Víctor Samuel Rivera

Víctor Samuel Rivera
El otro es a quien no estás dispuesto a soportar

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Doctor en filosofía. Magíster en Historia de la Filosofía. Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía desde 1992. Crío tortugas peruanas Motelo y me enorgullezco de mi biblioteca especializada. Como filósofo y profesor de hermenéutica, me defino como cercano a lo que se llama "hermenéutica crítica y analógica". En Lima aplico la hermenéutica filosófica al estudio del pensamiento peruano y filosofía moderna. Trabajo como profesor de filosofía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos; he trabajado en Universidad Nacional Federico Villarreal desde 2005. He sido profesor en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima hasta 2014. He escrito unos sesenta textos filosóficos, de historia de los conceptos, filosofia política e historia moderna. Tengo fascinación por el pensamiento antisistema y me entusiasma la recuperación de la política desde el pensamiento filosófico. Mi blog, Anamnesis, es un esfuerzo por hacer una bitácora de filosofía política. No hago aquí periodismo, no hago tampoco análisis político de la vida cotidiana- De hecho, la vida cotidiana y sus asuntos no son nunca materia del pensamiento.

sábado, 29 de agosto de 2015

Hermenéutica y violencia. Mi última publicación (Colombia)

Nueva publicación:

Hermenéutica y violencia. Reflexiones a partir de Comunismo hermenéutico de Gianni Vattimo y Santiago Zabala, Ideas y valores. Revista colombiana de Filosofía, Vol. 64, N° 158, 2015, pp. 319-336.

Para su acceso en versión pdf, aplastar abajo del ícono de la revista.

sábado, 15 de agosto de 2015

Francis Bacon y la política del milagro Prioridad de la profecía sobre la ironía / II- B. Salomona: metapolítico de la ciencia




Francis Bacon y la política del milagro
Prioridad de la profecía sobre la ironía


Víctor Samuel Rivera
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía

II- B. Salomona: metapolítico de la ciencia


Lord Canciller, como político, comprendió una idea que acompañaba al proceso social de todo aquello que no conocía: el saber no era para la nueva ciencia tanto la fuente de sentido de una sociedad humana como la causa del éxito de los otros factores de ésta, como el aumento de la población, el desarrollo del comercio, el mejoramiento de las condiciones de vida, la aceleración de las comunicaciones, etc., así como lo que Bacon creía se seguía de todo eso: el orden y la estabilidad del régimen político, fundado en la riqueza material que la nueva ciencia parecía proveer, en particular si uno no conocía las virtudes de la antigua, como era el caso de Lord Canciller. El conocimiento seguía siendo la razón de ser de la sociedad, pero a través de la obra de los científicos había adquirido el (presunto) rol de condición necesaria para su estabilidad, algo que hay que insistir que Bacon identificó –como hacen los anglosajones hasta el presente- con su prosperidad material. Esta idea, por ser decisiva en los cambios revolucionarios en la ciencia del siglo XVII, y porque hizo de ellos una transformación radical y no un simple apogeo del saber, debía librarse de las engorrosas elucubraciones de los libros (pseudo) científicos que el mismo Bacon había venido escribiendo desde la primera década de 1600.

La Atlantis Nova, desde las primeras páginas, describe una sociedad civil interesada en el aumento y conservación del conocimiento. Un mundo político en una perdida isla del Mar del Sur, una islilla apartada que en mucho hace recordar a Inglaterra, que –como todo el mundo sabe- es también una isla. Las islas tienen formas de constitución muy peculiares y es un tema que cuesta dejar aparte lo relevante que esto resulta en la interpretación del libro, para lo cual –dado que se ha de dejar el tema aquí- se remite al lector a Tierra y mar (1942), de Carl Schmitt. En cualquier caso, la comunidad civil de la isla tiene una constitución, esto es, una forma política muy diversa de la de las comunidades políticas pensadas a la manera premoderna. No se trata de una corporación política metafísica, en el sentido de Nietzsche y Rorty, esto es, estática (como son también, sea dicho de pasada, las sociedades que tienen una concepción teleológica del conocimiento) sino que sigue una dinámica interna de acumulación y descubrimiento socialmente organizada. Es una comunidad política cuya constitución se mueve. El descubrimiento y la experimentación, esto es, la búsqueda de lo nuevo, no se separan, y se hallan establecidos como forma política; en este sentido, la islilla se halla sujeta a una institución denominada Casa de Salomón. La Casa de Salomón era una corporación regida por “padres” sabios, cuyo trabajo consistía en emplear toda clase de artefactos para hacer lo que en el lenguaje más bien renacentista de Lord Canciller se denomina “experiencias”. Los padres de la Casa de Salomón, lejos del sabio premoderno, platónico o aristotélico, tenían por función hacer del conocimiento un patrimonio social; esto se prueba porque compartían una dosis importante de los logros de sus investigaciones con los agentes de la industria y el comercio, a cuyo interés se dirigen en última instancia. Quizá sea interesante agregar aquí que la Casa de Salomón, en la genealogía de la isla, tiene un origen inveterado, anterior al Cristianismo y a las religiones del libro (sagrado). Pero que no se haga el reproche de haber ido demasiado rápido.

