Ilegítimos. Los retoños ocultos de la oligarquía, de Osmar Gonzales y Juan Carlos Guerrero (Lima: Mn Editores, 2011, 224 págs.)
Reseña crítica
Víctor Samuel Rivera
Universidad Nacional Federico Villarreal
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
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Los novecentistas, llamados también “arielistas” y “Generación de 1905” son autores decisivos para entender “las derechas” del pensamiento histórico-social del Perú del siglo XX, el conservadurismo, el social-cristianismo y el pensamiento reaccionario peruano. El lapso que va entre la segunda posguerra y la época del “pensamiento único” generó en las agendas socio-políticas del país un fuerte corrimiento hacia la izquierda, lo cual trajo en consecuencia una paulatina pero sólida pérdida de la memoria social del significado y la obra de estos autores. En sus trabajos sobre el 900 Gonzales sigue una tesis central en estos temas debida al escritor Luis Loayza, quien sostuvo en la década de 1980 la necesidad de recuperar a los novecentistas en los programas de estudios sociales. Su postura, que tuvo una gran repercusión, se sustenta en la ineficacia social o la irrelevancia política del pensamiento novecentista, su fracaso como agenda social. En esta perspectiva, estudiar el 900 es pensar un pasado fracasado, es subrayar este carácter de “las derechas” intelectuales del Perú como posición vencida e irrepetible. La obra más notable de Gonzales en esta óptica es Sanchos fracasados: los arielistas y el pensamiento político peruano, publicada en 1996. Ilegítimos. Los retoños ocultos de la oligarquía, se halla en la misma vía.
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Ilegítimos consta de siete secciones, cuyo contenido vamos a exponer en su secuencia natural. El capítulo I (págs. 11-24) es una suerte de presentación de los personajes centrales, Riva-Agüero y Varela y Orbegoso. Del primero se destaca entre líneas, dentro del anecdotario familiar, su conciencia de miembro por derecho de la Grandeza Española, es decir, se lo presenta como “marqués” (págs. 14-15) . Debe subrayarse la negativa que, por diversos motivos, le ha dado la historiografía peruana al tema del título del Marqués de Montealegre de Aulestia. Se trata de una cuestión central en la interpretación del pensamiento de Riva-Agüero, así como de sus repercusiones en la historia social y es, en ese sentido parte del patrimonio de la memoria histórica del Perú. Negarle a Riva-Agüero su título de Montealegre de Aulestia no es sólo una mezquindad; incurre en el falseamiento de lo más original e interesante de sus ideas políticas y programáticas. El título es vinculado correctamente por Gonzales y Guerrero a la filosofía política de Riva-Agüero, de manifiesta orientación monarquista (pág. 15). Una sinuosa insinuación nos remite a un 900 peruano colmado de marquesas, emperifollados nobles y refinadas tertulias (pág. 13). Nada menos alejado de la verdad. El segundo personaje, Varela y Orbegoso, aparece como el “Conde” (pág. 12) que se halla incorporado al ambiente cerrado de la aristocracia y la nobleza titulada peruana pero, antes que todo, como el primo del marqués que difundió y celebró su mayor obra monarquista, Carácter de la literatura del Perú Independiente [1905], libro que califica a través del historiador chileno Abraham de Silva Molina como la obra “de un Príncipe” (pág. 14).
Con extraordinaria minuciosidad y conocimiento documental, los autores revisan las colaboraciones del marqués y el conde en materia genealógica, así como la contribución de Clovis en completar el expediente de Montealegre para postular a miembro de la Orden de Malta en 1929 (págs. 18-23).
