Francis Bacon y la política del milagro
Prioridad de la profecía sobre la ironía
Víctor Samuel Rivera
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
II- B. Salomona: metapolítico de la ciencia
Lord Canciller, como político, comprendió una idea que acompañaba al
proceso social de todo aquello que no conocía: el saber no era para la nueva
ciencia tanto la fuente de sentido de una sociedad humana como la causa del
éxito de los otros factores de ésta, como el aumento de la población, el
desarrollo del comercio, el mejoramiento de las condiciones de vida, la
aceleración de las comunicaciones, etc., así como lo que Bacon creía se seguía
de todo eso: el orden y la estabilidad del régimen político, fundado en la
riqueza material que la nueva ciencia parecía proveer, en particular si uno no
conocía las virtudes de la antigua, como era el caso de Lord Canciller. El
conocimiento seguía siendo la razón de ser de la sociedad, pero a través de la
obra de los científicos había adquirido el (presunto) rol de condición
necesaria para su estabilidad, algo que hay que insistir que Bacon identificó
–como hacen los anglosajones hasta el presente- con su prosperidad material.
Esta idea, por ser decisiva en los cambios revolucionarios en la ciencia del
siglo XVII, y porque hizo de ellos una transformación radical y no un simple
apogeo del saber, debía librarse de las engorrosas elucubraciones de los libros
(pseudo) científicos que el mismo Bacon había venido escribiendo desde la
primera década de 1600.
La Atlantis Nova, desde las
primeras páginas, describe una sociedad civil interesada en el aumento y
conservación del conocimiento. Un mundo político en una perdida isla del Mar
del Sur, una islilla apartada que en mucho hace recordar a Inglaterra, que –como
todo el mundo sabe- es también una isla. Las islas tienen formas de
constitución muy peculiares y es un tema que cuesta dejar aparte lo relevante
que esto resulta en la interpretación del libro, para lo cual –dado que se ha
de dejar el tema aquí- se remite al lector a Tierra y mar (1942), de Carl Schmitt. En cualquier caso, la
comunidad civil de la isla tiene una constitución, esto es, una forma política
muy diversa de la de las comunidades políticas pensadas a la manera premoderna.
No se trata de una corporación política metafísica, en el sentido de Nietzsche
y Rorty, esto es, estática (como son también,
sea dicho de pasada, las sociedades que tienen una concepción teleológica del
conocimiento) sino que sigue una dinámica interna de acumulación y
descubrimiento socialmente organizada. Es una comunidad política cuya
constitución se mueve. El
descubrimiento y la experimentación, esto es, la búsqueda de lo nuevo, no se
separan, y se hallan establecidos como forma política; en este sentido, la
islilla se halla sujeta a una institución denominada Casa de Salomón. La Casa
de Salomón era una corporación regida por “padres” sabios, cuyo trabajo
consistía en emplear toda clase de artefactos para hacer lo que en el lenguaje
más bien renacentista de Lord Canciller se denomina “experiencias”. Los padres de
la Casa de Salomón, lejos del sabio premoderno, platónico o aristotélico, tenían
por función hacer del conocimiento un patrimonio social; esto se prueba porque
compartían una dosis importante de los logros de sus investigaciones con los
agentes de la industria y el comercio, a cuyo interés se dirigen en última
instancia. Quizá sea interesante agregar aquí que la Casa de Salomón, en la
genealogía de la isla, tiene un origen inveterado, anterior al Cristianismo y a
las religiones del libro (sagrado). Pero que no se haga el reproche de haber
ido demasiado rápido.
Unos viajeros, de toda apariencia ingleses, parten del Callao y se
extravían por interminables meses en el Mar del Sur, esto es, en el Océano
Pacífico. Se encuentran por accidente en esta isla autónoma, invisible a los
otros pueblos, cuya labor principal, a cargo de los padres salomónicos, es
acrecentar el conocimiento útil al bienestar y el mejoramiento de las condiciones
de la vida humana. Pero es fácil reconocer que la isla sigue un programa de revolución
en la naturaleza del conocimiento que Bacon había señalado ya en obras
anteriores y sus lectores debían reconocer. Se trata de un proyecto dejado
incompleto que Lord Canciller tituló Instauratio
Magna y del cual se conservan redactadas sólo sus dos primeras partes, De Dignitate et Augmentis Scientiarum (1623)
y el Novum Organum (1620). Es
evidente que la isla se regía por el programa general trazado en ambos libros
y, en un sentido muy razonable, ambos esbozan las líneas generales de su
constitución. Es entretenido saber de Salomona, que es el fundador y legislador
de Atlantis Nova y creador de la Casa
de Salomón. Sin duda, Salomona es una imagen de Bacon mismo como fundador
político de un mundo regido por la ciencia moderna.
