María Luisa Rivara de Tuesta,
recuerdos
Víctor Samuel Rivera
Miembro de la Sociedad
Peruana de Filosofía
Los momentos más
esenciales de una persona acontecen cuando ésta se halla fuera de control emocional. Esto sucede con motivo de una gran alegría, un gran temor o una
inmensa pena; o una gran cólera. Por mi vocación por la dimensión política del
pensamiento los momentos de ira son los que me resultan más interesantes, sean
éstos en los pueblos tanto como en los particulares. Y siendo como era la
doctora María Luisa Rivara de Tuesta una persona tan emotiva, y dentro del
rango de la gente emocional, que es el más ontológico, una capaz de unos
arranques tremendos de indignación, quiero recordarla ahora por sus cóleras,
que habiendo sido tantas y tan frecuentes, ennoblecían de manera especial los
calmos espasmos en que era capaz de una dulce sonrisa. En su favor diré que no
era de esa gente mediana que es tanta y tan despreciable y que sonríe siempre
sin motivo, o se congela en una especie de seriedad facial inútil, ya que sin
objeto. Son serios y profundos para cruzar la pista. En este sentido específico,
la doctora Rivara era una portadora del Ser. Tal vez no una gran portadora
alzando una luminaria salvífica, pero era un poco como el filósofo que va en
medio del bosque del Ser con una pequeña lámpara en el avanzar humano hacia la
nada. Ella tenía, si no en sus obras, al menos en su espíritu, una lamparilla.
La multitud de los colegas al uso caminan en esa oscuridad infinita del Ser
sólo cuando pueden hallar en el bosque al menos
la lámpara de alguien como ella. Antes que filósofa, hay que recordar a la
doctora como educadora. Su proximidad o mejor, debo decir, su amistad, indicaba
siempre algo.
Conocí a la doctora María
Luisa Rivara de Tuesta a inicios de la década de 1990. Yo me iniciaba como
profesor universitario en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima, a
donde, por iniciativa de los propios alumnos, acogidos entonces por el Director
de Estudios, un cura que, más que tomista, parecía un modernista liberal que no
usaba hábito ni jamás hablaba de Dios, se invitó a la doctora a dictar clases
de filosofía en el Perú. Mi primer recuerdo es doble; se hizo rápidamente
célebre por haber amonestado a gritos a un alumno que defendía su tesis de
grado sobre tema peruano por haber llamado a un texto del siglo XIX, que creo
pertenecía a ese holgado del infierno que fuera en vida el ateísta Francisco de
Paula González Vigil (que en paz descanse en la noche eterna, si puede). Gritó
a garganta barítono al pobre del tesista, aterido de espanto, por haber
denominado a un panfleto de este
hombre (o de otro de su estirpe) “panfleto”. Ella exigió que al panfleto se lo llamara “obra” o “libro”,
al extremo de que en la sesión de defensa de la tesis de alguien que es hoy un
exitoso diplomático debió disculparse para continuar, y debió llamar al panfleto como lo que no era: un libro. El
escándalo por el griterío le valió al pobre alumno la peor nota posible para
aprobar. Mi segundo recuerdo es a mí mismo presentándome ante ella, con la
cabeza inclinada: “Víctor Samuel Rivera, doctora; es un honor conocerla”. La
doctora sonrió dulcemente y me contestó “¡se ve usted tan joven!” (bueno, era
joven realmente; gracias a Dios algún día lo fui). Una gran cólera en el medio
de una sonrisa. Eso es para mí la doctora.
Desde ese día la doctora
me tomó mucho cariño, aunque la historia completa no termina de manera tan
feliz.
Izquierdista consumada y
anticlerical de palabra (pues iba a misa todos los domingos y se persignaba delante de cada iglesia que le salía en el camino), la doctora, que había
obtenido su posgrado en educación con mención en filosofía en 1966, y era
discípula apreciada de Augusto Salazar Bondy, que entonces tenía una gran
influencia tanto académica como institucional en la Universidad Nacional Mayor
de San Marcos. Eso quiere decir que su tema era el estudio de las ideas
filosóficas en el Perú, bajo las tesis básicas de Salazar sobre el tema, lo que
incluía la creencia, que sin más es falsa e infundada, de que no había habido
ni había en el presente auténtica filosofía peruana; es decir, que no había o
había habido filósofos peruanos en el sentido de que sí los había habido
alemanes o franceses.
Ya que escribo este texto
como un homenaje a la doctora, que pienso que se lo merece, no creo que sea el
momento de seguir juzgando las ideas de Salazar, que considero sujetas a un
profundo complejo de inferioridad cultural que me parece completamente
inadmisible; tampoco voy a referirme a la influencia de Salazar en San Marcos desde
el punto de vista institucional, aunque debo decir que transformó de manera
decisiva el perfil de la Escuela de Filosofía hasta el día de hoy, y dejo la
evaluación de esa influencia a los sanmarquinos. El hecho es que la doctora se
interesó en temas peruanos que colindaban con la historia política, a
diferencia de Salazar, que había enfatizado en su trabajo académico lo que los
alemanas llamarían el “espíritu” del pensamiento peruano. Alumna del San Marcos
de la década de 1960, la doctora se graduó con una tesis sobre el Padre José de
Acosta: José de Acosta, un humanista
reformista, Lima, Universo, 1970, 147 pp. Es una obra magnífica en su
género y considero que es el mejor aporte académico para la historia del
pensamiento peruano que la doctora haya jamás escrito. Nada impreso por ella
después iguala en mérito a esta obrita, que es tan difícil de conseguir, por
cierto.