El marqués y el conde viajan ambos a Europa en 1919; el marqués lo hace en calidad de exiliado de un régimen popular, el conde, en cambio, por un premio diplomático de ese mismo régimen; en Europa Clovis recibe toda clase de distinciones de Francia y los Reyes de Bélgica e Italia (págs. 15-19). Llama la atención que Ilegítimos no observe que al marqués, largamente el más importante intelectual peruano de su tiempo (algo que difícilmente puede decirse de su primo), no obtuviera en Europa honra alguna. Los autores omiten un asunto importante de la historia social: la I Guerra Mundial, en la que los dos nobles lucharon públicamente por los ideales contrarios. Clovis fue “condecorado por todos los gobiernos de la Entente” (pág. 17), Montealegre en cambio, desde inicio del conflicto, fue un entusiasta de los Emperadores Guillermo de Alemania y Francisco José de Austria-Hungría y consideró a los aliados como “insignificantes liberales” y “eternos enemigos”, entre otras perlas. En 1919 no había ya emperador en Europa que pudiera condecorarlo por esas opiniones. Resultaría sorprendente que Montealegre, adverso además del régimen que había premiado a su primo, no le hubiera guardado alguna incomodidad. Gonzales y Guerrero no parecen percibir el problema (págs. 17-18). Por referencia de ellos mismos sabemos, sin embargo, que Riva-Agüero, solicitado por Clovis para visitarlo en Bélgica en 1921, rechaza la invitación, con lo que evidentemente son puros pretextos (pág. 19); el lector entre líneas entiende, en buen cristiano, que no quería verlo. Un resentimiento muy hondo iba detrás de distanciamientos como éste, que se cumplen también con otros grandes cercanos de su juventud, como Francisco y Ventura García Calderón, con quienes también declinó la amistad por el mismo motivo.
El capítulo II de no podría tener un título más apropiado: “¿Quién le teme a Josefina Pacheco?”. Temor a una desconocida: es evidente que resulta propio de la aristocracia titulada, y más en particular del orgulloso pensador monarquista de Lima. Josefina Pacheco Hercelles era hija segunda de Toribio Pacheco y Rivero [1828-1868], una gran personalidad intelectual, política y diplomática del Perú de inicios de la república, a la que se dedica un extenso acápite (págs. 26-30). En un libro que subraya la escabrosa ruta de los pensadores inactuales no debe extrañar que este Pacheco haya sido un jurista conservador, influenciado –como indican los mismos autores- por el pensamiento de la teología política de Bartolomé Herrera (pág. 26), el más ilustre (y el más original) pensador político ultramontano del Perú del siglo XIX . La lectura e influencia del pensamiento de Herrera es un aspecto que Pacheco comparte con el común de los novecentistas. En su conjunto, este capítulo constituye la reseña biográfica y el compendio de la obra más calificada que hay disponible en torno de Toribio Pacheco y Rivero. El tema concreto, sin embargo, no es el ilustre jurista de ideas “de derechas”, sino las tragedias de amor de sus hijas. La atmósfera de lo que ha de ser en adelante una oscura minihistoria funesta va envuelta del caro olor del incienso tanto como de los ecos titularios de sus actores.
Un intermedio necesario antes de llegar a la escabrosidad es la triste historia de mendiga de Josefina Pacheco, a la que se dedica el capítulo II (págs. 33-47). Toribio Pacheco y Rivero dejó tres hijas huérfanas a su muerte, en 1968. En 1875 el gobierno ordena la construcción de un mausoleo para el difunto jurista, así como una pensión alimentaria para las tres huérfanas (págs. 29-31). Manuelita era la única de las hermanas residente en Lima, al final felizmente casada. Las otras dos vivían en una existencia de misterio desde 1904 en un pueblito francés, lejos del bullicio del mundo y en un género de vida que difícilmente puede tomarse por humilde (pág. 36). Estupendo si se piensa que su padre había muerto en la más completa miseria. Como sea, en 1918 una de las acomodadas en Francia, Josefina, “incapaz, desolada y sin recursos” (p. 35) se comunica con el conde Clovis para iniciar un trámite que pudiera llevar a efecto estas incumplidas disposiciones gubernamentales. Josefina no tarda en hacer del conde el apoderado legal de su causa, por la que solicita una suma que no era para nada modesta en términos de la época (págs. 38-39). Es el inicio de una jornada de años de ruegos e intrigas.