De Dignitate et Augmentis Scientiarum y el Novum Organum equivalen a
la constitución de un mundo político cuya finalidad es la promoción social del
saber. Debe recordarse aquí que el último tuvo la pretensión de ser la “nueva
lógica”, esto es, el reemplazo del antiguo Organon
de lógica de Aristóteles y que, desde la Antigüedad, había asociado el saber
científico con la demostración argumentativa de lo ya-sabido. Como la ciencia antigua era un saber contemplativo y la
nueva uno orientado al uso social, es fácil imaginar la motivación de crear
algo tan extraño como una “lógica nueva”. Desde el punto de vista filosófico
político, o incluso metapolítico, esta “lógica” revestía particular importancia.
Se trata de una lógica del movimiento (esto
es, de la ciencia como una actividad social), frente a una lógica de la presencia, que es como podríamos llamar
a la lógica del viejo Organon, donde
se trata del conocimiento como el logro óptimo de una sociedad que ya es estable
y, a través de la lógica, contempla su verdad, que es estática. Hasta Bacon el saber del movimiento abarcaba sólo la
física; desde él abarcará también la sociedad, en tanto ésta es constituida
desde la orientación metapolítica de la física. Se presenta el movimiento generado por la ciencia
frente al reconocimiento de una
estabilidad cuya quietud generaba entre los antiguos un conocimiento más bien descriptivo
y, por lo mismo, estático.
Como ya sabemos, la constitución de la isla perdida del Mar del Sur seguía
el sentido de la práctica científica y social que venían siendo comunes ya desde
mediados del siglo XVI. El mejor ejemplo de esto es el De Revolutionibus Orbium Coelestium de Copérnico (1551), en cuyo
honor se ha llamado al surgimiento de esta tendencia histórica “revolución
copernicana”: el De revolutionibus propuso
una transformación del cosmos observacional por una fórmula que lo hacía más
apropiado para los cálculos prácticos del uso terrestre del tiempo. Es
necesario subrayar que los cálculos de la medida del tiempo fueron más
determinantes como criterio de verdad para el saber de la modernidad temprana que
las firmes convicciones frente a las que se opuso. No importó mucho sacrificar
el sentido común de una sociedad metafísicamente estable si eso podía ser
tomado como un factor favorable al mejor funcionamiento de los relojes; el
interés social de la verdad fue más importante que el problema relativo a la
verdad-verdadera de la hipótesis de Copérnico, que muy difícilmente estaba en
su tiempo en condiciones de ser probada, como ha observado ya hace tiempo el
historiador de la ciencia Thomas Kuhn en su The
Copernican Revolution (1957). Debe recordarse que Copérnico era sacerdote,
pagado por el Papa para la elaboración de la obra sobre la base de la cual
regiría en lo sucesivo el calendario que hasta el día de hoy da las fechas al
mundo occidental; la Iglesia no tuvo mayor problema con el libro del sacerdote
polaco sino hasta cuando serios desórdenes sociales se vincularon con los
cambios relativos a la cosmología y la física que se desprendían de su obra. Sólo
largo tiempo después se puso en marcha algo parecido al espíritu de venganza de
los metafísicos en la Iglesia y se puso en prisión a los científicos o se proscribió
sus libros para la lectura de los católicos devotos. Aunque no puede decirse
que la ciencia de la modernidad temprana fuese irónica en el sentido arriba
señalado, sí es razonable acotar que no se hallaba vinculada aún a nada que
fuese merecedor de ser calificado como metafísica del resentimiento y la
venganza. Anecdóticamente, hay que citar que Bacon tuvo un concepto bastante
desfavorable de la obra del buen padre Copérnico.