Unos viajeros, de toda apariencia ingleses, parten del Callao y se extravían por interminables meses en el Mar del Sur, esto es, en el Océano Pacífico. Se encuentran por accidente en esta isla autónoma, invisible a los otros pueblos, cuya labor principal, a cargo de los padres salomónicos, es acrecentar el conocimiento útil al bienestar y el mejoramiento de las condiciones de la vida humana. Pero es fácil reconocer que la isla sigue un programa de revolución en la naturaleza del conocimiento que Bacon había señalado ya en obras anteriores y sus lectores debían reconocer. Se trata de un proyecto dejado incompleto que Lord Canciller tituló Instauratio Magna y del cual se conservan redactadas sólo sus dos primeras partes, De Dignitate et Augmentis Scientiarum (1623) y el Novum Organum (1620). Es evidente que la isla se regía por el programa general trazado en ambos libros y, en un sentido muy razonable, ambos esbozan las líneas generales de su constitución. Es entretenido saber de Salomona, que es el fundador y legislador de Atlantis Nova y creador de la Casa de Salomón. Sin duda, Salomona es una imagen de Bacon mismo como fundador político de un mundo regido por la ciencia moderna.

De Dignitate et Augmentis Scientiarum y el Novum Organum equivalen a la constitución de un mundo político cuya finalidad es la promoción social del saber. Debe recordarse aquí que el último tuvo la pretensión de ser la “nueva lógica”, esto es, el reemplazo del antiguo Organon de lógica de Aristóteles y que, desde la Antigüedad, había asociado el saber científico con la demostración argumentativa de lo ya-sabido. Como la ciencia antigua era un saber contemplativo y la nueva uno orientado al uso social, es fácil imaginar la motivación de crear algo tan extraño como una “lógica nueva”. Desde el punto de vista filosófico político, o incluso metapolítico, esta “lógica” revestía particular importancia. Se trata de una lógica del movimiento (esto es, de la ciencia como una actividad social), frente a una lógica de la presencia, que es como podríamos llamar a la lógica del viejo Organon, donde se trata del conocimiento como el logro óptimo de una sociedad que ya es estable y, a través de la lógica, contempla su verdad, que es estática. Hasta Bacon el saber del movimiento abarcaba sólo la física; desde él abarcará también la sociedad, en tanto ésta es constituida desde la orientación metapolítica de la física. Se presenta el movimiento generado por la ciencia frente al reconocimiento de una estabilidad cuya quietud generaba entre los antiguos un conocimiento más bien descriptivo y, por lo mismo, estático.


Como ya se ha subrayado, desde el punto de vista de la historia de las ideas la propuesta de la Instauratio Magna –y, por ende, la constitución política de la isla- no eran en realidad en líneas generales nada original que Bacon hubiera diseñado; la Instauratio Magna recogía varios tópicos sobre el desarrollo del conocimiento orientado al uso social que ya estaban en curso a inicios del siglo XVII entre los científicos que le eran contemporáneos y se trataba, así, de una tendencia que en el Bacon de la Atlantis Nova iba a tener su mejor exposición retórica. La peculiar importancia de Bacon para tiempo posterior radicó en haber encontrado un lenguaje que democratizara la concepción nueva de la ciencia y la hiciera a la vez menos misteriosa y menos amenazante para quienes le opusieran resistencia; es esto lo que le valdría en los siglos XVIII y XIX a Bacon la fama de fundador de la ciencia experimental, aunque poco supiera en realidad de ella; tanto esto, como el trasfondo metafísico político de la modernidad que hay detrás, lo hicieron popular entre los cientificistas, los positivistas y filósofos mercantiles y liberales del siglo XIX, que lo pusieron como ícono de su ideología, que era algo así como el pensamiento único de su tiempo. El pensamiento de lo que no parece conveniente cuestionar. Se hace necesario revisar algunos de los presupuestos que Bacon logró popularizar y de los que su Atlantis Nova hizo de cuerpo retórico.