En la Facultad de Teología
la doctora y yo entablamos una linda relación, en la que me consideraba yo más
digno de aprender que un colega. Para entonces la doctora llevaba años ya como
Presidenta de la Sociedad Peruana de Filosofía, cargo que dejó en 1996 a Francisco
Miroquesada Cantuarias para retomarlodespués virtualmente por tiempo indefinido.
A ella y a su dinero (que no le sobraba, precisamente) se debe la publicación
de los tomos VI, VII y VIII de los Archivos
de la Sociedad Peruana de Filosofía, en donde se consignaban las
conferencias de los socios. No hay cabeza filosófica relevante del Perú del
largo arco de influencia de la doctora en la institución que no haya
participado allí. Debo mencionar a Jorge Secada, Miguel Polo y Miguel Giusti,
entre los más significativos de los aportes de esos volúmenes, valiosísimo y
raro testimonio de que en Perú sí que se hace filosofía de verdad. Un librero
viejo debía colocar esos rarísimos ejemplares, de los que se tiraba un número
muy reducido y salían en venta extremadamente pocos (la mayoría se quedaron en
la biblioteca-escritorio de la casa de la doctora, de donde debían rescatarse,
si aún existen) en unos 100 dólares americanos cada uno, al cambio actual. En
ausencia de la tenaz actividad de la doctora esos volúmenes jamás se hubieran
publicado y la posteridad debe agradecerle que la Sociedad, fundada con
entusiasmo por Víctor Andrés Belaunde, el Marqués de Montealegre de Aulestia
(José de la Riva-Agüero) y Francisco Miroquesada Cantuarias, entre otros, en
1944, no hubiera muerto alrededor de 1990 por inacción.
El mayor aporte de la
doctora María Luisa Rivara de Tuesta para la historia de la filosofía peruana
en el siglo XX ha sido mantener y conservar con vida a la Sociedad Peruana de
Filosofía durante varias décadas; no hubo en ello nunca afán personal, interés
de poder ni de lucro, ni otro apoyo financiero que no fuera el de su propio
bolsillo. Debo acotar que toda la papelería de la Sociedad y sus expedientes
desde su fundación estaban en su biblioteca y, si aún es posible, sería
oportuno que la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, la Biblioteca
Nacional o el Ministerio de Cultura negociaran esos documentos con la familia
de la difunta para su adecuada conservación. Ojalá alguna autoridad competente
o una fundación peruanista generosa coloque esos papeles en un repositorio,
antes de que desaparezca para siempre una parte esencial de la memoria de
nuestro pensamiento filosófico.
Pero no deseo ser tan
solemne en mis recuerdos de una mujer cuya cólera la condujo, antes que a la
violencia gratuita o a las mezquindades que son tan frecuentes en el medio
filosófico peruano, donde el poder se usa para joder al colega, a la más intensa generosidad. Yo ingresé a la Sociedad
en 1992. Se lo solicité a ella misma, dado que nos frecuentábamos en el mismo
empleo. Pero astutamente, también lo hice con el doctor Miroquesada. Delante de
ambos se me expidió fecha para el examen, una disertación que debía realizarse
ante el pleno de los socios que, luego de una oposición, deliberaban entre sí y
aceptaban al nuevo socio o lo rechazaban. Ésa era la “buena práctica” en la
Sociedad, y de ese modo es que adquirieron la membresía Jorge Secada, Miguel Polo
y Miguel Giusti. De la manera legítima. Pero en 1992 yo era muy joven respecto
de la media de edad de los asociados.
Presenté una solicitud
formal para ingresar a la Sociedad Peruana de Filosofía, por escrito, en algún momento del primer semestre de 1992. El doctor Miroquesada tomó en cuenta mi
solicitud por mis publicaciones académicas, que ya eran varias para la fecha,
pero a la doctora no le hacía ninguna gracia que yo fuera seguidor del
pensamiento débil y que apostara, en la línea de Gianni Vattimo y J-F Lyotard,
en el fin de la modernidad. La doctora, que era todo menos una ingenua,
comprendía que había un gran riesgo en una filosofía antimoderna, recusadora
del rol dominante del objetivismo científico y la ideología liberal, cuyos
frutos aún estaban lejos de ser lo que son ahora. “Usted es de los que se dicen
post-modernos” –me dijo-. Durante la sustentación se enardeció y me espetó con
esta frase: “¡Confiese usted de parte de quién está!” (el cuestionado Alberto
Fujimori era presidente del Perú, aunque eso no creo que tuviera que ver nada
con Vattimo y Lyotard). Insistió furiosa en lo mismo, de pie, casi con la
palabra “folleto” en la banda de barítono, hasta que el doctor Miroquesada la
detuvo. Sé que ella dio su voto en contra de mi admisión. Sustentó que yo era
demasiado joven y que mis ideas eran peligrosas. Me lo confesó ella misma
después.
