Datos personales
- Doctor en filosofía. Magíster en Historia de la Filosofía. Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía desde 1992. Crío tortugas peruanas Motelo y me enorgullezco de mi biblioteca especializada. Como filósofo y profesor de hermenéutica, me defino como cercano a lo que se llama "hermenéutica crítica y analógica". En Lima aplico la hermenéutica filosófica al estudio del pensamiento peruano y filosofía moderna. Trabajo como profesor de filosofía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos; he trabajado en Universidad Nacional Federico Villarreal desde 2005. He sido profesor en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima hasta 2014. He escrito unos sesenta textos filosóficos, de historia de los conceptos, filosofia política e historia moderna. Tengo fascinación por el pensamiento antisistema y me entusiasma la recuperación de la política desde el pensamiento filosófico. Mi blog, Anamnesis, es un esfuerzo por hacer una bitácora de filosofía política. No hago aquí periodismo, no hago tampoco análisis político de la vida cotidiana- De hecho, la vida cotidiana y sus asuntos no son nunca materia del pensamiento.
lunes, 15 de diciembre de 2014
Crónica del fracaso del 900/ Monarquistas e hispanistas (Conferencia 2013)
Aquí les presento una conferencia mía dictada en la Casa Museo Mariátegui en 2013.
Se tituló Crónica del fracaso del 900. Nacionalistas, hispanistas y monarquistas y se trataba del entorno monárquista francés del Marqués de Montealegre de Aulestia en un periodo que bordea 1908 y 1913.
Para llegar al video de la conferencia (que sin duda no es el de arriba) aplaste la imagen del emperador santo germánico que se halla abajo o la primera frase de este post.
jueves, 30 de octubre de 2014
María Luisa Rivara de Tuesta, recuerdos
María Luisa Rivara de Tuesta,
recuerdos
Víctor Samuel Rivera
Miembro de la Sociedad
Peruana de Filosofía
Los momentos más
esenciales de una persona acontecen cuando ésta se halla fuera de control emocional. Esto sucede con motivo de una gran alegría, un gran temor o una
inmensa pena; o una gran cólera. Por mi vocación por la dimensión política del
pensamiento los momentos de ira son los que me resultan más interesantes, sean
éstos en los pueblos tanto como en los particulares. Y siendo como era la
doctora María Luisa Rivara de Tuesta una persona tan emotiva, y dentro del
rango de la gente emocional, que es el más ontológico, una capaz de unos
arranques tremendos de indignación, quiero recordarla ahora por sus cóleras,
que habiendo sido tantas y tan frecuentes, ennoblecían de manera especial los
calmos espasmos en que era capaz de una dulce sonrisa. En su favor diré que no
era de esa gente mediana que es tanta y tan despreciable y que sonríe siempre
sin motivo, o se congela en una especie de seriedad facial inútil, ya que sin
objeto. Son serios y profundos para cruzar la pista. En este sentido específico,
la doctora Rivara era una portadora del Ser. Tal vez no una gran portadora
alzando una luminaria salvífica, pero era un poco como el filósofo que va en
medio del bosque del Ser con una pequeña lámpara en el avanzar humano hacia la
nada. Ella tenía, si no en sus obras, al menos en su espíritu, una lamparilla.
La multitud de los colegas al uso caminan en esa oscuridad infinita del Ser
sólo cuando pueden hallar en el bosque al menos
la lámpara de alguien como ella. Antes que filósofa, hay que recordar a la
doctora como educadora. Su proximidad o mejor, debo decir, su amistad, indicaba
siempre algo.
Conocí a la doctora María
Luisa Rivara de Tuesta a inicios de la década de 1990. Yo me iniciaba como
profesor universitario en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima, a
donde, por iniciativa de los propios alumnos, acogidos entonces por el Director
de Estudios, un cura que, más que tomista, parecía un modernista liberal que no
usaba hábito ni jamás hablaba de Dios, se invitó a la doctora a dictar clases
de filosofía en el Perú. Mi primer recuerdo es doble; se hizo rápidamente
célebre por haber amonestado a gritos a un alumno que defendía su tesis de
grado sobre tema peruano por haber llamado a un texto del siglo XIX, que creo
pertenecía a ese holgado del infierno que fuera en vida el ateísta Francisco de
Paula González Vigil (que en paz descanse en la noche eterna, si puede). Gritó
a garganta barítono al pobre del tesista, aterido de espanto, por haber
denominado a un panfleto de este
hombre (o de otro de su estirpe) “panfleto”. Ella exigió que al panfleto se lo llamara “obra” o “libro”,
al extremo de que en la sesión de defensa de la tesis de alguien que es hoy un
exitoso diplomático debió disculparse para continuar, y debió llamar al panfleto como lo que no era: un libro. El
escándalo por el griterío le valió al pobre alumno la peor nota posible para
aprobar. Mi segundo recuerdo es a mí mismo presentándome ante ella, con la
cabeza inclinada: “Víctor Samuel Rivera, doctora; es un honor conocerla”. La
doctora sonrió dulcemente y me contestó “¡se ve usted tan joven!” (bueno, era
joven realmente; gracias a Dios algún día lo fui). Una gran cólera en el medio
de una sonrisa. Eso es para mí la doctora.
Desde ese día la doctora
me tomó mucho cariño, aunque la historia completa no termina de manera tan
feliz.
Izquierdista consumada y
anticlerical de palabra (pues iba a misa todos los domingos y se persignaba delante de cada iglesia que le salía en el camino), la doctora, que había
obtenido su posgrado en educación con mención en filosofía en 1966, y era
discípula apreciada de Augusto Salazar Bondy, que entonces tenía una gran
influencia tanto académica como institucional en la Universidad Nacional Mayor
de San Marcos. Eso quiere decir que su tema era el estudio de las ideas
filosóficas en el Perú, bajo las tesis básicas de Salazar sobre el tema, lo que
incluía la creencia, que sin más es falsa e infundada, de que no había habido
ni había en el presente auténtica filosofía peruana; es decir, que no había o
había habido filósofos peruanos en el sentido de que sí los había habido
alemanes o franceses.
Ya que escribo este texto
como un homenaje a la doctora, que pienso que se lo merece, no creo que sea el
momento de seguir juzgando las ideas de Salazar, que considero sujetas a un
profundo complejo de inferioridad cultural que me parece completamente
inadmisible; tampoco voy a referirme a la influencia de Salazar en San Marcos desde
el punto de vista institucional, aunque debo decir que transformó de manera
decisiva el perfil de la Escuela de Filosofía hasta el día de hoy, y dejo la
evaluación de esa influencia a los sanmarquinos. El hecho es que la doctora se
interesó en temas peruanos que colindaban con la historia política, a
diferencia de Salazar, que había enfatizado en su trabajo académico lo que los
alemanas llamarían el “espíritu” del pensamiento peruano. Alumna del San Marcos
de la década de 1960, la doctora se graduó con una tesis sobre el Padre José de
Acosta: José de Acosta, un humanista
reformista, Lima, Universo, 1970, 147 pp. Es una obra magnífica en su
género y considero que es el mejor aporte académico para la historia del
pensamiento peruano que la doctora haya jamás escrito. Nada impreso por ella
después iguala en mérito a esta obrita, que es tan difícil de conseguir, por
cierto.
En la Facultad de Teología
la doctora y yo entablamos una linda relación, en la que me consideraba yo más
digno de aprender que un colega. Para entonces la doctora llevaba años ya como
Presidenta de la Sociedad Peruana de Filosofía, cargo que dejó en 1996 a Francisco
Miroquesada Cantuarias para retomarlodespués virtualmente por tiempo indefinido.