Como ya sabemos, la constitución de la isla perdida del Mar del Sur seguía el sentido de la práctica científica y social que venían siendo comunes ya desde mediados del siglo XVI. El mejor ejemplo de esto es el De Revolutionibus Orbium Coelestium de Copérnico (1551), en cuyo honor se ha llamado al surgimiento de esta tendencia histórica “revolución copernicana”: el De revolutionibus propuso una transformación del cosmos observacional por una fórmula que lo hacía más apropiado para los cálculos prácticos del uso terrestre del tiempo. Es necesario subrayar que los cálculos de la medida del tiempo fueron más determinantes como criterio de verdad para el saber de la modernidad temprana que las firmes convicciones frente a las que se opuso. No importó mucho sacrificar el sentido común de una sociedad metafísicamente estable si eso podía ser tomado como un factor favorable al mejor funcionamiento de los relojes; el interés social de la verdad fue más importante que el problema relativo a la verdad-verdadera de la hipótesis de Copérnico, que muy difícilmente estaba en su tiempo en condiciones de ser probada, como ha observado ya hace tiempo el historiador de la ciencia Thomas Kuhn en su The Copernican Revolution (1957). Debe recordarse que Copérnico era sacerdote, pagado por el Papa para la elaboración de la obra sobre la base de la cual regiría en lo sucesivo el calendario que hasta el día de hoy da las fechas al mundo occidental; la Iglesia no tuvo mayor problema con el libro del sacerdote polaco sino hasta cuando serios desórdenes sociales se vincularon con los cambios relativos a la cosmología y la física que se desprendían de su obra. Sólo largo tiempo después se puso en marcha algo parecido al espíritu de venganza de los metafísicos en la Iglesia y se puso en prisión a los científicos o se proscribió sus libros para la lectura de los católicos devotos. Aunque no puede decirse que la ciencia de la modernidad temprana fuese irónica en el sentido arriba señalado, sí es razonable acotar que no se hallaba vinculada aún a nada que fuese merecedor de ser calificado como metafísica del resentimiento y la venganza. Anecdóticamente, hay que citar que Bacon tuvo un concepto bastante desfavorable de la obra del buen padre Copérnico.


Un motivo, quizás el más común, tomado de la práctica corriente de los científicos naturales de fines del siglo XVI e inicios del XVII, es el rechazo de lo que hasta entonces se consideraba un razonamiento científico o, lo que resultaba entonces su sinónimo, la filosofía escolástica (tanto metafísica como física). La escolástica circunscribía la ciencia al ámbito de la lógica; la filosofía escolástica y su vieja lógica –y lo que en ella venía en términos políticos e institucionales- tenía además control del ámbito universitario, no sólo en los países católicos, sino también en la Europa luterana y calvinista; era, por tanto, un enemigo muy digno, y lo sería al menos hasta la gran revolución, que acabó definitivamente con el poder político del mundo al que las universidades promodernas pertenecían. Bacon rechazaba la antigua lógica por considerarla inútil para el nuevo conocimiento, que exigía como condición del saber su transformación en productos. Éste era uno de los motivos básicos de la nueva ciencia, rechazar la filosofía vigente y la ciencia natural dependiente de ella, esto es, tanto la escolástica como el razonamiento silogístico del Organon, con el cual tristemente se la había identificado. Pero había también otros motivos que se harían populares en la práctica aceptada de los siglos XVII y XVIII; uno de ellos era la necesidad de incorporar en la ciencia la observación y la experimentación controlada, frente al peso que por razones históricas la ciencia medieval y los centros de transmisión de la enseñanza concedían en el saber a la lógica y la interpretación de libros que, debe decirse, contemplaban el saber desde el largo plazo, a diferencia de la concepción experimental de la ciencia, que la veía desde el corto. Bacon es famoso en el anecdotario filosófico por lo poco que se acercó a este ideal de trabajo científico, que tan poco capaz fue de practicar. Murió de neumonía o bronquitis, algo común en su tiempo; pero como héroe de la ciencia experimental tuvo una muerte más bien patética: uno de sus experimentos consistía en aprovechar la abundante nieve del insano invierno para rellenar un pollo y hacer observaciones sobre la conservación de la carne en el hielo. Comparado el motivo de su muerte con los trabajos de Johannes Kepler o Galileo no queda duda de que Lord Canciller, respecto de la práctica experimental, como notó Harvey, estaba más cerca de la política que de la ciencia. Joseph de Maistre, en particular en el capítulo final del primer tomo de su Philosophie de Bacon (1836) no deja una sola risotada sin aprovechar respecto del anecdotario científico baconiano.