Otro motivo común de la práctica científica que Bacon recogió y puede
reconocerse en su Atlantis Nova se
halla vinculado con el anterior: se trata de la necesidad de incorporar la
práctica científica en un modelo democrático del saber. La ciencia del mundo de
los sabios era necesariamente elitista; mientras la ciencia dependiera de las
instituciones universitarias y de los sabios titulados por ellas era más
probable que se prolongara la concepción anterior del conocimiento en
detrimento de la que de facto usaban
los investigadores exitosos de su tiempo: el saber debía ser puesto fuera de la
ambición elitista de estas mismas instituciones, que requerían un conocimiento
exhaustivo del pasado (ese largo plazo de
la humanidad) del que ahora podía prescindirse pues (como se ha visto)
servía al objetivo metafísico de la estabilidad, y no del movimiento. Se puede
hablar, utilizando sin sobrepujar una expresión que en otro contexto utilizó el
historiador político Reinhart Koselleck, de un proyecto de democratización del conocimiento. Bacon, tanto como otros de su
tiempo, deseaba sustraer el conocimiento de la academia para emanciparlo de su
deuda con el pasado, lo cual implicaba por contraste su –literal- expulsión a
la calle. Es especialmente extraño encontrar en la descripción de la Casa de
Salomón de Atlantis Nova a sabios
recogiendo libros y cultivando ciencias que hoy denominaríamos “humanidades”;
también que se elogie allí el uso del latín universitario como medio de
comunicación, pero no hay que dejarse engañar por eso. Es probable que un
lector del siglo XXI tenga mayor claridad de distinción conceptual para interpretar
épocas pasadas, en la justa medida en que no se halla inmerso en ellas. En
cualquier caso, los padres de la Casa de Salomón difundían sus descubrimientos
y los entregaban al uso social, algo que es difícil concebir en los
catedráticos medievales.
A lo anterior el programa de la Instauratio
Magna y el Novum Organum sumaba una idea que sería aceptada pronto como
pertinente: el saber moderno no remataba en la mente del sabio, cuerpo de élite
de una sociedad cuyas funciones podían ser ajenas al saber; su nueva cara
democrática iba de la mano con el movimiento
histórico social y, por lo mismo, con el carácter inacabado del conocimiento. Como
ha notado Martin Heidegger en su famoso ensayo La época de la imagen del mundo (1938), no se podía tolerar más el
mantenimiento social de sabios privilegiados cuya muerte echaba a perder la
empresa del conocimiento y forzaba a comenzarla de nuevo. Debía en su lugar,
como observó también Heidegger, organizarse empresarialmente, es decir, en
función de resultados más permanentes que sus creadores. La ciencia de Atlantis Nova se realiza como una
actividad corporativa, en sociedades de discutidores, como la Casa de Salomón
misma lo era. El saber debía instalarse en la imaginación y el esfuerzo
mancomunado de muchos hombres con ataduras llevadas más por el interés (tanto
social como personal, incluso económico) que por la tradición o las
instituciones que la perpetúan en el tiempo. Hay un valor ético en la ciencia
que se halla en su índice de productividad, por decirlo de alguna manera. René
Descartes, quien sin duda fue lector de las obras de Bacon, y muy en especial
del Novum Organum y la Atlantis Nova, dedicó el capítulo final
–y el más extenso- de su Discours de la
Méthode (1637), el más célebre de sus libros, a subrayar este carácter
corporativo de la empresa científica. Mientras la ciencia antigua que hacía
sabios a los hombres era un logro personal y se iba con el sabio mismo a la
tumba a la hora de la muerte, aquí se trataba de un trabajo de cooperación que
unas generaciones podían (y debían) continuar con la contribución indispensable
de sus sucesores. Es el largo plazo de la
humanidad.
Sin que pueda documentarse la influencia de Bacon mismo en esto, pronto las
grandes monarquías europeas del siglo XVII dedicaron un presupuesto a becar a
los investigadores eficientes y reconocidos, así como a la promoción de
sociedades científicas análogas a la Casa de Salomón para estimular la
interacción entre los científicos y el intercambio de experiencias y trabajos.
Al principio el sistema no debía ser muy eficaz. Un ejemplo de ello es que
Descartes, quizá uno de los pedigüeños más notables en esta atmósfera becaria, murió
sin lograr cobrar la pensión que le correspondía como genuino científico que
era, y que el Rey de Francia le había otorgado luego de años de infructuoso trámite.