A ella y a su dinero (que no le sobraba, precisamente) se debe la publicación
de los tomos VI, VII y VIII de los Archivos
de la Sociedad Peruana de Filosofía, en donde se consignaban las
conferencias de los socios. No hay cabeza filosófica relevante del Perú del
largo arco de influencia de la doctora en la institución que no haya
participado allí. Debo mencionar a Jorge Secada, Miguel Polo y Miguel Giusti,
entre los más significativos de los aportes de esos volúmenes, valiosísimo y
raro testimonio de que en Perú sí que se hace filosofía de verdad. Un librero
viejo debía colocar esos rarísimos ejemplares, de los que se tiraba un número
muy reducido y salían en venta extremadamente pocos (la mayoría se quedaron en
la biblioteca-escritorio de la casa de la doctora, de donde debían rescatarse,
si aún existen) en unos 100 dólares americanos cada uno, al cambio actual. En
ausencia de la tenaz actividad de la doctora esos volúmenes jamás se hubieran
publicado y la posteridad debe agradecerle que la Sociedad, fundada con
entusiasmo por Víctor Andrés Belaunde, el Marqués de Montealegre de Aulestia
(José de la Riva-Agüero) y Francisco Miroquesada Cantuarias, entre otros, en
1944, no hubiera muerto alrededor de 1990 por inacción.
El mayor aporte de la
doctora María Luisa Rivara de Tuesta para la historia de la filosofía peruana
en el siglo XX ha sido mantener y conservar con vida a la Sociedad Peruana de
Filosofía durante varias décadas; no hubo en ello nunca afán personal, interés
de poder ni de lucro, ni otro apoyo financiero que no fuera el de su propio
bolsillo. Debo acotar que toda la papelería de la Sociedad y sus expedientes
desde su fundación estaban en su biblioteca y, si aún es posible, sería
oportuno que la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, la Biblioteca
Nacional o el Ministerio de Cultura negociaran esos documentos con la familia
de la difunta para su adecuada conservación. Ojalá alguna autoridad competente
o una fundación peruanista generosa coloque esos papeles en un repositorio,
antes de que desaparezca para siempre una parte esencial de la memoria de
nuestro pensamiento filosófico.
Pero no deseo ser tan
solemne en mis recuerdos de una mujer cuya cólera la condujo, antes que a la
violencia gratuita o a las mezquindades que son tan frecuentes en el medio
filosófico peruano, donde el poder se usa para joder al colega, a la más intensa generosidad. Yo ingresé a la Sociedad
en 1992. Se lo solicité a ella misma, dado que nos frecuentábamos en el mismo
empleo. Pero astutamente, también lo hice con el doctor Miroquesada. Delante de
ambos se me expidió fecha para el examen, una disertación que debía realizarse
ante el pleno de los socios que, luego de una oposición, deliberaban entre sí y
aceptaban al nuevo socio o lo rechazaban. Ésa era la “buena práctica” en la
Sociedad, y de ese modo es que adquirieron la membresía Jorge Secada, Miguel Polo
y Miguel Giusti. De la manera legítima. Pero en 1992 yo era muy joven respecto
de la media de edad de los asociados.
Presenté una solicitud
formal para ingresar a la Sociedad Peruana de Filosofía, por escrito, en algún momento del primer semestre de 1992. El doctor Miroquesada tomó en cuenta mi
solicitud por mis publicaciones académicas, que ya eran varias para la fecha,
pero a la doctora no le hacía ninguna gracia que yo fuera seguidor del
pensamiento débil y que apostara, en la línea de Gianni Vattimo y J-F Lyotard,
en el fin de la modernidad. La doctora, que era todo menos una ingenua,
comprendía que había un gran riesgo en una filosofía antimoderna, recusadora
del rol dominante del objetivismo científico y la ideología liberal, cuyos
frutos aún estaban lejos de ser lo que son ahora. “Usted es de los que se dicen
post-modernos” –me dijo-. Durante la sustentación se enardeció y me espetó con
esta frase: “¡Confiese usted de parte de quién está!” (el cuestionado Alberto
Fujimori era presidente del Perú, aunque eso no creo que tuviera que ver nada
con Vattimo y Lyotard). Insistió furiosa en lo mismo, de pie, casi con la
palabra “folleto” en la banda de barítono, hasta que el doctor Miroquesada la
detuvo. Sé que ella dio su voto en contra de mi admisión. Sustentó que yo era
demasiado joven y que mis ideas eran peligrosas. Me lo confesó ella misma
después.
Por si queda alguna duda,
soy miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía desde 1992 y mi disertación fue
impresa en el tomo VII de los Archivos de
la Sociedad por la doctora. Fui miembro antes que ninguno de mis colegas de mi
edad en el Perú y antes que ninguno de los profesores de la universidad de la
que procedo, que en su mayoría despreciaban esa institución como anacrónica y
sin sentido. ¡Bien que aceptarían luego varios de ellos que bien conozco ser
admitidos como miembros sin dar examen! Pero eso ocurriría por razones
políticas, más de diez años después y con mi voto en contra,m que la doctora no
tomaría en cuenta. Desde mi ingreso a la
Sociedad, colaboré sin retribución económica ni interés personal con la doctora
hasta 1996, en que dejó el cargo de Presidenta; hubo un momento en ese periodo
de cuatro años en que visitaba su biblioteca una vez por semana para coordinar
tareas. Iba en mi bicicleta hasta su casa en San Borja, donde era recibido
siempre por una buena taza de café, préstamo de algunos libros y, sobre todo,
por una sonrisa maravillosa.
La doctora y yo acabamos
bien, pero tuvimos una historia larga de altercados que ahora voy a contraer en
uno: mi paso por el posgrado de San Marcos.
Me resolví a estudiar en
San Marcos la Maestría en Historia de la Filosofía en 2005. La pobre me sonrío
el primer día, pero desde la segunda semana no podía estar más irritada por mis
preferencias: odiaba a ese volterete inteligente que era González Vigil, y
amaba en cambio a Bartolomé Herrera, su enemigo; estudié a Riva-Agüero para mis
tesis de posgrado, un autor por quien ella sentía algo indescriptible que
estaba más allá del horizonte del odio. En lo relativo a la Independencia, yo
estaba del lado de José Ignacio Moreno, seguidor de Joseph de Maistre; ella de
Sánchez Carrión, ese republicano que trabajó para Simón Bolívar, ese dictador
delirante. Ya se puede imaginar el lector una clase ella y yo juntos, aplastada
por griteríos en los que, debo confesar, todo el auditorio estaba de mi parte.
Y no soy personaje de dejarse someter, así que a los gritos de la doctora daba
yo más y más argumentos, que elevaban el tono de la discusión a decibeles a los
que ella misma no debía estar muy acostumbrada. Para la prueba final, en la que
casi se cae el viejo edificio de adobes de Miraflores donde la doctora estallaba
sus gritos, más que cercana al llanto, mis compañeros de clase fueron
finalmente consultados a la hora de calificarme. Yo fui obligado a salir del
salón y esperar. Otra vez la sesión de 1992. No por adhesión ideológica o
política, sino por el esfuerzo académico e intelectual que ponía yo en mis
posturas, el auditorio me calificó con 20, previo griterío con la doctora, que
escuchaba yo en el jardín. La doctora se compuso y, fiel a su palabra, me puso
la nota indicada. De todo lo que estudié con ella terminé, tarde o temprano,
escribiendo un artículo que goza del nivel más alto en la tabla de indexación.
La doctora, al final de
curso, se acercó tiernamente a despedirse de mí. Me obsequió con la delicada
sonrisa de una anciana y me deseó lo mejor. Hizo ese gesto lindo de hacerme
adiós con la mano derecha antes de salir del edificio.
Le agradezco a la doctora
Rivara algo en particular, que deseo mencionar antes de cerrar este texto, que
ya va resultando excesivamente largo. La doctora, que anteponía siempre la
política a la academia y sus creencias al conocimiento fue, moralmente
hablando, una gran persona. Siempre fue compasiva con mi pobreza, por ejemplo.
