las Veladas de San Petesburgo (1821) y sus Consideraciones sobre Francia (1796). Las dos, magistrales obras literarias, demoledoras piezas contra los sofismas de la civilización del dinero. Curiosamente, estas obras gozan de recientes reediciones y comentarios tanto en francés como en otras lenguas conocidas. Uno podría preguntarse por qué. No fue un gran epistemólogo, como David Hume. Tampoco fue un precursor de lo “políticamente correcto”, como John Stuart Mill. Su filosofía nunca dominó la academia, a diferencia de la de sus contemporáneos Kant o Hegel. Su presencia actual es fruto, en realidad, de una demanda interna de la reflexión política, en este tiempo del nihilismo cumplido, esto es, hoy que el mundo liberal agoniza. Es parte del resultado de las polémicas sobre las pretensiones planetarias del liberalismo de los años 80 y 90 del siglo pasado. Jean-François Lyotard y Gianni Vattimo intentaban convencernos en esos años de desconfiar de los grandes relatos, pero una contracorriente imperial quería convencernos de lo contrario, del valor civilizatorio del liberalismo, de su validez a priori, de su carácter “normativo”, de que es un “ideal irrenunciable”. Los imperiales eran la “izquierda” y se supone que representaban el progreso, el mercado libre y la democracia contra las locuras de Lyotard y Vattimo. Iba tras ellos un poder fáctico terrible, que ha quedado evidente en la política norteamericana desde los 90 hasta, qué decimos, hace 2 meses. Nos convencimos pronto de que entre entregarse al poder y desconfiar lo segundo era lo mejor, porque era los más inteligente. Y teníamos razón. Nos felicitamos de haber leído a de Maistre en los años 90.
Junto a Nietzsche, Joseph de Maistre es sin duda alguna uno de los enemigos socialmente más eficaces que haya tenido jamás el liberalismo. De hecho, sus argumentos son considerados vigentes por los propios liberales, y se lo cita como tal en cualquier debate académico serio sobre sus dogmas, en particular contra el individualismo, el secularismo nihilista y la ideología hegemónica de sustituir la religión por un discurso sobre los “derechos”. Isaiah Berlin, por ejemplo, coloca su pensamiento en el mismo plano de peligro para la civilización mercantil que el de Rousseau; va con él en calidad de “traidor a la libertad” (esto es, como inspirador de alternativas de pensamiento al nihilismo de la modernidad liberal). Hace un par de décadas, el liberal Stephen Holmes –con una perversa mala fe- lo catalogó en el origen de la presunta “Escuela Antiliberal”, en compañía desordenada y fellinesca con Heidegger, Nietzsche, Maurras, Mussolini, Hanna Arendt y Alasdair MacIntyre. Afortunadamente, tanto Berlin como Holmes tienen razón. A diferencia de otros pensadores antimodernos, como Louis de Bonald o Jaime Balmes, el liberalismo le debe aún a de Maistre varias respuestas.
De Maistre tiene la doble mala suerte de haber sido una figura fundamental del pensamiento francés clerical del siglo XIX y de haber sido leído en contextos que resultan ahora insoportables para el común de los lectores. Como Nietzsche, fue inspirador de formas de resistencia social contra la modernidad liberal que fracasaron con la Segunda Guerra Mundial, entre ellas el tradicionalismo católico, el corporativismo fascista y el maurrasianismo. Pero del Conde no interesa su pasado social efectual, sino su presente o su futuro, enmarcado como lo está ahora en el evento del fin del pensamiento único y el colapso del dominio planetario de la pérfida Norteamérica. De Maistre cuenta con la ventaja que los pensadores tienen en la historia humana sobre los políticos; mientras los últimos mueren para siempre en su envío (esto es, en los compromisos efectivos de la historia) los pensadores inteligentes se hacen intempestivos, es decir, regresan a la escena en los momentos de excepción, de allí que sea por antonomasia el pensador de la crisis, del mismo modo en que el segundo John Rawls o Richard Rorty lo son de la apoteosis. Como los grandes filósofos, como el propio Nietzsche, pero también Aristóteles o San Agustín, de Maistre es la clase de pensador que es capaz de sobrevivir en el orden de los conceptos a una historia socialmente desfavorable. Es un criterio pragmatista que se llama de “eficacia histórica” y que tomo de Hans-Georg Gadamer: Un filósofo es históricamente eficaz si logra sobrevivir a su contexto historial, si, en el lenguaje posheideggeriano, podemos decir que porta su envío, que es mensajero del dios de la comprensión. En lenguaje más fácil: Si sus libros se sobreponen a su contexto. El de Maistre de 1796 vuelve hoy a ser lectura fundamental para la filosofía política. Sobrevivió a la Revolución Francesa, pero también está sobreviviendo al pensamiento único y sus cadenas oprobiosas contra la inteligencia. Es casi la inteligencia misma emancipada de la tutela de la emancipación.