Es notorio que la democratización del saber, que en apariencia iba de la
mano con una desarticulación del ideal del sabio promovido por las
instituciones universitarias, generaba un problema filosóficamente muy grave.
Si no era a través de la lectura y la formación como se alcanzaba la educación
elitista y ociosa que los antiguos valoraban, ¿cómo sería posible entonces
conocer? El hombre de la calle, en medio de la multitud, es un free lance que aparentemente tiene todo
el peso del saber sobre sus hombros. Es un tópico conocido que en la Edad Media
tardía, luego de la aparición de las obras de Aristóteles perdidas de la
Antigüedad, en especial el De Anima,
así como los comentarios árabes y judíos sobre esa obra, dieron lugar a grandes
disputas sobre el contacto del hombre con la esencia de las cosas. Sea cual
fuere el derrotero de las discusiones, era claro que si de algo no había
cuestionamiento era del carácter espontáneo del vínculo entre el hombre y la
realidad, que se enriquecía y alcanzaba su lugar como una extensión y
perfección del saber socialmente acumulado. Pero es notorio que los físicos de
los siglos XVI y XVII tenían una concepción altamente distinta de ese carácter
presuntamente espontáneo.
Desde mediados del siglo XVI, y como consecuencia colateral de la Reforma
protestante, circularon libros que pusieron en cuestión la racionalidad humana;
los escolásticos, desde San Alberto y Santo Tomás, impusieron una versión del
discurso cristiano que enfatizaba la autonomía de la razón humana respecto de
la religión y acentuaron así la confianza que podía depositarse en ella; en
esto se hallaron en conflicto contra la tradición europea predominante los mil
años anteriores, que guardaba ante ella bastante desconfianza. Aristóteles y
sus seguidores posteriores, por otra parte, tendían a entender la razón como
una función biológica dentro de un orden natural. Así se halla, fuera de
sutilezas, descrita por el De Anima,
texto que llegó tardíamente al mundo occidental dando lugar, precisamente, a
filosofías como la de Santo Tomás. Pero la Reforma protestante fue, en gran
medida, una revuelta contra lo que los monjes europeos de la Edad Media tardía
tomaron por exceso de racionalismo, un exceso en el que vieron la obra de
Satanás en la Iglesia.
En un contexto satánico aparecieron de pronto –traídos por los griegos que
huían del avance de los turcos otomanos en el Imperio Bizantino- unos extraños
acompañantes del mundo moderno: el escepticismo y el pirronismo antiguos. En
una atmósfera de cuestionamiento y dudas contra el racionalismo aristotélico
tuvo una acogida muy grande la obra de Sextus Empiricus, una suerte de
enciclopedista de la época media del Imperio Romano y dos de cuyas obras, Adversus Mathematicus y, más aún, sus Hypotiposis pirrónicas, que
sobrevivieron a los bárbaros, tuvieron gran éxito en este siglo XVI irritado
contra la razón. La última obra fue reimpresa durante la juventud de Bacon, y
dio lugar a polémicas que se prolongaron durante toda la existencia en la
Tierra de Lord Canciller. Hizo posible un escepticismo fideísta que fue popular
entre los católicos, como en Michel de Montaigne o Francisco Sánchez, cuyas
obras corresponden más o menos con la cronología de Bacon. El escepticismo, que
cobró un aura antisatánica, se encontró pronto como socio insospechado de la
nueva ciencia, al separar la capacidad de saber del entorno naturalista y
biológico que había dado lugar a la concepción que los antiguos y los
medievales había heredado de Aristóteles sobre la ciencia. Como ya puede
imaginar el lector, la psicología aristotélica del De Anima no era compatible con la deseada imaginación de personajes
como Copérnico y Galileo. La razón humana, en tanto capacidad de conocimiento
del mundo, se vio libre muy pronto de sus ataduras naturales: se hicieron
repentinamente cuestionables el lenguaje humano, el entorno social, la
autoridad de los libros o los estados de ánimo personales, antes compañeros
inseparables de toda concepción de la racionalidad y el saber. Bacon tipificó
en el Novum Organum estas críticas de
origen escéptico con lo que la historiografía conoce como “la teoría de los
ídolos”.