Le daba lástima verme llegar humildemente a su casa malamente vestido a
ayudarla en mi bicicleta vieja porque no tenía yo dinero entonces para pagar el
pasaje. Siempre me preguntaba al llegar si había comido ya, si me sentía bien, si
no necesitaba algo pues ella, en lugar de verme atlético y fuerte, como
realmente era, sus ojos llenos de limpieza se fijaban más en que estaba algo
delgado para mi edad. Aunque ella misma deploró siempre mi pensamiento
“post-moderno”, “defensor de los blancos”, “traidor a mi raza” (citas
textuales), nunca me quitó la palabra, jamás me rechazó la mano ni dejó de ser
gentil en la conversación, ni siquiera en momentos cruciales en la historia del
Perú que no es oportuno tratar aquí. Nunca me cerró su casa y siempre, que yo
recuerde, hubo para mí café y una frase de preocupación por mis carencias
económicas. Creo que si ella hubiera gritado un poco menos en la vida y
sonreído un poco más conmigo, nos hubiéramos querido muchísimo. Ambos éramos
cristianos, y ambos amábamos al Perú.
miércoles, 29 de octubre de 2014
Café con el Anticristo. Tras el oscuro velo de la libertad (IV)
Café con el Anticristo
Lima: el tiempo político para la Revolución Francesa
(1794-1812)
Víctor Samuel Rivera
Universidad Nacional Mayor de San Marcos
Tras el
oscuro velo de la libertad (IV)
Todo el mundo está concernido, a nadie escapa
ni puede escapar el interés por la obra de la Bestia. Trascribía en 1794 el Mercurio una carta pastoral del Obispo
de La Rochelle ante el asesinato del Rey Luis XVI: “Infelices los pueblos que
se dejaren llevar por sus errores. Infelices las potencias de la Tierra que no
se precavieren de sus atentados. Infelices los que la adoraren a ella y a su
imagen, y que llevaren su distintivo y su carácter” (Mercurio Peruano, 19/06/1794, 119).
“Las naciones” o “los pueblos” no pueden estar ausentes del evento. El
evento tiene lugar en una espacialidad envolvente, que en este
caso no deja lugar para la impasibilidad o la indiferencia. El evento fundante establece un lazo
emocional con el hombre, por el “interés que concita”. En este sentido, los
pueblos son pasivos, pues no son los agentes de lo que sucede, sino que, por
así decirlo, son “apropiados” por el evento, que los incorpora y los hace
propios emocionalmente, no ajenos a lo que pasa. Unos adorarán a la Bestia;
otros se dejarán llevar por ella y, algunos, tomarán sus precauciones frente a
sus atrocidades. Nadie (ningún “pueblo”) puede ser indiferente frente al
evento, y por esa razón, el evento deviene en histórico de una manera especial,
que –como se verá más adelante- lo diferencia de otros eventos fundantes que también son fenómenos históricos.
Es interesante que la declaración del tendero
catalán no fuese el punto reflexivo de un teórico de la historia, o de un
filósofo, o de un hombre de letras como Unanue, sino el de un hombre común de
la calle, alguien del “público”: un cualquiera. Se ha observado que el sentido
del evento revolucionario es caracterizado por su geografía, por su extensión
en el espacio. Este espacio, que es
el del universo entero, se asocia ahora con la idea de la opinión pública, de los que van al café a conversar. Hay
una sugerencia en los textos de los periódicos de los que es eco la opinión de
Momblán de que la universalidad espacial que involucra la Revolución está
asociada al público en un sentido peculiar. ¿Qué hace un tendero de Lima
irritado por algo que ocurre en otro hemisferio? Hay una relación de facto, que
hace de la universalidad espacial de
la Revolución fundante de la opinión pública. He aquí el Prospecto que anuncia
la aparición de la Gaceta de Lima:
“Nada debe
interesar tanto, y llamar la atención del hombre civil como la historia de las
revoluciones que acaecen en sus días. Toda la tierra representa un solo pueblo
entre cuyos ciudadanos existen unas relaciones muy estrechas que hacen la
felicidad, y constituyen el reposo del género humano. ¿Qué puede, pues, haber
de más tocante para el hombre social que los sucesos que alteran, o afianzan
esos mismos enlaces? Es indispensable presentarlos a sus ojos. Así lo han
juzgado las naciones cultas de la Europa difundiéndolos, desde que lo permitió
la prensa y la ilustración, en diversos papeles periódicos titulados, en lo
general, con el nombre de gacetas” (Gaceta
de Lima, Prospecto, 06/1793, 1).
El evento histórico (este evento, la Revolución)
aparece en la experiencia social como si la involucrara en tanto público de
gente que lee o participa de gacetas. Abre un mundo histórico cuyo habitante es
el público: “Es indispensable presentarlo a sus ojos” “en diversos papeles
periódicos”. Como este espacio es universal, lo es también la opinión como un
todo, sea favorable o no y así: “llama la atención de todo hombre civil”. Lo
inexplicable del evento debe ser remitido (en este caso) a la experiencia
social “pública” de este espacio universal (“Toda la Tierra representa un solo
pueblo”). Para decirlo de otro modo, la experiencia del espacio revolucionario
es universal porque es pública, porque concita el “interés” de la humanidad: y
hay que subrayar que no se está hablando de la humanidad a secas, por cierto,
sino de una humanidad que hace de Lorenzo Momblán uno de sus exponentes: lee
folletos, gacetas y pasquines y va a los cafés a discutir o escuchar artículos
y opiniones. Como es fácil notar, esa experiencia no se extiende a todos los
eventos, sino que se entiende, como antes subrayaron el Obispo de la Rochelle o
Hipólito Unanue, como única. La
Revolución es un evento fundante que
constituye la opinión pública como un mundo: al “llamar la atención del hombre
civil” en “sucesos que alteran” al “género humano”.
A pesar de lo que parece sugerir el Prospecto
de la Gaceta de Lima, no todo evento,
no todo acontecimiento histórico implica un carácter al que le sea propia la
publicidad. Esto es exclusivo de la Revolución Francesa. La misma Gaceta, por lo demás, lo aclara así más
adelante, al observar que se trata al presente de una “época en que se ventila
la causa de todo el linaje humano” (Gaceta
de Lima, Prospecto, 06/1793, 2). No todas las “revoluciones” involucran ni
han involucrado nunca al mundo humano, o hacen del hombre un mundo histórico
universal que deba ser, por su interés, publicado y narrado en gacetas. De allí
el carácter único que va unido al evento como experiencia. Pero el carácter
único del evento marca también una perspectiva temporal, que es el punto al que va a pasarse ahora. Mientras
tanto, Lorenzo Momblán, irritado en el café de Bodegones por aquellos que se
habrían “dejado seducir de los errores” de la Bestia, “asentó quién hablaba a
favor de la Asamblea y que quisiera acabar con todos los que pensaban así” (cf.
Egaña, 1794).
Caetera desiderantur...
martes, 14 de octubre de 2014
Café con el Anticristo. Tras el oscuro velo de la libertad (III)
Café con el Anticristo
Lima: el tiempo político para la Revolución Francesa
(1794-1812)
Víctor Samuel Rivera
Universidad Nacional Mayor de San Marcos
Tras el
oscuro velo de la libertad (III)
La Bestia es “enemiga del culto y de los
reyes: ved aquí su divisa, propia del Infierno”, se lee en el Mercurio (Mercurio Peruano, 19/06/1794, 118). El lector observa que hay dos
rasgos que caracterizan la Revolución: su lucha contra los tronos y la
religión; pero ambos son negativos. Es
conocido que en lógica no se admite definiciones negativas. No se dice aquí qué es, sino contra qué está; por lo mismo, se trata de una definición que no
define nada. Pero si los principios de la Revolución están ausentes, se habla
en cambio –como se ha anotado ya- de los agentes y de sus acciones. De acuerdo
con los textos, de los partidarios de la Revolución podía decirse muchas cosas;
eran ateístas, deístas, jacobinos, materialistas, naturalistas, francmasones y
filósofos, “detestables monstruos”, “codiciosos y rapiñadores” (Gaceta de Lima, 26/04/1794, 128). Se los
podía describir claramente por sus acciones: eran asesinos, regicidas y
sanguinarios. En cualquier caso, el hecho factual e innegable es que la opinión
pública, esto es, los lectores ordinarios o humildes oyentes de diarios,
folletos y pasquines, como Lorenzo Momblán, estaban bastante enterados sobre
qué tenía lugar en la Revolución. No
sabían mucho más de los “principios”. Nadie
los podía explicar.