Joseph de Maistre fue un genio de la contradicción, pues atacó a la modernidad desde sus propias premisas y usando sus propios métodos. Es la inteligencia del pensamiento religioso que los clérigos de Occidente no tuvieron el talento de articular. Esto es básico: Es la antimodernidad hablando el lenguaje de la modernidad. Su agenda: Desacreditar la ontología cientificista, que en efecto –como él pensaba- subyace a los “derechos” y las “libertades”. Tiene un libro contra Francis Bacon, extremadamente divertido, La Philosophie de Bacon, en que demuestra que el estafador inglés era un charlatán en los términos de Bacon mismo. Este Bacon era un ícono cultural del empirismo y el sensualismo filosóficos del ambiente libertino que fecundó las escasas inteligencias de la Gran Revolución. Su concepto de la ciencia moderna y de lo moderno en general era bastante malo, y esto porque consideraba la ciencia moderna como ideología del terror revolucionario, como el terror mismo hecho pensamiento. El mismo diagnóstico iba para lo “moderno”, con lo que no para mientes en demostrar su estulticia. Por “moderno”, entendía él las filosofías empiristas y sensualistas del siglo XVII, esto es, “el filosofismo” de su propia época. Su pensamiento, sin embargo, tiene dos características que resultan singularmente “modernas” y, por ello, exitosísimas en la lid con los liberales. Con fama de teólogo irracionalista, debemos decir del Conde Joseph de Maistre que era a la vez un empirista y un “pragmatista” moral. Basaba sus razonamientos sobre instituciones y creencias sociales en la experiencia histórica, la plausibilidad práctica y el sentido común, no en la teología.
Nuestro conde nació en Chambéry, hoy Francia gracias a la Revolución, entonces Ducado de Saboya, los mismos Saboya que habrían de ser reyes de Italia. Es fautor del “ultramontanismo”. El ultramontanismo es la teoría política decimonónica que, frente a la Revolución, propugnaba la conservación del orden político-religioso de la Cristiandad europea. A esta causa dedicó su insoportable Sobre la Inquisición Española y el fulminante ensayo Du Pape (Sobre el Papa, 1817), dicho sea de pasada, una obra muy relevante para el pensamiento reaccionario peruano del siglo XIX. Buena parte de la mala fama del conde se debe a esta adhesión ultramontana que, al contrario de lo que piensa el común de sus detractores ignorantes (o sea, los que critican lo que no han leído), no era religiosa, sino pragmatista. De Maistre fue partidario de la unidad de la política y la religión en el contexto de 1789 no porque fuera muy católico (aunque lo era), sino porque su empirismo y su pragmatismo al estilo del siglo XVIII le hacían presagiar una historia desgraciada para los resultados sociales de la Revolución, previendo un sinnúmero de desórdenes, como efectivamente fue el caso para quien sepa algo de historia europea. Consecuente con la idea de fusionar la religión y la racionalidad humanas, esta posición lo llevó a llamar a sus principios político-filosóficos “dogmas”. Los lectores apurados de su obra tomaron la expresión a la letra, confundiendo los dogmas de la religión revelada con afirmaciones que eran a todas luces diagnósticos sociales y evaluaciones históricas. En parte –hay que confesarlo- de Maistre hizo esto a propósito, pues le gustaba el escándalo.
El punto nodal de la filosofía de de Maistre es la interpretación filosófica de 1789 como una singularidad en la existencia planetaria humana. En efecto: El conde era consciente de que la Revolución Francesa era un fenómeno global, que implicaría la expansión europea y la incorporación del mundo a la historia del Occidente, como en efecto fue el caso. Pero vio en este fenómeno una singularidad trágica, que llamaríamos ahora “destinal” en el lenguaje de la hermenéutica. Es lo que Heidegger llama “historia de la metafísica”, eso es, la interpretación filosófica del mundo como la expansión ilimitada del pensamiento “científico” al estilo del Bacon que despreciaba. Su predicción implicaba, en general, que la globalización (que él llamaba la “unidad del mundo”) iba a ser el desbordamiento revolucionario. El terror de 1793 iba a significar la opresión de Europa-revolución sobre el resto del planeta. No se equivocaba. La Revolución era una amenaza ontológica de pérdida del sentido de la existencia humana a escala planetaria, con un elemento único de acontecer irresistible e inevitable, que hizo coincidir con un diagnóstico catastrofista del mundo (¡cuánta razón tenía!). Se anticipaba cuatro décadas al Alexis de Tocqueville de La Démocratie en Amérique (1835). En clave religiosa, describió esto como una situación satánica, apocalíptica, en que Europa se invertía a sí misma y se abismaba al nihilismo.