Por si queda alguna duda,
soy miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía desde 1992 y mi disertación fue
impresa en el tomo VII de los Archivos de
la Sociedad por la doctora. Fui miembro antes que ninguno de mis colegas de mi
edad en el Perú y antes que ninguno de los profesores de la universidad de la
que procedo, que en su mayoría despreciaban esa institución como anacrónica y
sin sentido. ¡Bien que aceptarían luego varios de ellos que bien conozco ser
admitidos como miembros sin dar examen! Pero eso ocurriría por razones
políticas, más de diez años después y con mi voto en contra,m que la doctora no
tomaría en cuenta. Desde mi ingreso a la
Sociedad, colaboré sin retribución económica ni interés personal con la doctora
hasta 1996, en que dejó el cargo de Presidenta; hubo un momento en ese periodo
de cuatro años en que visitaba su biblioteca una vez por semana para coordinar
tareas. Iba en mi bicicleta hasta su casa en San Borja, donde era recibido
siempre por una buena taza de café, préstamo de algunos libros y, sobre todo,
por una sonrisa maravillosa.
La doctora y yo acabamos
bien, pero tuvimos una historia larga de altercados que ahora voy a contraer en
uno: mi paso por el posgrado de San Marcos.
Me resolví a estudiar en
San Marcos la Maestría en Historia de la Filosofía en 2005. La pobre me sonrío
el primer día, pero desde la segunda semana no podía estar más irritada por mis
preferencias: odiaba a ese volterete inteligente que era González Vigil, y
amaba en cambio a Bartolomé Herrera, su enemigo; estudié a Riva-Agüero para mis
tesis de posgrado, un autor por quien ella sentía algo indescriptible que
estaba más allá del horizonte del odio. En lo relativo a la Independencia, yo
estaba del lado de José Ignacio Moreno, seguidor de Joseph de Maistre; ella de
Sánchez Carrión, ese republicano que trabajó para Simón Bolívar, ese dictador
delirante. Ya se puede imaginar el lector una clase ella y yo juntos, aplastada
por griteríos en los que, debo confesar, todo el auditorio estaba de mi parte.
Y no soy personaje de dejarse someter, así que a los gritos de la doctora daba
yo más y más argumentos, que elevaban el tono de la discusión a decibeles a los
que ella misma no debía estar muy acostumbrada. Para la prueba final, en la que
casi se cae el viejo edificio de adobes de Miraflores donde la doctora estallaba
sus gritos, más que cercana al llanto, mis compañeros de clase fueron
finalmente consultados a la hora de calificarme. Yo fui obligado a salir del
salón y esperar. Otra vez la sesión de 1992. No por adhesión ideológica o
política, sino por el esfuerzo académico e intelectual que ponía yo en mis
posturas, el auditorio me calificó con 20, previo griterío con la doctora, que
escuchaba yo en el jardín. La doctora se compuso y, fiel a su palabra, me puso
la nota indicada. De todo lo que estudié con ella terminé, tarde o temprano,
escribiendo un artículo que goza del nivel más alto en la tabla de indexación.
La doctora, al final de
curso, se acercó tiernamente a despedirse de mí. Me obsequió con la delicada
sonrisa de una anciana y me deseó lo mejor. Hizo ese gesto lindo de hacerme
adiós con la mano derecha antes de salir del edificio.
Le agradezco a la doctora
Rivara algo en particular, que deseo mencionar antes de cerrar este texto, que
ya va resultando excesivamente largo. La doctora, que anteponía siempre la
política a la academia y sus creencias al conocimiento fue, moralmente
hablando, una gran persona. Siempre fue compasiva con mi pobreza, por ejemplo.
Le daba lástima verme llegar humildemente a su casa malamente vestido a
ayudarla en mi bicicleta vieja porque no tenía yo dinero entonces para pagar el
pasaje. Siempre me preguntaba al llegar si había comido ya, si me sentía bien, si
no necesitaba algo pues ella, en lugar de verme atlético y fuerte, como
realmente era, sus ojos llenos de limpieza se fijaban más en que estaba algo
delgado para mi edad. Aunque ella misma deploró siempre mi pensamiento
“post-moderno”, “defensor de los blancos”, “traidor a mi raza” (citas
textuales), nunca me quitó la palabra, jamás me rechazó la mano ni dejó de ser
gentil en la conversación, ni siquiera en momentos cruciales en la historia del
Perú que no es oportuno tratar aquí. Nunca me cerró su casa y siempre, que yo
recuerde, hubo para mí café y una frase de preocupación por mis carencias
económicas. Creo que si ella hubiera gritado un poco menos en la vida y
sonreído un poco más conmigo, nos hubiéramos querido muchísimo. Ambos éramos
cristianos, y ambos amábamos al Perú.