Por la documentación ofrecida por Gonzales y Guerrero, sabemos que para 1920 Clovis es ya un gran defensor de los intereses de Josefina. Entretanto, mientras ésta hace y deshace papeleos para su litigio, conoce en París a Mariano Cornejo [1867-1942] , encargado diplomático del Perú en Francia para el gobierno de ese entonces. Cornejo, sin que la oscura Josefina lo supiera, que no en vano vivía aislada en un pueblito de Francia, era el sociólogo positivista más importante del Perú, destacado profesor universitario y político de éxito. Y si no de sociología, harto debía saber la dama de artes sociales, pues Josefina –en el relato de Gonzales y Guerrero- se ganó muy pronto la confianza de que éste lo invitara a fastuosas fiestas parisinas “en las que gastaba sumas muy altas del dinero del Estado” (pág. 42). Cornejo iba a ser en lo sucesivo un bastión de los testarudos reclamos de Josefina por prebendas o metálico ante el Presidente del momento, quien tenía en este sociólogo mestizo a uno de sus respaldos intelectuales (pág. 42). En sus fiestas aparece Mario, que más adelante va a ser un auténtico vía crucis en la vida de Montealegre. Por cierto, es menester añadir que Montealegre detestaba al mestizo gastador de París y de joven le había dedicado una reseña ridiculizando su obra más famosa, Sociología . El mestizo Cornejo y Clovis consiguieron, luego de once años de ruegos y papelería, que el Presidente les otorgara a las hermanas Pacheco una renta de montepío (pág. 49). Josefina era ya para ese entonces una anciana y lo que sabemos de ella adelanta ya la historia de Mario, su sobrino, que resultará, para escándalo de la historia oficial de los grandes de Lima, un hermanito extramatrimonial de Montealegre, un Montealegre extramatrimonial
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¿A santo de qué aparece la lujuria de un filósofo positivista en una microhistoria dedicada a Josefina Pacheco y un par de nobles conservadores? La respuesta no se deja esperar: Prado tuvo un hijo ilegítimo con Isabel Pacheco, la otra hermana Pacheco que vivía en Francia, y Josefina, tan ansiosa por asegurarse de caudales, consulta a Clovis para aprovecharse de la muerte de Prado y hacerle un juicio a su millonaria familia (pág. 53). Una operación de chantaje hace de Josefina la dueña de la situación y consigue, más fácilmente que con Leguía, una ventajilla para su hermana Isabel de parte de los Prado (pág. 54). Nos enteramos pronto que Javier, junto a la lujuria, llevaba una especial fecundidad con otras afortunadas familias que iban a seguir el mismo camino de conciliación (págs. 55-56). Y entonces, ahora sí, está preparado el terreno para la microhistoria de Mario Riglos Pacheco y Pérez, sobrino de Josefina Pacheco. Pasamos entonces al capítulo V, “Mario, un secreto de familia” (págs. 57-84), de lejos, el cuerpo principal de esta historia de fecundidad y descarriada libido.
La angurria de Josefina Pacheco le hizo activar todos los resortes para obtener gracias, prebendas y pensiones. Por carta de enero de 1919 los autores de Ilegítimos nos hacen saber que, bien pronto iniciadas las gestiones para buscarse dinero a través del conde, Josefina no tiene tapujos en confesar que su hermana, que tenía un hijo con Javier Prado, tuvo ternura suficiente para engendrar otro con José de la Riva-Agüero y Riglos, el padre del marqués, una “desgracia” que tuvo “inesperadamente y sin protección” (pág. 57). Sucede una simpática semblanza de Riva-Agüero papá, un personaje más bien secundario de la historia social peruana (págs. 57-58), un hombre llevado por la “molicie” y un “despilfarrador” (pág. 58), una tristeza de papá para José de la Riva-Agüero y, a no dudarlo, también para su otro hijito, Mario. Mario, de pronto, en 1919 –algo tarde, tal vez- se da por enterado de la fama de su hermano y le redacta una carta de un cariño extemporáneo y altamente sospechoso; el autor de Carácter de la literatura ni siquiera abre la carta (pág. 60). Dada la fecha de la carta de Mario, es notorio que se trata de una operación de inteligencia de la ambiciosa tía Josefina. Los documentos puestos en circulación por Gonzales y Guerrero no podrían ser más claros: Josefina se decide por un chantaje ligero, pues la historia de Mario no por nada transcurre en la lejana Francia, donde posiblemente el marqués deseaba que se quedara para siempre. Mientras tanto Montealegre, por mediación del conde, entra en un tira y afloja en que es a todas luces más débil la sección “afloja” (págs. 61 y ss.); a la misma vez, Mario aprovecha que Leguía manda a Clovis a la legación peruana en Bélgica para ejercer presión desde allí, pues Riva-Agüero está también en Europa por el tema del exilio (págs. 62-64).
Es una lástima que Ilegítimos no haya tomado en cuenta la triste realidad de que, en principio, toda mediación a través de Clovis resultaba para Riva-Agüero una pérdida de tiempo. Un republicano comprometido con Leguía y partidario de la Entente era el peor contacto que podían haberse conseguido Josefina y familia. Si Don José no quería ver a Clovis, teniéndolo muy cerca, mucho menos iba a hacerle caso por los ruegos chantajistas de la tía de un bastardo.