El punto central que me llama a escribir estas líneas sobre de Maistre es la interpretación que hace el conde del filósofo y su relación con la verdad. Para comenzar, el filósofo debía ser una especie de profeta. Describe esto en términos gnósticos y esotéricos. El filósofo conserva la “intuición” del sentido de la acción histórica. Esto es considerado por la bibliografía al uso como “providencialismo”, esto es, como la doctrina de que los acontecimientos históricos deben comprenderse bajo la intervención de la voluntad de Dios en la Historia o la “Providencia”, un tema cuyo antecedente más famoso en la literatura histórico-política francesa era el Sermón sobre la Historia universal de Bossuet. De hecho, el filósofo aparece como un anticipador de la Providencia. Pero justamente este aspecto lo hace, con Gianbattista Vico, el pensador más cercano a la hermenéutica tal y como se entiende hoy con Gianni Vattimo que haya gestado el siglo XVIII. Vattimo denomina a la actividad del filósofo hermeneuta “ontología de la actualidad”, esto es, su hacer es la comprensión e interpretación de los hechos sociales desde la perspectiva de la finitud humana. En de Maistre podríamos hablar de “teología de la actualidad”, esto es, no teología metafísica, sino reconocimiento de la actualidad como acontecer de la verdad obrada en la vida histórica, en los hechos políticos. El acercamiento profético, aunque refiere “dogmas”, incluso “dogmas de la Providencia”, es en realidad un conjunto de conjeturas sobre acontecimientos, sobre “eventos”, cosas que pasan y tienen un significado dramático para la existencia humana. El propio de Maistre usa subrayándola la expresión francesa “événement” (evento), que tan relevante es en la hermenéutica, pues entiende la ontología como una interpretación del acontecer. Su pensar es interpretación plausible del “événement”. La Gran Revolución es un evento por antonomasia, como también la expansión global del liberalismo, el éxito político de principios irracionales de la civilización mercantil y la dominación planetaria del Ge-Stell (el mundo tecnológico).
Al pensar del ser como evento, como interpretación del acontecer, lo califica de Maistre mismo como “conjeturas plausibles”, esto es, ideas razonables que no tienen pretensiones de verdad última. Compáreselos con, por ejemplo, las ideas metafísicas liberales sobre los “derechos” y el “individuo”. Consecuente con la atmósfera moderna de su argumentación, sin embargo, sostiene que estas conjeturas “se apoyan sobre ideas universales”, esto es, que corresponden con la experiencia histórica, pero “sobre todo” que sus propuestas –cito- “son consoladoras y propias para hacernos mejores”. ¿No es esto puro pragmatismo? Lo que importa de la verdad es su utilidad social, su pertinencia para la coexistencia y su plausibilidad para hacer una vida humana feliz. Agrega: si es así, “¿qué les falta” a sus ideas? “Si no son verdaderas, son buenas; o más bien, porque son buenas, ¿no son verdaderas?”. Sus lectores contemporáneos liberales seguidores de Adam Smith o Jeremy Bentham debían quedarse perplejos al constatar este pragmatismo contingentista al servicio de la contrarrevolución. Como epistemólogo, propugnaba algo que va a parecer increíble al lector: la unidad de método entre la ciencia natural y las humanidades. Esto quiere decir que era un monista metodológico, como Leibniz o Descartes. A diferencia de ambos, hacía recurso a la experiencia, exactamente como presumían de hacer sus enemigos liberales. Como científico social (se me perdone la expresión) era un consecuencialista, esto es, evaluaba la pertinencia de las acciones humanas sobre la base experimental de sus consecuencias prácticas. Alguien que tuvo la desgracia de nacer durante la Gran Revolución pudo medir con mayor claridad el significado social del liberalismo. Pudo “palpar la sangre”, por decirlo de alguna manera. Con este criterio, la inquisición española le parecía menos mala que el Ge-Stell y, aunque de ese tema no nos pronunciamos, con certeza compartimos la idea de que los modernos dicen que “todo está bien” pero que la realidad, el evento, nos indica que “todo está mal”, que casi todo es violencia en el mundo. Lo podría haber escrito Vattimo, lo escribo yo y, antes que yo, de Maistre, el terror del terror de los liberales.
jueves, 20 de noviembre de 2008
Basadre, homenajeador de Montealegre
El Marqués de Montealegre de Aulestia
José de la Riva-Agüero y Osma
1944. Mientras las fuerzas conjuntas del liberalismo y el comunismo ocupaban Europa, un 25 de octubre, ocurría el deceso del filósofo político más interesante de la primera mitad del siglo XX peruano. Era José de la Riva-Agüero y Osma, tal vez el intelectual peor tratado del pensamiento significativo de la centuria que pasó. Uno de los homenajes más desagradables que pudo haber tenido José de la Riva-Agüero y Osma es el que le fue tributado por el más importante historiador del mismo siglo, el más afortunado Jorge Basadre. Mientras revistas académicas como Mercurio Peruano dedicaban números especiales internacionales para honrar la memoria, Basadre redactó una crónica. Una crónica contraria a su habitual estilo elegante y fino, una crónica más bien virulenta y destemplada. Basadre había iniciado en la década de 1920 su carrera de historiador con un artículo contra el monarquismo, un artículo contra Riva-Agüero, entonces el historiador vivo más importante del Perú. Poco podía hacer nuestro filósofo y polígrafo, emigrado entonces en España. El artículo de Basadre era en realidad un mentís a la tesis más sensible del más célebre libro de Riva-Agüero, La Historia en el Perú. Basadre confiesa en 1944 que seguía al inicio de su carrera docente los artículos con que Riva-Agüero saturaba la prensa española. Escribe con horror: "Cierta vez leímos en un diario español, debajo de un artículo suyo, no su nombre de prócer (sic), sino el de Marqués de Montealegre de Aulestia". "¡Había empezado con tanto brío!", agregaba con una atrasada desilusión el autoestimado Basadre. Éstas eran sus palabras para conmemorar al más grande peruano del 900 que había muerto, el fundador en el Perú de la disciplina de la que él mismo era feudatario.