De pronto, creer en la autoridad de los libros escritos por sabios, las
pautas normativas del lenguaje que todos hablamos, el sentido común que guía la
conducta sensata en una comunidad humana o las intuiciones del dúctil ingenio
personal, pasaron de presupuestos necesarios para hacer posible el saber a ser los
ídolos de una religión extraña y caduca. Había que reformarla, pues, con una
nueva constitución metafísica, con una gran fundación, algo así como la Instauratio Magna de Bacon.
Si quería hacerse ciencia desde la calle y no desde la universidad, se
requería de una concepción del conocimiento humano que superara y reemplazara
la que los escépticos habían dejado infundada. Éste es el origen de una idea
cara a la modernidad temprana; se trata del concepto de método que, como se ha examinado en estudios recientes de historia
de la ciencia, debe más a la descripción de la práctica de los nuevos
científicos que a la imaginación venturosa de los filósofos. Uno de los motivos
básicos de Bacon es esta idea de método, de la ciencia como un saber metódico.
Aunque el uso social actual del término es muy difundido, y resulta por ello
casi parte del panorama natural del saber en general, se hallaba revestido en
el siglo XVII de unos compromisos metafísicos que ahora se pasa muy
frecuentemente por alto, en gran medida porque son parte de los presupuestos
metafísicos del mundo moderno, que han resultado más exitosos en el largo
plazo. La dimensión metafísica del problema del método (que como ya nota el
lector, es el verdadero dios que reemplaza los ídolos premodernos) fue
destacada por ejemplo, por Descartes. A Descartes le llamaba la atención la
actitud de los investigadores científicos que seguían los resultados en su
labor sin preocuparse demasiado por su verdad; en tono extremadamente crítico,
escribió sobre Galileo (al que sin duda la posteridad debe como científico
bastante más que a él) que trabajaba “sin fundamento”, para expresar que no
había visto la parte metafísica del tema; algo bastante injusto, si uno lee con
paciencia (como seguramente Descartes no hizo) la defensa que hace Galileo de
sus trabajos de ciencia experimental en Dialoghi
supra due sistemi.
Una de las exigencias más recordadas del Novum Organum y que mayor presencia tiene en la Atlantis Nova es la idea del método.
Esto es, de entender el conocimiento no como una relación espontánea entre el
hombre y la realidad, sino como un vínculo artificial; mientras la mente o el
intelecto de los medievales tardíos es una función humana no muy desemejante a
la digestión, frente a la cual la idea de artificiosidad es simplemente un
sinsentido. Bacon la imagina como un procedimiento diseñado de manera
voluntaria y con un fin puesto, en este caso, por el investigador, que desea
algo de antemano; se trata de un detalle en que las obras de Bacon en general insisten
mucho pero que se halla sobradamente visible en la Atlantis Nova, sin que en cambio se use allí el término.
Como otros motivos que se hallan en la atmósfera de la nueva ciencia, no
fue Lord Canciller el inventor de la idea de que el trabajo del saber requiere
de un método no natural, aunque no debe desestimarse en cambio su rol como
difusor de esa propuesta, bastante difícil de aceptar conceptualmente en un
mundo virtualmente sepultado en una tradición tan radicalmente distinta.
Aparentemente la palabra “método” fue utilizada por vez primera en el sentido
aquí anotado por Acontius, en 1551, y no era desconocida mientras Bacon
redactaba sus trabajos de ciencia. “Método” implica la idea de procedimiento,
tomado del aspecto marcadamente operativo de la ciencia nueva, lo que va a su
vez va acompañado de un cierto horizonte normativo que lo hace traducible en un
conjunto de reglas. Las reglas se estipulan, luego, son artificiales; son
resultado de una maniobra, de un truco, una treta ideada para ciertos
resultados que, para la mentalidad premoderna, se consideraría actos de violencia.
