Víctor Samuel Rivera

Víctor Samuel Rivera
El otro es a quien no estás dispuesto a soportar

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Doctor en filosofía. Magíster en Historia de la Filosofía. Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía desde 1992. Crío tortugas peruanas Motelo y me enorgullezco de mi biblioteca especializada. Como filósofo y profesor de hermenéutica, me defino como cercano a lo que se llama "hermenéutica crítica y analógica". En Lima aplico la hermenéutica filosófica al estudio del pensamiento peruano y filosofía moderna. Trabajo como profesor de filosofía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos; he trabajado en Universidad Nacional Federico Villarreal desde 2005. He sido profesor en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima hasta 2014. He escrito unos sesenta textos filosóficos, de historia de los conceptos, filosofia política e historia moderna. Tengo fascinación por el pensamiento antisistema y me entusiasma la recuperación de la política desde el pensamiento filosófico. Mi blog, Anamnesis, es un esfuerzo por hacer una bitácora de filosofía política. No hago aquí periodismo, no hago tampoco análisis político de la vida cotidiana- De hecho, la vida cotidiana y sus asuntos no son nunca materia del pensamiento.

martes, 28 de febrero de 2012

La rebelión monarquista de 1911 (Parte IV)


L'Action Française y el Dios del Conde de Maistre
La rebelión monarquista de 1911 (Parte IV)
Nosotros (1934-1946)


Víctor Samuel Rivera

En nombre de Charles Maurras, el líder de l’Action Française, podremos llamar a las ideas que giran en torno suyo y del movimiento que las acompañaban con el epítome de “maurrasianas”; a la corriente de pensamiento en general la llamaremos “maurrasianismo”, un neologismo para la lengua española que es tan útil como acogedor para los efectos de esta composición. Maurras y sus seguidores, los lectores y transmisores del significado social del Conde de Maistre a inicios del siglo XX, adaptaron las ideas tradicionalistas en una clave más sociológica que religiosa, enfatizando el lado pragmatista del pensamiento del Conde de Chambéry. El “catolicismo” de los maurrasianos es más una manera de pensar que una religión. Es un catolicismo positivista, es decir, posiblemente sin tanto Cristianismo. En la imaginería religiosa el catolicismo que los maurrasianos habían tomado de Joseph de Maistre enfatizaba más el carácter colérico del Dios del Antiguo Testamento que la ternura del Jesús que había nacido en un pesebre. El Conde de Maistre era muy considerado a inicios del siglo XX por una razón que ahora resulta más bien paradójica. De Maistre era famoso por haber santificado la guerra en sus Veladas de San Petersburgo, entonces una obra popular; era frecuente asociarlo en esa época, por su justificación de la guerra, con el pensamiento de su antípoda, Federico Nietzsche, uno de los fundadores del nihilismo antimoderno. El Dios católico de los maurrasianos, antes que Jesús, era el Dios Sabaoth, el Dios de los Ejércitos que hacía alianza con un pueblo. Era el Dios que, leal a la alianza con el pueblo de Israel, hundía en la muerte el carruaje del faraón de Egipto; definitivamente, no era el dulce Jesús que le había pedido de beber alguna vez agua a una samaritana.

Desde el punto de vista doctrinario, Ventura, Francisco y José no eran de ir a la Iglesia. Aunque no ha sido subrayado aún lo suficiente, una clave central del pensamiento del 900 peruano es su cercanía al pensamiento de Maurras. No se define mal a los del 900 si se los caracteriza como unos maurrasianos, esto es, unos pragmatistas esotéricos. No estaban muy convencidos de que la modernidad política hubiera traído consigo beneficios irrenunciables al consagrar el régimen representativo y los Derechos del Hombre. Nadie expresaba mejor esa disconformidad que de Maistre. Más bien, en su compañía, se trataba de interpretar y aprovechar el lado religioso y aun místico de los agentes del universo social móvil e inestable que la Revolución de 1789 había creado. En este sentido, escribe Francisco en 1907: “En el catolicismo no vemos la verdad absoluta, sino la utilidad social”. El resto que acompaña la cita es manifiestamente para cualquier lector atento a los lenguajes culturales una argumentación extraída de las Considérations sur la France del Conde de Maistre. Si se piensa que leemos demasiado entre líneas, el propio Francisco confirma nuestras sospechas. Se trata de un fragmento de “maurrasismo” o “maurrasianismo”, una interpretación positivista de las ideas del Conde de Chambéry. Una referencia académica tomada de Maurras remata la argumentación maistriana.