Josefina consigue para Mario, hacia 1920, ayuda económica de Clovis (págs. 66-67). Aunque los autores no lo precisan, esto parece haber motivado la intervención de Riva-Agüero, que se siente forzado a pasar dinero a Mario. El marqués pone como condición de la ayuda no ver jamás ni saber una palabra ni del hermano ni de las Pacheco (pág. 68). Montealegre le concede a Mario (¿a Josefina?) en febrero de 1922 la cifra de 30,000 Francos, una pequeña fortuna (pág. 71), que al parecer se extendió hasta completar los 45 mil (pág. 81). Aunque el texto no lo menciona, ya para entonces Montealegre padecía un entuerto análogo que debía hacerle doloroso ceder tanto dinero, que a Josefina se le antojaba una pequeña nada (pág. 81). Como es fácil sospechar, Josefina no se conforma con la plata (págs. 72-77) e inicia un verdadero acoso con cartas de lástima, mandadas a Riva-Agüero sea directamente o a través de Clovis, algo que continúa a lo largo de toda la década de 1920 (págs. 77-81). Aunque los autores no lo mencionan, hay un tema económico de fondo: conforme avanza esta década el ya Marqués de Montealegre de Aulestia entra en una situación que linda con la quiebra total y que iba a prolongarse aproximadamente hasta 1931. Por otro lado, ¿tendría algún interés nuestro novecentista reaccionario en alimentar a su hermanastro, que era a la vez hermano de un hijo de Javier Prado? Riva-Agüero aborrecía a los Prado en general, pero también a Javier en particular, al extremo de que su obra más importante, Carácter de la literatura, como ya he demostrado en otra parte, era una parodia de su filosofía. Volviendo a Mario, su hermano, éste se murió sin pena ni gloria en 1928, sin ver un centavo más del marqués (pág. 82).
Las secciones VI y VII de Ilegítimos constituye una serie de consideraciones sobre la legitimidad en el periodo del 900. “Hemos conocido dos historias de hijos ilegítimos en el mundo feliz y perfecto de la oligarquía peruana”, escriben los autores en referencia a los hijos de Isabel Pacheco, esos extraños hermanos a la vez Prado y Montealegre (p. 85). Un excurso sobre el tema de la ilegitimidad da a conocer sus fuentes en otros antecedentes de estudios histórico-sociales sobre el tema, en especial en la investigadora en temas de género María Enma Mannarelli (págs. 85-86). El tema de una primera conclusión parece recordar que la ilegitimidad era un fenómeno relativamente normal en la era de la “república sin ciudadanos” en el Perú (pág. 94). Los autores citan como un ejemplo –a todas luces bienvenido- a una hijastra nunca reconocida del conocido nihilista peruano y poeta Manuel González Prada . Lo que era uso de la nobleza “de derechas” y su entorno lo era también para “las izquierdas”. Recurren a un censo de 1908 cuyas estadísticas no podían ser más contundentes: entre 1883 y 1908 los hijos ilegítimos se clasificaron siempre en más del 50% de la población formalmente registrada (págs. 86-89). Una serie de observaciones que afectan el entorno ideológico de los novecentistas, el catolicismo social, concluye reafirmando la tesis implícita que preside la historia de lujuria, chantaje, molicie y fecundidad descontrolada de los aristócratas conservadores: que sus ideas eran ellas mismas portadoras de su fracaso como proyecto social. Los autores ven en el universo social y cultural “un sentido externo y depravación de las costumbres” (pág. 91).
“Indudablemente –concluye Ilegítimos en la sección VII “Notas Finales”-, tanto José de la Riva-Agüero como Luis Varela y Orbegoso eran dos referencias del Perú de su tiempo” (pág. 93). Es tal vez un descuido referir poco el riquísimo material con que se ha tejido la microhistoria de depravación con las ideas efectivas y la concepción social que estos personajes o su entorno realmente patrocinaron. Es tal vez un descuido adicional omitir que el único de ambos de quien puede decirse hasta hoy que es un intelectual y que tiene una obra perdurable, no el conde sino el marqués, fue una persona de una bondad moral y de una consecuencia admirables, incluso teniendo en cuenta que no se puede descartar que él, que después de todo era también un ser humano, no guardara para sí algún acceso de lujuria; frente a la prodigalidad de Javier Prado, el desliz de un santo no merecería sino un gesto de paciencia.
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