Nadie
los podía explicar. Como se observa, la opinión
pública de 1794, o lo que se llamaba más bien “el público” (Mercurio Peruano, 13/01/1791, 29),
entendía que había principios revolucionarios, y que estos principios eran la
causa de la guerra. Es manifiesto que el más preocupante es “la voz halagüeña
de libertad”, aunque había otros
principios igualmente incomprensibles.
Y lo característico de lo que tenía lugar
en la Francia es que estuviera regido por estos principios inexplicables. La
Santa Inquisición los llamaba “perjudiciales máximas” (cf. Santa Inquisición, 1794).
El Virrey prefería llamarlos “máximas perniciosas” (Gil de Taboada, 1795). Alguna vez el Mercurio los menciona como “máximas del
libertinaje” (Mercurio Peruano 10/11/1793, 164) y, en los
periódicos y los cafés, en general, se hablaba de la “filosofía”, la “falsa
filosofía” o se deslizaba tímidamente la expresión “principios”. Y eso era
todo.
Como se ve, el carácter inexplicable del principio de la Revolución va de la mano con el
reconocimiento de sus consecuencias. Hay que subrayar que de las consecuencias
sí se puede hablar y escribir. Ante esto, lo inexplicable se impone en el mundo
social, puesto que no se puede negar por sus consecuencias, capta el interés y
conmueve emocionalmente: a esto podemos llamarlo “evento”, “acontecimiento” o
“hecho”. Las consecuencias del evento tienen testigos, se pueden apuntar en
crónicas y difundir en gacetas. Las consecuencias salen de un “velo”, pero
están a la vista. El evento se caracteriza por ser histórico, pues sus
consecuencias indudablemente lo son, queriendo decir con esto que, aunque el
“velo” no puede ser explicado, sus consecuencias pueden ser narradas y contadas
en crónicas. Así lo anotó Hipólito Unanue en una reflexión introductoria al
fenómeno revolucionario. Escribe Unanue: “En seis mil años que existe el género humano no presenta su Historia
hechos tan escandalosos como los que ofrece en el día la Francia” (Mercurio Peruano, 15/08/1793, 254). Las
consecuencias del evento, “los hechos”, abren un ámbito histórico con el cual,
como se observa en el texto, se identifican. Son el criterio que instala a la
Bestia en la Historia humana. Las consecuencias de la Revolución, para 1794,
eran el regicidio, los sacrilegios, los crímenes y las diversas atrocidades de
jacobinos, ateístas, filósofos y libertinos. Las consecuencias se describen
como acontecimientos históricos en el sentido de que se transforman o hacen las
veces del reconocimiento de los “principios” en el ámbito de la experiencia
social, que son así sus “efectos”. Son la forma social de los principios que,
aunque ocultas tras el “oscuro velo” de lo inexplicable,
por eso mismo tienen una relación fundante
respecto de las consecuencias.
Un evento
se hace fundante, creador de un
ámbito histórico, justamente por el carácter inexplicable e infundado de su
procedencia (cf. Rivera,
2014). La “Bestia monstruosa de San Juan” era un evento fundante: fundante de un ámbito histórico. Pero se hace
preciso volver un momento al episodio de Lorenzo Momblán.
En testimonio del teniente de policía Juan
Egaña, que estuvo presente durante la reacción de Momblán en el café de
Bodegones, éste “se enardeció a favor de la causa verdadera que defienden todas
las naciones” (cf. Egaña,
1794). Una de las ideas centrales de la declaración del comerciante catalán es
que el acontecimiento revolucionario de Francia no era un episodio más de la
historia de ese país, sino que abarcaba en sus consecuencias al conjunto del
mundo. Reconocemos la misma idea de Unanue. Este evento fundante instala un mundo histórico que abarca al hombre en
toda su extensión. Pero interesa subrayar que el evento es entendido aquí como
una extensión. “Todas las naciones”
es una alusión geográfica, que señala un alcance.
Sus límites no son los de la Francia, sino el conjunto del universo humano. Sea
lo que fueren los principios revolucionarios, por abarcar en sus consecuencias
al conjunto “del género humano”, alcanzan universalidad
espacial. “Este acontecimiento doloroso” es presentado como un “suceso
execrable” que “ha producido o producirá la misma indignación, el mismo dolor
en todas partes del globo” (Mercurio
Peruano, 15/08/1793, 255). La Gaceta subraya
esta universalidad espacial de la Revolución: “Tales son las empresas de la
secta jacobina, que ha jurado un odio inmortal a todos los pueblos del Universo
que no quieran concurrir con ella” (Gaceta
de Lima (26/04/1793, 127). “Todos los pueblos” están involucrados en el
evento (en este evento), que las funda históricamente como un ámbito en el que
hay que “concurrir”.
Caetera desiderantur...
lunes, 6 de octubre de 2014
Resplandor del evento Califato Islámico y fin de la historia
Resplandor del evento
Califato Islámico y fin de la historia
Víctor Samuel Rivera
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
El Ser se ha desvelado y, lo que era oculto
para el hombre, se ha instalado en el seno de su mundo. El 30 de setiembre de
2014 el diario turco Aydinik Daily
anunció al mundo del hombre la existencia oficial de un Estado, de un Estado
nuevo, de una nueva monarquía religiosa. El régimen de Recep Tayyip Erdogan,
cuya sede es Ankara, ha permitido la apertura de un Consulado oficial para la
concesión de visados para aquellos hombres de fe en el Islam de toda la Tierra que
deseen integrarse a la guerra santa contra Estados Unidos y sus colonias. Ese
Consulado significa el reconocimiento oficial como un Estado de algo que la
prensa occidental denomina hasta ahora, de manera preferente y obsesiva, grupo
de “terroristas”, los terroristas del “EI” (Estado Islámico). Y es que el
Estado Islámico es un país, no es una asociación terrorista, y admitirlo exige,
como se comprende fácilmente, incorporar a este Estado en el marco de derechos
que rigen las relaciones internacionales. Los “terroristas” no tienen derechos;
los Estados sí los tienen. No los que dictan las Naciones Unidas, un anexo
execrable de los Estados Unidos, sino los derechos que se ha reconocido siempre
para los vínculos entre los Estados y que se rigen por el sentido común. Y
lejos de ser esto cualquier cosa irrelevante es, posiblemente, uno de los
signos de los tiempos más significativos para el hermeneuta, que ve claramente una
manifestación explícita como pocas del fin del mundo que los Estados Unidos
representan para la existencia humana. Es decir, del fin del mundo del
liberalismo y los ideales e instituciones que, sin freno, desde 1789 en
adelante, van camino de la destrucción de la Tierra entera.
Veamos primero el significado de este evento
apropiador desde el punto de vista del hombre. Cualquier observador que haga un
esfuerzo por ser imparcial reconoce que el Estado Islámico no es una banda
terrorista. No es una comandita de asesinos. En realidad se trata de un régimen
monárquico de constitución religiosa, que se considera a sí mismo un “Califato”
y que ejerce dominación política (y no simple terror) ante millones de súbditos.
No se disputa con los islámicos si la denominación del monarca como “califa”
sea o no legítima, pues se trata de una cuestión histórico-jurídica que
corresponde a la tradición del Islam que escapa no sólo a nuestra capacidad,
sino a nuestro interés.