La crónica de Ventura es tajante. Frente al Cristianismo amoroso de Víctor Andrés Belaunde, los del 900 se reconocían en una tradición que rápidamente se puede rastrear en las ideas de positivistas de esa época del estilo de Maurras. Su nacionalismo era, entonces, maurrasiano y, además, siempre francés. “Francés” no es en oposición aquí a “alemán”, sino a “español”, esto es, a tradicionalista religioso. “Nuestra generación no fue ponente de la teoría española de la gracia santificante” –dice Ventura para el lector entre líneas- “ni fue víctima de semejante candor” . Nada de “gracia santificante”; “nuestra generación aprendió que debemos contar solo con nosotros mismos”. Es obvio que en este código, para Víctor Andrés quedaba sólo la puerta falsa. Poco antes Ventura ha citado a Ernest Renan [1823-1892]. Renan es famoso por haber orientado el pensamiento francés de la nación y la nacionalidad en el siglo XIX y era un referente indispensable de Ventura y sus amigos de retrato. Pero Renan es también famoso por haber escrito La vie de Jésus [1863], una biografía blasfema y escandalosa sobre el Jesús del Cristianismo. La influencia de este Renan, para quien la figura de Jesús es mitológica, es manifiesta en Carácter de la literatura. “Dios apoya siempre” –cita a Renan Ventura en Nosotros - “al pueblo que tiene mejor artillería” . En las páginas dedicadas expresamente a la personalidad y obra de Víctor Andrés, Ventura es inagotable en sus elogios; éstos se extienden a sus ensayos religiosos, pero el lector entre líneas observa una sombra de Renan, un espectro renaniano y laico que al final insurge por su nombre. A pesar de todo el talento que Belaunde parece tener para escribir sobre el Cristianismo, “Jesucristo sigue pareciéndome como a Renan” –escribe Ventura-. “Yo consiento en arrodillarme ante el sublime Perdonador –termina Ventura con Belaunde- siempre y cuando no me quiten el revólver del cinto”. Puede ser que haya del Cristianismo “misterio” –doctrina esencial del esotérico Conde de Maistre-, pero aquello del “amor” no cuadraba bien la fotografía para enmarcar de los hijos del 900.

jueves, 23 de febrero de 2012

La rebelión monarquista de 1911. Parte III



La rebelión monarquista de 1911
Parte III

El testimonio de Ventura (II parte)

Nosotros (1934-1946)


La sección de Nosotros “ideario y sentimentario” es una extensa crónica fotográfica de los amigos. Por su fecha de composición los remite a un factor cercano en el tiempo. Los enmarca como “el elenco de (los) desterrados por el régimen de Leguía”. Se refiere al “Oncenio”, nombre por el que la historiografía conoce al régimen populista de Augusto B. Leguía [1919-1930], que venía de terminar. Con esta referencia Ventura marca una distancia respecto de Sánchez y su generación, quienes, como los historiadores Jorge Basadre o Jorge Guillermo Leguía, habían conocido en el Oncenio una década de prosperidad. Francisco y Ventura, que dependían en París de prebendas estatales, la pasaron en cambio realmente muy mal. Pero el mérito no es tan grande después de todo. Sobre el horizonte de fondo de la tragedia y la derrota, el lector entre líneas comprende que una buena parte de los nombres del listado de Ventura expresa el fracaso del 900; la nacionalidad ha fracasado en sus propias existencias apagadas y mediocres. Esto es más que evidente si se recuerda que para 1935 todos habían alcanzado el medio siglo de vida e iban camino inexorable de la vejez. Somos “los maduros, por no decir los viejos”, escribe Ventura . En la mayor parte de los casos su vida intelectual y civil estaba terminada o, al menos, ya estaba definida. El lector entre líneas comprende que hay una referencia enfática a los tres primeros de todos los personajes citados, Francisco, José y Víctor Andrés. Son los “exiliados” del Oncenio por antonomasia. La abrumadora mayoría de sus demás compañeros se había adaptado más pronto que tarde con el régimen difunto. La responsabilidad del “nacionalismo doloroso” recaía, pues, sobre los grandes personajes generacionales. Pero rápidamente uno comprende que el número de personajes se reduce a dos: Francisco y José. Tres, si incluimos al autor de la crónica.