Otro motivo común de la práctica científica que Bacon recogió y puede reconocerse en su Atlantis Nova se halla vinculado con el anterior: se trata de la necesidad de incorporar la práctica científica en un modelo democrático del saber. La ciencia del mundo de los sabios era necesariamente elitista; mientras la ciencia dependiera de las instituciones universitarias y de los sabios titulados por ellas era más probable que se prolongara la concepción anterior del conocimiento en detrimento de la que de facto usaban los investigadores exitosos de su tiempo: el saber debía ser puesto fuera de la ambición elitista de estas mismas instituciones, que requerían un conocimiento exhaustivo del pasado (ese largo plazo de la humanidad) del que ahora podía prescindirse pues (como se ha visto) servía al objetivo metafísico de la estabilidad, y no del movimiento. Se puede hablar, utilizando sin sobrepujar una expresión que en otro contexto utilizó el historiador político Reinhart Koselleck, de un proyecto de democratización del conocimiento. Bacon, tanto como otros de su tiempo, deseaba sustraer el conocimiento de la academia para emanciparlo de su deuda con el pasado, lo cual implicaba por contraste su –literal- expulsión a la calle. Es especialmente extraño encontrar en la descripción de la Casa de Salomón de Atlantis Nova a sabios recogiendo libros y cultivando ciencias que hoy denominaríamos “humanidades”; también que se elogie allí el uso del latín universitario como medio de comunicación, pero no hay que dejarse engañar por eso. Es probable que un lector del siglo XXI tenga mayor claridad de distinción conceptual para interpretar épocas pasadas, en la justa medida en que no se halla inmerso en ellas. En cualquier caso, los padres de la Casa de Salomón difundían sus descubrimientos y los entregaban al uso social, algo que es difícil concebir en los catedráticos medievales.





A lo anterior el programa de la Instauratio Magna y el Novum Organum sumaba una idea que sería aceptada pronto como pertinente: el saber moderno no remataba en la mente del sabio, cuerpo de élite de una sociedad cuyas funciones podían ser ajenas al saber; su nueva cara democrática iba de la mano con el movimiento histórico social y, por lo mismo, con el carácter inacabado del conocimiento. Como ha notado Martin Heidegger en su famoso ensayo La época de la imagen del mundo (1938), no se podía tolerar más el mantenimiento social de sabios privilegiados cuya muerte echaba a perder la empresa del conocimiento y forzaba a comenzarla de nuevo. Debía en su lugar, como observó también Heidegger, organizarse empresarialmente, es decir, en función de resultados más permanentes que sus creadores. La ciencia de Atlantis Nova se realiza como una actividad corporativa, en sociedades de discutidores, como la Casa de Salomón misma lo era. El saber debía instalarse en la imaginación y el esfuerzo mancomunado de muchos hombres con ataduras llevadas más por el interés (tanto social como personal, incluso económico) que por la tradición o las instituciones que la perpetúan en el tiempo. Hay un valor ético en la ciencia que se halla en su índice de productividad, por decirlo de alguna manera. René Descartes, quien sin duda fue lector de las obras de Bacon, y muy en especial del Novum Organum y la Atlantis Nova, dedicó el capítulo final –y el más extenso- de su Discours de la Méthode (1637), el más célebre de sus libros, a subrayar este carácter corporativo de la empresa científica. Mientras la ciencia antigua que hacía sabios a los hombres era un logro personal y se iba con el sabio mismo a la tumba a la hora de la muerte, aquí se trataba de un trabajo de cooperación que unas generaciones podían (y debían) continuar con la contribución indispensable de sus sucesores. Es el largo plazo de la humanidad.

Sin que pueda documentarse la influencia de Bacon mismo en esto, pronto las grandes monarquías europeas del siglo XVII dedicaron un presupuesto a becar a los investigadores eficientes y reconocidos, así como a la promoción de sociedades científicas análogas a la Casa de Salomón para estimular la interacción entre los científicos y el intercambio de experiencias y trabajos. Al principio el sistema no debía ser muy eficaz. Un ejemplo de ello es que Descartes, quizá uno de los pedigüeños más notables en esta atmósfera becaria, murió sin lograr cobrar la pensión que le correspondía como genuino científico que era, y que el Rey de Francia le había otorgado luego de años de infructuoso trámite.

Es notorio que la democratización del saber, que en apariencia iba de la mano con una desarticulación del ideal del sabio promovido por las instituciones universitarias, generaba un problema filosóficamente muy grave. Si no era a través de la lectura y la formación como se alcanzaba la educación elitista y ociosa que los antiguos valoraban, ¿cómo sería posible entonces conocer? El hombre de la calle, en medio de la multitud, es un free lance que aparentemente tiene todo el peso del saber sobre sus hombros. Es un tópico conocido que en la Edad Media tardía, luego de la aparición de las obras de Aristóteles perdidas de la Antigüedad, en especial el De Anima, así como los comentarios árabes y judíos sobre esa obra, dieron lugar a grandes disputas sobre el contacto del hombre con la esencia de las cosas. Sea cual fuere el derrotero de las discusiones, era claro que si de algo no había cuestionamiento era del carácter espontáneo del vínculo entre el hombre y la realidad, que se enriquecía y alcanzaba su lugar como una extensión y perfección del saber socialmente acumulado. Pero es notorio que los físicos de los siglos XVI y XVII tenían una concepción altamente distinta de ese carácter presuntamente espontáneo.