El último peruano Marqués de Montealegre de Aulestia, José de la Riva-Agüero y Osma (1885-1944) es uno de los dos intelectuales peruanos más importantes del primer tercio del siglo XX., un lugar que comparte con su amigo Francisco García Calderón (1883-1951). Fue el sanmarquino más insigne de su tiempo. Aunque se consideraba a sí mismo “historiador”, el historiador que opacaba la ambición de Basadre fue además crítico literario famosísimo, sociólogo, genealogista, político, orador de nota y periodista de pluma apreciada en América Latina y España. Fundó la sicología colectiva y la historia de la literatura peruana en 1905, con su libro Carácter de la literatura del Perú independiente e hizo lo propio con la historiografía con su La Historia en el Perú, de 1910. Fue también filósofo, aunque no un filósofo académico. De él puede decirse que fue el primer historiógrafo del periodo republicano y también el primer crítico literario del Perú originado en 1826. Experto en la obra del Inca Garcilaso, fue tan famoso por sus estudios en ella que ya en fecha tan temprana como 1906 se inicia la publicación y difusión de sus investigaciones, reimpresas innumerables veces. Hijo espiritual de Ricardo Palma y Alejandro Deustua, su obra histórica y literaria trascendió en fama las fronteras del Perú y obtuvo en vida innumerables reconocimientos por ella. Fue condecorado, entre otros Estados, por Alemania, el Reino de Italia, la Santa Sede, el Imperio del Japón y el Reino de España. Desde muy joven fue admitido como miembro de las Reales Academias de Historia (1914) y de la Lengua (1921). Diseñó el primer partido político moderno del siglo XX, el Partido Nacional Democrático (1915), del que compuso su ideario. Por cierto, circula la leyenda urbana de que ese partido era “liberal”, un contrahecho histórico del que yo mismo he sido víctima en mis primeros acercamientos al marqués y que, por cierto, ya enmendé.
Basadre acusa a Montealegre en su homenaje de 1944 de ser un político inhábil, que no tuvo ni el talento ni las condiciones para realizar ideales más razonables que los que Basadre denuncia casi como una enfermedad. Suele pasar con los liberales, desprecian lo que no entienden o no conocen. Montealegre fue un nacionalista recalcitrante, creó el primer frente de Derechas peruano de tipo ideológico, la Acción Patriótica (1936). En calidad de reaccionario, fue llamado para ejercer el cargo de alcalde de Lima (1931) y luego de Presidente del Consejo de Ministros y Ministro de Justicia y Culto durante el régimen de excepción del Presidente Benavides (1933). Lo que es más importante para nosotros, publicó uno de los más relevantes estudios de filosofía política que se hayan redactado en la primera parte del siglo XX peruano, Concepto del Derecho (1912), una sintética creación de la filosofía espiritualista aplicada a la teoría del Estado. Es curioso, pues Basadre, que también hizo historia del Derecho, debía haberla conocido. En la fortuna desdichada de otros pensadores políticos notables del Perú durante el siglo XIX, como José Ignacio Moreno y Bartolomé Herrera, toda su fama historial fue sacrificada en la memoria social a lo “políticamente correcto”. Frecuentador de Pío XII, lector de Herrera y del Conde de Maistre, los mensajes de su memoria han debido atravesar, hacia el final de la modernidad, la densa niebla de los determinadores de lo justo, los inexhaustos jueces del Tribunal de la Crítica, los vencedores militares de todos sus argumentos. ¿En qué año escribe Basadre el homenaje a quien parece ser más su víctima que su homenajeado?: 1944, mientras las fuerzas conjuntas del comunismo y el liberalismo arrasaban Europa. Debía haberle resultado más difícil el gambito sólo dos años atrás. En vida, Basadre nunca dio mal trato al marqués de la Calle de Lártiga. Así son los liberales.
En el pináculo de su fama social y académica europea, Riva-Agüero abogó por la recuperación de sus títulos familiares de nobleza, en particular del marquesado de Montealegre de Aulestia, que recuperó para su madre en 1922 y luego, tras la muerte de ésta, ostentaría como su firma en Europa, en especial en los países monárquicos. “Revivía a veces de sus tatarabuelos los Marqueses de Montealegre, cuyo título ostentaba”, escribe Basadre. Y con razón. En Europa fue el resto de su vida simplemente “Montealegre”, que es como lo trataremos preferentemente desde ahora, haciendo honor a su recuerdo. Es singular que las amistades y relaciones más fundamentales de Montealegre estuvieran en España. Contamos allí a Miguel de Unamuno, Marcelino Menéndez y Pelayo, Rafael Altamira, Ramiro de Maetzu, Gregorio Marañón, Juan Vázquez de Mella, Antonio Ballesteros, José María de Cossío o Eugenio d´Ors, en una lista larguísima que excede aquí nuestro propósito. Como político fue connotado nacionalista, tanto en el Perú como en Europa, donde hizo acto de adhesión a la causa del Rey Don Alfonso XIII en 1931, frecuentando la Corte en el exilio hacia el final de los días del soberano (1939-1941). Mantuvo desde inicios de la década de 1920 cercanía especial con los tradicionalistas hispánicos, y sostuvo genuina amistad con muchos de sus líderes entre la intelectualidad y la nobleza española; notoriamente, algunos de ellos fueron, biográficamente hablando, sus mejores amigos; contamos en la lista a los Marqueses del Saltillo, Lozoya, Quintanar, el de Vallellano y el de las Marismas de Guadalquivir, el segundo y tercero de Valdeiglesias, los condes de Doña Marina y Cerrajería, el Marqués de Rodezno y el Marqués de Cerralbo; aunque estos nombres sean extraños a la historia efectual peruana, todos son unos personajes dramáticos de la Guerra Civil Española (1936-1939). La relación con estos últimos personajes, al hacer manifiesta la vida de Montealegre, narra una historia apasionante y excesiva para un peruano, una historia perdida que es necesario rescatar en algún momento.