El Califato tiene un soberano visible: su
fotografía es disponible por internet; el régimen goza de un gobierno, con una
organización determinada para sus jerarquías y responsabilidades, lo que
también puede comprobarse hurgando en internet simplemente; la monarquía extiende
su dominio en un territorio, que no es nada desdeñable y que, con certeza, es
mayor que el del Principado de Andorra o el Gran Ducado del Luxemburgo; dentro
de su dominio se ejerce el Derecho y la Justicia, pues hay códigos y jueces,
aunque sea en términos islámicos y no liberales, pero esto ocurre también en
otras monarquías islámicas de la zona, aliadas ahora de los Estados Unidos,
como es en los reinos de Qatar, Omán o Arabia Saudita. En suma, es un dato
fáctico que en el Califato se ejercen actividades humanas con instituciones políticas y civiles, que se
guían por reglas no arbitrarias, que allí donde se habla de “derechos” para
perros y gatos, se rinde en cambio culto a Dios de manera ordenada y donde, por
si esto no fuera suficiente, aunque nunca se lo mencione, el comercio, la
educación y la cultura florecen normalmente. Es inexplicable cómo se llama a
algo como lo que se ha descrito un grupo “terrorista”, pero esto, que es en
realidad un juego de palabras para
idiotizar a una opinión pública que resulta ser esencialmente idiota, es algo
tan frecuente cuando el mundo occidental se refiere a sus adversarios, que nada
debía sorprender. Todo enemigo de Estados Unidos es calificado de “terrorista”,
incluso cuando su único crimen es existir.
El Califato, a diferencia de los reinos
sunitas que lo circundan, fomenta y lleva a la práctica la guerra santa, que es
en realidad una guerra contra los Estados Unidos. Desde el punto de vista
humano, esto es justificable y no en absoluto un producto del azar. Se explica
por la obstinada política de los Estados Unidos y la OTAN en los últimos 20
años en controlar el mundo, en particular el islámico, un mundo que es el mundo
del Califa, pero que no le es propio en absoluto a los Estados Unidos y que,
además, no le significa ninguna amenaza objetiva. Los misiles nucleares de
Estados Unidos pueden devastar la Tierra. Las armas de los musulmanes en guerra
santa, si son exitosas, apenas van a llegar a los límites con Turquía e Irán. La
primera víctima de Estados Unidos fue el Emirato de Afganistán, invadido en el
año 2002. Estados Unidos ha transformado a ese reino, después de casi tres
lustros de sangrienta ocupación militar, en una pestilente república corrupta, sumida
en el caos del odio tribal y sin cuya presencia armada volvería, como es
evidente, a manos del Emir, que aún vive en el exilio. Es admirable,
humanamente, cómo el pueblo de Afganistán, como el de otras naciones oprimidas
por Estados Unidos, tiene la virtud de hacer algo que sus ocupantes, el país
más poderoso de la Tierra, no tienen: paciencia histórica. Tarde o temprano el
Emir volverá y la Coca-Cola regresará a la refrigeradora de la que nunca
debería haber salido. La segunda víctima fue Irak, la antigua Mesopotamia; ésta
era una desarmada república nacionalista multicultural y pacífica hasta que en
2003, ellos, los Estados Unidos y la OTAN, la transformaron en otra corrupta democracia
liberal, alfombrada de cientos de miles de muertos y una multitud incontable de refugiados. Pero
el punto de vista humano no nos interesa. Es demasiado republicano, demasiado
dialogante, demasiado decente para ser el punto de vista del filósofo
hermeneuta.
Veamos ahora el punto de vista filosófico del asunto, el evento de ésta, la verdadera, única y auténtica “primavera árabe”. El hombre común de las sociedades liberales se sorprende de la exacerbación de actos de violencia que indudablemente acompañan a todo episodio político que no es “una invitación a cenar”. En gran medida esto se debe al carácter moral que la persona de la calle del mundo liberal le atribuye a la violencia, que es negativo; aunque hay filósofos en esta tradición que la han defendido como intrínsecamente buena, no se recuerda que lo haya sido en un sentido moral, sino ontológico; en estos casos, tampoco ha sido la violencia por la mera violencia, sino en tanto principio de las instituciones políticas. Fuera de su consideración como procedencia ontológica de un mundo civil, la violencia en sí misma es siempre indeseable. Su extremo hermenéutico es, en la muerte del enemigo, también la propia muerte. La violencia no es, pues, del deseo del hombre. Pero puede serlo de su interés; no de su interés personal, sino de su interés histórico. Y justamente un filósofo que une el interés en los acontecimientos políticos con el despliegue social de la violencia es Inmanuel Kant, uno de los más decisivos pensadores a quienes se debe el mundo liberal mismo que se espanta de la violencia que implica el nacimiento del reino del Califa y de la guerra santa islámica.
Y es que si Estados Unidos ha usado y usa
históricamente de la violencia para sostener su hegemonía, es porque le
subtiende un horizonte metafísico que justifica ese proceder. Cuando los
Estados Unidos, la potencia nuclear más grande y rica de la Tierra, utiliza su
poder militar contra países indefensos que no podrían ni arrojarle una piedra,
es porque hay un esquema conceptual que califica esa violencia como una
invitación a cenar en la que el atacado ha rechazado previamente su asiento.
En los textos de Inmanuel Kant relativos a la
Ilustración, pero más en particular a sus consecuencias sociales, incluida
entre ellas la Revolución Francesa, consideraba que los actos de violencia
política estaban indisolublemente ligados a una consideración que estaba
inspirada por el interés con la historia. Dependían de un punto de vista relativo al camino de la historia, lo que él
denominaba “un hilo conductor”, esto es, un sentido legitimador. Lo que importa
aquí es esta noción del vínculo del hombre con los eventos históricos en
términos de interés. Kant consideraba
que los actos sangrientos de la Revolución Francesa no podían ser condenados, a
pesar de que no se le escapaba que, considerados moralmente, eran atrocidades;
a Kant le resultaba obvio que esos crímenes atroces no podían ser tomados como
meros delitos, que podían servir para encauzar a los perdedores, como es
frecuente desde la Segunda Guerra Mundial y la invención de los “Derechos
Humanos” para justificar el ajusticiamiento de los jerarcas nazis contra la
lógica del Derecho Internacional vigente en la época de su invención. Hoy los ideólogos del pacifismo encubren con su
palabrería una crueldad de la que ellos mismos no dudan en llevar a cabo,
suprimiendo (en las palabras) de la idea de la política la posibilidad de que
en su interés se halle la muerte. Kant pensaba, contra sus sucesores
pacifistas, que los crímenes revolucionarios sí estaban justificados si tenían
un objetivo que fuera de interés político, pues separaba ese interés de la
consideración moral. Pero ese interés político no era arbitrario: estaba
justificado en el punto de vista correcto, “el hilo conductor” del sentido de
la historia.
Kant pensó seriamente, lo cual es increíble
para quien esto escribe, que el interés que veía con una sonrisa cada lista
nueva de asesinatos en la guillotina estaba relacionado con la esencia humana;
la sonrisa de Kant ante la sangre de los inocentes era la sonrisa de la
humanidad. Es posible que los nazis que sonrieran ante la lista de nuevos
judíos ejecutados en cámaras de gas fuera muy parecida, aunque hay que admitir
que su mueca de gozo nietzscheana debía ser más alegre que la del amargado
liberal de Kant, que era una persona resentida y odiosa. Cuando en 2012 Osama ben Laden fue asesinado brutalmente por
un comando de los Estados Unidos, sin juicio previo que se sepa, Barack Obama, y
algo de humanidad liberal dentro de él, llevó consigo un largo suspiro de
felicidad muy parecido.