Desde mediados del siglo XVI, y como consecuencia colateral de la Reforma protestante, circularon libros que pusieron en cuestión la racionalidad humana; los escolásticos, desde San Alberto y Santo Tomás, impusieron una versión del discurso cristiano que enfatizaba la autonomía de la razón humana respecto de la religión y acentuaron así la confianza que podía depositarse en ella; en esto se hallaron en conflicto contra la tradición europea predominante los mil años anteriores, que guardaba ante ella bastante desconfianza. Aristóteles y sus seguidores posteriores, por otra parte, tendían a entender la razón como una función biológica dentro de un orden natural. Así se halla, fuera de sutilezas, descrita por el De Anima, texto que llegó tardíamente al mundo occidental dando lugar, precisamente, a filosofías como la de Santo Tomás. Pero la Reforma protestante fue, en gran medida, una revuelta contra lo que los monjes europeos de la Edad Media tardía tomaron por exceso de racionalismo, un exceso en el que vieron la obra de Satanás en la Iglesia.

En un contexto satánico aparecieron de pronto –traídos por los griegos que huían del avance de los turcos otomanos en el Imperio Bizantino- unos extraños acompañantes del mundo moderno: el escepticismo y el pirronismo antiguos. En una atmósfera de cuestionamiento y dudas contra el racionalismo aristotélico tuvo una acogida muy grande la obra de Sextus Empiricus, una suerte de enciclopedista de la época media del Imperio Romano y dos de cuyas obras, Adversus Mathematicus y, más aún, sus Hypotiposis pirrónicas, que sobrevivieron a los bárbaros, tuvieron gran éxito en este siglo XVI irritado contra la razón. La última obra fue reimpresa durante la juventud de Bacon, y dio lugar a polémicas que se prolongaron durante toda la existencia en la Tierra de Lord Canciller. Hizo posible un escepticismo fideísta que fue popular entre los católicos, como en Michel de Montaigne o Francisco Sánchez, cuyas obras corresponden más o menos con la cronología de Bacon. El escepticismo, que cobró un aura antisatánica, se encontró pronto como socio insospechado de la nueva ciencia, al separar la capacidad de saber del entorno naturalista y biológico que había dado lugar a la concepción que los antiguos y los medievales había heredado de Aristóteles sobre la ciencia. Como ya puede imaginar el lector, la psicología aristotélica del De Anima no era compatible con la deseada imaginación de personajes como Copérnico y Galileo. La razón humana, en tanto capacidad de conocimiento del mundo, se vio libre muy pronto de sus ataduras naturales: se hicieron repentinamente cuestionables el lenguaje humano, el entorno social, la autoridad de los libros o los estados de ánimo personales, antes compañeros inseparables de toda concepción de la racionalidad y el saber. Bacon tipificó en el Novum Organum estas críticas de origen escéptico con lo que la historiografía conoce como “la teoría de los ídolos”.

De pronto, creer en la autoridad de los libros escritos por sabios, las pautas normativas del lenguaje que todos hablamos, el sentido común que guía la conducta sensata en una comunidad humana o las intuiciones del dúctil ingenio personal, pasaron de presupuestos necesarios para hacer posible el saber a ser los ídolos de una religión extraña y caduca. Había que reformarla, pues, con una nueva constitución metafísica, con una gran fundación, algo así como la Instauratio Magna de Bacon.

Si quería hacerse ciencia desde la calle y no desde la universidad, se requería de una concepción del conocimiento humano que superara y reemplazara la que los escépticos habían dejado infundada. Éste es el origen de una idea cara a la modernidad temprana; se trata del concepto de método que, como se ha examinado en estudios recientes de historia de la ciencia, debe más a la descripción de la práctica de los nuevos científicos que a la imaginación venturosa de los filósofos. Uno de los motivos básicos de Bacon es esta idea de método, de la ciencia como un saber metódico. Aunque el uso social actual del término es muy difundido, y resulta por ello casi parte del panorama natural del saber en general, se hallaba revestido en el siglo XVII de unos compromisos metafísicos que ahora se pasa muy frecuentemente por alto, en gran medida porque son parte de los presupuestos metafísicos del mundo moderno, que han resultado más exitosos en el largo plazo. La dimensión metafísica del problema del método (que como ya nota el lector, es el verdadero dios que reemplaza los ídolos premodernos) fue destacada por ejemplo, por Descartes. A Descartes le llamaba la atención la actitud de los investigadores científicos que seguían los resultados en su labor sin preocuparse demasiado por su verdad; en tono extremadamente crítico, escribió sobre Galileo (al que sin duda la posteridad debe como científico bastante más que a él) que trabajaba “sin fundamento”, para expresar que no había visto la parte metafísica del tema; algo bastante injusto, si uno lee con paciencia (como seguramente Descartes no hizo) la defensa que hace Galileo de sus trabajos de ciencia experimental en Dialoghi supra due sistemi.