A Víctor Andrés le correspondió un trato especial. En la lógica de la crónica, sirve para trazar los límites del “nacionalismo doloroso” del 900. Dato esencial es que Víctor Andrés era católico: era, pues, la excepción generacional, el heterodoxo del grupo. Víctor Andrés había sido, desde su juventud universitaria, un católico conservador . Mientras José, Francisco y Ventura leían los libros de Donoso, Renan y Joseph de Maistre, Víctor Andrés usaba su tiempo en leer al Cardenal Mercier, un psicólogo tomista de moda y un autor mucho menos poderoso. Víctor Andrés, antes que a los teólogos políticos, prefería a Pascal y a Bossuet, sin esmerarse mucho tiempo tampoco. Belaunde se describe a sí mismo en 1903 de este modo: “me asía a mis lecturas incompletas de Pascal y de Bossuet y me repetía a mí mismo: el Cristianismo es misterio y es amor” . En el ambiente hostil de una generación con otras lecturas “Tenía temor de perder mi fe” –reconoce con candor el arequipeño-. En el océano belicoso, ruta del barco generacional, Belaunde se sentía “como un náufrago” : estaba flotando ante la mirada perpleja de lectores del famoso defensor de la guerra: el Conde de Maistre; lectores de Renan, de Nietzsche, Émile Boutroux y William James, a ninguno de los cuales alcanzaría Víctor Andrés a conocer nunca muy bien . No sorprende nada que Belaunde aparezca en la crónica de Ventura despachado desde la introducción. No se trata de la persona, claro está, sino de sus ideas.




En 1935 Ventura parece tener claro que el tema de la nacionalidad, resultado de la experiencia social de la guerra, no tuvo solución en su grupo a través del uso político del catolicismo ortodoxo que practicaba Belaunde. Pero al 900 el Cristianismo no le era extraño en absoluto. Al contrario, le era muy común, pero través de una fuente bastante diversa que el buen Cardenal Mercier. Se trata del tradicionalismo o “ultramontanismo” francés. El tradicionalismo francés es una forma de pensamiento político que surge de la reacción religiosa contra la Revolución Francesa de 1789. Como teoría y práctica se extiende en Europa continental en gran medida hasta la Segunda Guerra Mundial y su influencia no se limita a los medios intelectuales católicos. Como doctrina, el ultramontanismo está impregnado de un cierto esoterismo pragmatista que se opone al racionalismo típico del liberalismo y, en general, de la ideología de las Luces. En las historia de la filosofía del siglo XIX, su filosofía es conocida por la historiografía como la “Escuela Teológica” y su representante emblemático es el Conde Joseph de Maistre [1753-1821]. El Conde de Maistre es uno de los artífices intelectuales de la Santa Alianza, la contrarrevolución religiosa y la restauración monárquica de 1814 en adelante.


El Conde Joseph de Maistre y su obra contrarrevolucionaria tuvieron un rol importante en el discurso nacionalista que estaba en boga en la Francia del 900. Sus Considérations sur la France [1796] y las Soirées de Saint Petersbourg [Veladas de San Petersburgo, 1821] son los textos más influyentes de este autor en el periodo que nos interesa. El Conde que escribía en francés era natural de Chambéry, una población la zona francoparlante del antiguo Reino de Piamonte-Cerdeña; era el autor engreído de los antiliberales del 900, fueran estos franceses o no franceses. Los cautivaba por varios motivos. Uno de ellos era su prosa, un auténtico modelo de composición literaria en lengua francesa. Pero esto no era sino un ingrediente frente a su aspecto más tentador: su interpretación político-social. El Conde nacido en Chambéry era el ejemplo de todo rechazo frente a la modernidad, políticamente hablando. De Maistre cautivaba a los novecentistas por su ensañamiento con el republicanismo jacobino, su crueldad contra las teorías contractualistas del Estado, y su postura implacable contra la declaración de los Derechos del Hombre. El Conde no era sólo un fenómeno literario y conceptual, era también uno de los autores decisivos para comprender la literatura y el lenguaje social de la Francia de 1905.