El punto de vista del interés es histórico, lo
cual puede hacer sospechar que es relativo; pero ésa no era en absoluto la idea
de Kant, que pensaba que había un punto de vista que era cualitativamente
superior a los demás, y que ese punto de vista estaba ligado con la Ilustración.
Para Kant el programa ilustrado no consistía –como erróneamente puede a uno
hacerle sospechar los textos dedicados al tema- en la incorporación del interés
al escrutinio de la opinión educada de una sociedad que conversa; Kant pensaba
más bien que había un vínculo a priori entre
el avance tecnológico y del conocimiento con la esencia humana, y que esa
esencia humana tomaba posesión –por decirlo de alguna manera- del espacio donde
realizar las instituciones y prácticas compatibles con el desarrollo o la
acumulación del conocimiento y el dominio tecnológico de manera violenta. El
interés por la violencia en la istoria estaba ligado con el progreso del
conocimiento, que lo justificaba. Sin saberlo, Kant esbozaba de esta manera una
concepción del interés por la historia que sólo podía tener una dirección, y
que vinculaba cualquier otro punto de vista (de repugnancia moral por el terror
revolucionario, por ejemplo) con el rechazo del conocimiento y el desarrollo
tecnológico, esto es, con el atraso o la ignorancia, impropios del hombre. Los
puntos de vista que disentían de su sonrisa sanguinaria se estrellaban en el
fracaso pues, la expansión del conocimiento era un hecho fáctico, algo que no
se podía negar. Los puntos de vista contrarios a la violencia ejercida por la
Ilustración podían y debían censurarse ante el carácter imponente del progreso
del conocimiento.
Kant, por razones internas a su sistema,
identificó la Ilustración y su rol de “hilo conductor” de la violencia en la
historia con la idea de una racionalidad humana universal e incontestable. Esta
forma de pensar perfiló el pensamiento y la práctica política del mundo
occidental en general, y del mundo liberal en particular luego de la caída del
muro de Berlín, en 1989.
A lo largo del siglo XIX la visión de la
historia como un interés en que la violencia política y social trajera al mundo
las prácticas e instituciones de lo que se llamaría después de Kant
“liberalismo” aparecía como un efecto sabroso del progreso humano se relacionó
con un hecho fáctico de una originalidad y una pregnancia mayores, que fue la
expansión del intercambio comercial. Aunque esta idea no era novedosa, se hizo
popular, y el punto de vista de la economía comenzó a parecer el mismo que el
del progreso de la ciencia, de tal manera que el aumento, no sólo en el
conocimiento, sino también en la riqueza material se identificó con el interés
humano. La violencia social vista desde el interés de la esencia humana era también
un derecho del progreso entendido ya no sólo epistemológicamente, sino
económicamente, con lo cual el interés de la humanidad y el desarrollo
económico y tecnológico llegaron a parecer la misma cosa. Esta economización de
la naturaleza humana hizo de la historia el escenario de una violencia
necesaria para que la humanidad alcanzara bienestar y este punto de vista no
sólo fue abrazado por la concepción liberal de la historia, sino también por
sus variantes en apariencia muy diferentes, como el socialismo y el comunismo.
Estas ideologías transformaron la violencia revolucionaria en una empresa
económica y descalificaron a los adversarios cuyas ideas o prácticas políticas
no fueran también económicas.
La derrota histórica del comunismo luego de la
caída del muro de Berlín fue vista como un signo de la superioridad de un
sistema económico, el capitalista, sobre otro, el comunista. Y también a
precisar una interpretación de los últimos tiempos, desde que Kant escribiera
en favor de las atrocidades sin nombre de la Revolución Francesa, como el
despliegue del hilo conductor que lleva desde el asesinato por la guillotina de
los reyes de Francia hasta Barack Obama. A esto se debió un auge, durante los
últimos treinta años, de la suposición de que la violencia política ejercida
desde el interés económico tenía la justificación de ser de interés para toda
la humanidad. Increíblemente, el interés de las grandes corporaciones del mundo
occidental y su sistema financiero, hoy en la quiebra, era y es el sentido de
la violencia que está legitimada. Esto lleva a entender por qué los pacifistas
que creen en los Derechos del Hombre encuentran justificación una y otra vez
para que el coloso militar y económico de la Tierra aplaste a indefensas
naciones que, ante sus misiles, responden con llanto, muerte, algunas plegarias
y, ocasionalmente, degollando a uno que otro taxista anglosajón.
Un Califato ha surgido en medio del hilo
conductor de la violencia imparable de los Estados Unidos. Se unen a él, de
manera voluntaria, miles de hombres y mujeres de todas partes del mundo. Miles
de personas que no sienten que el interés de la humanidad, es decir, el interés
humano tal y como lo diseñó la Ilustración, sea representativo de sus propios
intereses. Miles de personas en torno de un rey que no busca enriquecerse, ni
enriquecerá la banca o al sistema financiero, y que no comparte en absoluto las
ideas que se derivan de la Revolución Francesa y su propia historia de muerte y
crueldad. Miles de personas que, tal vez, despierten el interés sonriente que
ve en la historia política de violencia del mundo liberal una amenaza más
grande para el género humano que cualquier otra violencia que haya. ¿Qué hará el hermeneuta, entre tanto? Mirar, con interés, a dónde nos lleva la
guillotina islámica. Sus fueros tienen límites, tanto como los de Kant no los
tenía. ¿Qué interés le parece a usted, lector, el más interesante? Una nueva
monarquía islámica acaba de fundarse hace unas semanas en África. Brilla, pues,
el evento. Brilla allí, donde habitan los perdedores, los derrotados, los pobres que la modernidad mantiene en los márgenes de su decadencia. Y brilla a pesar de los Estados Unidos, en
quien un hombre religioso podría ver lo que Joseph de Maistre en la Revolución
Francesa: a Satanás en la Tierra.
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martes, 23 de septiembre de 2014
Gaspar Rico y Angulo. El último periodista del Antiguo Régimen peruano
Gaspar Rico y Angulo
El último periodista del Antiguo Régimen peruano
Víctor Samuel Rivera
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
Un día de 1808, por un extraño malentendido,
Lima saltó en júbilo. La Ciudad de los Reyes salió entera a festejar la gloria
de Fernando VII. Españoles, negros y castas, nobles, sotanas y gente de toda
condición saltaba de júbilo. El periódico Minerva
Peruana había hecho saber a sus suscriptores, y era leído en voz alta en
los siete cafés de la ciudad, las fondas y otros espacios públicos, que Carlos
IV había abdicado y que Napoleón había puesto en la cárcel al más odioso
personaje de la Monarquía, el abominable ministro Manuel Godoy. El júbilo era
mayor al saber que los franceses, lejos de extender su revolución satánica a territorio
español, ofrecían en cambio todo su apoyo militar al nuevo Rey, por gracia de
Dios, Don Fernando VII. El trono y el altar estaban asegurados, y lo que se
había llamado en Lima antes “la Bestia monstruosa de San Juan” iba a quedarse
detrás de los Pirineos. Todo era algarabía, toros, trajes y coches de la
nobleza. En medio del griterío de vivas al Rey desde calles y balcones estaba
Gaspar Rico y Angulo, en ese momento un próspero comerciante.
Rico era un personaje extraño. Nacido en la
Rioja, había desembarcado en el Callao en 1794, para avecindarse en Lima y
poner un comercio. Al llegar no lo sospechaba, pero iba a llegar a ser una de
las figuras más relevantes –la más relevante- del periodismo peruano durante el
Antiguo Régimen. Iba a ser un publicista audaz, de gran estilo, astuto y
personaje decisivo para quien desee entender el proceso histórico que condujo a
la caída del régimen español en el Perú. La historiografía peruana no le
concede mucho mérito, no es considerado prócer de la patria, y no hay calle con
su nombre ni escultura ni monumento alguno que lo honre, como sucede con toda
sociedad cuyo fundamento metafísico es el repudio por el pasado como es el
caso, en general, en todas las repúblicas.