Una de las exigencias más recordadas del Novum Organum y que mayor presencia tiene en la Atlantis Nova es la idea del método. Esto es, de entender el conocimiento no como una relación espontánea entre el hombre y la realidad, sino como un vínculo artificial; mientras la mente o el intelecto de los medievales tardíos es una función humana no muy desemejante a la digestión, frente a la cual la idea de artificiosidad es simplemente un sinsentido. Bacon la imagina como un procedimiento diseñado de manera voluntaria y con un fin puesto, en este caso, por el investigador, que desea algo de antemano; se trata de un detalle en que las obras de Bacon en general insisten mucho pero que se halla sobradamente visible en la Atlantis Nova, sin que en cambio se use allí el término.

Como otros motivos que se hallan en la atmósfera de la nueva ciencia, no fue Lord Canciller el inventor de la idea de que el trabajo del saber requiere de un método no natural, aunque no debe desestimarse en cambio su rol como difusor de esa propuesta, bastante difícil de aceptar conceptualmente en un mundo virtualmente sepultado en una tradición tan radicalmente distinta. Aparentemente la palabra “método” fue utilizada por vez primera en el sentido aquí anotado por Acontius, en 1551, y no era desconocida mientras Bacon redactaba sus trabajos de ciencia. “Método” implica la idea de procedimiento, tomado del aspecto marcadamente operativo de la ciencia nueva, lo que va a su vez va acompañado de un cierto horizonte normativo que lo hace traducible en un conjunto de reglas. Las reglas se estipulan, luego, son artificiales; son resultado de una maniobra, de un truco, una treta ideada para ciertos resultados que, para la mentalidad premoderna, se consideraría actos de violencia.

Es muy famosa la mención que hace Bacon en el Novum Organum de que la naturaleza que se expresa por reglas ha sido “torturada” para hablar, esto es, se le hace violencia con reglas que no le son propias. La versión más famosa de la traducción del método en reglas artificiales se debe a Descartes, cuya prosa la hizo popular en su Discours de la Méthode, escrito una década después de la muerte de Lord Canciller y que lleva su impronta. Expresar el método en términos de reglas y que se conoce reglas artificiales para aplicar a la naturaleza antes que otra cosa (su “esencia” natural, por ejemplo) es un patrimonio que históricamente es legítimo subrayar su origen en Bacon. Descartes tuvo la astucia de entrever la naturaleza metafísico política de esta idea del conocimiento y asoció hábilmente en el Discours la idea de “regla” con una norma estipulada por un legislador constitucional o el fundador de un orden civil. Descartes interpretó que entender la ciencia en términos de reglas es análogo a entenderla como una constitución escrita, lo que conlleva, por tanto, una concepción política del saber. En este contexto, cuando la regla es parte de un proyecto metafísico político (o metapolítico), de lo que requiere no es ya de un investigador, sino de un fundador. Atlantis Nova tuvo por tal a uno: Salomona. Tanto el carácter artificial del método como la violencia metafísica que se ejerce con la naturaleza para extraer de ella conocimiento hacen que uno se pregunte si no hay algo del cafetismo de Rorty y el nihilismo involucrado en todo esto.

 