Como pensador político, Montealegre debe tener la fama más desafortunada posible que se pueda heredar de la historia. En parte fue su propia mala gestión como expositor de imagen, que lo recuerda por un famoso discurso de apenas 8 páginas, cuyo énfasis de estilo y su fuerza retórica lo hicieron incomprensible para sus destinatarios inmediatos, el auditorio de exalumnos del colegio Recoleta de Lima que celebraban el aniversario de su fundación en 1932. El texto impreso es conocido como el Discurso de la Recoleta, y para efectos del recuerdo efectual es, junto con un libro de paisajes que no le gustaba mucho, los Paisajes Peruanos, casi todo lo que un hombre culto peruano recuerda de él. Los libros de historia y sus innumerables ensayos y artículos de prensa se oscurecen frente a ambos textos. Del libro de filosofía política y su contexto, que es lo que nos importa, no digamos ya nada. En 1932 Riva-Agüero daba la impresión de adherirse al ultramontanismo religioso, como antes sus ancestros Herrera y Moreno en el siglo XIX. El autor quería presentarse socialmente ante el auditorio escolar como un antiliberal católico, pero la forma retórica daba demasiada pompa a la cuestión religiosa, que en realidad –como veremos- era bastante menos relevante de lo que sus circunvecinos y reseñadores imaginaron. En el contexto más vasto de su obra e influencias sociales e intelectuales, la obrilla era un diminuto muestrario de filosofía política en clave sociológica y espiritualista. En el contexto ausente de la ignorancia de sus vecinos, un discurso destemplado proferido por un fanático. Un historiador que hizo un discurso ruidoso de 8 páginas y redactó apenas un libro de literatura modernista no parece ser la clase de personaje que antes hemos descrito. Y no lo era.
Montealegre se hizo la fama de ultramontano al extremo de que su recuerdo casi se reduce a eso. Aunque realmente lo era, de allí no se sigue que su obra haya sido simplemente un montón de ultramontanismo. Había una profunda personalidad intelectual, moral y filosófica que se eclipsaría tras un cliché, que obturaría la dimensión epocal de su significado. Este trabajo es un intento por recuperar para la memoria al pensador que se ocultó tras las 8 paginillas que redactó su carácter terrible. En términos de pensamiento político, contrariamente a lo que suele decir la escasa historiografía disponible, no fue un tradicionalista católico. El lector del Conde de Maistre de la Recoleta era en realidad un reaccionario sociológico. Es fácil para un historiador de las ideas políticas reconocer el maurrasianismo, esto es, del tradicionalismo no religioso, entonces en boga. Esto se muestra en la práctica: En la década de 1930 dio su apoyo al movimiento de la reacción universal contra lo que consideraba el enemigo principal de la civilización, el liberalismo; el centro de su pensamiento es la elaboración catastrófica del liberalismo como evento de la modernidad política del Occidente, al que llega a llamar en esa época “pútrido pantano” y contra el que enarbola la bandera de lo que consideraba la necesaria “conculcación de 1789”. Montealegre diagnosticó que había una dimensión totalitaria y expansiva, de fuerte impronta nihilista en la experiencia histórica del liberalismo, en una línea que recuerda al Vizconde Louis de Bonald. En su tiempo el liberalismo no tenía la pretensión de ser el “pensamiento único”, pero quien podía comprender su significado destinal era capaz de figurarse el derrotero que marcaría su triunfo para la existencia planetaria tal y como, dos centurias después de de Bonald, ven hoy pensadores tan dispares como Alasdair MacIntyre o Christopher Larsh. 1932 era un año decisivo para su historia personal, marcada por un hecho incomprensible para su auditorio peruano: El Rey de España Don Alfonso había abdicado, y las Cortes Españolas habían proclamado pocos meses atrás la efímera República. Para Riva-Agüero de los 30’ este fenómeno era muy doloroso, pues significó la persecución, cuando no el vejamen y la muerte de muchos de sus amigos españoles que eran, en realidad, sus mejores amigos.