La influencia del Conde de Maistre en el pensamiento del 900 se hace manifiesta en la historia político-social de Francia, en particular a través de su interpretación por el movimiento l’Action Française. L’Action Française reivindicaba un discurso de la nacionalidad integral, sustentado en el uso social de la tradición y las prácticas sociales tradicionales. Como movimiento intelectual recuperaba e insertaba socialmente las ideas de Joseph de Maistre en un contexto contemporáneo. L’Action Française, este movimiento del cual de Maistre era ícono, era liderada por el poeta Charles Maurras (1868-1952), que sería premio de la Academia Francesa.

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lunes, 20 de febrero de 2012

Hermeneutic Communism: Anuncio de reseña


Hermeneutic Communism

Víctor Samuel Rivera


Les comento que he recibido ya de la Universidad de Columbia "Hermeneutic Communism, from Heidegger to Marx", New York, Columbia University Press, 2011, 256 pp.

Pienso reseñar el libro en las siguientes semanas. En su momento pasaré el enlace para su destino final en la red.

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martes, 14 de febrero de 2012

La rebelión monarquista de 1911. Parte II. El testimonio de Ventura



La rebelión monarquista de 1911
Parte II

El testimonio de Ventura

Nosotros (1934-1946)

Ventura García Calderón escribió en 1935 el folleto Nosotros, un retrato de su generación intelectual. Es una respuesta a una serie de escritos calumniosos que habían propagado Luis Alberto Sánchez y otros, que querían marcar una diferencia entre su propia generación y la que los había precedido. En el lenguaje de Sánchez, era la generación del “centenario” [1921] frente a la de “1905”. Los libelos se explican porque Riva-Agüero había sido entre 1933 y 1934 Ministro de Instrucción y Culto y Primer Ministro de la dictadura del General Oscar Benavides, quien persiguió duramente a Sánchez. Durante ese periodo, el marqués fue implacable contra el APRA, partido de izquierda caudillista al que Sánchez estaba adscrito. Sánchez era uno de los grandes receptores de la obra de Riva-Agüero, y la ruptura debe haberle sido muy dolorosa. Desterrado por su maestro, Sánchez escribió contra José en 1934 un libelo titulado Ecce Riva-Agüero. Con la idea de extender su juicio a toda la generación de José, deslizó poco después, al año siguiente, una cuartilla infamante sin firmar contra Ventura y Francisco en el diario aprista La Tribuna; el texto se titulaba Filtrando a los García Calderón. Nosotros es una defensa del pensamiento del 900 frente a estos ataques.


Ventura compone una fotografía generacional. Ésta incluye a Francisco, su hermano, filósofo y sociólogo; a José, historiador, y a Víctor Andrés Belaunde, destacado ensayista social católico. Ventura cita una docena de personajes de época más que hoy –al lado de las anteriores- aparecen como memorias anecdóticas y que no en vano el autor posterga en un segundo lugar. Es un lugar común de la historiografía peruana recordar que esta generación estuvo unida por un fenómeno dramático: la guerra entre el Perú y Chile de 1879, también llamada “del Pacífico”. Pero sería mejor decir que esta generación estuvo marcada por la experiencia de las consecuencias sociales de ese fenómeno, la violencia, la miseria o el destierro. Ventura mismo había nacido en París, en 1885, mientras su familia sufría el exilio. Nosotros es citado aquí como marco de la relación entre Ventura y José, así como para definir su pensamiento político, que ya sabemos oscila entre los extraños vericuetos del nacionalismo europeo del periodo anterior a la Primera Guerra Mundial.


Nosotros
, la fotografía del 900, contiene una sección de lo que llamaríamos ahora la genealogía de su pensamiento generacional; ésta se titula “Ideario, sentimentario”: Esta generación “llegó a la vida en dolorosas condiciones”; en opinión del autor, no hubo otra que hubiera nacido “en el Perú bajo un sino más triste”. El sentido que marca la generación es la experiencia del desastre moral y material que la guerra de 1879 había dejado. Las “dolorosas condiciones” de “la vida” desembocan en un pensamiento de la nacionalidad. El 900 es, pues, por definición, nacionalista. Por “ideario” y “sentimentario”: no sólo por las ideas, también por las pasiones. Es manifiesto que se considera que los sentimientos consubstanciales a las ideas. La Generación del 900 está marcada por “un nacionalismo doloroso que hace recuento de los desastres y trata de reparar lo que destruyeron los otros”.