Es muy famosa la mención que hace Bacon en el Novum Organum de que la naturaleza que se expresa por reglas ha
sido “torturada” para hablar, esto es, se le hace violencia con reglas que no
le son propias. La versión más famosa de la traducción del método en reglas artificiales
se debe a Descartes, cuya prosa la hizo popular en su Discours de la Méthode, escrito una década después de la muerte de
Lord Canciller y que lleva su impronta. Expresar el método en términos de
reglas y que se conoce reglas artificiales para aplicar a la naturaleza antes
que otra cosa (su “esencia” natural, por ejemplo) es un patrimonio que
históricamente es legítimo subrayar su origen en Bacon. Descartes tuvo la
astucia de entrever la naturaleza metafísico política de esta idea del
conocimiento y asoció hábilmente en el Discours
la idea de “regla” con una norma estipulada por un legislador constitucional o
el fundador de un orden civil. Descartes interpretó que entender la ciencia en
términos de reglas es análogo a entenderla como una constitución escrita, lo
que conlleva, por tanto, una concepción política del saber. En este contexto,
cuando la regla es parte de un proyecto metafísico político (o metapolítico),
de lo que requiere no es ya de un investigador, sino de un fundador. Atlantis Nova
tuvo por tal a uno: Salomona. Tanto el carácter artificial del método como la
violencia metafísica que se ejerce con la naturaleza para extraer de ella
conocimiento hacen que uno se pregunte si no hay algo del cafetismo de Rorty y
el nihilismo involucrado en todo esto.
La difusión del saber y su posesión social, el carácter empresarial de la
obra del saber, la democratización de la ciencia, el carácter artificial de la
razón y el rechazo de toda espontaneidad con el entorno social o natural como
criterio de verdad darían lugar un siglo después de la muerte de Lord Canciller
a la ideología de la Ilustración, esto es, a la idea de que el saber de los
sabios debía ser realojado en la publicidad, la circulación masiva de la
información y la habilitación de la opinión de todos. Bacon pensó que la
propuesta que él se había hecho en el Novum
Organum de lo que es un método (como repetiría después Descartes) podría
hacer a cualquier persona (no sabia) participar de la obra de la ciencia; se
trata de una de las más desafortunadas y falsas ocurrencias de Lord Canciller,
aunque no se lo puede responsabilizar de sus consecuencias sociales. Esta idea de
que todos pueden participar de la ciencia fue hecha realidad socialmente
hablando tiempo después, como ha señalado Reinhart Koselleck, gracias al
abaratamiento de la imprenta, que hizo posible que la república de las letras
acogiese al primero capaz de pagarse un pasquín o una hoja suelta, o la cogiera
distraídamente en una fonda o un café de ironistas del siglo XVIII. Koselleck,
con cierto espíritu apocalíptico, ha visto en esto la patogénesis del mundo burgués, esto es, un mundo donde
aparentemente todos somos sabios aunque, como es obvio, hay razones para creer
que la idea misma es absurda. En cualquier caso, la publicidad ilustrada, por
extraño que resulte, no fue aparejada de una actitud ironista y simpática, como
Bacon debió haber imaginado, sino de una metafísica, nihilista y vengativa, a
cuya disposición quedó luego el orden social, regido ahora por el público, esto es, por todos los
sabios no universitarios ni titulados. Una filosofía de la ciencia, que es
también una filosofía política, pasa de la ironía simpática a la estridencia
furiosa de la metafísica, una metafísica reformada que ahora pretende ser
además la razón que se instala en el mundo.
El odio y la intransigencia que irían de la mano con la idea de verdad y de
ciencia moderna devino en 1793, tan poco después de Bacon, en la realidad
cumplida de la Instauratio Magna y la
Atlantis Nova, pasada ahora de utopía
a pesadilla. Éste terminó siendo el costo de hacer que el conocimiento se
orientara al movimiento social en lugar de hacerlo a la conservación del orden
preexistente. Los reyes de Europa pagarían con sus tronos (si no con sus
cabezas) haber adoptado las ideas ilustradas, que tomaron como sinónimas de la
nueva ciencia de la que Bacon era tomado como heraldo por haber criticado antes
los ídolos de la antigua constitución metafísica del saber, que ahora se podía
guillotinar, en parte gracias a los progresos de la técnica para ejecutar
personas. Parafraseando a Kant, se le había restado un lugar al conocimiento para hacerle en cambio un
lugar a la fe: la fe metafísica en
que el público tiene los derechos que antes se reservaba socialmente a los
sabios. Pero de esto último Bacon no fue responsable. Siendo el autor un
ironista, debió haber pensado en la constitución política de una sociedad
estable y pacífica de la que Salomona, esto es, él mismo, era feliz legislador
metafísico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario