Francis Bacon y la política del milagro
Prioridad de la profecía sobre la ironía (I/ IV)
Víctor Samuel Rivera
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
I. Ironistas y metafísicos amargados
En Ironía, contingencia y solidaridad
(1989), pero también en diversas colaboraciones académicas que rodean la década
de 1990, Richard Rorty recomendó la ironía como una virtud social. Rorty la representó
como patrimonio y ventaja de la cultura política de izquierda en las sociedades
liberales sobre sus eventuales rivales, tanto dentro como fuera de ellas; Rorty
pensaba el ironismo de izquierda en contrapartida con el comunismo, que colapsaba
el año de la publicación de su obra. El comunismo, si lo consideramos como una
idea fuerza de la izquierda histórica del siglo XX, resulta demasiado profundo,
demasiado dramático y apocalíptico y despreocupado, por lo mismo, de la vida
cotidiana, que para los liberales de izquierda que Rorty desea defender es en
realidad el centro de sus afanes. Ellos piensan –correctamente- que este tono
dramático, apocalítico del comunismo (y de otras ideologías del siglo XX) son cosa
de la religión, o de la metafísica, parte de un pasado remoto, anacrónico, aun
cuando hay sólo una o dos generaciones humanas desde que ése era el tono
predominante de la política. Nunca piensan estos liberales lo semejante que es
su ambiente fresco y relajante a la atmósfera cortesana de las grandes
monarquías del siglo XVIII, a cuya superficialidad siguió una experiencia
histórica de fractura, años de guerra, hambre y desolación, en la que los
divertidos cortesanos liberales de izquierda –que nunca pudieron predecir esa
situación- fueron preferentemente ellos mismos las víctimas de un mundo que en
gran medida fue obra de su propia banalidad. La cultura política liberal de
izquierda rortyana puede imaginarse como un gran café cuyos comensales, los
ironistas, transforman el pensamiento de la política en un escenario de diálogo
cuya esencia va mediada por la comicidad sardónica, donde nunca hay nada que
parezca ser tan importante como para alterar la conversación y pararse de la
mesa para ver qué sucede allá afuera.
En el café de los ironistas hay gente a la moda, preferentemente ociosa, tecnológicamente equipada y al día en lo que considera ser la comunicación universal; piensan con una sonrisa que gestan el espacio público, un lugar hermenéutico donde lo que se halla instalado es la hilaridad; ésta es mordaz y deliciosamente cruel contra las prácticas más ancestrales y venerables de la humanidad, y no hay cultura ni cosa sagrada que no sucumba en la mesa a su humor implacable. Felicita y se congratula de las transformaciones y los cambios sociales, que busca en su risa promover, por lo que se define de izquierda; pero no hablamos de las grandes transformaciones sociales, como las revoluciones, las guerras y proyectos de gran escala de fuera de su cultura, ni de los proyectos de largo plazo, en cuya perspectiva pueda pensarse desde más allá de su propia muerte, sea para la generación que sigue o para la eternidad. Las grandes aventuras de transformación de la humanidad en un periodo largo de la historia del mundo, que llenaron de ilusión antes a los utopistas, les son extrañas, y las realidades sociales que las invocan los perturban y molestan. Si es el caso que para la utopía se requiere de un plazo mayor a la memoria necesaria para un chiste, el ironista abomina de la utopía. Se sienten extraños en su café cuando se representan los pensamientos a largo plazo que han sido tan importantes para el mundo moderno, como las ideas de Francis Bacon, pero también Jean-Jacques Rousseau, Inmanuel Kant, el conde de Saint Simon, Juan Donoso Cortés o Carlos Marx, a las que inexorablemente se juzga ser consecuencia de algún tipo de desorden mental, del fanatismo, la superstición, la ignorancia o –lo que es lo mismo- la falta de información tomada de las redes sociales americanas, que son las correctas, y una cierta dosis de imbecilidad radical, que dentro del café en cambio parece cosa rara, y se ahoga si surge en un sorbo de serio café de Colombia. Los liberales ironistas, como sea, regalan algo de seriedad para los cambios o transformaciones históricos, ya que son de izquierda, siempre que el plazo de su percepción sea breve y efímero como lo fue el sorbo anterior de café, y se halle lejos de toda consideración de lo que podemos llamar el largo plazo de la humanidad; de cinco años atrás la experiencia humana no importa nada; de cinco años en adelante, tampoco. Esas realidades de largo plazo no resultan nada graciosas y carecen de eco en la cafetería de los ironistas.