El Discurso de la Recoleta es en realidad sólo uno entre múltiples discursos reaccionarios que Montealegre diera en la década de 1930-1940, la historia de la reacción, una década terrible en la historia social y política del siglo XX. La historia de los efectos ha desestimado el resto del material, pero eso no quita que el de 1932 esté lejos de ser 8 hojitas sueltas de religión. Es el manifiesto de un pensador político. Amargado de una profunda desilusión ante la causa de Alfonso XIII, el pensador de Lártiga reaccionó. Pensó seriamente en sus estudios juveniles, los que lo habían convertido en un intelectual famoso, y luego de años de haber renunciado a las letras, volvió a la carga a denunciar lo que consideraba un síntoma del abismo sin fondo del nihilismo burgués. Era, sin duda, el año para un discurso ultramontano, pero no fue un escritor de parroquia el que salió a la lucha, intelectual y material. Era el filósofo espiritualista de Concepto del Derecho, un filósofo de honda huella nietzscheana y sociológica. En un rapto de esperanza, se lanzó en busca del evento. Cedió en uso sus inmuebles más codiciados en Lima, que puso al servicio de la Unión Revolucionaria –el partido fascista y laico de su época-; en el mismo periodo apoyó pública y efusivamente a Mussolini y a Franco; intervino activamente por la causa de Charles Maurras, llegando a escribir en la célebre revista L’Action Française. Su cercanía al maurrasianismo en ese tiempo estimuló su dedicación a la literatura francesa, que consumió los últimos años de su vida. De una u otra manera la reacción que él creía representar fracasó socialmente. Esta historia política es ella misma el olvido del filósofo de Concepto del Derecho; es un olvido que comienza a partir de sí mismo. Es esta realidad fascinante a la par que terrible la que selló al Marqués de Montealegre las puertas del horizonte de la memoria. Ya en el umbral de su muerte, el envío efectual que Basadre representaba se apresuraba a oscurecer al genio en la derrota de Europa.
1944 está hoy muy lejos. La hermenéutica política, que fue la herramienta del pensamiento político de Montealegre, se rehabilita a sí misma en el evento, esto es, en el acontecer espantoso del fracaso del tribunal desde donde Basadre pontificaba. Hoy quiebra el mundo liberal y nuevos universos hermenéuticos cumplen al fin el destino de enfrentar el nihilismo que entreviera Montealegre. Y de Basadre escribiré lo que dijera antes el insigne historiador de Riva-Agüero. “Es aquí donde nos sentimos muchos de los sinceros admiradores de este batallador insigne lejos de él, extraños a él. Y esto confiere a nuestro homenaje de hoy, respetuoso y atribulado, una emoción más viva, más severa y más significativa”. No hace falta agregar para quién es el homenaje.
lunes, 3 de noviembre de 2008
El vientre de Babilonia
Ad baculum
Liberalismo y modernidad
Víctor Samuel Rivera
He seguido con interés algunos debates de estas semanas en el medio de filosofía, teoría política y filosofía jurídica, con el que sensiblemente he terminado involucrado con esta bitácora de pensamiento político. Por desgracia, las ventajas de la comunicación abierta, traen consigo las lacras del periodismo: La simplificación, el recurso a palabras grandilocuentes, peticiones de principio, llamados a la piedad, falacias ad populum, ad baculum, ad ignorantiam, la dirigida contra el hombre, largamente la preferida de los neoliberales de izquierda en estos debates, una licencia para tratar a sus interlocutores más como unos delincuentes mentales que como sus colegas, lo que vanamente les da imagen de lo que pretenden ser, la imagen viviente de la “tolerancia”. La altura del tribunal de la crítica da mareos, supongo. A esto se suma la más patética y lamentable falacia non sequitur, que podemos llamar también la falacia “nada que ver”, o sea: la conclusión de varios razonamientos está perdida en un mar de premisas que, antes que impertinentes, son extranjeras. Con humildad reconozco que entre mis propios lectores, varios (incluyendo a War Craft, Christian, Héctor Chocano y Carlos Pérez Crespo, más un par de anonimados colegas míos españoles, un hermeneuta y un experto en conceptos), han señalado que hacemos mucha referencia al “liberalismo”, la “modernidad”, la “reacción”, &. Vamos a hacer un esfuerzo por corregir un poco el error en estos temas que se ve ahora desolando la comprensión en otros blogs.
Et Voici:
Desde el ángulo de la filosofía del siglo XX, la modernidad se ha asociado con demasiada frecuencia al liberalismo, al grado de que han terminado por identificarse en el lenguaje no especializado, en que se piensa el liberalismo como la expresión política de la modernidad. En el discurso profesional de un filósofo, cuando se alude a esta identificación se prefiere la expresión “modernidad política”, que en el uso común tiene una aplicación histórica y se refiere al surgimiento y consolidación epocales (o sea, que hacen un tiempo social de éxito) del ideario de la Revolución Francesa (fundamentalmente, libertad e igualdad). Este proceder puede rastrearse a los discursos de los liberales posteriores a la Segunda Guerra Mundial, que asociaban el triunfo de los Estados Unidos sobre Europa en la metanarrativa ilustrada de la Emancipación de la Humanidad. Para el historiador de las ideas políticas, es notorio que esta fusión entre modernidad y liberalismo no constituye un uso consolidado antes de la Segunda Guerra. Entonces, en especial en el periodo de entreguerras, era notorio que la modernidad podía generar –y de hecho, había sido así- una cierta diversidad de regímenes políticos. El régimen burocrático de Bismark, la dual monarquía austro-húngara, el Imperio Británico y luego la Italia fascista, la Alemania de Hitler y los Estados Unidos coexistieron para los ojos de una sola generación de hombres modernos como regímenes modernos con paritaria consistencia conceptual y derecho político. El mundo moderno y la modernidad eran una experiencia común de regímenes alternativos, sólo algunos de los cuales eran “liberales” en un sentido aceptable. Está fuera de duda que todos esos regímenes eran “modernos”, pero ninguno lo era por definición.