Por confesión propia sabemos que Gaspar Rico y
Angulo era asiduo de los lugares públicos de Lima, como las fondas, tertulias y
cafés, el más famoso de los cuales era el Café de Bodegones, cerca del Palacio
Real. Estos espacios habían adquirido carácter político justamente hacia la
llegada de Rico al Perú. Desde 1793, en que se supo del asesinato del Rey Luis
XVI por la Revolución en Francia, los cafés y lugares públicos en general, que
ya existían desde mediados del siglo XVIII, se habían vuelto espacios para la
discusión y la opinión política que antes, o era muy débil o no existía en
absoluto. A Rico le encantó encontrarse con esta nueva vida de la publicidad, y
era asiduo concurrente de los espacios de opinión. Rico participaba
intensamente de esta vida civil nueva marcada por la circulación de papeles
impresos, por lo general venidos del extranjero, y que en Lima se consolidó
hacia la época de la Revolución con la impresión de dos periódicos locales, la Gaceta de Lima y el Mercurio Peruano. Luego del caos informativo de 1808, una explosión
editorial inspirada por el gobierno del Reino intentó poner las cosas en su
lugar. No era para menos. Luego del júbilo de 1808 por Fernando VII Lima, la
Ciudad de los Reyes, supo la triste verdad; la Revolución había llegado a la
Monarquía y el Rey, lejos de estar en su trono, se hallaba preso. No había más
Rey. El 13 de octubre, según testimonio del Virrey José Fernando de Abascal,
los siete cafés de Lima amanecieron con pasquines colgados en sus puertas que
juraban fidelidad al Rey prisionero.
En medio de un cierto caos de información
política, que en otras regiones de la España de esta parte del Atlántico había
dado lugar a Juntas, algunas de ellas de carácter francamente revolucionario,
en 1810 la Corte del Reino resolvió auspiciar la impresión de la Gaceta del Gobierno de Lima, inspirada
en alguna medida como orientadora de la opinión, posiblemente idea del sabio y
asesor virreinal Hipólito Unanue. Rico, interesado en intervenir con su pluma
en los asuntos públicos, solicitó se le encargara la redacción del periódico al
Virrey, que lo rechazó, posiblemente porque Rico en ese momento no era más que
un comerciante que carecía de antecedentes en el mundo editorial. Pero resultó
que las Cortes, ese mismo año, decretaron la libertad de imprenta en toda
España, lo que se supo en el Perú al año siguiente. Rico, resentido con el
Virrey, resolvió combatir la política de Abascal en su Gaceta fundando un periódico propio, que suscribió las ideas
liberales que primaban en las Cortes, que para entonces se asentaron en la ciudad
de Cádiz. El periódico se iba a titular El
Peruano, y duraría entre 1811 y el año siguiente, en que sería cerrado por
las autoridades por propalar “principios revolucionarios y tumultuosos”; a Rico
este episodio le significaría el destierro hasta 1816. Hubo motivo para ello,
pues este periódico, fiel al resentimiento de Rico, que iba a ser su redactor,
se dedicó a propalar las ideas nuevas de las Cortes, que rápidamente, desde su
tercer número, adoptaron el tono radical de ser la continuación de los principios
de la Revolución Francesa. El periódico tuvo, mientras circuló, fama
internacional, y su lectura alcanzó a ser exitosa en Buenos Aires, entonces
baluarte revolucionario en América.
Rico fue redactor anónimo. Firmaba los
artículos más sonoros como “el Invisible”, aunque se valió de otros seudónimos
también para no ser inculpado. Astutamente, para llevar adelante su plan, se
asoció con el administrador de la entonces famosa Imprenta de los Huérfanos,
Bernardino Ruiz, y con un conocido periodista de ideas liberales, el flamenco
Guillermo del Río; éste último librero famoso de obras relacionadas con la
Revolución Francesa y periodista cuyo local de ventas se hallaba en la Calle
del Arzobispo. Del Río aparecía como el editor y responsable del papel impreso,
por lo que recaía sobre él tanto la fama del periódico como la responsabilidad
legal de su contenido. Pues bien. El
Peruano, enemigo de Abascal, que era bastante conservador, por decir lo
menos, no sólo publicaba los anónimos de Rico, que escribía en lenguaje
exaltado, sino que difundía papeles de las discusiones de las Cortes que
insistían en uno de los puntos más peliagudos de sus sesiones, la idea de la
igualdad civil entre españoles europeos y americanos, y entre miembros de las
castas, los negros libres y la población indígena, cuya élite, descendiente de
los incas y preferentemente monárquica y conservadora, no podía controlar lo
que estaba una vez impreso.
Es necesario aquí hacer un alto social. De
hecho, en 1812 se produjo uno de los escasos levantamientos del Reino en ese
periodo que, de acuerdo a los testimonios de época, que son algo confusos,
sindicaban claramente a estos artículos sobre la igualdad de El Peruano como sus inspiradores. Esto
no es del todo seguro, pues hay factores discordantes y testimonios
contradictorios. La rebelión se produjo en los partidos de Huánuco, Panatahuas
y Huamanlíes, y estuvo a cargo de la masa campesina indígena. A inicios del
siglo XIX era mucho menos frecuente que ahora hablar castellano entre los
indios, y menos probable aún, que éstos pudieran leer, o siquiera comprar un
ejemplar de El Peruano. Además, hay
testimonios de que los indios insurrectos venías de recibir propaganda oral e
iconografía de gente blanca de procedencia desconocida que divulgaba entre los
caseríos aislados de la Sierra la extraña idea de que estaba por llegar un
Inca, a falta de Rey, que se llamaba Juan José Castelli. En todo caso, si El Peruano se leía, no con poca
satisfacción, en la subversiva Buenos Aires, también debía leerlo alguna gente
en la Intendencia de Tarma, donde se produjo el levantamiento.
Conforme avanzaba el tiempo de publicación de El Peruano, hubo una serie de
reacciones, algunas de ellas interesantes. Lo más probable es que todo el
contenido verdaderamente subversivo del periódico fuese redactado por Rico
mismo, lo que habrá de verificarse alguna vez con un análisis estilístico de
los artículos. Pero Guillermo del Río aceptaba colaboraciones externas, fiel
este hombre a la idea ilustrada de la opinión pública como un diálogo abierto,
que admitía disensiones y discusión. Éste es el origen de fascinantes textos
contrarrevolucionarios procedentes de los propios lectores, a los que, al
parecer, no les hacía ninguna gracia el contenido de la campaña de “el
Invisible”, que acusaban su disconformidad con los principios revolucionarios,
con la opinión mayoritaria en las Cortes e, incluso, al menos en un caso,
contra las Cortes mismas, cuyo gobierno fue acusado de incapacidad para
enfrentar a Napoleón y la ocupación francesa de la sede central de la
Monarquía. Algunos colaboradores identificaron los principios de la revolución
en España, esto es, lo que en Cádiz se discutía, con los de Francia –como de
hecho era el plan del periódico-, de la cual se recordaba en Lima más los crímenes
del Terror de 1793 y el asesinato del Rey Luis que ideas como las de libertad o
fraternidad, que habrían de esperar aún una década para ser asimiladas por el
lenguaje político ordinario. Agustin Barruel, autor de la teoría de la
Revolución como una conspiración masónica, circulaba en Lima con la misma
holgura que la obra monárquica moderada de Montesquieu.
Los colaboradores insospechados de El Peruano fueron implacables contra la
Revolución –la francesa y la española- cuyos principios fueron acusados de
satanismo, de ser obra del “diablo” y del “Anticristo”, de hacer causa común
con el aceleramiento de la anarquía social o, en el peor de los casos, con el
fin del mundo. Es de lamentarse que Gaspar Rico hubiera tenido que defenderse
de colusión con las huestes del Infierno, que tenían fama muy ganada de
espantosos en una Lima cuajada de monjas y procesiones suntuosas y semanales.