La difusión del saber y su posesión social, el carácter empresarial de la obra del saber, la democratización de la ciencia, el carácter artificial de la razón y el rechazo de toda espontaneidad con el entorno social o natural como criterio de verdad darían lugar un siglo después de la muerte de Lord Canciller a la ideología de la Ilustración, esto es, a la idea de que el saber de los sabios debía ser realojado en la publicidad, la circulación masiva de la información y la habilitación de la opinión de todos. Bacon pensó que la propuesta que él se había hecho en el Novum Organum de lo que es un método (como repetiría después Descartes) podría hacer a cualquier persona (no sabia) participar de la obra de la ciencia; se trata de una de las más desafortunadas y falsas ocurrencias de Lord Canciller, aunque no se lo puede responsabilizar de sus consecuencias sociales. Esta idea de que todos pueden participar de la ciencia fue hecha realidad socialmente hablando tiempo después, como ha señalado Reinhart Koselleck, gracias al abaratamiento de la imprenta, que hizo posible que la república de las letras acogiese al primero capaz de pagarse un pasquín o una hoja suelta, o la cogiera distraídamente en una fonda o un café de ironistas del siglo XVIII. Koselleck, con cierto espíritu apocalíptico, ha visto en esto la patogénesis del mundo burgués, esto es, un mundo donde aparentemente todos somos sabios aunque, como es obvio, hay razones para creer que la idea misma es absurda. En cualquier caso, la publicidad ilustrada, por extraño que resulte, no fue aparejada de una actitud ironista y simpática, como Bacon debió haber imaginado, sino de una metafísica, nihilista y vengativa, a cuya disposición quedó luego el orden social, regido ahora por el público, esto es, por todos los sabios no universitarios ni titulados. Una filosofía de la ciencia, que es también una filosofía política, pasa de la ironía simpática a la estridencia furiosa de la metafísica, una metafísica reformada que ahora pretende ser además la razón que se instala en el mundo.

El odio y la intransigencia que irían de la mano con la idea de verdad y de ciencia moderna devino en 1793, tan poco después de Bacon, en la realidad cumplida de la Instauratio Magna y la Atlantis Nova, pasada ahora de utopía a pesadilla. Éste terminó siendo el costo de hacer que el conocimiento se orientara al movimiento social en lugar de hacerlo a la conservación del orden preexistente. Los reyes de Europa pagarían con sus tronos (si no con sus cabezas) haber adoptado las ideas ilustradas, que tomaron como sinónimas de la nueva ciencia de la que Bacon era tomado como heraldo por haber criticado antes los ídolos de la antigua constitución metafísica del saber, que ahora se podía guillotinar, en parte gracias a los progresos de la técnica para ejecutar personas. Parafraseando a Kant, se le había restado un lugar al conocimiento para hacerle en cambio un lugar a la fe: la fe metafísica en que el público tiene los derechos que antes se reservaba socialmente a los sabios. Pero de esto último Bacon no fue responsable. Siendo el autor un ironista, debió haber pensado en la constitución política de una sociedad estable y pacífica de la que Salomona, esto es, él mismo, era feliz legislador metafísico.

martes, 11 de agosto de 2015

Francis Bacon y la política del milagro Prioridad de la profecía sobre la ironía / II- A Salomona: metapolítico de la ciencia

  




Francis Bacon y la política del milagro
Prioridad de la profecía sobre la ironía



II- A Salomona: metapolítico de la ciencia


Víctor Samuel Rivera
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía


Curiosamente, Bacon, quien durante los siglos XVIII y XIX fue tomado como padre de la filosofía moderna, sino al menos como padre de la ciencia experimental, parece haber sido en vida y obra un ironista consumado, en medio de cuyas sutilezas haría lugar para pensar un tipo de sociedad que es, aunque libre de los elementos violentos y desagradables de la metafísica, la misma que Rorty deseaba llevaran a la práctica los liberales de izquierda unos 500 años después. La ironía de Bacon es clave para entender su pensamiento, y esto nos conduce a una de sus obras más significativas en el presente, la Atlantis Nova, que es el texto donde la hallaremos asociada a la profecía. Atlantis Nova (La Nueva Atlántida) es una de las utopías más recordadas y conocidas de la modernidad temprana, impresa póstumamente en 1627. Lord Canciller redactó este texto poco antes de su muerte, en 1626, y corrió la edición a cargo de William Rawley, su secretario. Bacon era consciente de que sus obras sobre ciencia natural publicadas antes de esa fecha podían resultar al lector del futuro algo enjundiosas, como ya lo habían sido para los lectores del presente, así que resolvió crear un texto que resumiera lo que Bacon mismo encontraba como lo más relevante de su programa: estimular la idea general de la ciencia como una necesidad social. Aquí hay una sutileza que podría dejarse para luego, pero que debe subrayarse. El conocimiento entre los antiguos cumplía también una función social, sólo que ésta muy diversa de la que Bacon quería defender. Ambas se hallaban ligadas, de una u otra forma, a una concepción política del saber; cambiar, reemplazar, revolucionar el estatuto social de la ciencia implicaba una transformación política o, mejor, una nueva metafísica de la política, algo que Joseph de Maistre denominó metapolítica. En cualquier caso, la ciencia antigua o premoderna era teleológica, esto es, ligada a los fines propios de la comunidad política, que era también el lugar propio del hombre; en la ciencia la comunidad política realizaba la plenitud de sí misma. Hoy es difícil representarse esta manera de entender el conocimiento, aunque es muy probable que Bacon y sus contemporáneos lo hubieran entendido mejor, ya que fueron educados en ella; esto en gran medida da algún mérito a sus críticas y mayor originalidad a sus propuestas. Atlantis Nova, como texto utópico, era una manera de hacerse una idea de la clase de sociedad que sería posible realizar si la concepción teleológica de los antiguos fuese reemplazada por otra, la moderna.