Durante el siglo XIX hubo interpretaciones conflictivas en torno a cuáles eran las consecuencias “normativas” de la modernidad y, como ha hecho notar el historiador François Fouret, entre otros, los ideales de la Revolución Francesa estaban lejos de ser un patrimonio de la cultura occidental, un hecho social que en cambio podemos dar por fuera de cuestión para el siglo XXI. La consolidación de la identidad social entre liberalismo y modernidad, como se ve, está relacionada a los avatares de las guerras mundiales antes que a un proceso de pensamiento conceptual. Y el que el ideario de la Revolución parezca hoy lo mismo que la modernidad no significa que se trate de una combinación conveniente, socialmente útil, históricamente verdadera o lógicamente consistente.
¿Qué era lo “moderno” de la modernidad? Para un filósofo la “modernidad” es un término bastante menos equívoco que para otros gestores de la cultura, como los literatos, los arquitectos o los críticos de arte, que deben lidiar con los textos tempranos de Habermas o del Albrecht Wellmer de la década de 1980 si desean una aclaración. Hay una historia del “modernismo” y lo moderno en la historia del arte que debemos eliminar de las definiciones de filosofía política si tenemos intención de entendernos sobre la base de la tradición del vocabulario de la filosofía. Un libro especialmente infeliz al respecto es el “Postmodernismo” de Frederic Jameson (1991). Para el filósofo profesional del siglo XX (y XXI), la “modernidad” es un evento del pensamiento que se relaciona directamente con una narrativa de la epistemología, y más en particular con cierto tipo de epistemología que surgió en los siglos XVI y XVII y resultó exitosa en términos de aplicación tecnológica. Una manera neutral de ver este ángulo es leyendo La Revolución Copernicana, de Thomas Kuhn. Se trata de una consabida historia de la transformación de la racionalidad en función de la idea de “método” que hizo que los científicos de los siglos tempranos creyesen que había una relación privilegiada entre las matemáticas y la realidad. Esto puede leerse de manera interesante en el famoso La filosofía y el espejo de la naturaleza, de Richard Rorty. La relación privilegiada entre matemáticas y realidad los hizo confiar desmesuradamente a los filósofos en el poder de la razón calculadora, lo que los estimuló a crear modelos políticos y sociales en ese sentido, como el Leviatán de Hobbes, pero también el Tratado Teológico-Político de Spinoza. Es en la tradición de estos textos que aparecen luego las teorías liberales de los manuales, en particular la tradición anglosajona, de la que proceden todos los liberalismo imaginables.
Lo moderno de la modernidad filosófica que se inicia en el siglo XVI es la epistemología calculadora, que va acompañada de una concepción de la razón humana que hace del conocimiento una herramienta de poder. Y éste es el vínculo que anuda el liberalismo político con la modernidad: Su concepción metafísica de la razón humana. En realidad, para los filósofos modernos de la tradición principal que estudiamos, el poder y el conocimiento se hacen sinónimos, como aceptaron en su momento Bacon, Descartes y Kant, y ya es cuestión del ABC de la filosofía moderna comprobar que esto es así. Los proyectos políticos “modernos” siempre presuponen esta epistemología. Esta precisión es sensiblemente verdadera para las ideologías madre del siglo XX, el Nacional-Socialismo, el Liberalismo y el Comunismo, pero también para todo pensamiento político que es gestado en la tradición principal de la epistemología de la racionalidad y las matemáticas cuya narrativa estoy resumiendo. Si estamos en lo correcto, ninguna de las ideologías relevantes de la historia reciente del mundo escapa a las consecuencias de la epistemología calculadora.
En la epistemología calculadora el pensar de lo político es siempre el pensar del poder, del poder como poder del hombre. También es un pensar el poder como una herramienta, que es el uso del conocimiento que subyace a la epistemología moderna. Hay un lindo libro de Hermann Meyer, La tecnificación del mundo, origen, esencia, peligros. (1961) que aconsejo caramente. En el mundo tradicional o en el pensamiento premoderno el poder está en una relación de diálogo con la realidad, llamémoslo “la naturaleza” o “la cosa”. La realidad dice algo, debe ser escuchada, y el pensamiento político se define en el vínculo (en sentido analítico) que armoniza la existencia humana, en general como una interpretación del mundo, de un mundo donde el poder no procede de la razón, sino que procede de la realidad, del Ser, de la Physis, &, términos los cuales, muy a pesar de lo que suelen decir Gianni Vattimo y sus secuaces italianos y españoles, significan el acontecer de lo que se da, lo que en el mundo humano es fundamentalmente la contingencia, un ser así que puede ser diferente, que es variable y a cuyos cambios la política mueve a estar atento. Un lector razonable de los libros de racionalidad práctica de Aristóteles debía encontrarse con esto. En resumen, una razón calculadora moderna no puede dialogar con la realidad, sino que calcula con ella, esto es, la manipula y la adapta. En su paroxismo, la destruye.