Pronto las autoridades, que seguramente estaban más del lado del público que
del solitario escritor, exigieron la identidad verdadera del firmante de los
textos revolucionarios y Guillermo del Río, a quien no le quedaba de otra, pues
de otro modo podía ser penado él mismo, denunció a Rico por su nombre como el
autor de los libelos. Abascal debe haberse quedado atónito al reconocer que el
fallido redactor de la Gaceta, a
quien había él mismo rechazado como inexperto, fuese esa pluma tan notable y
capaz de hacer cosas terribles en un Reino preferentemente pacífico como era
entonces el del Perú. Es tradición sindicar a los frailes de la Santa
Inquisición de haber denunciado a Rico finalmente ante la Junta de Censura, un
procedimiento que estaba previsto en el decreto de libertad de imprenta, pero
la verdad es que, luego de la insurrección en la Intendencia de Tarma, que
estalló en el verano de 1812, el periódico se fue haciendo insoportable para el
gobierno del Virrey. Aunque la Junta de Censura fue bastante benévola, Abascal
embarcó a Rico a España, de donde no volvería sino hasta el fin de su mandato.
Después de esta historia de liberalismo y
revolución de Gaspar Rico y El Peruano,
nadie podría sospechar el resto de la historia conocida de este periodista.
Durante la existencia del periódico, otra vez con Guillermo del Río como
editor, salió a la calle El Satélite del
Peruano, un periódico aún más radical que El Peruano y que, por ello, no tuvo sino unos pocos números antes
de cerrar. Es de sospecharse que Rico, no cansado con polemizar con la opinión
pública de verdad, hubiera querido dar la impresión de que su periódico no era
el único en suscribir las nuevas ideas. Pero el resto de la prensa del periodo
era más bien partidaria del Rey legítimo, y era sospechoso que sólo un
periódico, o dos, fueran tan apasionados con principios que, en lugar de
reponer a los reyes en sus tronos, les cortaban la cabeza. Para quienes
encuentran la identidad peruana a partir de la instauración definitiva de los
principios liberales en la República, cosa que no ocurrió sino luego de la
rendición de los Reales Castillos del Callao en 1825, Rico debía figurar en la
historia peruana como un héroe, como el más destacado publicista liberal del
Antiguo Régimen y, por lo mismo, también como fundador o gestor de lo que
habría de ser el periodismo republicano. Sin embargo esto no es así. ¿Cuál es
el motivo de esta situación?
Gaspar Rico, luego de su destierro por
Abascal, su enemigo, regresó al Perú en 1816, cuando el ciclo revolucionario en
Europa había terminado y las autoridades legítimas habían, finalmente,
recuperado sus tronos. Esta vez era Abascal quien se regresaba a España. Y
Rico, entonces famoso por su intervención en la prensa, no volvió más a
dedicarse al comercio que lo había traído a Lima en 1794. Apenas llegar, fundó
el periódico fidelista El Investigador,
que iba a circular hasta 1817, y del que, por desgracia, no se conserva
ejemplar alguno. Luego de ese ensayo editorial se hizo más que famoso por una
obra que era la antípoda de El Peruano; en ella abominaba de la revolución
primero, y de la república después, por un periódico en el que, libre de sus
enconos con el gobierno, saldría el pensamiento definitivo del autor. Este
periódico iba a llamarse El Depositario.
El Depositario fue impreso en Lima
desde 1821 expresamente para apoyar la causa de la Monarquía católica, y su
redactor único, Gaspar Rico, acompañaría en persona al último Virrey del Perú
en los diversos lugares en los que éste instaló la Corte del Reino durante la
guerra civil. Publicó en el Cuzco, por tanto, última capital que fuera de la
monarquía peruana.
Cuando la causa del Rey legítimo parecía definitivamente
perdida, y grandes reaccionarios como el asesor virreinal Hipólito Unanue y el
Padre José Joaquín Larriva se pasaban en masa a los nuevos amos, Rico, junto
con buena parte de la nobleza y el clero de Lima, varios miles de personas
indefensas, se refugió en el Callao, resistiendo allí los embates definitivos
de la revolución. Desde allí, en medio del hambre y la peste, Rico continuó
sacando hasta el final de su vida El
Depositario, haciendo mofa, con el mismo estilo sarcástico de su pluma
magnífica, de los jefes extranjeros que, en ese momento, cambiaban el país para
siempre.
Gaspar Rico y Angulo murió, posiblemente de
enfermedad, poco antes de la rendición española de los Reales Castillos. Fue
acompañado en la muerte por frailes, familias leales a la Monarquía y una parte
significativa de la nobleza peruana. Guillermo del Río llevó, ya bajo la
república, una vida breve y oscura existencia en proyectos que hoy no se
recuerdan. El Peruano es el único
periódico de inicios del siglo XIX que ha reproducido en su integridad la
famosa Colección Documental de la Independencia del Perú, que recoge la documentación para investigar la Independencia del Perú
y fue impresa en ocasión del Sesquicentenario de ese episodio por la dictadura
del General Juan Velasco Alvarado.
viernes, 19 de septiembre de 2014
Evento, novum y violencia fundante. Bagua (Perú), 2009 (nueva publicación)
domingo, 14 de septiembre de 2014
Café con el Anticristo. Tras el oscuro velo de la libertad (II)
Café con el Anticristo
Perú: temporalidad y evento en la modernidad temprana
Víctor Samuel Rivera
Universidad Nacional Mayor de San Marcos
Tras el
oscuro velo de la libertad (II)
La Gaceta
de Lima y el Mercurio Peruano no
podían estar más de acuerdo en su tratamiento de la obra de la Bestia. Para
tratar el fenómeno de la Francia, desde 1793 hicieron ambas publicaciones
periódicas dos cosas: describir a los agentes de la Revolución y narrar sus
acciones: describieron lo que tenía lugar,
el suceso de la Revolución.
Siguiendo a la Gaceta de Lima y el Mercurio
se sabía sólo que, por unos principios que nadie en la opinión pública parecía
poder poner en papel, combatían a la vez contra la autoridad legítima y la
religión (cf. Clément, 1990). He aquí un extracto de la Gaceta de Lima que puede ser usado de ejemplo: “La religión
destruida, los altares abatidos, los vasos sagra/dos de las iglesias robados
por manos sacrílegas, los más augustos misterios profanados, los sacerdotes y
buenos ciudadanos bárbaramente degollados, invadidas las propiedades, los más
sagrados derechos vulnerados y anulados. Tales son las empresas de la secta jacobina” (Gaceta de Lima, 26/04/1793, 126-127). Es digno de investigación
aparte el tema del carácter antirreligioso de la Revolución, la razón por la
que se infería una visión apocalíptica del fenómeno revolucionario. Lo que
interesa ahora subrayar es el carácter
inexplicable que presenta la Revolución. Para situar lo que está teniendo
lugar se acude a “las empresas de la
secta jacobina”. Hay que subrayar la expresión “empresas”. El texto es lo que
en lógica se podría denominar una definición extensional; se dice qué es la
Revolución, no en base a una expresión intensional, teórica o explanatoria,
sino en base a una enumeración de hechos: “las empresas”, esto es, las obras,
las consecuencias de la Revolución. En cambio, del principio de la Revolución,
la “libertad”, la Gaceta de Lima se limita a advertir a los
súbditos del Reino, copiando de un papel holandés: “No deis entrada al conocido
abuso, tan común en estos tiempos, con que se tratan palabras” como “libertad” (Gaceta de Lima, 1793, Segundo Suplemento, 25); la “voz halagüeña de
libertad” es “la entrada de la
novedad sacrílega que no oyeron nuestros padres” (Mercurio Peruano, 09/02/1793, 98). Los subrayados de la palabra
proceden de los textos originales. El “conocido abuso”, uso conocido de una
palabra indefinible, subrayada por algo en el original.
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