Para los pensadores premodernos en general, y no sólo para los antiguos, conocer completaba, llenaba y culminaba el conjunto de los presupuestos que de hecho le dan sentido a la existencia de una comunidad política. Era como la cultura superior, las excelencias de los ritos religiosos, la poesía, las artes visuales, musicales y escénicas, sólo que se diferenciaba de todo eso por su naturaleza de logro personal; la ciencia era una virtud propia de un personaje social, el sabio, cuya función era alcanzar un objetivo de la existencia humana que se hallaba socialmente reservada para él. El conocimiento era el despliegue y la plenitud de una persona, cuyo vínculo con la sociedad se hallaba en que ésta debía crear las condiciones materiales que hicieran posible la subsistencia del sabio que, para dedicarse a la ciencia, debía ser ociosa productivamente hablando. En este contexto, una comunidad política sin conocimiento (esto es, sin sabios) debía considerarse una sociedad incompleta, del mismo modo en que un minusválido no es plenamente una persona; es una persona, pero no plena en sus facultades. La ausencia de conocimiento (esto es, de los sabios) en una sociedad que en otros rubros podría ser exitosa sería como una mala babosería reinando sobre un hombre fuerte, joven y bello. Era mejor la sensatez y la orientación del sabio marginal en una sociedad que fuera imperfecta en otros factores, como ser menos extensa territorialmente o tener menos riqueza acumulada, y no había razón teórica ni lógica para suponer que una sociedad pudiera ser muy exitosa en otros aspectos sin la presencia de sabios, o hallarse ante la presencia de ellos en una sociedad en otros aspectos disminuida o modesta. Bacon vio claramente, no que el conocimiento de su época hubiera aumentado o mejorado respecto del pasado, sino que era de una naturaleza enteramente diversa de lo que se ha descrito. Bacon creyó que la nueva ciencia encerraba un elemento móvil que no sólo cambiaba, sino que invertía la función social que los antiguos le habían asignado a la ciencia y a sus cultivadores.



Bacon quería explicar en Atlantis Nova que la analogía que se acaba de hacer para explicar la función que los antiguos asignaban al conocimiento no ilustraba lo que los científicos contemporáneos a él intentaban lograr, y que en cierta medida ya estaban logrando. Pero se adelantó hasta el diseño del teléfono, los submarinos, los aviones y los motores para producir energía; interpretó todo eso políticamente; pensó que se trataba de las consecuencias de un cierto orden social que podía ser instituido. Aunque pensaba en las posibilidades sociales y políticas de una realidad histórica que ya existía, es notorio que otros utopistas de su tiempo no fueron capaces de proyectarse al futuro de la misma manera sorprendente. Se trata de un curioso saber intuitivo, puesto que referido en el futuro a realidades (como los aviones, etc.), tomado con seguridad de la atmósfera de éxito sin precedentes que los modernos iban difundiendo insensiblemente con sus logros sobre el prestigio de los antiguos, aunque sea inexplicable no tanto que Bacon haya imaginado ciertos logros tecnológicos fruto de la nueva ciencia, sino que sea él quien lo haya hecho y no ningún otro utopista con una visión metafísico política del futuro.

La de Bacon era la época de Nicolás Copérnico, Johannes Kepler, William Harvey, Descartes y Galileo Galilei. Bacon no estaba realmente muy enterado de la ciencia que le era contemporánea, y ni siquiera de los éxitos notorios que la antigua había logrado; no conocía los estudios de la palanca de Arquímedes, pero tampoco los avances en matemáticas que se operaban desde fines del siglo XVI, que eran notables y esenciales en los cambios que iba teniendo la práctica científica; ignoraba o despreciaba el trabajo de Galileo y Copérnico, la teoría del magnetismo, etc., que fueron determinantes en la revolución científica de su tiempo. Aunque estos logros debían mucho a las matemáticas avanzadas y a su integración en la formulación de teorías, a pesar de algunas apelaciones en contrario, Bacon nunca hizo nada parecido a comunicar el cálculo matemático con la descripción de hechos observables en un laboratorio. Supo muy poco de matemáticas como para pensar ese tipo de sutilezas. William Harvey, ese compatriota suyo que descubrió la circulación sanguínea, no en vano dijo una vez que Bacon escribía de física como se esperaba lo hiciera un Lord Canciller; Bacon era –y esto es más importante de lo que se puede pensar-, antes que un hombre de ciencia, un pensador político de la ciencia. 
 
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