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domingo, 5 de febrero de 2012

La rebelión monarquista de 1911. Parte I


El Emperador se va… (1919)



1919. Su Majestad Guillermo II coge el vagón del tren que lo llevará al exilio. Era el último emperador de Alemania. La Primera Guerra Mundial había terminado. El soberano depuesto era entonces “un figurante más en ese carnaval de reyes sin/ destino que transitan melancólicos y tristes”. Un gesto de misericordia del lector arrastra una ventanilla hacia el derrotado Fernando de Bulgaria; en el fondo se aplasta la dignidad enrarecida de Carlos y Zita, los legítimos soberanos de la arruinada Austria-Hungría. Una lágrima sonríe nostálgica por las reales familias de Baviera y de Sajonia. Su Majestad de Alemania –así se lee en una crónica- “escapa a Holanda en su confortable vagón pullman, envuelto en un cómodo abrigo de pieles, leyendo sin duda, en el trayecto, a su autor favorito Jorge Ohnet”. El autor de la crónica tiene en mente la novela Les Rois en exil de Alphonse Daudet [1880]. Tal vez el soberano se acomoda ahora el abrigo en Holanda. “El Emperador se fatigó muy pronto de la admiración de los siervos de la gleba alemana” –se lee en una crónica-. El Emperador cierra en Holanda su libro de Ohnet mientras, en alguna parte de Madrid, un peruano de educación y lengua francesa escribía las crónicas de su tragedia para los diarios de Lima y Buenos Aires. Era Ventura García Calderón [1885-1959]. Con la crónica del exilio de Guillermo II Ventura ponía punto final a una serie de artículos que había iniciado en 1914 sobre la Primera Guerra Mundial. Pero se ponía también fin allí a un tierno episodio de su amistad con José de la Riva-Agüero y Osma [1885-1944]. El fin de una micro historia social del nacionalismo royaliste en el Perú.


Por extraño que pueda parecer, la desgracia de Guillermo II marcaba los derroteros de la historia del pensamiento y la práctica política del Perú del 900. Afectaba su concepción de la nación y lo nacional. Entre los miembros de esa generación los hubo en la guerra partidarios del Emperador Guillermo, otros de la República Francesa. En la dinámica de los lenguajes sociales, ambos grupos marcaron diferencias referidas al concepto de nación. Los partidarios de Francia adoptaron o enfatizaron un discurso liberal, para el que la nación era una empresa libre colectiva y cuyos valores eran los de la Revolución Francesa. Los otros hicieron lo propio con el discurso nacional alemán, que estaba basado en la idea del compromiso con una identidad histórica específica. Detrás estaba el problema por antonomasia del 900, la idea de la nación peruana.


Los filósofos, sociólogos y escritores del 900, llamados en conjunto la “Generación del 900” o “los novecentistas” se definían por oposición a sus maestros universitarios, los positivistas y afrancesados que los habían precedido. Con la aclaración de que se trata de un término que alude a una esfera cronológica, “novecentista” se reserva en el uso de los estudios histórico-sociales de manera peculiar para José y sus amigos más cercanos, en especial en tanto éstos fueron pensadores de la nacionalidad peruana. Los del 900 pensaron la nacionalidad en contraposición a como lo habían hecho antes sus inmediatos predecesores; los positivistas pensaron la nación a la manera liberal, en oposición y pugna con la herencia española. Los del 900 hicieron en cambio un esfuerzo integrador en el pensamiento de la nacionalidad.

La historia social del siglo XIX, desde la secesión del Perú del Imperio Español y la instauración definitiva del régimen republicano en 1825 había definido la existencia política y la identidad nacional en oposición a España. La nación peruana había sido pensada a lo largo de la centuria anterior en oposición, contraste y negación de la herencia española del Perú. Esta tendencia general había reforzado la idea de nación en términos de republicanismo y laicidad y era aún manifiesta en los autores más relevantes de inicios del siglo XX. El ejemplo de esta actitud es el discurso Estado social del Perú durante el coloniaje [1894], del filósofo Javier Prado. Un referente indispensable es también el literato anarco-positivista Manuel González Prada [1845-1918]. Quienes, como Ventura García Calderón, habían ingresado en la vida intelectual en el 900, emprendieron una interpretación de la nación de signo opuesto. “Nuestra generación me parece adoptar una actitud ecuánime y justa con España” –escribe Ventura-. A diferencia de los positivistas, como Prado y González Prada, no pretendieron actuar como científicos, sino como hombres de letras. Su modelo referente generacional era un bibliotecario que redactaba crónicas históricas o “tradiciones” peruanas en el estilo de las novelas románticas de Sir Walter Scott. Era Ricardo Palma [1833-1919]. En el 900 Palma, ya notable en su juventud por su intervención en la prensa política y la poesía, era reconocido por sus Tradiciones Peruanas, la colección de estas crónicas, que su autor centraba en el periodo español de la historia del Perú [1535-1825].