Al ironista rortyano, liberal y de izquierda, desconocerdor del largo
plazo, Rorty le oponía el personaje que se toma demasiado en serio las cosas;
la cultura de los ironistas tiene su contrapartida en otra cultura, más dramática,
la cultura de la seriedad, la ansiedad por lo profundo y lo verdadero. Las
culturas que practican poco la ironía pueden llegar a ser en
Aparentemente el lector se halla ante una colisión de diagnósticos sobre
cómo son o deberían ser las sociedades liberales de izquierda; si se encuentran
o deberían estar pobladas por igualitarios resentidos o por ironistas
simpáticos. Pero Nietzsche habría entrevisto que la cafetería de los ironistas
era en realidad un club de metafísicos llenos de odio. En la última entrevista
que en vida hizo Richard Rorty para Eduardo Mendieta Rorty expresa de manera
especialmente enfática por qué el tipo de sociedad que su discurso quiso
representar tenía la obligación moral de actuar como policía mundial contra los
malos, esto es, contra los que podían tener un sentido serio de la existencia
como antes los comunistas. El nihilismo transformado en un lenguaje social
puede ser metafísico, en la más lamentable manera de expresar esa idea aunque,
por supuesto, no todo pensamiento metafísico es nihilista.
Hacia inicios del siglo XX un lector peruano de Nietzsche, José de la
Riva-Agüero, que conocía a Nietzsche como no muchos en su generación, hizo de
la ironía la característica propia de los peruanos, en oposición a los
españoles, de quienes apenas 80 años atrás venían de haberse separado
políticamente; mientras los peruanos serían unos simpáticos humoristas, con capacidad
para reírse de sí mismos al margen de cualquier obsesión por la verdad
metafísica, sus primos españoles le parecían (y quizás aún lo sean) unos sombríos
metafísicos decadentes, que parecen divertirse mucho en los cafés, pero son en
realidad unos amargados llenos de odio, guiados por el afán de venganza. Aunque
quiso referirse así a los españoles tradicionalistas del pasado, el lector del
siglo XXI debe redirigir ese carácter sombrío tras la ironía de otro tipo de
españoles, cuyos cafés son tan amenos y agitados como lo eran los de los
cortesanos del siglo XVIII. En la ironía como Riva-Agüero la veía (y Rorty
también) uno se distancia y suaviza aspectos de un sí mismo cuyo dramatismo se quisiera
aligerar; en la metafísica del resentimiento y la venganza las cualidades y aun
las diferencias del otro, por su capacidad de estimular algo tan poco deseable
como el odio, elevan el punto de vista del demócrata social, que querría más
bien ver a sus congéneres más parecidos a ellos mismos. Pero eso los hace tan
poco tolerantes con los de afuera de la cafetería. Al parecer, ironía liberal
de izquierda y resentimiento y amargura metafísicos, como Nietzsche parece
haber pensado, pueden ser parte de un mismo horizonte de experiencia; el
ironista rortyano ve todo pensamiento de largo plazo una auténtica amenaza a su
cafetería, por lo cual deviene en perseguidor de los metafísicos, siéndolo él
mismo de esa manera aún más, sólo que no en el pensamiento, sino en la acción.
Y desde los ironistas cortesanos de los cafés del siglo XVIII ya sabemos qué
les sucede a estos ironistas en el plazo que se sirven omitir, siendo muchas
veces más corto de lo que imaginan.
¿Por qué hacer referencia tan larga aquí a la ironía y la metafísica?
Porque este texto, aunque aún no aparente ser tal, es la introducción a un
pensador ironista, sólo que posiblemente no liberal ni de izquierda, como José
de la Riva-Agüero no lo fue. Un pensador que, siendo capaz de practicar la
genuina burla de sí mismo para crear la atmósfera de un aligeramiento de las
pretensiones de verdad instaladas en el mundo social fue capaz, a diferencia de
los ironistas rortyanos, de pensar ese mismo mundo en un plazo largo, el largo plazo de la humanidad. Instaló la
ironía como atmósfera, como espacio hermenéutico para proponer una utopía, de
tal modo que el acercamiento irónico se ligó a un pensamiento del futuro y, por
lo mismo, a un diagnóstico histórico que implica un cierto pensar que a la
misma vez, por extenderse al futuro, no puede sino ser serio. Pero serio sin los
caracteres desagradables que los antimetafísicos reprochan a la metafísca y
esto fue posible, al menos en el orden de las ideas, por el traslapamiento del
ironismo con un compañero insólito, que es el espíritu de profecía. Ese
ironista que asoció aligeramiento metafísico del pensamiento con espíritu
profético fue Francis Bacon, uno de los fundadores de la modernidad como utopía.
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