Los filósofos y teóricos políticos antimodernos deben entenderse desde una narrativa de la epistemología calculadora, pues son su denuncia en términos de conceptos. Este aserto es especialmente correcto para los del siglo XX, que tuvieron una conciencia mayor de los peligros sociales a que la modernidad había conducido y comenzaron a observar otros fenómenos paralelos, como el nihilismo y la deshumanización, que es común para todos los regímenes modernos, aunque en diferentes grados. Antimodernos como Heidegger consideran que la fusión entre política-poder-ciencia es peligrosa. Yo creo que es así porque se parte de una metáfora de autosuficiencia (esto es, de irresponsabilidad), que en la historia del pensamiento se nominó “autonomía”. Admito que se trata de una metáfora exitosa entre los publicistas, aunque no creo que resista conceptualmente. Ésta integra la dimensión del poder de la epistemología matemática con la antropología, es decir, con la concepción del hombre. Es fácil observar que el poder que va de la mano con la interpretación moderna de la ciencia adquiere las características de ésta.
La ciencia de Bacon, Galileo, Descartes o Newton tenía una característica que era desconocida en el concepto de ciencia de las culturas y las filosofías precedentes, una prerrogativa que incluso –pese a quien le pese- no tiene ni ha tenido nunca el pensamiento religioso. Es lo que Vattimo llama sus “pretensiones de ultimidad” o su “carácter perentorio”. Kant afirmaba esto con la mayor naturalidad, insistiendo en que la racionalidad humana en general (o sea, la ciencia y la política) se definía por sus rasgos de universalidad y necesidad, esto es, los rasgos distintivos de la ciencia. Pasado a términos morales, el político moderno es un científico, sus mandatos, obligaciones morales. En la medida en que el liberalismo es deudor de esto, opera con pretensiones de ultimidad. Lo hizo en la locura napoleónica, en la independencia americana, en la Primera Guerra Mundial (del cual es resultado la Segunda) y lo hace ahora con el pensamiento único, que se hunde por cierto ahora para siempre con la Bolsa de Valores de Babilonia.
El carácter perentorio, obligatorio, que se impone en la política moderna (con matices), se expresa en términos de violencia. Lo notaron en su tiempo los reaccionarios Joseph de Maistre y Louis de Bonald. Lo que llamamos “modernidad política” va acompañado de un cierto talante expansivo, que en la historia es un evento singular, ligado a figuras grandiosas, y que en la política moderna se interpreta como un sistema “normativo” –dicen por ahí- esto es, que se irroga el derecho a la expansión infinita, y no por medio de la crítica, sino de los misiles y los tanques. Por cierto, es a esto a lo que Vattimo tipifica como “violencia”: Tener una consideración política basada en una concepción epistemológica del poder, lo cual implica una conflictividad ilimitada basada en principios con pretensiones de ultimidad, como la revolución mundial, las leyes del mercado o los derechos humanos liberales,. De hecho, la violencia política es un fenómeno que sólo es posible en una concepción perentoria de las ideas, donde el poder es identificado, en último término, con el control absoluto. Que no nos sorprenda que la primera experiencia humana de violencia política es la Revolución Francesa, cuya secuela significó la muerte física de varios millones de personas. Los liberales siempre tratan de reconstruir narrativamente otros episodios de violencia como si fueran análogos, y llaman violencia a las Cruzadas, a las Guerras de Religión o la Conquista de América, en parte para desdibujar el significado histórico de la violencia metafísica, que es sólo patrimonio de la modernidad y que sólo por equívoco puede adjudicarse a otros periodos de la existencia humana.
Como vemos, el liberalismo no es idéntico con la modernidad. En realidad su fusión en la cultura media es un fenómeno tardío, y que sólo es sociológicamente cierto para el mundo occidental. Pero no siendo idénticos, sí puede afirmarse que proceden de una misma metafísica y de una cierta interpretación singular de las relaciones entre la epistemología, el poder y la razón calculadora. Por cierto, se trata de un pensamiento histórico, cuyo destino ha llevado al planeta a la situación actual, tanto a nivel ecológico como económico. Pero no hay que desesperar. Entre los ayes y vivas a Babilonia, nuevas formas políticas surgen del colapso de la epistemología calculadora, junto, como no podría ser de otra manera, al pensar de la reacción, a la reacción de los oprimidos, de los pobres, al pensar sin fundamento del fin del mundo del cálculo. Si no llegamos allí por el pensamiento, el evento nos llevará. Y en el horizonte de su advenir, escuchemos los ayes en el templo de los liberales, la Bolsa, el vientre de Babilonia, Ah Babilón!, que das a luz al último hombre de Nietzsche.
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