En 1905 José de la Riva-Agüero había tomado la obra de Palma como su referente programático en la composición de Carácter de la literatura del Perú independiente. El acercamiento a España, una visión benevolente de la vieja monarquía y una concepción pragmatista del catolicismo eran las líneas de esa obra. Es notorio que las referencias a Palma formaban parte de un programa ideológico del cual Carácter de la literatura aparecía como una transformación. Lo que en Palma había sido hasta entonces un élan literario iba a convertirse en un estudio sociológico o histórico-social; iba a tener su lugar como una teoría, como una teoría nacionalista. Ventura García Calderón, utilizando un vocabulario que no le fue privativo, denomina a este programa de Riva-Agüero en 1912 “restauración nacional”; el autor de Carácter de la literatura es calificado en este mismo sentido de “profesor de nacionalismo” . En el mismo año su hermano, el sociólogo Francisco García Calderón, denomina a José en una de sus obras más emblemáticas “profesor de la restauración nacional”. Es evidente que hubo una atmósfera en que se le atribuía a José una teoría “nacionalista” y “restauradora”. En 1894 Javier Prado, el filósofo del positivismo peruano, había dado forma a un discurso de la nación y lo nacional que diagnosticaba los males del Perú en la herencia de su pasado. En 1905 José habría de realizar la tarea contraria. La agenda nacional era también una agenda restauradora, ligada al rescate y recuperación del pasado histórico. Estas ideas serían el patrimonio común del pensamiento político nacional de los autores más representativos del entorno de Ventura.


Dedico esta Parte I a Martín Duncan.

miércoles, 1 de febrero de 2012

No soy conservador. Notas sobre José Chocce (Parte II)


No soy conservador
Notas sobre José Chocce, “El principio del fin: Cuatro discursos sobre el Perú actual”, en Evohé, Revista de Filosofía Villarrealina, N° 2, pp. 164-188.

Víctor Samuel Rivera
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía


Las obras que uno escribe, en un sentido que es bastante obvio, tienen vida propia. Dicen sus propias cosas y –por así decirlo- hacen su propia vida. Una vez que salen de nuestras manos no parecen tener otra defensa que su precaria e indefensa existencia. Su contexto, que originalmente fue la atención y la fuerza de una cierta vida mental, se transforma, para ingresar al inmanejable mundo de las formas de vida, sus presupuestos y los extraños vaivenes que tienen sus consecuencias en el universo social. Y se hace entonces otro contexto, que vive también, como otra mente, que a no dudarlo, puede ser más original, creadora e interesante que la de su fuente.

Hace unos diez años fui invitado por el Congreso de la República a dictar una conferencia sobre Francisco García Calderón, un liberal conservador del 900 peruano. Como no llegó al final puerto de su publicación, como el resto de los materiales de ese momento, lo cedí en 2005 a una revista de estudiantes de Derecho de la PUCP. Apareció allí con el título que yo deseaba darle a la versión final: “Autocracia republicana clerical”. Se trata de una revisión de la obra de García Calderón a la luz del pragmatismo cuya lectura entonces yo frecuentaba, el de Richard Rorty, el más lúcido y popular de los defensores del norteamericanismo del 2000. El texto tenía su contexto, tanto social como personal. Yo venía de publicar una compilación sobre la guerra de Yugoslavia, en la que traté de contribuir apoyando a ese pobre país que ya no existe contra la expansión de las potencias (la potencia) liberales en la abandonada Europa oriental que lo deseaban fagocitar. El libro, que firmé con Ricardo Vásquez Kunze, se llamaba Cosmopolitas y Soberanistas y, en su intención, era un alegato contra la globalización política. He seguido con el tema de diversas maneras, aunque ahora ya no me interesa tanto realmente. En el artículo-conferencia quise usar los argumentos de Rorty a favor del norteamericanismo para sostener una cierta idea de nacionalidad antiglobal. Fuera de ese contexto creo que es natural confundir mis intenciones de entonces.


Mi texto impreso en 2005 muy difícilmente podría tomarse como una exposición de mi pensamiento sobre el Perú. Al menos no de mi pensamiento tal y como yo lo reconozco hoy. No era un programa positivo, sino un esfuerzo por mostrar una cierta incapacidad que tiene el pragmatismo para el uso que Rorty hacía de él por esos años y mostrar que, sea como fuere, era útil tanto para una defensa de cierto tipo de cosmopolitismo bien que para su contrario. Era famoso con justicia entonces un ensayo de Rorty que se llamaba “Liberalismo burgués posmoderno”, del que quería ser algo caro a Rorty, una ironía. Y digo todo esto porque mi folletín de hace una década me ha valido que uno de mis más amables lectores, quizá uno de los más sinceros que conozco, haya deducido que yo soy conservador, vale decir, un partidario de la autocracia republicana clerical. Esto es lo que expone José Chocce en “El principio del fin: Cuatro discursos sobre el Perú actual” de una manera algo enfática, con lo que creo me ha hecho un favor que tal vez no me es muy útil, que es escribir esta aclaración.
Francisco García Calderón era conservador. En el sentido en que lo han sido el Barón de Montesquieu o Edmund Burke. En un sentido en el que yo sería incapaz de reconocerme a mí mismo. Como no me interesa aclarar cuestiones ideológicas, quizá bastaría con decir que no soy y no me considero un autor conservador.

No se me ocurre qué de este mundo horrible en el que habito merecería ser conservado. Pienso, como alguna vez Heráclito, y de un modo distinto Carl Schmitt, que un baño de fuego no le haría demasiado daño, aunque es una afirmación naturalista, y de ningún modo una consideración ética. Todos los mundos históricos terminan, incluso algunos que merecen mi personal adhesión pero –repito- por más esfuerzo que hago, no veo nada en este mundo que me solicite que lo conserve. Me preocupa sí y mucho, la continuación de la existencia de la Tierra, e incluso debo decir que la del hombre, pero no por nada que tenga relación con las creencias, valores o instituciones predominantes y vigentes en este momento de la ocupación humana planetaria del mundo. Si José Chocce hubiera repasado mi Cosmopolitas y Soberanistas, o bien si hubiera prestado más atención a otros textos de los muchos que he redactado no habría tomado la ironía de una conferencia solitaria como mi manera de pensar, o mi manera de pensar en el Perú.

Quizá un error de principio es creer que uno es lo mismo que lo que ha escrito. Chocce no me deja lugar a dudas de la diferencia que hace del texto literalmente una “obra”, algo hecho, cuya esencia es análoga, sino la misma que la de los artefactos. Tiene un existir que se debe a quienes la acogen, muy a diferencia del autor, que incluso cuando es acogido, hay un lugar para él fuera, tal vez fuera de lo que la obra tenga en sí de grandiosa y verdadera, pero más si ninguna de ambas calificaciones vengan al caso, como creo es aquí.

Una vez un historiador de mi generación me dijo, en referencia a mis estudios sobre José de la Riva-Agüero, que somos estrictamente lo que hemos leído. Y que se note que no es lo mismo lo leído que lo escrito. Es verdad que nos buscamos a nosotros mismos en lo que estudiamos, pero, mi querido José Chocce, al menos en mi caso es verdad que he leído muchas cosas que en nada se parecen a la bonachonería de García Calderón. Para comenzar, leí a Rorty, siempre y con mucho entusiasmo, mientras ese buen norteamericano habitó en este mundo. Pero he leído muchísimas cosas, a muchísimos autores, en diversas especialidades y, por favor nadie lo dude, no soy esos autores. No soy ni el Conde de Maistre, ni Gianni Vattimo, ni soy Michel de Montaigne, no José Ignacio Moreno, ni René Descartes. He fatigado mi vista leyendo a Thomas Hobbes, pero sus ideas nunca me han quitado el sueño. He redactado varios artículos sobre Descartes, pero no soy otro Descartes. Y si he escrito mucho sobre él, no hay que sospechar que soy otro “él”.

Si reniego de ser conservador, tal vez algún lector podría querer que le diga qué soy, pero no veo qué podría decirle por respuesta. Al menos, no confundirme con Burke y Montesquieu. Y tampoco con García Calderón.
 
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